Wednesday, October 30, 2019

País imposible


MAURIZIO BAGATIN

Bolivia. País apocalíptico. Sin patriotas. De patadas en patadas hacia los 200 años de "libertad": lo que empezaron los invasores, fue continuado por los mestizos, extraña mezcla de forzada sangre y empujado gen.

Ninguna isla trasnochada del Caribe, ninguna otra invención, podrá con la rebeldía innata. Los ladrones, los flojos y los mentirosos desde siempre, y ahora incapaces, cobardes y traidores. A faltar fue la revolución. Siempre.

Hoy los amantes de la democracia esperan en la ONU, como si no fuera suficiente lo que generó en los Balcanes, en Somalia, en Haití, ¿la parálisis no es suficiente?... el coronel sigue esperando una carta, el janiwa no cede. Mañana nos abasteceremos, una Comuna con brochetas de ratas y whisky lata caimán nos espera. Así es el país de las maravillas. De caudillo en caudillo, de miseria en miseria construye para destruir, arma para desarmar, quema para que como ave Fénix, mañana resucite, de los escombros, del dolor, de la nada.
2019

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Imagen: Julie Larsen Maher

Sunday, October 20, 2019

La desaparición


JUAN CRISTÓBAL MAC LEAN

A veces ciertos hechos parecieran formar constelaciones entre sí, visibles como signos o señales de los tiempos. Que este pasado septiembre haya fallecido  Jürgen Riester, justo cuando estaban en su apogeo los incendios de la Chuiquitanía (o los incendios de Evo, como también se los llama) no es algo que deba agotarse en la mera, fortuita coincidencia. La conjunta desaparición de los bosques y la del gran conocedor de esas tierras y  testigo de la desaparición de los guarasug’we, trazan una configuración inquietante, con todo su aspecto ominoso.

¿Qué es ser contemporáneo de esos hechos?  “Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”, dice  Agamben.  Ser contemporáneo ahora en/de Bolivia significa encarar la oscuridad que sucede a las luces del incendio y la oscuridad que sucedió a la desaparición de los guarasug’we, que vuelve a manifestarse con la reciente  desaparición de Jürgen Riester y que es, también, la misma oscuridad que ya tiene programadas otras futuras desapariciones, bajo la forma de etnocidios venideros (a cuenta de proyectos hidráulicos destinados al fracaso).

Jürgen Riester, entre muchas otras distinciones notables, y según El Deber, “fue cofundador de Apoyo Para el Campesino-Indígena del Oriente Boliviano (Apcob), institución que dirigió durante casi 40 años. Entre 1970 y 1972, junto con su esposa Barbara Simon, hizo estadías prolongadas entre los pueblos indígenas chiquitano, chimane y guarayú, y visitó a prácticamente todos los pueblos indígenas de las tierras bolivianas”.

Y muchísimas cosas más. Pero la que más nos interesa aquí y que perdurará en la memoria larga es que Riester hizo el libro Los guarasug’we. Crónica de sus últimos días (Los Amigos del Libro, 1977). Los 78 relatos de las últimas 100 páginas de este libro son el mayor tesoro de literatura oral jamás recopilado en Bolivia. 

Que Riester “hizo” el libro, dijimos, pues un libro así, en efecto, se hace más que se escribe. Y para hacerlo Riester grabó y transcribió, en castellano, a salto de mata durante los años 64 y 65, todo el material que  aparece en el tomo. Los verdaderos autores, dice, fueron Tesere, Hapik’wa, Jeruv’sa, Tariku, Savu’i y Tarekuvé.  Nombres que ya nadie, nunca más, pronunciará. Gentes que vivieron, precisa Riester, “al borde de la única gran pampa que conozco aquí, que se extiende desde las orillas del río Itenez hasta 40 kilómetros hacia el sur”.

A manera de epígrafe de todo el libro, estas palabras “que un guarasu le dijo al autor”: “Te invitamos venir a nuestra aldea para contarte la historia de nosotros, antes que murimos. Diga a la gente que aquí no somos animales.” Más tarde: “…se exigía de mí que conociera sus historias…”.

Ese “antes que murimos”, observemos,  está dicho con un laconismo definitivo y terrible, más allá de cualquier consuelo o esperanza. Es el de quien se sabe abocado, con todos los suyos, y su lengua, y su mundo, y sus cosas, a la desaparición.

A propósito de dicha desaparición programada, Pierre Clastres distingue muy bien entre genocidio y etnocidio. El primero implica  la aniquilación física de una población, mientras el segundo “es la destrucción sistemática de los modos de vida y de pensamiento de gentes diferentes a quienes llevan a cabo la destrucción”.

Aquí todo eso lo sabemos demasiado bien y está teniendo lugar.

Por otra parte, también a Clastres le debemos la observación de que el jefe de una tribu no tiene ningún poder. Apenas quiere tenerlo, ejercerlo, es destituido. En esas sociedades, opuestas al Estado y a la formación de cualquier stock, el principal deber del jefe es el de contar, una y otra vez, los mitos y cuentos propios de ellos-mismos-como-humanos. Que no sorprenda, entonces, que un gran jefe, aparte de ser un buen cazador, deba ser un gran narrador de historias, un eximio cuentista y teatrero.

¿Y por qué se le exige al jefe principal o chamán, que antes que nada sea un contador de historias? ¿Por qué es tan absolutamente importante que, una y otra vez, las cuente y las repita?  Esa es una pregunta fundamental y su respuesta no radica, o sólo lateralmente, en una mera voluntad de mantener y transmitir  tradiciones, recordar antepasados notables, impedir el olvido, etcétera.

Lo esencial del acto de narrar y repetir esos relatos es, antes que nada, nos atrevemos a decir, el continuo proceso de autoengendramiento, de autoproducción  de sí misma que a través de tales historias realiza, de sí misma, la propia sociedad que los produce y que es simultáneamente producida y generada por esas mismas narraciones, en un bucle retroalimenticio y que funda, da y dona el mundo –el bosque– como tal y al mismo tiempo instituye la legitimidad-donada y sobre-natural de quienes son los sujetos y objetos justo de esas narraciones que los narran, de autoría colectiva, anónima, intemporal. Quien toma la palabra para contar, dado el grupo de escuchantes, la está tomando  en su más plena dimensión sociogenésica, en cuanto a través de ella esos cuentos que se cuentan,  dan cuenta y cuentan (aquí en ambos sentidos de la palabra) a quienes los cuentan y los escuchan,  diciéndolos a ellos mismos, produciéndolos a ellos mismos, de tal manera que su propia existencia es así traída a la luz del círculo común, resplandeciente mientras tales relatos están vivos. El habla habla solo, el mito se cuenta a sí mismo… No podemos seguir, en este espacio, todas las enormes bifurcaciones de lo apenas señalado.

Tampoco podemos ignorar, finalmente, la urgencia con que los últimos guarusos querían que sus cuentos fueran registrados. Antes de desaparecer, quienes no habían dejado ninguna ruina, quienes no inventaron nada,  quienes de buenas a primeras, o de malas a últimas, se pusieron a “murir” y ser matados, todo lo que tenían que dejar, todo lo que eran/fueron ellos, eran unas palabras –originalmente dichas en un idioma que ya nunca nadie sabrá–. Sólo en ellas se albergaba “la verdad” de lo que eran. Verdad bien guarecida, como debe ser, dentro de capas y capas de ficciones infinitas.

Quien las registró en un libro que, más aún a la luz de lo que decimos, es absolutamente maravilloso, murió hace poco, justo cuando los incendios de la Chuiquitania y otras partes hacían desaparecer plantas, animales, pozos de agua, insectos, mundos, cuentos. ¿Con qué consecuencias y de qué son signo tantas y tales desapariciones?

Dice Canetti:  “Cada especie animal que se extingue vuelve menos probable nuestra subsistencia. Sólo ante sus formas y voces podremos seguir siendo humanos. Nuestras metamorfosis se desgastan si se extingue su origen”. Esa afirmación nos advierte sobre la seriedad mortal de lo que está en juego.

Cerremos esto con la urgencia de Eliane Brun ante nuestra propia, y posible, desaparición: “Estamos en una guerra global por la vida de nuestra especie. ¿Cómo os atrevéis a no tener un lado?”

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Imagen: Fernando Ugalde

Wednesday, October 16, 2019

Ricardo García y El polvo del Espejo


JOSÉ LUIS DURÁN

Ricardo García Camacho (1960) recorre los cementerios con un pleno conocimiento de los mausoleos y las personas que descansan en el interior de estos; las cantinas del norte paceño y los rieles opacos de polvorientas montañas de libros en descuento. La suerte no es un objeto para comprar y si lo fuera, el costo sería elevado y lejano a los límites del bolsillo. La suerte es selectiva y para un poeta como Ricardo García, ésta no aparece sino en alguna nueva adquisición libresca. A nadie se le ocurriría encontrar por cinco bolivianos un libro que contiene una dedicatoria a Alcides Arguedas, con una fotografía escondida en medio de sus páginas del intelectual boliviano al lado de Rubén Darío, y otra imagen sacada por el propio Arguedas a Armando Chirveches, antes de su suicidio en 1926. Estas reliquias, no importa si por causa del azar o la propia suerte, al parecer estaban destinadas a ser guardadas por un grafómano del submundo paceño, como García, quien no hizo más que comprar libros baratos (“Cada libro/ busca su depredador”) en, como las describía el propio Arguedas, “cajas oscuras, sucias, polvorosas y llenas de microbios de estos libreros del aire libre”.

Para contar la historia de Ricardo, los jóvenes lectores debemos emplear todos nuestros sentidos en un proceso retrospectivo, a un tiempo tan heterogéneo al que vivimos ahora, que parece que los años son más remotos de lo que aparentan en sus dígitos. La bohemia de la década de 1980. Un tiempo en el que el arte en Bolivia tenía una relación directa con las tendencias políticas y que las expresiones subversivas a la considerada “alta cultura” se mostraban a través de las expresiones literarias.

En palabras de Ricardo, “una generación que se ha dedicado a la política, la literatura, la joda, pero sin ninguna visión de futuro. Era el momento y había que vivirlo muy intensamente. El resultado también ha sido jodido, porque el chiste consistía en que te mueras ahí. Si sobrevivías, cagabas. Para nuestra generación; los que no hemos optado por vendernos, la vida ha sido difícil y nos teníamos que refugiar en las tabernas y el alcohol. Y cuando has hecho todo con la intención de morirte y no te puedes morir, llega la vejez y todo cambia”.

“Demasiado batán/ para un triste locoto”. Escritor, poeta, se autodefine como “un grotesco trovero, un tenor de los charcos”, como reza la letra de una famosa zamba argentina, y se identifica en las palabras del periodista Javier Badani como “un piropeador callejero de mala poesía”, Ricardo García es ante todo un parodiador de la realidad por medio del verso. La parodia: una categoría que se sobrepone a la realidad que finge un orden causal que perdió hace mucho. Carácter que expone en el tercer poemario que publicó Debajo de otro te he visto (2009), título que hace alusión a una célebre kullawada, su obra mayor difundida, la que él considera una “poesía erótica y más directa”. Un minucioso trabajo con el lenguaje.

Su aproximación con la literatura comenzó al salir del colegio, época en la que escribía y arrancaba sus primeras páginas, momento en que entró en relación con las movidas literarias de aquel entonces. Entabló amistad epistolar con René Bascopé (1951 - 1984), que se encontraba exiliado en México. “Yo quería saber su comentario sobre mis escritos para ver si mandaba todo a la mierda y me dedicaba a otra cosa. Era un crítico muy generoso, muy comprometido con las nuevas generaciones literarias y eso hizo que, en algún momento, a través del periódico Aquí se publicara a muchos jóvenes”, recuerda Ricardo.

“Aprendí mucho de René Bascopé, me dio libros, me enseñó bastante. Gracias a él conocí la literatura norteamericana y muchos otros libros que me prestaba, orientándome acerca de otras lecturas. Además que las personas que trabajaban con él en el periódico eran muy accesibles en su movida editorial, tenían talleres literarios, revistas, coloquios, etc. Una vida muy activa en términos políticos y literarios”.

Estas ideas y espacios los compartiría con otro pupilo del activista cultural René Bascopé, y uno de sus más entrañables amigos: Víctor Hugo Viscarra, de quien fue “asesor legal”, describiéndolo como un “gran lector e investigador”, ante todo. Las legendarias tabernas paceñas que pasaron al recuerdo de sus visitantes como El Averno, La Oficina, El Acuario, La Guerra o La Curvita y Las Carpas, entre otras, serían los espacios en donde ambos escritores, durante mucho tiempo, comentarían los percances del azar en sus vidas y las lecturas de cada día.

“Hablas de otro;/ con un pie quebrado/ giramos sobre la huella”. El erotismo es una naciente del romanticismo. Apostar a las emociones en el verso es un trabajo de un formidable recorrido al lenguaje, para no fastidiar a nadie con confesiones por las que nadie preguntó. Mas Ricardo García ya no trata las palabras para generar una sensación de esperanza, sino que crea una imagen del deseo que no es más que un sentir en tiempo presente. No le escribe al amor ni a la emancipación de los sueños románticos, sino que su erotismo se pretende como respuesta a la feromona. Refleja imágenes, que como secreto a gritos, emanan de la libido, con la grosería y la liquidez que se muestran en el texto.

“Un hombre sin cuernos/ es un jardín sin flores,/ un templo sin pecadores;/ donde el desnudo amor inclinado/ no anima la fiesta de la traición”. Debajo de otro te he visto, es un poemario que visita cada rutina, sexual o de deseo del solitario, y se estampa al frente como un espejo de reflejo crudo. Un vidrio lleno de polvo que nadie quiere ver ni limpiar, porque nos contentamos con la parte central del reflejo, la más clara y lúcida, a la que todos estamos tan acostumbrados a dirigir nuestra mirada.

Ricardo nos invita a indagar el lado grotesco de la sexualidad y es uno más de los testigos presenciales de aquello que las nuevas generaciones hemos mistificado tanto: la noche paceña de finales del siglo XX. Representante de una generación dedicada a la escritura, la contracultura (como movimiento político en contra de lo establecido y los beneficios del poder) y el alcohol.

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De LA RAZÓN (La Paz), 25/09/2019