PAZ MARTÍNEZ (Nigrán, Galicia, ESPAÑA)
Querido
Claudio, pues todo bien o lo que se pueda parecer a eso. Me he venido de
Barcelona a Nigrán poco antes de que el gobierno decretase que sólo los perros
podrían pasear a sus dueños. No porque estuviese mal en Barcelona, es que en
Vigo y Nigrán tenemos dos viejis sin can. Están curtidas en mil batallas, pero
el miedo a la muerte se acrecienta cuando tienes todos los números. Supimos que
era la decisión correcta cuando llegamos a casa de Inés, en Nigrán, y
encontramos papel higiénico en vez de ventanas y a tiempo de sacarle el
desinfectante de la mano. Hemos salvado al loro ¡Cuánto daño ha hecho Drácula
en nuestras vidas con esa manía de poner ajo en las ventanas! mejor le iría si
hubiese bajado las persianas o un collar de rollos extra plus. Aunque, el mayor
misterio, es cómo ha llegado todo esto aquí (calculamos 100 kg de papel) porque
el primer ultramarinos está a 5 km cuesta abajo ¿Imaginas a una enana
nonagenaria, coja y sorda, subiendo tanto bulto de papel montaña arriba? Ahora
entiendo esos gorritos en las cabezas de tus paisanas. El cóndor pasa, con
colitis. En Prado, Nigrán, no hay lugar desde no se vea el mar. La vida de los
ricos transcurre en silencio, como siempre, tan solo el viento, las gaviotas y
los perros son capaces de articular sonido. Cuando te topas con un vecino
haciendo tus mismas labores de jardín ni un hola, ni un ánimo, ni un simple
aplauso o resistiré (canción adoptada por los aplaudidores de balcón) que
llevarse al oído. Los perros, al contrario de la ciudad, salen de casa solos
porque sus dueños no necesitan solazarse más allá de los castillos y las
empleadas, las encargadas de esta tarea, están ocupadas barriendo las cáscaras
de nuez que estos comen por kilo. Son muy sanas y buenísimas para disecar
humanos, teniendo en cuenta que la media de edad de esta zona ronda los 3400
años. Resulta agradable toda esta soledad, tienes la impresión de vivir en un
cementerio donde, en días soleados, los muertos toman vermut y limpian su
propia tumba, asean sus ropajes y broncean su no vida, pero también conlleva
que no haya alternativa de conversación, salida o suicidio que no cuente con Inés.
Ella es mi Misery particular, mi dolor, mi pesadilla, mi almorrana sangrante,
nunca nos hemos gustado, pero aquí me hallo, en un vergel con vistas
envidiables y cuatro mil metros de terreno para pasear con ella pegada a mi
sucio culo. Cuando acabamos de acomodarnos en este antiguo hogar, llamé a la
tía Clara, otra que tal baila. Noventa años sin posibilidad de vermuses o
bronceado porque vive en un nicho de 60 metros cuadrados. Lleva meses
preparando su muerte vendiendo los ajuares y ropa por internet. El papel
higiénico, no salir a pasear o tener escasez de víveres se la trae al pairo, lo
único importante es lo mucho que le han bajado las ventas ya que todavía tiene
en stock el armario de invierno y teme no darle salida. Tuvimos la feliz idea
de traérnosla a Nigrán, un fracaso, porque no se puede juntar a dos asesinas de
ácaros sin una olimpiada de enfermedades inaugurada. Durante el fin de semana
que estuvieron juntas, aparecieron barreños de agua con lejía por las 8
habitaciones, 6 baños, dos cocinas y cada esquina del jardín. Debían conjurar
el virus que no estaba, acabar con el barnizado de la barandilla y la escalera,
con los rosales, y hasta se pusieron de acuerdo para fumigar al perro. También
a este lo salvamos. Comimos, en dos días, lo estipulado para una semana, así
que, aprovechando que aquí no hay fiesta a las ocho de la tarde, que nadie sale
al balcón animando a los sanitarios a enfermar, que no hay oportunidad de
insultar paseantes por estar dentro de sus dominios, que no se escuchan riñas de
vecinos y no hay virus que temer, devolvimos a Clara a sus tertulias
domingueras con la muchachita de la teleasistencia y a limpiar la campana de
cocina a pesar de no ver un burro a dos pasos. Por suerte, no se perdió la
maravillosa detención del sheriff de barrio, con escupitajo a los garantes
de la ley incluido. No me pesa separarlas, al contrario, porque ahora ya tengo
otra excusa para salir de casa y apartarme unas horas de este paraíso,
envenenado por Inés. Por cierto, he adoptado una nueva profesión: barredora de
hojas, pero esta es una historia que te contaré otro día.
P. D.
Espero que tu bigote siga intacto y fuera de peligro, así como toda tu
persona.
Muy buenos
días, mi querido Claudio. Seguimos vivos, a pesar de las noticias. Se ve que el
bicho ese apestoso ¿te has fijado en lo repugnante de todo lo coronado? no ha
llegado a mi vida. A pesar de los días de confinamiento, sigo con ducha y ropa
de calle. Todavía no he sucumbido al pijama, ni planteado chandal como
sustitutivo. Será que no hago deporte. Por Nigrán, todo igual. Los muertos
siguen en sus lujosas parcelas y cada vez se ven menos asistentas por el
entorno, no puedo decir lo mismo de los jardineros. Ahora, el vecindario, se ha
vuelto menos clasista y algunos difuntos se han infectado con el bricolage,
incluso con las labores domésticas. El de enfrente se ha puesto a construir una
casita de madera para el virus, imagino, porque la hospitalidad es cosa de
ricos. Los pobres somos más de matar, más de arruinar vidas y familias, nos va
en el ADN y esa cosa de la supervivencia. Mi tesis doctoral se basa en la
observación las mujeres que han pasado por mi vida. Mi madre, por ejemplo, pasó
toda su vida matando piojos y ácaros o Inés, que nació chacha y así se quedó a
sus 89 años de comedora de patatas, que mata toda cuanta vida pueda intuir,
incluida la vegetal. He descubierto su habilidad con la hoz que es mayor que su
fobia por las plantas con pinchos, de ahí que haya matado a los rosales y
dejado unas plantas silvestres con flores rosas minúsculas. Me parece bien,
cada uno con su propio lujo y el suyo es no pegar chapa ornamental y curren
otros.. Como te contaba en la carta anterior, me he lanzado a la practiquísima
y muy necesaria labor de barrer hojas y es que estamos en occidente, coño, donde
todo lo natural viene en botes light y marchamo de la CEE y se teme a lo
silvestre. Somos europeos y yo pertenezco. En fin, que me paso las horas que
debería otorgar a la muy española y necesaria siesta a barrer las hojas que se
adentran en mi confinamiento. Es entretenido y muy poco eficaz, algo que me
congratula soberanamente, como no podía ser de otra manera, porque no sirve
para nada. A las pocas horas, los árboles del bosquecillo contiguo lo devuelven
todo a su origen. Espero poder, en unos meses, ver si la teoría darwiniana de
adaptación de las especies se hace realidad conmigo y me otorga un tercer
brazo, un aspirador de hojas o una máquina taladora y asfaltadora. Crear mi
propio apocalipsis amazónico es a lo que aspiro en este momento. Esta mañana he
podido acercarme a la ciudad, visitar a la tía Clara con la excusa de la
compra. Me ha parado una pareja de la guardia civil, o así lo intuí por un
movimiento de brazos, y preguntado qué pretendía hacer a esas horas y con esas
pintas (las palabras fueron otras, no así la intención) y con la mejor de mis
sonrisas intenté salir del coche para mostrar la compra y la dirección de quien
la necesitaba. Cuál fue mi sorpresa cuando, al abrir la puerta, se apartaron
como si les poseyese un alien. Les pregunté por su salud, si necesitaban algo,
pero me pidieron que permaneciera en el interior del vehículo. Me gusta esta
sensación de apestada, de organismo peligroso y muy contagioso. Ver el miedo en
la cara de la policía, por una vez, me llena de orgullo y satisfacción. Hemos
agigantado un virus a tamaño humano. Ya tiene nuestra cara, nuestro nombre y
dirección, ya no somos personas, somos bichos coronados y temidos por nuestros
vecinos. Por fin, una razón de peso para el odio, tan pesado como un
microscopio, tan razonable como la muerte. Clara me contó el festejo de anoche,
a las ocho, cuando estamos autorizados a salir a las ventanas y hablarnos,
aplaudir y que la policía, desde la calle, nos aplauda por ser obedientes. Por
renegar de nuestra libertad de movimientos, por renegar de nuestra razón, salud
y necesidad por un bien mayor todavía desconocido. Somos buenas ovejas, lo sé,
porque obedecemos a golpe de corneta ante una amenaza microscópica, ante una
nada que hemos convertido en dios. Aguantamos maridos, hijos, suegros y
vecinos, antes denostados o a punto de abandonar porque así nos lo pide la
televisión. Hemos dejado de abrazarnos, de besarnos, de fornicar con
desconocidos por miedo a un posible contagio. Lo que el Sida no ha conseguido,
lo ha hecho un coronado hijoputa. Al rey, lo que es del rey. La cosa es que,
entre tanto jolgorio, alguien bajó con una botella de vino para la policía. Los
abucheos, insultos y vejaciones que tuvo que soportar este buen humano, incluso
por sus invitados, fue de dolor ajeno. Se ve que nadie en el vecindario, tenía
una botella mejor que la de aquel vino. En fin, Claudio, espero con ganas la
carta de mañana, y así unir un poquito más este mundo loco en el que nos ha
tocado vivir. Cúidate. P. D. El avión a Marte todavía no ha partido.
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Publicado
en PUÑO Y LETRA, mayo 2020