Afortunadamente
en gran parte de Bolivia, sobre todo en la región andina, sigue muy viva la
costumbre de conmemorar a los difuntos a través de diversos ritos que se
celebran entre el 1 y 2 de noviembre de cada año. Tradición que se remonta a la
época precolombina, en la cual -según algunos investigadores- las comunidades
solían sacar a los muertos de sus nichos para engalanarlos y ofrendarles con
comida, música y otros agasajos. Con el arribo de los españoles, la festividad
adquirió otras características, fusionando elementos andinos con propios de la
liturgia católica, que ya tenía en el santoral cristiano el día de Todos
Santos, en homenaje a sus primeros mártires. De ahí que en países como México,
Perú y Bolivia, la fiesta de los muertos sea un acontecimiento muy importante,
arraigado, complejo y rico en matices, como resultado del sincretismo
religioso-cultural originado en la convivencia entre las cosmovisiones
indígenas y la europea.
Hoy compartimos
ese legado a través de diversas manifestaciones y según las características
propias de cada región. Es así que en Bolivia, por ejemplo, las ceremonias o
modos de celebración varían, aun entre pueblos vecinos, pero no tanto en el
fondo, cumpliéndose ciertos ritos obligatorios que manda la tradición. Es
forzoso, de entrada, que la familia del difunto “haga rezar” durante los tres
primeros años posteriores al fallecimiento. Evento que consiste en un cúmulo de
actividades que van desde la limpieza y arreglos del sepulcro cuando se acerca
la festividad, la preparación anticipada de masitas, bizcochos, caramelos y
otros dulces, aprovisionamiento de variadas frutas, licores como el vino,
cerveza, chicha, coctelitos, etc., hasta la elaboración de algunos platos que
eran de preferencia del fallecido. Todos estos preparativos, a veces pueden
significar más de una semana de faena casi ininterrumpida, para que no quede
ningún detalle al azar.
Antes del
mediodía del 1 de noviembre, debe estar convenientemente preparado el mast’aku,
o mesa del difunto, que en algunos lugares suele armarse por niveles, a
modo de altar; pero en otros hogares se opta por la sencillez, tendiendo una
superficie plana donde se deposita la ofrenda de alimentos, junto al retrato
del difunto que va en la cabecera, y debajo se colocan las escaleras de pan que
simbolizan los escalones del cielo. Un detalle importante es la presencia
central de t’antawawas o niños de pan que según algunos
autores representan al difunto y, según otros, son reminiscencias del rito
incaico cuando se ofrecía niños en sacrificio. Luego se rodea con urpus
(panecillos) de variadas formas que, una vez más, testimonian el mestizaje,
pues se mezclan figuras de caballitos, palomas, peces, patos, llamitas,
serpientes, sapos y otros animalitos que forman parte de la mitología andina.
Entre los resquicios se colocan palitos con gallitos y otras figuras de azúcar
elaboradas artesanalmente sólo para estas fechas. Se termina el decorado
añadiendo flores, velas, banderines, coronas y cadenas de color negro y morado.
A partir de las
doce se cree que las almas bajan al mundo de los vivos para servirse los
alimentos que les han preparado y compartir con la familia hasta el día
siguiente, cuando retornan al más allá, a la misma hora. En algunos pueblos se
invita a los amigos, familiares y vecinos para que vayan a rezar en casa del
difunto donde está armado el altar. En el transcurso de la noche, entre las
pausas del rezo, se le homenajea con música de banda, orquesta y hasta
mariachis (según las posibilidades económicas), mientras se convida a los
invitados con comida, coctelitos y otros licores. Por la rezada, los visitantes
suelen recibir canastillos o pequeñas bandejas con los artículos de repostería,
coronados por una tarjeta necrológica.
En otros pueblos,
como en el que viví hace años, la noche del 1 de noviembre se acostumbra
visitar el cementerio donde algunos familiares hacen rezar a los niños y les
pagan con urpus o caramelos, a los adultos suelen invitarles ponche de leche,
coctelitos de ciruela o tumbo, entre otros. La concurrencia depende de las
condiciones climatológicas ya que el evento es como un ensayo o preparativo
para el día siguiente. El día 2, los deudos suelen enviar, justo al mediodía,
dos viandas al domicilio de los más allegados, una con sopa de maní y la otra
con uchu (sopa espesa de ají colorado), acompañadas de una botella
o jarra de chicha, con la recomendación de que más tarde visiten la tumba del
ser querido.
Entretanto, la
“mesa” que estaba en casa se traslada al cementerio, donde se la suele armar de
nuevo, y muchas veces con mayor detalle y colorido, de tal manera que parezca
más vistosa que las aledañas, ya sea sobre la losa de la tumba o delante del
nicho. Es menester tener todo listo porque pasadas las horas de almuerzo
empiezan a llegar numerosos grupitos de niños que convierten el camposanto en
una suerte de colmena gigante, al son de los murmullos y rezos a viva voz.
Toda la tarde, los infatigables muchachitos recorren las callejas y
pasillos ofreciendo sus oraciones de nicho en nicho, mientras ven con orgullo
cómo sus mochilas o talegos van engordando con los panecillos recaudados, que
suelen guardar hasta que se endurezcan para comérselos a dentelladas en las
semanas siguientes.
A los adultos, al
contrario de los niños y jóvenes, no se les exige que recen en voz alta,
bastará con unos murmullos o evocaciones mentales para que se les ofrezca un
platillo con masitas y un vasito de vino o chicha en el peor de los casos. Las
familias más pudientes suelen invitar algún plato, como lechón al horno, a sus
amigos más cercanos que pasan por el sitio, aparte de bebidas selectas y
bizcochos variados. A medida que transcurre la tarde, el camposanto se ha
transformado en un hervidero de vivos ruidosos que pareciera romper el descanso
eterno de los muertos, pero la tradición dicta que no hay nada de irrespetuoso
en ello, pues las almas se van contentas al saber que las familias se acuerdan
de ellas.
Justamente como
despedida, en momentos que el sol amenaza con esconderse tras el horizonte,
aparecen coros improvisados de adultos que se detienen en las mesas más
decoradas de viandas y frutas, para pedir permiso de “voltear la mesa” que,
según la amistad de los deudos con algún integrante del coro, se procederá con
la ceremonia, siempre y cuando algún otro interesado no haya “reservado la
mesa”. A continuación, el ritual comienza con una repetición larga de
padrenuestros y avemarías y sus consecuentes ofrendas al ánima del difunto.
Como broche de oro, el grupo se pone a cantar los versos del cántico
tradicional: Alabado/ santísimo sacramento del altar/y la Virgen concebida/ sin
pecado original, estribillo que el coro repetirá una y otra vez, a continuación
de los versos (muchas veces improvisados) que la voz principal lleva en
cuartetas rimadas. La creatividad, la picardía y el humor negro, siempre están
presentes en estos cánticos que no tienen autores por obvias razones. Es así la
tradición.
No recuerdo
cuántas veces se debía repetir el coro, pero tengo claro que llevaba por lo
menos diez minutos o más. Terminaba el asunto con el líder repartiendo los
productos entre los componentes de la pandilla, hasta que quedaba únicamente el
mantel desnudo. Después de despedirse de los deudos iban en pos de otra mesa
antes de que la noche se hiciera presente. Recuerdo con enorme satisfacción
todas estas ceremonias, cuando de chico solía perseguir a estos improvisados
juglares para oírlos con atención. Tanto que se me han grabado en la memoria
algunos versos que dejo tras estas líneas. Pero también recuerdo con gracioso
pesar que una señora me haya llamado, a mis tiernos siete u ocho años, como “almaengaña”
por haber balbuceado el ofertorio para su muertito, cuando daba mis primeros
pasos como rezador junto a un grupo de amigos mayores. Fue así como fracasé en
mi prometedora carrera de resiri o versificador profesional de
Todos Santos.
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PS.- He aquí
algunos versos que todavía conservo:
1.-Jesucristo
se ha perdido/y su madre va a buscarlo/ preguntando a quién lo ha visto/y una
estrella alumbrando
Coro: alabado…
2.-En el cielo
hay un huertito/ cargadito de platanos (sic) /y en la tierra está San José/
espantando a los pajaros (sic).
Coro: alabado…
3.- Allí viene
Chino Méndez (un corredor de coches) / levantando polvareda/ le daremos
un balazo / en su t’ojlu (calva) calavera.
Coro: alabado…
4.- Del tronco
nació la rama/de la rama nació la flor/ de la flor nació María/ y de María el
redentor.
Coro: alabado…
5.- Aquí viene el Pepito/por la calle rezongando/lloriqueando sin t'antawawas/ y a las almas engañando.
5.- Aquí viene el Pepito/por la calle rezongando/lloriqueando sin t'antawawas/ y a las almas engañando.
Coro: alabado...
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De EL PERRO
ROJO (blog del autor), 04/11/2016
Fotos:
Mesa que
armamos en casa de unos primos para conservar la tradición.
T'antawawas y
otros urpus.
Un altar en un
domicilio de Tarata.
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