Monday, April 12, 2010

LA OBRA DEL MARQUÉS DE SADE/La infamia como senda a la luz


Lisandro Otero

La obra de Donaciano Alfonso Francisco de Sade constituye una incursión en la perversidad, pero es también una forma de emancipación y rescate de sumisiones. Para algunos este monstruo de impudicia y libertinaje colmó todos los excesos imaginables en que puede incurrir un ser humano en su ejercicio sexual. Si embargo, algunos pensadores, como el católico Pierre Klosowski, creen que Sade fue un espíritu verdaderamente religioso porque usó el mal como si fuera un muro que es necesario horadar para llegar a obtener la luz.
El marqués de Sade se adentró en una existencia licenciosa durante la cual usó todas las depravaciones en busca del placer, conoció las indignidades y el deshonor, sufrió prisiones y vio su obra censurada, sufrió la reprobación de sus contemporáneos y sus páginas fueron mutiladas. Al final de su vida muchos de sus textos sufrieron la destrucción total y hasta sus propios restos físicos fueron pulverizados y diseminados sin dejar huella. Él parecía estar poseído por una voluntad de autodestrucción y no dio mucha importancia a su propia obra literaria, que a ratos parece ser el lenitivo de un espíritu atormentado por sus demonios. Su propio estilo, seco, austero, descriptivo, sin aderezos del lenguaje, no revelaba a un escritor con ambiciones de gloria.
Sade surgía de una época en que el poder absoluto de la aristocracia y el clero habían alcanzado una autoridad insolente sobre la sociedad, que gemía bajo ese molde estrecho. Era necesario romper el influjo de las minorías y dar vía de salida a los nuevos impulsos democráticos que el pueblo reclamaba. La ruptura física de las instituciones, la fractura social que estaba por manifestarse, venía precedida por esta violación de convenciones, por este atropello del cuerpo humano que Sade ponderaba.
Es sabido que el acto sexual es esencialmente un ejercicio de posesión, un acaecimiento donde el ímpetu y el ardor determinan el control de una individualidad. Para Sade los abusos que practicaba eran una respuesta al despotismo reinante, una refutación a la arbitraria autocracia que oprimía a la Francia del siglo XVIII.
Descendiente de la muy encumbrada casa de los Condé, por su origen nobiliario estaba destinado a una carrera militar que asumió por un lapso, hasta que un ventajoso enlace matrimonial con una familia burguesa de la judicatura le condujo a asumir una doble existencia. Amante de la conocida actriz La Beauvoisin, montó una casa de citas en Arcueil adonde conducía prostitutas que sometía a extrañas prácticas sexuales, en las que intervenían el dolor, las excreciones humanas, el bestialismo, la sodomía, la pedofilia y el tribadismo. Una de sus víctimas, Rose Séller, lo denunció, dando lugar a un proceso legal que lo arrastró a la prisión de Vincennes.
Al salir, se refugió en su castillo de La Coste donde su sirviente Latour le procuraba las rameras que usaba en sus experiencias. También secuestraba adolescentes y usaba sofisticados afrodisíacos. Fue condenado en reiteradas ocasiones a la prisión de Vincennes, huyó a Cerdeña y a su regreso terminó cautivo en La Bastilla, donde escribió sobre un rollo de papel de doce metros de largo su obra capital Los 120 días de Sodoma. Al estallar la Revolución Francesa fue confinado al manicomio de Charenton. Escribió sus novelas Justine y Juliette y varias obras teatrales para la Comedie Française.
Finalmente asumió su gran vocación liberadora, se unió al proceso de transformación social que agitaba a Francia y fue electo Secretario de la Sección de Picas durante el gobierno de Robespierre. Allí escribió panfletos como este: “¡Hermanos! Hemos establecido la libertad sobre su trono y si jamás un tirano logra arrebatárnosla sería porque ya no queda un parisino en territorio francés… Una Constitución bienhechora va a implantar la verdadera felicidad en lugar de las angustias de la miseria y de la esclavitud, desgracias de nuestros días; el yugo de los males que nos obligó a bajar nuestra cabeza altiva se ha desarrollado en esta energía republicana que hace temblar a los reyes…”
Pero esas misma “energía republicana” estaba a punto de enviarlo a la guillotina cuando la caída de Robespierre le liberó de un inminente final. La llegada al poder de Napoleón le puso a la merced de su más implacable enemigo, que ordenó la destrucción de sus libros y le incomunicó por el resto de su vida en el asilo de Charenton.
En su testamento, redactado en 1806, ocho años antes de su muerte, escribió: “quiero que las trazas de mi tumba desaparezcan de la faz de la tierra porque aspiro a que mi memoria sea borrada de la mente de los hombres”. Su hijo mayor le complació incinerando el manuscrito de la que quizá fuese su novela más importante: Las jornadas de Florabella, en dos tomos, y destruyó, además, la mayor parte de sus originales. Durante cien años Sade fue un nombre olvidado hasta que a inicios del siglo XX Guillaume Apollinaire le redescubrió y contribuyó a establecer su reputación como uno de los grandes escritores de las letras francesas y situó su obra junto a Ovidio, Catulo, Safo, Chaucer, Rabelais y Bocaccio, contiguo a Musset, Balzac y Maupassant, junto a Barbusse, Celine, Jarry, Aragón y Pierre Louÿs, quienes cultivaron la literatura del erotismo.

Publicado en La Jiribilla (La Habana/Cuba), 2006

Imagen: Afiche de Susan Bee para Marat-Sade, 1970

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