WILLY CAMACHO
Emilia
Pizarro tiene apenas 12 años, pero ya está “enviciada” con la Alasita. Recuerda
bien que hace unos años quería un oso de peluche, y comenzó a comprar boletos
de la “suerte sin blanca”, y le pedía dinero a su mamá para comprarse más y más
boletos con la esperanza de que el número ganador pronto saldría. “Y gasté toda
mi plata en eso y nunca gané el oso, solo aretes de plástico, anillos de
plástico…”, dice con tono de decepción, aunque se compone rápido y confiesa:
“Sé que es una estafa, pero no puedo evitarlo, sigo, sigo y sigo intentando
ganar el premio mayor. Y a mi mamá también le pasa”.
Es que su
mamá, Claudia Suárez, también tiene una historia ligada al vicio alasitero, de
cuando era muy niña. “La Alasita era todavía en la Tejada Sorzano, para que te
des cuenta cuán chiquita era –dice a fin de no mencionar su edad (tiene 47)–,
estaba caminando la feria con mis hermanas y mi mamá…”. Era un lindo día, el
sol brillaba en lo alto y quemaba aquí en la tierra, y las niñas estaban
sedientas. Entonces, su mamá compró chicha, supuestamente sin macerar (al menos
así le dijeron), pero pronto las tres niñas y la señora estaban un poco más que
chispeadas. “Las cuatro caminábamos duras, borrachísimas, yo veía doble y
zeteaba, y todo fue por la sed que teníamos”, recuerda entre risas, y un amigo
que oyó la historia deslizó por lo bajo: “Yuca desde chiquita”.
Todo paceño
y paceña que se respete debe tener una o más historias memorables en Alasita.
Viviana Soruco, por ejemplo, recuerda que junto con su madre fueron a comprarse
cositas a la Plaza Abaroa, con la intención de hacerlas bendecir en la iglesia
que está cerca de ese lugar. Vivi se había comprado un autito y, antes de
llevar los objetos al templo, se toparon con un yatiri que les
ofreció challa y sahumerio. “Yo nunca he sido de esas cosas,
más por tacaña en realidad, pero el señor nos dijo que podía challar las
cosas de las dos por cinco pesitos, o sea que era buen precio”. Ellas lo
hicieron como cualquier paceña, sin preocuparse por la presencia de un par de
curas que merodeaban por el lugar, uno de ellos con cara de irritado. “Ese cura
–que era español– se acercó muy molesto y nos increpó: ‘¡esto es del demonio,
es paganismo, ustedes mejor que nadie deberían saber!’, y claro, el yatiri seguía
con su ceremonia, blasfemando en aymará o quién sabe qué lenguas ancestrales, y
con eso el cura se enojó más y me dijo: ‘¡ojalá te choques y te vuelques con
ese auto, y no voy a bendecir mierda alguna’!”.
Tiempo
después, Vivi y su esposo se compraron un auto y la mamá de ella empezó clases
de conducción. “Una mañana, Christian (el esposo) salió con mi mamá, le iba a
enseñar la mejor ruta para bajar a la tienda en auto, pero hubo un desperfecto
mecánico y el auto se deslizó por la pendiente y se embarrancaron”, relata aún
con tristeza. El auto dio tres vuelcos, por suerte tenían los cinturones de
seguridad puestos, eso les salvó la vida, aunque salieron golpeados y ensangrentados,
y el auto, obviamente, quedó destrozado. Al contarme estos hechos, Vivi recién
ató cabos y, 15 años después, se dio cuenta de que quizá la maldición del cura
tuvo efecto. “Ese maldito…” murmura al otro lado del teléfono (y del mundo),
tal vez pensando buscar un brujo senegalés para vengarse del sacerdote español.
Si el
matrimonio es una bendición o maldición, solo lo sabe la pareja. Y Tatiana
Fernández tiene una historia al respecto, pero comienza contando que en su
familia no acostumbraban ir el primer día de la Alasita. Su tradición familiar
era, en cambio, ir el último domingo al remate. “A mi papá le encantaba el
remate de los yesos. Íbamos a cuanto remate podíamos y volvíamos a casa
cargados de alcancías de chanchitos de todos los colores, incluso del Bolívar,
pese que en casa somos todos estronguistas”. Quizá por eso, a Tati le quedó la
costumbre de comprar otras figuritas de yeso para regalar a sus amigas: gallos.
“Una de esas, estaba con mucho trabajo y salí apurada a comprar los gallitos,
porque ya era cerca de mediodía. Compré para mis tres compañeras, pero ya al
entrar a la oficina, me di cuenta de que con la prisa me había alzado una
gallina con sus pollitos. Ni modo. Había un compañero jovencito, soltero, y le
regalé la gallina a él. Bueno, el caso es que, a fin de año, él ya estaba
casado y esperando a su primera hija”. En este caso la bendición del Ekeko se
cumplió, y no fue tan grave (esperemos) como la maldición del cura antialasita.
Violeta
López, cuando niña, esperaba con ansias la Alasita cada año, porque iba a
buscar ropas y muebles para sus muñecas. “Es que mis papás no querían botar
plata en los accesorios para muñecas de Mattel” (padres sabios, hay que decir).
Recorrían los puestos y así Viole iba adquiriendo las prendas que sus muñecas
usarían ese año y algunos muebles para que estuvieran más cómodas en casa.
“Pero los muebles más bonitos estaban en exposición en la ‘suerte sin blanca’,
y yo lloraba para que mi papá me comprara boletos, pero claro, nunca ganaba
esos muebles, solo ganaba bolígrafos, chupetes… De todas formas, todos los años
hacía escándalo para ir a la ‘suerte sin blancas’”. Todo el vestuario fue
legado a sus sobrinas y los muebles se fueron rompiendo con el paso del tiempo,
aunque aún sueña con esos espléndidos muebles que nunca pudo ganar. “Cuando yo
tenía unos diez años, mi papi me explicó que la ‘suerte sin blanca’ era una
tomadura de pelo, que nadie gana los premios grandes; y puede ser, pero
hasta el día de hoy, si yo fuera a la Alasita, seguro me compraría unos
boletos”. Como Emilia, Viole aún tiene el ojo en tinta por los caprichos del
azar, o mejor dicho, por la mañudería de los suerteros.
Mi historia
no tiene que ver con el azar (creo). Recuerdo que cuando tenía unos cuatro o
cinco años, mi mamá, que es muy creyente de la tradición alasitera, me llevó a
una plaza abarrotada de gente el mediodía de un 24 de enero. Ella quería que
sus compritas pasaran por yatiri y cura, en ese orden, y se
daba modos de cargar casita, autito, maletitas, billetitos, etc., de llevarme a
mí de la mano y de pelear con otros creyentes para conseguir un lugar de
preferencia y así ser bien salpicada de agua bendita luego del sahumerio. El
caso es que, en un momento dado me vi perdido entre la muchedumbre, e hice lo
que cualquier llokalla urbandino de cuatro años haría en medio
de una multitud de desconocidos: llorar y gritar “Maaaaamiiiii”. El caso es que
me respondieron varias mujeres: “Carlitooooos, aquí estoooy”, “Aleeeee, veeeen
aquí, te voy sonar malcriado”, y así otras madres que seguramente también
habían descuidado a sus vástagos. Años después, en una fiesta familiar, vi que
mis padres y tíos jugaban a la escoba, que consiste en que quien no tiene
pareja baila solo con la escoba y, cuando considera oportuno la deja
caer, el ruido es la señal para que los demás cambien de pareja, y el que
no logra el cambio a tiempo debe bailar con la escoba, entonces todos se
desesperan y agarran a cualquier pareja, sin discriminación. La cosa es que ese
momento imaginé que algo similar podía haber pasado en esa lejana Alasita:
quizá los niños perdidos, asustados por quedar sin hogar, y las madres irresponsables,
angustiadas por la posibilidad de volver a casa con las manos vacías, se
juntaban aleatoriamente. Tal vez yo había agarrado a la mujer equivocada, quizá
en realidad me llamaba Carlitos o Alejandro. Claro que el tiempo y la genética
me tranquilizaron (soy una fotocopia de mi padre), lo cual no me quitó la
sospecha de que estos infelices pudieron haberme sometido a una cirugía
plástica. En fin, de todo esto, la moraleja es que no debes llevar a tu hijo a
una plaza alasitera el 24 de enero y, principalmente, no debes darle pastillas
que lo vuelvan paranoico.
Hoy, 24 de
enero de 2021, no habrá Alasita por buenos motivos. De modo que nos queda el
consuelo de los recuerdos, esos gratos momentos vividos en la feria tradicional
de los paceños, y también queda la esperanza de que se volverá a realizar
pronto, en mejores condiciones para todos. Igual, en la intimidad del hogar, le
podemos encargar al Ekeko unas vacunitas, quizá funcione. Si no, el
brujo senegalés puede ser buena opción.
- Willy Camacho es paceño y
atigrado. Dice ser un cholo urbandino orgulloso, por eso no se cansa de
cantar esa cueca que dice: “... cholo, cholo he nacido, cholito voy a
morir...”.
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De
RASCACIELOS, 24/01/2021
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