Thursday, November 19, 2020

La vida en tiempos de la peste


MAURIZIO BAGATIN

                                          “La historia enseña pero no tiene alumnos” –Antonio Gramsci

El Mago dijo que se iba a venir una buena. A final de febrero volvimos de Italia, cuando ya se daban los primeros signos de que algo así, una buena, estaba por venir. El Mago nunca falla, le dije a mi hijo, sino, no le hubiéramos puesto este nombre. Sin embargo, llegaron las primeras buenas noticias desde el hospital Lazzaro Spallanzani de Roma, el virus había sido aislado por un equipo dirigido por jóvenes virólogos italianos; los científicos que la Italia actual dejaba irse al extranjero tan fácilmente, sin reconocer el capital humano, además de científico de este presente, y sin ofrecerles un futuro. Así hoy, la tierra del Renacimiento, así hoy, el deshumano desencuentro itálico. Y ellos fueron los primeros en Europa en aislar el Covid-19, a menos de 48 horas de haber diagnosticado positivos a los primeros dos pacientes en Italia. La primera peste planetaria estaba ya en Europa. O tal vez se generó en el Viejo Continente y de ahí al mundo entero.

Leíamos las noticias en el Corriere della sera, en la Repubblica, en il manifesto; veíamos el avanzar de la peste, las noticias, lo que se decía y, sobre todo, lo que no se decía, era alarmante. Las redes sociales suministraban pánico y terror y, como siempre, la primera en morirse fue la verdad. Era como si Orson Wells nos leyera cada día La guerra de los mundos y nosotros le creyéramos, y este era solo el inicio de una pesadilla que sigue en vida; la distopía de Orwell, la de Huxley y la de Bradbury se presentaron a nuestra puerta. Entraron y siguen aquí. La región Lombardía, la más industrializada, la más pujante y la más habitada de Italia, estaba dando señales de debilidad en enfrentar la inminente pandemia. Casi veinte años de recortes presupuestarios a la sanidad empezaban a transparentarse, se hicieron visibles las faltas de todo, no hubo una pronta respuesta y menos aún una voluntad política en enfrentar la cada día más alarmante situación, en los hospitales y en la prevención. Las fábricas, las discotecas, los apericena (los aperitivos antes de las cenas de la Milan), el fútbol y muchos otros escenarios, los que más ofrecían la posibilidad de contagio, seguían funcionando. Todo era normal. El nordeste seguía empujando el tren productivo italiano, quienes trabajaban nueve horas al día más el sábado -sábado inglés le decíamos, porque el sábado fascista era otra cosa, y muy triste- y se hablaba de crisis, en los bares, en casa y en los lugares de trabajo.

Por supuesto que se trataba de una extraña crisis, una entropía social, sostuve siempre. Milán, Brescia, Bérgamo, todas las fábricas del hinterland milanés, de la Val Seriana que nunca cerraron, industrias de productos de alta calidad para la exportación, en Alemania, Japón, Francia, Estados Unidos los principales adquirientes, y las que fabrican armas en la provincia de Brescia, siempre a pleno régimen de producción también durante la pandemia, y en Milán aquel partido de Champions League de la Diosa Atalanta versus el Valencia de España, miles de contagios a plein air llevados al retorno en la península ibérica. Todos frutos de una globalización imposible ya de frenar.

Llegamos a Bolivia y ya oímos hablar de cuarentena, estaba en el aire, estaba preparándose, fue ya anunciada; oímos hablar de un término que perteneció a Venecia la Serenísima, o que ahí se originó; se narra que, durante la Peste Negra en el siglo XIV, cuando se detectaba una posible amenaza entre los pasajeros que llegaban en una embarcación, la misma quedaba totalmente bloqueada y no se permitía el ingreso a tierra hasta que no transcurriera tal espacio de tiempo, cuarenta días de espera, de aislamiento, de angustia, la Quarantina. Luego, tal vez, la muerte. Atmósferas para que Thomas Mann pudiera ponerle orfebrería a La muerte en Venecia. Raras las imágenes desde Wuhan, solo suposiciones desde Corea del Sur y funéreo silencio desde la otra Corea, mientras en Italia era como ver a un cuadro de Bosch cada día, y cada día uno distinto, y otro día aparecía un cuadro de Brueghel, y así, muchos fuimos a sacar de los estantes literatura ya con dos dedos de polvo por encima, nos acordamos de Tucídides y de Boccaccio, los que frecuentaron liceos clásicos, sacamos a Camus y a Melville, los que aún no sacrificaron el Mito, en fin, leímos, aunque en formato eBook, ePub o hackeado en PDF y el que nos enviaron mal escaneado por WhatsApp, a David Quammen, su alarmante Spillover tal vez fue la buena que ya estaba aquí. El arte siempre es visionario.

A partir de la mitad del mes de marzo también aquí en Bolivia fue decretada la cuarentena, y desde entonces aparecieron figuras alucinadas en cada esquina, caminábamos entre fantasmales niqab y burqas, deslizándonos en mercados improvisados de un día por otro, como sobrevivientes a un apocalipsis, sobreviviendo al día a día, a esta pandemia y al capitalismo salvaje. Muchos se preguntaron si luego, si después de la pandemia, nos volveríamos mejores, era la inocente esperanza humana, la de siempre, y entonces interrogamos a Kant, retornó a nuestra mente Nietzsche, y nos miró desde la ventana Gadamer. En el país imposible, recién salíamos de una pandemia, de la pandemia de un poder que no quiso aceptar las derrotas que le infligieron las urnas: en un referéndum en febrero de 2016 y en las elecciones políticas del 20 de octubre del 2019. De la insurgencia de aquellos días de octubre y noviembre, fluimos a otra pandemia, ahora con un gobierno transitorio, un gabinete que debía conducir el país imposible a nuevas elecciones, a un principio programadas para el 3 de mayo de este año. En plena pandemia, el caos generado por los afines al viejo régimen y los partidarios del gobierno transitorio fue como un maná caído del cielo para el virus, el eterno empate catastrófico que vive el país imposible fue terreno fértil para que los contagios vieran un exponencial aumento.

El mapa que nos dio algunas pautas sobre lo poco que habíamos entendido, y que seguimos entendiendo de esta peste, el mapa que definió que la alta demografía, los altos niveles de contaminación, que los más débiles, los enfermos y los ancianos eran los lugares y los seres más apetecidos por este nuevo virus, este mapa no fue tomado en cuenta. Distanciamiento social y mascarillas salvaron vidas como, y tal vez más que, los fármacos. Era un simple mapa.  

No hubo Phronēsis, como tampoco hubo Metis, la Historia enseñó, como siempre, a unos alumnos eternamente ausentes. En las ciudades más industrializadas y contaminadas de Italia murieron los más ancianos, los Anquises huérfanos de un Eneas que no los pudo cargar, y así murieron el pasado y la memoria, murió la experiencia, murieron muchas historias en el país más viejo de Europa, casi seguramente también el más viejo del mundo entero.

Una noche me llama Claudio desde los Estados Unidos, su hermana María René se está muriendo, no de la peste, sino de tristeza, “año bisiesto” me dice, “distópico” le digo yo, “es la cabeza extra de la hidra”, insiste; “mala tempora currunt sed peiora parantur”, le contesto, he llegado a Cicerón y ahí me quedo. Me cuenta que lo llamó Miguel desde Madrid, querían encontrarse este año, él de ida hacia la tierra negra de Ucrania, le hubiera gustado visitarlo y quedarse unos días en Madrid, “estamos viviendo el pasado con la amenaza del futuro”, así terminó la llamada, era lo que Claudio al despedirse le dijo a Miguel...

Y Trump que niega y Bolsonaro que le sigue la locura, Johnson el inglés también, y, con ellos, todos los tierraplanistas y los que niegan la existencia del virus y luego mueren a causa de él; toda la estupidez que según Schiller hacía luchar en vano hasta a los dioses, y lo sigue haciendo. Así surge una gran oportunidad para todos los poderes de turno, de sacar fuerzas y exprimir violencias, aprovechar del lockdown para restringir libertades y así controlar a sus gentes. Pero hubo también mucha solidaridad, en pocos meses vimos brigadas de voluntarios para la emergencia, ollas comunes y acciones de vecinos en los barrios más populares de miles de ciudades de todo el mundo. En Cochabamba, la mítica bandera blanca colgada afuera de las chicherías (los bares de expendio de la tradicional chicha, bebida elaborada con maíz) sirvió como señal para los que necesitaban ayudas, la colgaron los que les faltaba alimentos, tal vez medicamentos o simplemente asistencia y compañía, fueron días de un apthapi (en quechua, apthapi es juntar para compartir) colectivo de emocionante belleza. La necesidad hizo el genio de mucha gente (hubo muchos vivos también, vivos en la acepción que los indica como astutos  o espabilados) y así surgieron iniciativas populares como también individuales. Quienes sacaron de sus memorias viejas recetas, el infalible eucalipto, el milagroso jengibre y el increíble chuño, medicina ancestral y pajpakus (pajpaku, del quechua, término que se utiliza para referirse a los vendedores callejeros, y que, en la actualidad, se utiliza para aludir aquellas personas que cautivan a los otros con su lenguaje sin decir, necesariamente, alguna cosa siquiera coherente) conocidos salieron a las calles. Vimos nuestras Macondo, nuestras Comala y nuestras Tocaia Grande reaparecer como eran en los libros que leímos muchos años atrás, siempre ahí, con sus mismos personajes, para algunos envejecidos, para otros aún más jóvenes. Ciudades visibles y ciudades invisibles, en sus diurnos silencios y en sus tétricas oscuridades nocturnas. La fuerza y la voluntad para sobrevivir nos regalaron, y nos regalan aún, mucha humanidad; la brutalidad del poder no doblegó la vitalidad de quienes siguieron y siguen soñando, de los que siguieron y siguen con voluntades invencibles.

Andando por calles y atajos, durante los tediosos días del encapsulamiento de algunos barrios -barrios que fueron encapsulados preventivamente, por chismes sensacionalistas y por exageración- y ver como un país que aún no solucionó problemas de la pre modernidad, ya sufre los graves problemas de la falta de planificaciones urbanísticas, en el crecimiento demográfico desmedido, en la mala alimentación, en la falta de hospitales y de una buena educación; cuando andas solo, caminando o en bicicleta, te vuelves un buen observador, sin ser el flâneur parisino logras ver todo lo que la estéril normalidad te niega, lo que te negaba ver el absurdo ritmo de las figuras cotidianas, y llegas a pensar lo que ves, le quitas sus nombres y logras analizar la realidad. La lentitud es sabia, el tiempo biológico es más fértil que el tiempo histórico. Bolivia es mágica en sus contradicciones, por sus paradojas, como sostuvo el historiador James Dunkerley, Bolivia es un país con reputación, que es la reputación de su Historia y de sus historias, de quienes previenen el contagio saliendo a la calle con extravagantes mascarillas, como recién salidos de una Star Wars criolla, con trajes de bioseguridad hechos por modistas torpes, adonde los llamados chuñoman (de chuño, la papa deshidratada, y de man, hombre, así fueron apodados los que a un principio negaron la existencia del virus, y luego, frente las evidencias, sostuvieron que ellos, los que se alimentaban con chuño, nunca se podían contagiar) se los vio sin mascarillas, reuniéndose y organizando marchas de protestas en contra del gobierno, de la Corte electoral que no se decidía a convocar a elecciones políticas, marchaban y siguen marchando en contra de todo y en contra de todos. Muchos de ellos, luego, murieron de Coronavirus. Hubo otros que sacaron sus remedios ancestrales, la cura para el Covid-19, anunciaba una pancarta colgada entre dos árboles de molles en una avenida periférica de la Ciudad Jardín. Y no faltó el ingeniero que, respetando la etimología de su oficio, creó hornos crematorios portátiles, y con servicio a domicilio. El realismo mágico sigue de casa, aquí tiene raíces profundas e inextirpables, por suerte.

Durante la pandemia también los filósofos polemizaron, no tanto sobre el virus sino sobre el pos virus, Žižek vio una luz al final del laberíntico túnel del capitalismo, mientras que Byung-Chul Han vio como el estado social de un contagiado ponía en relieve los problemas sociales de cada sociedad; Agamben se apoyó de Snowden, polemizando por el lockdown impuesto, y así toda la Biopolítica que ya con Foucault vislumbró este siglo, el siglo que estamos viviendo. La filosofía, tal vez, durante la pandemia, siguió el curso que Borges indicó por la metafísica, como una rama de la literatura fantástica. Mientras, toda la cultura tuvo que encerrarse entre cuatro paredes, quien se decidió leer los libros gruesos, los que siempre dejábamos para mañana, otros vieron las películas de las que habían perdido el recuerdo y algunos sacaron y escucharon los insustituibles LP. En los días de cuarentena flexible (sí, aquí en el país imposible no hubo una sola cuarentena, hubo varias cuarentenas, a las cuales se les añadieron todos los posibles adjetivos: estricta, rígida, flexible, total, dinámica…) hubo delivery de libros nuevos y usados, se sabe, no de solo de pan vive el hombre. En estos días Bob Dylan, el juglar de Minnesota, Nobel de Literatura en 2016, estrenó un nuevo disco, Rough and Rowdy Ways.

Se inventaron pleonasmos absurdos, oximorones grotescos, reaparecieron los términos lapalissianos, y los poderosos de la neohabla siguieron creando odiosas formulas literales: la nueva normalidad, quédate en casa (¿y los homeless, los clochards, los sin techos de todas las metrópolis del mundo, donde tenían que quedarse?), coronials (la generación que nacerá en los próximos meses), quarentena não é férias (la cuarentena no es una vacación), covidiota (para indicar los que ignoraban el distanciamiento social y también a los que saqueaban los supermercados), en Japón el término on-nomi (tomar on-line al aperitivo virtual.

Con el primer lockdown reaparecieron las bicicletas, en el valle donde vivimos siempre hubo una discreta circulación de bicicletas, la planicie del paisaje infunde dulzura al ciclista invitándolo a recorrer el valle, trasladándose y transportando, pero la descampesinización iniciada en el 1952 con la Revolución y con la Reforma Agraria del 1953, la que hoy llamaremos del minifundio al minibús, generó el increíble poder de los actuales transportistas, y este sector, equivocadamente llamado servicio público, hizo todo lo posible para que desapareciera en poco tiempo el transporte ecológico por antonomasia, la bicicleta. El Centro Histórico de la ciudad fue felizmente invadido por activistas, quienes empezaron a sensibilizar la ciudadanía de los beneficios del uso de las bicicletas durante (y también después) de la pandemia, quienes se pusieron manos a la obra, delineando ciclovías, dibujando y pintando las mismas con memes, así los Bansky ecociclistas presentaron sus credenciales. Pero después del primer lockdown, de repente, desaparecieron las bicicletas -fueron como el canto del cisne, o el pretexto del invierno, o la siempre presente apatía cochabambina, de hecho la bicicleta eclipsó- y no vimos más a esta estupenda voluntad de retomar la polis por parte de jóvenes y menos jóvenes con viejas Hércules, con Raleigh inglesas, con unas que otras bicicletas italianas, con las chinas de efímera duración o con las mountain bikes y las eléctricas, las que ahora funcionan con el litio. Desapareció esta abigarrada invasión sobre dos ruedas, que me hicieron recordar Ámsterdam, Copenhague, y, por el plácido ritmo, hasta a algunas ciudades de las provincias italianas. Fueron realmente dos fases, la primera adonde el miedo, el pánico o cierta sana ignorancia nos hizo ver una cara del ser humano humilde y concienzuda, un actuar prudente y sensato, pareció ver un ser humano humanista; en la segunda vimos reaparecer la viveza criolla, las astucias en evadir las reglas para el bien común y volvernos lobos del hombres de un día por otro. Era la nueva normalidad, o, nuevamente, la normalidad.

Qhapaj wawas, así los nativos quechuas y aimaras bautizaron al Coronavirus, Qhapaj wawas es una palabra quechua y también aimara que en manera, tal vez despectiva, busca enfrentar el virus con la palabra. Qhapaj entendido literalmente como el poderoso, el ilustre, el sagrado, el rico; y wawas, hijo o hija, por tanto hijo o hija con poder e/o ilustre, sagrado y rico. Con respecto y sin temor, al virus hay que enfrentarlo como todas las adversidades que surgen en la vida, de frente, con valentías y reverencia, pero sin sumisión. Esta es la visión de un mundo al que le debemos mucho respecto, un mundo que ha sido manipulado desde su alba, profundo y sabio, firme y consciente, que lamentablemente en esta tierra ha ido perdiendo el contacto con sus raíces y se hizo conducir por filibusteros al borde de la delincuencia. Se fue derramando sus conocimientos y desangrando su alma noble, la palabra Qhapaj wawas es una lanza frente al desmoronamiento de una cultura que ya ha cambiado su mentalidad. Casi una reacción física a la imposibilidad de una propia resiliencia.

Parecía ver un ejército de fantasmas que tomaban cuerpo en la desesperación de un inminente apocalipsis, en ciudades pavorosas y en ciudades negras, en Bérgamo cargando féretros en los camiones militares, en Milán buscando “gli untori” (Untore era un término utilizado en los siglos XVI e XVII para indicar quienes difundían voluntariamente la peste, esparciendo ungüentos venenosos en lugares públicos), los engrasadores que se propagaron particularmente durante la gran plaga de 1630, inmortalizada por Alessandro Manzoni en la novela I promessi sposi (Los novios) y luego rescatados en La storia della colonna infame (Historia de la columna infame) del mismo autor. Y la soledad del hombre, del hombre detrás de las cortinas de la ventana, escuchando himnos nacionales y misas, esperando el delivery con el pan, con un medicamento, tal vez con una botella de vino. Y también la soledad del hombre público, que parece seguir un simbolismo ante litteram que no lo es, la Pascua del Papa solo en la Plaza San Pedro de una Caput Mundi absolutamente desierta, y el Presidente Mattarella, solo frente al Altare della Patria en un aterrador 25 de abril, día que la liberación del nazifascismo cumplía su 75° aniversario. No fue solo García Márquez quien nos reveló el pacto secreto entre la soledad y la vejez.

No hubo colegios, universidades, para nosotros tampoco hubo trabajo, las ferias ecológicas semanales fueron cerradas y perdimos nuestras convivialidades, los contactos humanos necesarios, ir a las huertas de quienes nos proveen los tomates, visitar el campesino que cultiva las berenjenas y el locoto, tocar con nuestras manos las verduras y la tierra, estrechar manos y abrazar amigos, besarnos y reconocernos a través de un apretón en las espaldas, unas miradas cercanas, con la simple presencia. Todo oscureció y unas atmósferas kafkianas se adueñaron de los espacios, y también del tiempo, todo se alejó. En los animales domésticos vi la sensibilidad que nos falta a nosotros, los humanos, los perros más fieles eran aun más fieles, los gatos más indiferentes se acercaron más a sus cuidadores, los gallos catalanes cantaron menos, casi por no molestar a los vecinos; los colibríes, con sus imperceptibles aleteos, mientras succionaban el néctar de sus flores preferidas, parecían querer dialogar con nosotros.      

Murieron miles y miles, algunos amigos, algunos políticos, muchos médicos y muchas  enfermeras, murieron choferes y futbolistas, murió la poesía, el genio y también la locura. Los de un frente bloquearon a los del otro frente, unos bloquearon el botadero de K’ara K’ara, toneladas de basuras en las calles de la ciudad de la eterna primavera, no permitieron el paso del oxígenos para los hospitales, dejando morir muchos enfermos de Covid-19, los otros aprovecharon del poder adquirido, y así, en una lucha adonde el más pobre pisoteaba al que veía más pobre que él, mientras el rico miraba desde arriba las luchas de los más desesperados. Siempre anansaya y urinsaya, los de arriba y los de abajo. La pandemia amplió la brecha entre pobre y ricos, la pandemia dividió aún más la Zona sur de la Zona norte, estigmatizando, tachando, excluyendo, así todos los Norte versus todos los Sures del mundo entero.

Muchos aprendieron a hacer el pan, las mermeladas y tortas hasta que se acabaron el azúcar, el gas o el dinero, para algunos hasta que el traicionero pijama, que nunca se sacaron, reveló los kilos que la dieta les impuso; y así empezó su vida oficial también todo lo virtual, todo el mundo que desde aquel ángulo del sótano del comedor de Beatriz Viterbo, se hizo viral, zoom y otras aplicaciones, en una Woodstock distópica, todas la 24 horas del día. En Bolivia, durante la pandemia, el gobierno transitorio eliminó el ministerio de cultura -un gasto absurdo según la presidenta Añez-, introdujo un bono familiar que ha permitido seguir elaborando el pan, las mermeladas y las tortas -creo que el dicho: “Qu'ils mangent de la brioche” de una ilustre reina sigue siendo el lema populista ad hoc- y disimular, disfrazar, maquillar toda la mediocridad, la ineficiencia, las negligencias y la corrupción del poder de turno. Y la estupidez. Al implementarse un miserable bono familiar algunos se inventaron nuevos oficios, el hacer colas a pedido en los bancos y en las diferentes instituciones públicas y/o privadas, o el contaminador delivery, la desmesurada producción de barbijos hechos en todos los materiales posibles e imaginables, con aguayos importados de Corea del sur, con símbolos de los equipos de fútbol locales e internacionales, con imágenes eróticas, horror y new age, protectores de rostro psicodélicos, power flower y los cool para elites a las que le gusta ir al Mall bien protegidas. Una ominosa comedia humana, Balzac consintiendo.

Durante la pandemia cambiaron las fechas de las elecciones dos veces, ahora están programadas para el 18 de octubre, pandemia y convulsión social permitiendo. El orden hoy es el caos… toda palabra es una metáfora muerta, tal vez hablando de trofobiosis estamos hablando del mal que le hemos hecho y le seguimos haciendo a la tierra… una homeopatía que deberíamos inyectarnos e inyectar… hoy que todo es más fácil que una narración de los hechos, de la verdad y también de las mentiras, de la ficción. Necesitamos belleza y amor. Pérdida de la fisicidad del ser (sin estrecharse la mano, sin abrazos), pérdida del contacto con las cosas (la compactación de los elementos, de la materia y de los sentimientos), pérdida también del amor que ahora se ha transformado en violencia y odio, afuera y adentro de nuestros hogares. Durante estos días hubo tanta violencia, demasiada violencia, sobre todo en contra de las mujeres, y divorcios, agresiones, persecuciones y muertes…

Fueron días en que se transparentó nuestra huella ecológica, y nuestras acciones logramos verlas en la condición de la Pachamama, en el clima, en nuestras relaciones humanas. Venecia con sus aguas cristalinas, el Himalaya admirable desde la India, el cielo azul sobre Ciudad de México, el silencio adueñándose de las noches de la ciudad de nunca duerme, Nueva York. Cientos de venezolanos, en su desesperada fuga de un país dantesco, un día pidiendo ayuda en los semáforos, otro día vendiendo chicles, bombones y caramelos, mostraron el total fracaso del llamado Socialismo del siglo XXI, de la Revolución bolivariana, de todas estas mamadas que fueron los populismos en Latinoamérica durante todos estos años. Una señora, ya anciana, al alcanzarle unas monedas, me dijo: “¡Chávez se murió bien alimentado y su amante, el Maduro, no tiene pinta de uno al que le falte comida…!” y siguió: “Y ahora se vino esta pandemia, ocultaran todos los datos y repartirán aspirinas que ni siquiera estamos produciendo en nuestro pobre país”. La alegría caribeña había perdido todo su eufórico esmalte, parecía oír una letanía triste del más profundo de los infiernos de los hombres. Hubo días que podían salir solamente los que tenían su número de carnet de identidad con final par, otro era por los impares, y pedaleando uno oxigenaba la mente, no circulaban autos y el esmog había desaparecido, las fétidas aguas del Río Rocha retomaron transparencia, el cielo parecía sentado sobre nubes de una pureza jamás vista, la Cordillera andina presumía su verde original después de los incendios del año pasado, y, de pronto, uno se estremece al no ver los niños en las calles, ausentes sus alegrías, sus sonrisas, sus inocentes evasiones, su patear pelotas y botellas de gaseosas. ¿Sudamérica y todo el sur de nuestro planeta qué sería sin los tantos niños, sin sus malabarismos, sin sus saltos mortales? No verlos en las calles estos días fue espeluznante.

Suprimir la cultura y la educación y en su lugar introducir los transgénicos, permitir que las farmacias especulen sobre los fármacos más necesarios, que la policía sea más violenta y que el ejército siga no sirviendo para nada, que los incendios por todo lado continúen y que el aniversario del 6 de agosto pase en el olvido, es la tremenda Historia que esta pandemia también permite se vuelva en farsa de una tragedia que nació en 1825, en esta fecha “Bolivia comenzó su vida como una nación independiente: estaba en el umbral de una terrible y espantosa historia”, nos contó Charles Arnade en su La dramática insurgencia de Bolivia. ¿Crónica será, desde un país tan raro y -Vázquez dixit- “tan solo en su agonía”? Ahora, mientras el viento de agosto me reconduce a un año atrás, con la atmosfera de espera por unas ilusorias elecciones que vendrán, esta vez tal vez el 18 de octubre -mientras estoy escribiendo, luego mañana se verá- para algunos con las mismas emociones, para otros siempre más desilusionados de estas vulgares, arrogantes y podridas democracias… 

La buena se vino, el Mago no falló, como previne, tampoco esta vez, y llegó el fruto de nuestras siembras. Tal vez el virus salve el planeta. A nosotros, no lo sé.

Odradek, agosto 2020

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Imagen: Detalle de El Bosco

 

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