Sunday, October 18, 2009

UNA VIDA DESPUÉS


Shimon Markish 1

A mi padre, Perets Markish, lo fusilaron el 12 de agosto de 1952. Pero yo me quedé huérfano el 27 de enero de 1949, en la noche del 27 al 28; lo vinieron a buscar a nuestra casa, en la calle Gorki, y, tras mentirnos que “el ministro lo reclamaba para una entrevista”, se lo llevaron. Desde aquella noche no lo vi ni lo oí nunca más. De “allí” no se filtraba noticia alguna, nada, hasta la rehabilitación póstuma en diciembre de 1955. Ninguna noticia, ni siquiera de la sentencia ni sobre la ejecución. La Gestapo soviética aprendió de sus colegas alemanes este sistema de hacer desaparecer a la gente sin dejar huella, los nazis lo llamaron Nacht und Nebel – “noche y niebla”; desconozco como lo llamaban los “nuestros”.
De modo que se trata de una fecha redonda; ¿qué hay más redondo que medio siglo? Toda una vida vivida sin él. Pero no tengo intención de hacer un balance de mi existencia, ni de llorar mi orfandad, ni de dar lecciones para el futuro a los interesados, si éstos aparecen. Mi único deseo es recordar a mi padre, quiero que se oiga su nombre, que se pronuncie según la tradición judía, también en la tradición del humanismo europeo, que atribuye a la palabra pronunciada, a la palabra impresa un poder que con nada se puede comparar.

CÓMO SUCEDIÓ
Perets Markish (nacido el 25 de noviembre de 1895 en la aldea Polónnoye, región de Volynia) fue unos de los escritores más célebres en lengua yiddish, practicó todos los géneros sin excepción, aunque sobre todo fue poeta. Durante la guerra ingresó, como es natural, en la dirección del Comité Antifascista Judío, creado, junto a otros organismos --al igual que el Comité Eslavo, el de las Mujeres soviéticas, etc.) del Sovinformburó (Oficina Soviética de Información- para establecer relaciones con el extranjero, es decir, para hacer propaganda y recoger donativos. En los “años negros” de la posguerra, cuando reinaba el terror y la paranoia estalinista multiplicada por el antisemitismo del cada vez más decrépito caudillo y de su entorno –tanto próximo como lejano-, el Comité Judío Antifascista se convirtió, a los ojos, en las mentes y en los corazones de los dirigentes (¡oh, este hedor nauseabundo de la terminología!) en un nido de espías, en el centro de la conspiración judía internacional, sobre cuyos detalles entrar aquí sería superfluo.
La represión ya comenzó a principios del otoño de 1948, con el arresto en Kíev del poeta David Gorshtein. En noviembre el ministro de Interior encabezó personalmente la operación de liquidar aquel nido de espías y, al mismo tiempo, las editoriales e imprentas a su servicio. Se trató de una auténtica operación militar, con la participación de tropas armadas, con archivos sellados y trasladados, y con verdaderos “pogroms” en las imprentas.
En diciembre-enero prosiguieron los arrestos de los miembros de la presidencia y de los colaboradores del secretariado. Los agentes de KGB no se daban prisa en la cacería, atrapaban a la gente de uno en uno o de a dos por noche, para así prolongar el tormento de la espera de los que seguían en libertad. Cuando se supo que habían detenido a Lev Kvitko, un poeta para niños, persona de una bondad y una entrega poco comunes, amigo de juventud y compañero de Markish en Kíev durante los años 1919-1920, mi padre comprendió que le había llegado el turno y que no podía confiar en los milagros. “Si le ha tocado a Kvitko, el hombre más bueno que conozco y a quien no se le ocurriría ni en sueños un exceso, entonces...” – dijo y me entregó a mí, que era su hijo mayor cuando faltaban dos meses para que yo cumpliera los dieciocho años, dos carpetas voluminosas-. “Esto no debe perderse” – añadió. Éstas fueron las únicas palabras que pronunció sobre la catástrofe que se avecinaba.
Me pasé el día entero deambulando con las dos carpetas por la helada Moscú de enero. Y creo que fue entonces cuando nació mi odio hacia la ciudad que más quería, hacia el lugar en el que había nacido y que tan dolorosamente había echado de menos durante la evacuación en Chístopol, en Kazán, en Tashkent entre 1941 y 1943. Una animadversión que unas veces crecería y otras se debilitaría, pero que a fin de cuentas fraguaría en una repulsión insuperable, en el deseo de librarme, de romper para siempre con ella. “¡Fuera de Moscú!..” Y, ya más cerca de nuestros tiempos, de nuestros tres y mil veces malditos tiempos: “En Moscú no hay que vivir. Razón llevaba el Transfigurador...”2
Las carpetas contenían manuscritos mecanografiados: una novela, poemas y poesías. La prosa vio la luz en los 60, aún en la URSS; los versos, en Israel, en Argentina, después de que emigrara toda la familia. Me refiero, por cierto, a los originales en yiddish, porque las traducciones al ruso de los versos y del poema más notable a los cuarenta años se publicaron en un volumen de la colección “Biblioteca del poeta”, preparado por los siempre recordados Serguéi Vasílievich Shervinski y Vilguelm Lévik...
Llegaron aquella misma noche, la noche que puso término a mi vagabundeo con las carpetas a cuestas. Eran muchos, cinco o seis, sin contar los testigos: la barrendera y alguien más. El timbre sonó a las doce menos cuarto. Abrió mi padre. Los agentes lo empujaron desde la puerta hacia el interior del pasillo, de alguna manera en sus manos aparecieron el sombrero y la bufanda. Y al cabo de un instante, tras decir algo manifiestamente falso sobre una cita en el ministerio, que pronunciaron a plena voz, y unas cuantas palabras dichas en un susurro, mi padre desapareció.
No le dejaron despedirse de nosotros (para qué, venían a decir; si después de la cita vuelve a casa). Toda la familia, se había amontonado en aquel pasillo. Que lo de la cita era una mentira se comprobó enseguida: en cuanto se llevaron a mi padre le mostraron a mi madre la orden de arresto y de registro.
Ahora, seguramente, podríamos encontrar un sinnúmero de descripciones de arrestos, cientos, incluso miles de episodios pavorosos, diabólicos en el país donde, como dice la canción, “se vive con tanta libertad”. Puede que estos relatos ya no conmuevan más y no afecten a la gente. Puede que así sea, pero no ocurre lo mismo con aquellos que vivieron los hechos: las propias víctimas o los suyos. Porque cada uno de aquellos arrestos es como la muerte: un “escándalo” (en el lenguaje eclesiástico), algo que resulta impensable admitir. O quizá peor que la muerte, que es el final de toda vida, circunstancia que en cierto modo suaviza el dolor y la ira, la ira divina, una ira quizá tan antigua, tan consustancial al hombre como la necesidad de la fe. Aquí, en cambio, tienes al culpable delante de ti, y la mirada se desliza desde su estúpida cara bajo la gorra azul, hacia arriba, hacia sus jefes de todos los niveles, hasta llegar a los ministros, los mariscales y al generalísimo, hacia el sistema, no importa bajo qué oropeles verbales se esconda éste, hacia el país que ha permitido, transigido y aceptado aquello...
No me atrevo a afirmar que esto sea siempre así. De la historia de los judíos en la diáspora se sabe con bastante exactitud que, a pesar de que se los expulsaba con oprobio y con sangre, a veces con muchísima sangre, de diferentes ciudades y de toda Europa, no obstante, ellos se obstinaban en retornar, y regresaban en cuanto cambiaba el soberano, en cuanto el siguiente hacía con un dedo el ademán de invitarlos a volver. Pero también había ejemplos de lo contrario. Después de la Catástrofe de 1492 en la Península Ibérica, tras el horror que consistía en elegir entre la conversión forzosa y la hoguera, al abandonar el país que había sido su patria y la patria de muchas generaciones de sus antepasados, los judíos juraban no volver nunca más a España.
También a mí durante muchos años me parecía que el hitlerismo y el estalinismo imponían a los supervivientes una obligación parecida. ¡¿Conviene hoy arrepentirse de nuestra propia profundísima estupidez?!
Y sin embargo, a pesar de todo, con arrepentimiento o sin él, sigo creyendo que los orígenes de los hechos de finales de los 60 y principios de los 70 y, siquiera en parte, de lo sucedido más tarde, han tenido algo que ver con el sacrificio de mi padre y de sus compañeros.

MÁS ALLÁ DE CASA
El registro duró casi un día. Fue un registro como otro: los oficiales analfabetos de siempre, que no sólo no sabían yiddish, sino, se diría, ni siquiera su propia lengua, el ruso, incapaces de aclararse lo más mínimo en los papeles que estaban revolviendo, ni de tan siquiera levantar acta del registro y de lo que se llevaban, unos tipos que parecían quedarse dormidos, muertos de aburrimiento. Por fin los llamaron por teléfono y, al parecer, les mandaron (¿o les dejaron?) acabar. Entonces parecieron despertar, agarraron al azar varias carpetas con manuscritos y hojas mecanografiadas, una carpeta con fotografías; con el resto del archivo hicieron en una pila en una de las dos habitaciones y acto seguido las precintaron.
Pasados tres años y medio, cuando a todos los que estábamos empadronados en la casa nos deportaron a Kazajstán como miembros de la familia de un traidor a la patria, los guardias del KGB arrojaron toda aquella pila a la basura.
Finalmente se fueron. Había oscurecido. La vida nos mostró al instante que no conoce ni paradas ni respiros. Me entraron unas ganas locas de comer, de beber, de dormir. Me mandaron a por pan. De camino a la panadería se encontraba un mural con el periódico “Pravda”. Por mucha prisa que tuviera, me paré: la costumbre de seguir las noticias de los periódicos en un estudiante de la facultad de filología era, al parecer, más fuerte que el cansancio. Y más cuando el título del editorial me miraba directamente desde el mural: “Sobre un grupo antipatriótico de críticos teatrales”. El editorial no llevaba firma. Leí el texto en diagonal, sin entender demasiado de qué se trataba, pero señalando detenidamente para mi fuero interno la presencia de un procedimiento estilístico antes nunca visto, el del “descubrimiento de los paréntesis”, como por ejemplo: B. Yákovlev (Goltsman). Al regresar a casa con el pan se lo conté a mi madre, pero ella no quiso hacerme caso: no estaba para tonterías, como la de descubrir los seudónimos de no sé qué críticos teatrales que resultaron ser antipatriotas. Por supuesto, tampoco yo entendí nada entonces, pero más tarde me paré a menudo a pensar en esta coincidencia “entre lo privado y lo público”, como diría un marxista consumado refiriéndose a esta doble llamada (¿reclamo, lamento?) del destino.
El artículo en el “Pravda”, aparecido simultáneamente con la desaparición de mi padre, era la señal dada para desencadenar la primera campaña abiertamente antisemita en el período soviético de la historia de Rusia. El tiempo de las insinuaciones y de los guiños cómplices había acabado, las cosas se empezaron a llamar por su nombre. Por un lado, el patriotismo ruso soviético, y por el otro, la cara opuesta: los gurvich, los yuzovski, los pseudo-yákovlev, es decir los goltsman.
Según las reglas de juego de entonces, los nombres de los detenidos no aparecían en los medios de información. O bien eran los calabozos de torturas de la Lubianka, Lefórtovo, Sujánovo, o bien los insultos públicos y las descalificaciones en la prensa, las radio y las reuniones, pero no las dos cosas a la vez. Sin embargo, sólo los ciegos podían no ver la relación entre la campaña anti-cosmopolita y los arrestos de gente de la cultura en lengua yiddish. ¿Era yo uno de esos ciegos? Me temo que sí.
El descubrimiento me llegó más tarde. No dudo que las generaciones mayores de la intelliguentsia fueran más perspicaces y clarividentes. Nunca olvidaré la enorme valentía, increíble para aquellos tiempos, de mi profesora predilecta, Yustina Severínovna Pokróvskaya, la viuda del académico Mijaíl Mijáilovich Pokrovski, que me daba clases de latín y griego. Cuando se encontró conmigo en el pasillo de la universidad justo después del 13 de enero de 1953, el día en que se publicó la noticia de la agencia de noticias TASS (o del Ministerio del Interior, lo que viene a ser lo mismo) sobre los “médicos asesinos”, la mujer con voz marcadamente alta, “urbi et orbi”, pronunció: ¡¿Pero qué está pasando? ¡Esto es peor que el caso Beilis!” Bendita sea su memoria.
Hubo, por descontado, también reacciones distintas, inversas, triunfales: “huele menos a ajo”... Pero no daré nombres, como manda la tradición judía: “para que desaparezcan por los siglos y se borren de la memoria de los vivos”.
He dicho al principio que no quiero dar lecciones para el futuro. Y no las voy a dar. Pero diré algo más sobre el pasado. Ahora que ya rondo los setenta años, no me resigno a aceptar el pasado y nunca llegaré a resignarme a aceptarlo del todo, a aceptar a aquellos que lo ha hecho realidad y lo ha forjado, a aceptar los símbolos y los emblemas de este pasado, como los rascacielos soviéticos, a aceptar la atmósfera que este pasado creó y a sus héroes, no sólo a los ficticios, sino también a los de verdad.
Nunca.

Shimon Markish
Budapest

1 A principios de diciembre 2003 murió en Ginebra Shimon Markish, entre otras muchas cosas, conocedor de la obra de Isaac Bábel y de Vasili Grossman, interesado en el mestizaje ruso-judío y sobre todo en la literatura judía de expresión rusa.
2 Versos de Anna Ajmátova

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Publicado en Izvestia, Moscú, 28.01.1999
Traducido por Ricardo San Vicente

Imagen: Perets Markish en foto sin fecha
Imagen 2: Uno de sus libros

NOTA: Ilia Ehrenburg dedica, en su Tercer Libro de Memorias, un bellísimo capítulo en recuerdo del poeta Perets Markish, asesinado por órdenes de Stalin en uno de los trágicos y ridículos procesos que caracterizaron su régimen. Hay que leer este homenaje del autor judío ruso, y buscar los dulces poemas de Markish en raras ediciones argentinas. CFC

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