MAXIMILIANO
BENÍTEZ
No debería comenzar un texto dudando
entre si tenía nueve o diez años cuando le pedí a mi madre, insistente e
insufrible, que me llevara a ver Amadeus, la gran película de Milos Forman
sobre la vida de Mozart. Debí echar mano de internet para saber el año y mes
exactos de su estreno en Buenos Aires y de esta manera me hubiera ahorrado esta
explicación innecesaria. Pude hacerlo y de hecho pensé disfrazar el olvido con
datos y nombres propios, hechos hipotéticos, etcétera; pero tengo que confesar
que, a menos que se trate de una cuestión innegociable, lo evito hasta agotar
el último recuerdo, exprimir la última neurona, o interrogar a alguien que
pudiera saber algo, aún a riesgo de ensuciar, como en este caso, un texto
propio.
No tengo
nada contra este océano de sabiduría y estupidez a partes iguales que es la
red, eso no hace falta aclararlo (pero ya veis que lo hago), pero me subleva
ver que la gente no sea capaz de hacer un mínimo esfuerzo en intentar recordar
un nombre, una fecha, una ciudad, un momento, pero que sí tenga la
urgencia de responder a golpe de móvil a cualquier cosa, como si necesitara de
cualquier excusa para plantarse la pantallita en los morros. No es un caso
aislado, se los aseguro, es que prácticamente afecta a todos por igual. Por
otra parte, pensándolo bien ahora que acabo de desahogarme, creo que lo que más
me indigna (aunque sería más justo decir “me jode”) no es esta suerte de
automatismos de la era Smartphone, sino algo más sutil. Es esa especie de
amnesia colectiva, ya sabéis, eso de que nadie recuerde absolutamente nada,
como si todo lo que debiera alojarse en la memoria hasta la decrepitud fuera a
parar al mar de información, imágenes y recuerdos inútiles de un teléfono o un
ordenador. Así pues, aunque sea flaco el favor que me hago, prefiero
(doscientas mil veces o más) quedarme con la duda, así, al abrigo de lo que no
conseguimos atesorar con los años, de todo lo que se desvaneció y aun así
perdura. Seguro que alguien me entenderá. O no, pero ya estamos aquí. Porque yo
no recuerdo si fue en el 85 o en el 86 cuando se estrenó Amadeus en Buenos
Aires, pero lo que sí recuerdo perfectamente es lo que sentía, lo que
experimentaba cada vez que echaban el tráiler de la película en la televisión.
Esas primeras notas de violín, enérgicas, tensas, in crescendo, y
la risa esperpéntica del actor que interpretaba a Mozart, solo podían
presuponer que algo grandioso a la vez que osado y terrible sucedería en las
dos horas y pico que duraba la película.
Para ser
sincero (qué me queda?) no es de la amnesia colectiva de lo que pretendía
hablar, ni de móviles ni fechas; casi podría decir que fue la casualidad
la que me trajo hasta aquí esta noche calurosa de agosto. Porque a mí no se me
hubiera ocurrido hablar de Mozart, ni de su Réquiem en re menor, ni de los recuerdos
casi olvidados en el sótano de mi niñez, de no haber sido por mi hija que, con
sencillez, abrió el baúl de la memoria esta tarde al preguntarme qué era un
réquiem. Mi respuesta fue sencilla y pronto pasamos a otra cosa, pero ya de
noche, instalado en la trinchera, comencé a hurgar en la memoria y en el
oráculo, en soledad, en penumbras, mientras fumaba y tomaba algo para aligerar
la mente. Mientras tanto, para desentumecerme, además de la copa de tinto
peleón, me puse los auriculares y escuché, del tirón, el dichoso réquiem de
casi una hora. Y todo, absolutamente todo, como en una ceremonia alucinógena
alrededor de una hoguera invernal, resurgió, como si hubiera sucedido hace unos
días. Reviví entonces al niño que alguna vez fui, cuando, entrecerrando los
párpados para no ver del todo y apretándome a mi madre en la butaca del cine,
con el miedo en los huesos y en el alma, vi como echaban el cuerpo de Mozart en
aquella fosa común para luego cubrirla de cal viva, mientras de fondo pero
omnipresente, terrible, angustiosa, sonaba la Lacrimosa como trasfondo trágico
de una vida truncada y febril, entregada, abocada a la música elevada al
lirismo, en la frontera del paroxismo.
De la niñez
pasé, como en una vuelta de hoja, a mi juventud. Habían pasado más de diez años
de lo del cine en Buenos Aires y vivía en la habitación de un hostal en el
Madrid de los 90. Una tarde aburrida de libranza, mientras decidía las
libaciones nocturnas, encendí la televisión y creí reconocer la película.
Recuerdo que lo primero que pasó por mi cabeza veinteañera fue que se trataba
de una mala imitación de la película original, la que tanto me había impactado
de niño. Lo pensé sinceramente. Me parecía tan pobre en tantos aspectos al
compararla con la bestialidad de filme que creía recordar que hasta casi eché a
reír. Sin embargo, por algún motivo, no me atreví a apagar el televisor y
olvidé lo de la juerga nocturna. Quedé estático frente a la pantalla y continué
viendo, hipnotizado, sentado en la cama puesto que no tenía silla, hasta que
llegó el momento. Ese momento. El réquiem, el rostro lívido de Mozart en el
lecho de muerte, con los ojos abiertos y alucinados, la fosa común y la cal
viva sobre los cuerpos muertos… Sí, era la misma película, no cabía duda
alguna. Cómo no pude reconocerla de inmediato?, me recriminé. Me vino a la
memoria un árbol del barrio de la infancia. Era una verdadera aventura
treparlo, llegar a la rama más alta; pero, cuando años después volví a verlo
desde la distancia de los años, hasta podía, de pie junto al tronco, tocar la
rama en que me sentaba de niño, podía tocarla. Pero ¡qué alta parecía en
su momento!
Así,
durante toda la noche, el vino caliente, el humo de mis tabacos de liar, los
acordes y las dramáticas voces que se elevaban para clamar por la salvación, me
llevaron de la niñez a la juventud y por último, al refugio final, desde el
que, torpemente, intento hablar a partir de los recuerdos templados en los
acordes de la última pieza del genio de Salzburgo.
Durante
mucho tiempo (hasta bien entrada la adolescencia, cuando pude documentarme)
odié a Salieri por lo que creía que había hecho a Mozart. O más bien odié al
actor que interpretaba a Salieri, del que no recuerdo su nombre. Pero luego,
cuando lo veía en pleno éxtasis, gozando y sufriendo la música del gran
compositor austriaco, sentía compasión por él, por la angustia insufrible que
el personaje soportaba al reconocer sus propias carencias frente a tal monstruo
formidable y eterno. Lo amé y odié a partes iguales. Incluso sabiendo la
historia real del Réquiem en re menor, me negaba a aceptarlo. Quería, deseaba,
necesitaba pensar que todo sucedió así, sin más, para darle un sentido a mi
propio éxtasis, a mi solitario goce de juventud. Sonará retorcido, pero así
fue.
Porque
Mozart, ángel caído e iluminado, no llegó a acabar su encargo. Fue su
discípulo, Franz Xaver Süssmayr, y no Salieri, quien terminara el réquiem
siguiendo indicaciones póstumas y ayudándose de otras piezas compuestas con
anterioridad. Tampoco fue el maestro italiano quien acabara finalmente con la
vida del genio de Salzburgo como se cuenta en la película, ni quien se aparecía
por las noches, forzando y asustando a un Mozart enfermo e impresionable por
las creencias de la época, a terminar su pedido. Un conde (de cuyo nombre no
quiero acordarme) estaba detrás del misterioso encargo y del emisario que tanto
intimidaba al compositor. Un conde que, según revelaría el biógrafo de Mozart
años después, solía hacer encargos de forma discreta para luego apropiarse de
las partituras previamente pagadas generosamente y presentarlas como propias.
Pero la versión libre de la vida de Mozart, aunque alimentada y recreada en la
ficción, es la que más me atrapa. Plenamente consciente de la historia, pero
también del magnífico trabajo de Milos Forman y de los actores, es la que más
me subyuga, es la que me tiene atado al escritorio esta noche.
Esta noche,
ya de madrugada, he pensado que un réquiem, en este caso puede que el más
grande de todos (con permiso de Brahms), el de Mozart, teñido por el dramatismo
de las mismas circunstancias en que se compuso, es, de alguna manera, como el
proceso creativo de una novela, de una historia. En esa entrega sin condiciones
en que se ensalza la idea de la comunión, del perdón, de la entrega absoluta a
un Dios que ya verá si nos perdona o no, también ubico a los escritores, a los
de verdad, no a los que escriben para pasar el rato, sino a quienes realmente
se entregan silenciosamente durante tanto tiempo a encarnar, a sufrir, a
padecer a un personaje que no existe más que en eso que llamamos alma, para
sublimar, y aquí reside la grandeza de espíritu, a un pobre infeliz que busca
la redención o la respuesta, la comunión o el aliento, y que únicamente,
pletórico en la tormenta, en el desafío, en la soledad de la indiferencia, en
la trinchera, haya el consuelo en la sombra que al fin le abandona, le exime,
le perdona, y le deja vivir unos días en un mundo que nunca va a comprender del
todo. Mientras tanto, resuena como el eco de todos nosotros, detrás de todos
los sonidos audibles, el Confutatis, como la banda sonora que nos acompañará
hasta el final, o hasta el inicio de todo.
Confutatis maledictis,
flammis acribus addictis,
voca me cum benedictis.
Oro
supplex et acclinis,
cor
contritum quasi cinis:
Gere
cura mei finis.
(Cuando los
condenados,
(sean)
sentenciados a las llamas de la aflicción,
mencióname
entre los bendecidos.
De
rodillas, en súplica, te ruego,
con el
corazón contrito, casi hecho cenizas,
cuida de mí
(hasta el) final.)
_____
De
INMEDIACIONES, 04/09/2019
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