Siempre que
Ricardo Solíz llega a la casa es una celebración, íntima y compartida.
Son tantas selvas
andadas, tantos ríos navegados, tantas aldeas, pascanas, fuegos, cedros,
wayrurus, tantos amigos que compartimos en la travesía, que recordarlos o saber
alguna noticia de ellos, es para celebrarlo.
También nos
convocan suficientes muertos, compañeros muertos, como para que hoy que Ricardo
volvió por Río Abajo, recibiéramos sus almas en comunión, con alegría, y la
misma pasión que atesoramos con ellos, cuando caminaban a nuestro lado, en esta
vida.
Debo hablar de
mí. Alguien me dijo una vez que escribía con enorme naturalidad sobre la muerte
y sobre los muertos, que ellos tenían para mí, un valor igual o mayor que los
vivos. Y yo dije siempre que sí, que así era, que sabía convertir, dentro de
mí, el dolor en huella, la tristeza en memoria, las ausencias es un rastro a
atesorar.
Otro alguien me
dijo también que eso no era difícil de explicar, tomando en cuenta que, entre
mis primeras forjas, fui militante del reclamo por la aparición con vida de los
compañeros detenidos-desaparecidos por la dictadura militar que asoló
Argentina, mi país natal, desde el aciago 1976.
De ahí, Pablo,
seguía diciendo esta misma persona, que vos seguís buscando eso que está
oculto, ni muerto ni vivo, desaparecido, peregrinando con devoción, sea tras
los pasos de Fawcett o del noruego Lars, sean los restos perdidos de Shajaó, el
mítico rebelde Ese Ejja, sean los indicios de existencia de los últimos pueblos
indígenas aislados en la selva amazónica.
Es verdad y está
última parte de mi existencia, la compartí con Ricardo, por eso siempre es
grato verlo, porque convocamos a todos, a los vivos y a los muertos, más un día
como hoy, cuando ellos acuden a nuestro encuentro.
Entonces, una challa
de corazón y cariño, por todos ellos.
Por el gordo
Guillermo que antes de partir a su cielo, casi se parte el alma con nosotros,
enterrados en el agua helada de los bofedales del nevado Palomani, en el
corazón de la cordillera de Apolobamba, buscando llegar a un sitio cuyo nombre
lo dice todo: Warawarani, en traducción libre, lugar de muchas estrellas, el
cielo mismo, noche cerrada en la inmensidad de los Andes.
O recordarnos de
otro Ricardo, mi compatriota también, con el cual atravesamos una selva hermosa,
llena de árboles milenarios, y donde también el casi parte precipitadamente
cayendo por un barranco del río Cocos, bello río como pocos, y donde el
referido Fawcett, en sus memorias, anotó que halló las mariposas más lindas del
mundo entero.
Por Giovanni que
se murió hace nada, ni harán dos meses, y que fue clave para apoyar el inicio
de las expediciones, cuando salvo un puñado de gentes, nadie creía en nosotros.
Lo mismo que Guido, Lauro y Hugo, que también fueron partiendo y también
confiaron en lo que hacíamos. O el Esteban, el corregidor de Puina, la primera
vez que llegamos, esa donde casi nos helamos, o la segunda vez o la tercera, ya
no recuerdo, donde de llegada al Hito 22 de Yagua Yagua –donde nace el río
Tambopata-, el, baqueano y guardián de cerros, se lo olió al puma y lo
rastreamos y lo seguimos tan abajo que así nos arribamos a Saqui, a un extremo
sudoeste del Perú, donde la familia del Juvenal tenía una hacienda, hoy en
ruinas, y donde conocimos a Néstor, otro andador de montañas, el que me habló
por primera vez de “el camino de los españoles”, las minas perdidas de ese
rincón de Carabaya y el lugar que lleva mi nombre, y sólo por eso, fue siempre
un imán: Pablobamba, en ese Perú profundo, el de Scorza, otro finado, otra alma
de las fraternas.
Esteban se mató
de una manera terrible cuando estrenando una ripiada, no pudieron controlar la
dirección del vehículo y se estrellaron siete contra un peñasco que de sólo
mirarlo, te asusta. Nadie sobrevivió a ese accidente y medio que se desplueba
Puina, eran tan pocos en esas soledades y la muerte se los llevó igual.
Igual que al
Julio, al Julito eterno, a mi hermano, nuestro hermano, que siempre estuvo
haciendo olas desde la prensa, periodista celestial ahora, andará con el Guille
–casi se fueron juntos, principiando el año- haciendo documentales en las
nubes, viéndonos a nosotros afanados acabo abajo y extrañándolos un poco menos
este día que andaban por aquí, entre estos montes de cactus.
Entre challa y
challa, Riqui me contó que había andado por San Borja, allá en el Beni, y lo
había encontrado, bastante amarrado a la botella, a Alonso. Lo hizo recapacitar
y lo convenció de evitarse más desolación y plantar moringa, que de algo hay
que comer, mi hermano, y que a eso se anda dedicando mi amigo, agrónomo de cepa
y emprendimientos pioneros.
Sucede que Alonso
es viudo, otro accidente maldito, se llevó a la Silvia, su esposa, y al
Alejandro, los dos parte del pueblo Chimán, los dos amigos nuestros y los dos
compañeros de trabajo.
Con Alejandro, convivimos
una temporada en la selva del Pachene a donde fuimos a grabar un documental y
veo a veces las imágenes de la grabación y lo encuentro y sigo sin poder creer
que ya no esté, porque morir por accidente es una trampa que el azar le tiende
a los jichis, a Viracocha, a los dioses que nos cuidan en el monte, los
desiertos, la vida que andamos. Esa donde casi, casi, el 2 de marzo pasado, en
los altiplanos potosinos, quien suscribe también se accidentó, con suerte como
se dice, igual que el propio Ricardo, y casi por esas mismas fechas, cuando el
micro donde viajaba se estrelló con un camión en la carretera, viniendo hacia
Oruro desde Cochabamba, dejando un tendal de muertos, ocho, diez, no recuerdo.
De repente,
challa y challa, masiva concurrencia, copiosa cantidad de compañeros fallecidos
acudiendo, Ricardo y yo nos fuimos dando cuenta de una cosa, telepatía y
sincronía activas, pero fue él quien la verbalizó primero. Dijo, estirándose
hacia atrás, sentencioso:
-Hermano, tantos
amigos que ya no están… ¿te has dado cuenta que nosotros también podíamos haber
estado en la lista? ¡Tantos viajes y no nos hemos muerto! Es verdad. Recuerdo
que, al principio, llevaba entre los pliegues de mis libretas de bitácoras, el
poema de Heraud, como conjuro, ese que afirma: Yo nunca me río/ de la muerte./
Simplemente/ sucede que/ no tengo/ miedo/ de/ morir/ entre pájaros y árboles.
Después, uno se
acostumbra y ya no lleva nada.[1] Deja
todo en manos de los dioses que nos tutelan, los dioses forjadores de los
cerros y las selvas, y que ellos nos guíen. Eso sí: con el Ricardo no hay
apacheta donde no hayamos ofrendado, hasta wilancha –sacrificio de sangre-
hicimos cuando hubo que hacerla.
Donde todo es
altar, como dice la Malú Sierra, no es cuestión de hacerse el zonzo, el descuidado,
y menos andar apurado: primero lo primero y lo primero, siempre, es honrar a
quienes te protegen, a quienes te van cuidando, paso a paso, sabiendo donde
ponés el pie pero sabiendo además que algo, algo fuerte, omnipotente, te va
amparando, si vos lo blindas con tu fe y si vos sentís que tan bello como andar
también es volver.
Por eso, hoy que
las almas han retornado y estamos más juntos, más cerca, todos, uno agradece a
los Señores del Cosmos por la dicha de vivir y de dormir en una cama caliente
aunque qué lindo es recordar los campamentos y la arena, los fogones y las
estrellas, donde los rostros de nuestros compañeros vuelven a brillar, vuelven
a encenderse, vuelven a vivir, como cuando caminábamos con ellos por el medio
de las serranías y a través de las quebradas de la geografía pero también del
alma.
Río Abajo, 1-2 de
noviembre de 2016
[1] Confieso: Talismanes siempre llevo. De dos, no me separo jamás. Un
sapo tallado en madera por algún indio wichi que cuelgo a mi cuello, obsequio
de un amigo argentino cuando hacíamos montaña en la Patagonia, a principios de
los 80s, y un pin de la Virgen de Guadalupe, que escondo en alguno de mis
bolsillos, y que me trajo de México, veinte años atrás, otro amigo, boliviano
él, cineasta y loco.
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Imagen: Sapo
wichi en palo santo
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