JUAN CRISTÓBAL MAC LEAN
A veces
ciertos hechos parecieran formar constelaciones entre sí, visibles como signos
o señales de los tiempos. Que este pasado septiembre haya fallecido
Jürgen Riester, justo cuando estaban en su apogeo los incendios de la
Chuiquitanía (o los incendios de Evo, como también se los llama) no es algo que
deba agotarse en la mera, fortuita coincidencia. La conjunta desaparición de
los bosques y la del gran conocedor de esas tierras y testigo de la
desaparición de los guarasug’we, trazan una configuración inquietante, con todo
su aspecto ominoso.
¿Qué es ser
contemporáneo de esos hechos? “Contemporáneo es aquel que recibe en pleno
rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”, dice Agamben.
Ser contemporáneo ahora en/de Bolivia significa encarar la oscuridad que
sucede a las luces del incendio y la oscuridad que sucedió a la desaparición de
los guarasug’we, que vuelve a manifestarse con la reciente desaparición
de Jürgen Riester y que es, también, la misma oscuridad que ya tiene
programadas otras futuras desapariciones, bajo la forma de etnocidios venideros
(a cuenta de proyectos hidráulicos destinados al fracaso).
Jürgen
Riester, entre muchas otras distinciones notables, y según El Deber, “fue
cofundador de Apoyo Para el Campesino-Indígena del Oriente Boliviano (Apcob),
institución que dirigió durante casi 40 años. Entre 1970 y 1972, junto con su
esposa Barbara Simon, hizo estadías prolongadas entre los pueblos indígenas
chiquitano, chimane y guarayú, y visitó a prácticamente todos los pueblos
indígenas de las tierras bolivianas”.
Y
muchísimas cosas más. Pero la que más nos interesa aquí y que perdurará en la
memoria larga es que Riester hizo el libro Los guarasug’we. Crónica de sus
últimos días (Los Amigos del Libro, 1977). Los 78 relatos de las últimas 100
páginas de este libro son el mayor tesoro de literatura oral jamás recopilado
en Bolivia.
Que Riester
“hizo” el libro, dijimos, pues un libro así, en efecto, se hace más que se
escribe. Y para hacerlo Riester grabó y transcribió, en castellano, a salto de
mata durante los años 64 y 65, todo el material que aparece en el tomo.
Los verdaderos autores, dice, fueron Tesere, Hapik’wa, Jeruv’sa, Tariku, Savu’i
y Tarekuvé. Nombres que ya nadie, nunca más, pronunciará. Gentes que
vivieron, precisa Riester, “al borde de la única gran pampa que conozco aquí,
que se extiende desde las orillas del río Itenez hasta 40 kilómetros hacia el
sur”.
A manera de
epígrafe de todo el libro, estas palabras “que un guarasu le dijo al autor”:
“Te invitamos venir a nuestra aldea para contarte la historia de nosotros,
antes que murimos. Diga a la gente que aquí no somos animales.” Más tarde: “…se
exigía de mí que conociera sus historias…”.
Ese “antes
que murimos”, observemos, está dicho con un laconismo definitivo y
terrible, más allá de cualquier consuelo o esperanza. Es el de quien se sabe
abocado, con todos los suyos, y su lengua, y su mundo, y sus cosas, a la
desaparición.
A propósito
de dicha desaparición programada, Pierre Clastres distingue muy bien entre
genocidio y etnocidio. El primero implica la aniquilación física de una
población, mientras el segundo “es la destrucción sistemática de los modos de
vida y de pensamiento de gentes diferentes a quienes llevan a cabo la
destrucción”.
Aquí todo
eso lo sabemos demasiado bien y está teniendo lugar.
Por otra
parte, también a Clastres le debemos la observación de que el jefe de una tribu
no tiene ningún poder. Apenas quiere tenerlo, ejercerlo, es destituido. En esas
sociedades, opuestas al Estado y a la formación de cualquier stock, el
principal deber del jefe es el de contar, una y otra vez, los mitos y cuentos
propios de ellos-mismos-como-humanos. Que no sorprenda, entonces, que un gran
jefe, aparte de ser un buen cazador, deba ser un gran narrador de historias, un
eximio cuentista y teatrero.
¿Y por qué
se le exige al jefe principal o chamán, que antes que nada sea un contador de
historias? ¿Por qué es tan absolutamente importante que, una y otra vez, las
cuente y las repita? Esa es una pregunta fundamental y su respuesta no
radica, o sólo lateralmente, en una mera voluntad de mantener y transmitir
tradiciones, recordar antepasados notables, impedir el olvido, etcétera.
Lo esencial
del acto de narrar y repetir esos relatos es, antes que nada, nos atrevemos a
decir, el continuo proceso de autoengendramiento, de autoproducción de sí
misma que a través de tales historias realiza, de sí misma, la propia sociedad
que los produce y que es simultáneamente producida y generada por esas mismas
narraciones, en un bucle retroalimenticio y que funda, da y dona el mundo –el
bosque– como tal y al mismo tiempo instituye la legitimidad-donada y
sobre-natural de quienes son los sujetos y objetos justo de esas narraciones
que los narran, de autoría colectiva, anónima, intemporal. Quien toma la
palabra para contar, dado el grupo de escuchantes, la está tomando en su
más plena dimensión sociogenésica, en cuanto a través de ella esos cuentos que
se cuentan, dan cuenta y cuentan (aquí en ambos sentidos de la palabra) a
quienes los cuentan y los escuchan, diciéndolos a ellos mismos,
produciéndolos a ellos mismos, de tal manera que su propia existencia es así
traída a la luz del círculo común, resplandeciente mientras tales relatos están
vivos. El habla habla solo, el mito se cuenta a sí mismo… No podemos seguir, en
este espacio, todas las enormes bifurcaciones de lo apenas señalado.
Tampoco
podemos ignorar, finalmente, la urgencia con que los últimos guarusos querían
que sus cuentos fueran registrados. Antes de desaparecer, quienes no habían
dejado ninguna ruina, quienes no inventaron nada, quienes de buenas a
primeras, o de malas a últimas, se pusieron a “murir” y ser matados, todo lo
que tenían que dejar, todo lo que eran/fueron ellos, eran unas palabras
–originalmente dichas en un idioma que ya nunca nadie sabrá–. Sólo en ellas se
albergaba “la verdad” de lo que eran. Verdad bien guarecida, como debe ser,
dentro de capas y capas de ficciones infinitas.
Quien las
registró en un libro que, más aún a la luz de lo que decimos, es absolutamente
maravilloso, murió hace poco, justo cuando los incendios de la Chuiquitania y
otras partes hacían desaparecer plantas, animales, pozos de agua, insectos,
mundos, cuentos. ¿Con qué consecuencias y de qué son signo tantas y tales
desapariciones?
Dice
Canetti: “Cada especie animal que se extingue vuelve menos probable
nuestra subsistencia. Sólo ante sus formas y voces podremos seguir siendo
humanos. Nuestras metamorfosis se desgastan si se extingue su origen”. Esa
afirmación nos advierte sobre la seriedad mortal de lo que está en juego.
Cerremos
esto con la urgencia de Eliane Brun ante nuestra propia, y posible,
desaparición: “Estamos en una guerra global por la vida de nuestra especie.
¿Cómo os atrevéis a no tener un lado?”
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Imagen: Fernando Ugalde