Tuesday, October 25, 2011
‘El boliviano perdido’, retrato de un fantasma veintegenario
Ricardo Bajo H.
El retrato de una juventud de clase media paceña, empobrecida, desclasada, arribista, corrupta, pobre de espíritu, acomplejada...
“El boliviano perdido, la novela-viaje de Daniel Mayer, es la esperada e inevitable crónica del éxodo de la clase media boliviana a la no siempre amorosa Madre Patria”, así habla Giovanna Rivero, la escritora cruceña de Montero en la contratapa de la ‘ópera prima’ de este joven escritor paceño. Y no, pues El boliviano perdido (editorial La Hoguera, 2010) no es una novela sobre la inmigración. De las 180 páginas apenas las últimas 60 transcurren en España. Y es una pena, pues lo mejor del debut de Daniel Mayer Valda llega al final. Pareciera que el novel escritor comenzó a narrar sin saber el rumbo, de manera desprolija, sin tenerla clara, gastando pólvora en gallinazo. El boliviano perdido es, en realidad, el retrato de una juventud de clase media paceña empobrecida, desclasada, arribista, corrupta, pobre de espíritu, acomplejada, mantenida, racista, hedonista y drogadicta, borracha, sin compromiso, falsa, narcisista, ignorante, educada pero inculta, idiotizada por el YouTube, la ‘Play’ y la televisión por cable llegada de afuera, desengañada, indiferente, frustrada, amarga, atea por culpa de madres beatas y padres alcoholizados, estúpida, sin futuro, sin horizontes, terriblemente conflictuada, en un permanente callejón sin salida, apátrida, sin identidad, tránsfuga. Sebastián –el protagonista, alter ego del escritor– es un ‘veintegenario’, un Peter Pan que se niega a crecer, joven de la zona Sur de La Paz, del barrio de Los Pinos, acomplejado de su clase, soñando con pertenecer a la clase alta con la que se codea en el colegio y la universidad. Otra vez lo autobiográfico como uno de los “errores” más frecuentes de los literatos noveles (junto a la imitación estilística de sus paradigmas). Sebas huye a Europa para volver rico y el sueño se torna en pesadilla. Estereotipo que despierta a la cruda realidad de la explotación laboral, la indiferencia social y la xenofobia en su viaje hacia el despertar de la inocencia en España. El estilo trepidante, rabioso y desenfadado concentra en ese instante, lamentablemente en el epílogo, su mejor ‘tempo’ y ritmo. La descripción y la realidad cruda de los trabajos basura de los inmigrantes bolivianos en Europa (de pizzero, de limpiador de baños, de laburante en una joyería de lujo, de vago sin remedio…) son, sin duda, señales prometedoras de un narrador en ciernes, con el pesimismo fantasmal otra vez como santo y seña de la nueva generación de escritores bolivianos. La migración narrada no como ansiada escalera social de progreso personal sino como descenso a los infiernos adornado de desempleo, crisis, drogas, trago barato y gorroneo (una de tantos regionalismos españoles que adornan la novela, a ratos sobrando los cargosos chaval y macho) es la mejor virtud de la obra de Mayer, emparentándola con novelas más cerradas, complejas y ricas como El exilio voluntario, del cochabambino Claudio Ferrufino, ganadora del premio Casa de las Américas, La Habana, Cuba. Y aunque la primera parte de El boliviano perdido sea excesivamente larga y reiterativa, no quita para que tenga buenos pasajes como la denuncia de un racismo latente y de larga data, posado y reposado en la clase social retratada: “En La Paz las primeras palabras que aprendí siendo chiquitito fueron chola, india y Coca-Cola. Después mamá, papá, cosa que nunca conté a nadie. No me acusen de racista, uno no quiere ser racista pero uno se cría en esos ambientes pues, y termina siendo narcisista. El chip de la desigualdad lo lleva uno desde pequeño”. La obra de Mayer no viene a ser otra cosa (siguiendo la feroz autocrítica de excelentes películas como Zona Sur, de Juan Carlos Valdivia) que el reflejo en el propio espejo de una clase decadente que sueña con el arribismo social, pero que es consciente de que incluso las clases populares son más felices: “Santusa era de Batallas, nuestra empleada doméstica, la recuerdo como una persona transparente, de mente muy despejada. Feliz, bonita, con su cabello negro, sus trenzas largas y su carita risueña y redonda. Creo que ella, con los numerosos hijos que tuvo después, ocho, y sus muchos problemas era más feliz que nosotros y nuestro mundo de amarguras complejas y contradicciones”.
Publicado en La Esquina (Cambio/La Paz), 16/01/2011
Imagen: Portada del libro
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