PABLO CEREZAL
Sobrepasada
ya la polifonía de colores, fulgores y sonidos imperantes en los anteriores
ghats, asumes que el que reza, el que se baña, el que medita, el que ofrece sus
plegarias a las aguas de la Mama Ganga, todos, finalizan en un puñado de huesos
con jirones de carne quemada
Las horas
se deslizan con dificultad anciana por entre la algarabía exterior. Miras una y
otra vez ese reloj de material indefinido que descansa su tedio de segundero
hastiado sobre el tablero que hace las veces de mesilla de noche. El ventilador
sigue jugando a componer Picassos con las salamandras y las
manchas de humedad que componen el techo de la habitación.
Estás en
Benarés, la ciudad santa por excelencia de la India, y te resulta difícil
encontrar, en la habitación de este destartalado hotel aledaño a la estación de
trenes, ni una pizca de la supuesta santidad que debería exacerbar el ambiente.
Batalla de cláxones, trifulca de motores de automóvil, combate de aromas de
vertedero, escaramuza de insectos proponiendo batalla a la vereda de la única
ventana que oxigena los cuatro metros cuadrados en cuyo centro geográfico se
ubica tu camastro. Se supone que la noche ha comenzado, hace tiempo, su verbena
de sueños incómodos y pesadillas grotescas. Pero, a juzgar por la variedad de
señales acústicas y aromáticas llegadas del exterior, la vida parece haber
continuado su devenir sin permitirse el más mínimo descanso.
Es
imposible dormir. Afortunadamente, no queda mucho para que el reloj marque las
04.00 AM y debas dirigirte al cuarto de baño compartido, al final del pasillo,
para adecentar un poco tu aspecto antes de salir a la calle en busca del
conductor de tok tok con quien acordaste tu traslado hasta las a la orilla del
río Ganges a su paso por la ciudad. Consciente de ello, decides anticipar el
instante. Olvidas el cepillo de dientes, y odias no haberte podido olvidar de
las necesidades más perentorias del cuerpo y tener que internarte en ese cuarto
de baño que se diría sala de matadero industrial después de una larga jornada
de exterminios. Regresas a la habitación para cargar la cámara de fotos e
introducirla en la mochila, junto a otros tres carretes, Ilford HP5. Lo
analógico, aquí, en la India, no desentona. Estás destrozado. Aún no te
recuperaste del día anterior. Te tumbas por un instante en el jergón.
Llegaste a
Benarés hace horas, en un atardecer asesinado por la polución y la estridencia.
En el tren que te acercaba a la ciudad sagrada, en segunda clase, acompañado
por numerosos indios ansiosos como tú por llegar a la inmortal urbe, tuviste
tiempo suficiente de repasar tu cuaderno de notas. Y esa guía que te recordaba
una y otra vez lo que ya sabías de memoria: Benarés, Varanasi en sánscrito,
Kashi, “la espléndida”, en los idiomas ignotos de la antigüedad, situada entre
los ríos Varana y Asi, regada por las aguas sagradas del Ganges, la Mama Ganga:
diosa sagrada de los hindúes que quita y da la vida como lo hace la Pacha Mama
con los habitantes del altiplano andino. Varanasi te gusta, suena más melódico.
Pero eliges seguir nombrándola Benarés, más popular. Benarés, entonces, una de
las ciudades pobladas de mayor antigüedad que la ciencia y la historia se
permiten conocer, más de 3.000 años de edad –se supone–, lugar de peregrinaje
de hindúes ansiosos por purificar su cuerpo, etcétera, etcétera, etcétera,
datos, curiosidades, mitos, toda esa retahíla exótica con que gustan de
engalanarse las guías de viaje que nada cuentan pero todo pretenden enseñar.
Aunque tu
primer impulso, tras descender del tren y sortear los cuerpos apolillados de
enfermedad y miseria que se arremolinan en los andenes a la busca de limosna,
fue intentar acercarte al Ganges, la noche ya cercana y el cansancio de las 12
horas de viaje desde Delhi te hicieron cambiar de idea una vez sentado en el
tok tok, esa especie de motocicleta con destartalada carroza incorporada que
hace las veces de taxi en este inabarcable país. Preguntaste al conductor si
conocía algún hotel barato cerca. Por supuesto, lo conocía. Y, tras casi media
hora de intrépida conducción entre coches, viandantes y espesas volutas de
humo, te dejó aquí, a un par de calles de la estación de trenes. Podrías haber
llegado antes caminando, si hubieses logrado sortear el infernal tráfico sin
morir en el intento. En principio pensaste que intentaría estafarte. La carrera
ha sido de media hora, la gasolina es cara, y argumentos por el estilo. Los tok
tok no tienen taxímetro, ni nada parecido. Pero ni te intentó estafar ni
siquiera llegó a proponérselo. El precio fue ridículo. Tal hecho se te antojó
muestra de honestidad y, tras preguntarle por la mejor hora para salir con
tiempo de llegar al Ganges antes del amanecer, acordaste con él que te
recogería a las 04.30 AM, a la puerta del hotel.
Tu
cansancio diluye el estruendo callejero, el perfume de manteca rancia y
organismos fermentados, el correteo incesante de los insectos sobre el piso de
la habitación, y caes en un breve pero reparador sueño. Aúlla el despertador.
Amaneces a una noche preñada de amanecer, presta a reventar nuevamente de
estruendos y aromas que no te permitirán pensar y cerca estarán de
enloquecerte, como lo hace el niño recién nacido ante el trepidante espectáculo
de las luces del paritorio y los amorosos alaridos de la mamá y el resto de
familiares. Recién nacido en Benarés. Así te sientes. Y no es agradable. Ahora
entiendes por qué lloran los humanos al nacer.
No tenías
mucha esperanza de que ocurriese pero, efectivamente, el taxista te espera. Ahí
está, sosteniendo, con su escueta musculatura dorsal, la desvencijada puerta
del hotel del que agradeces salir al fin, tras una noche de insomnio y
pesadilla.
La mirada
del joven conductor revela la misma instantánea de sonrisas que la noche
anterior, cuando le conociste, e intenta explicarte, camino hacia la ribera del
Ganges, con un inglés difícil de comprender, el porqué las calles comienzan de
nuevo a poblarse de personas, autos, bicicletas. A punto estás de contrariarle
asegurando que han estado ahí, en la calle, toda la noche, que en ningún
momento han desaparecido. Tal vez el cansancio te obliga a callar y sonreír,
nada más.
Aún no
salió el sol. Para cuando lo haya hecho, los habitantes de la ciudad podrán
hacerle frente con la mejor de sus sonrisas. Esa sonrisa oriunda que no es
sincera ni ficticia sino todo lo contrario. Muchos de ellos, al igual que tú,
pero a pie, comienzan su peregrinación hacia las orillas del río sagrado. Allí,
como en una lavandería humana, sumergirán sus cuerpos en un centrifugado de
abluciones carentes de detergentes y espumas.
El trayecto
finaliza antes de lo previsto. Ahora tienes que caminar en línea recta. Poco
más de 500 metros, según te indica el afable taxista. Sólo sigue a la gente, es
su última recomendación. Abonas el escueto monto del viaje y él te toma entre
sus brazos para despedirte, namasté, namasté, como queriendo
vestirte de bendiciones.
El camino
hacia la ribera se efectúa con lentitud debido a la profusión de caminares que
pretenden, como el tuyo, desembocar en las aguas calmas del místico caudal.
Comprendes que estás en una de las ciudades más densamente pobladas del mundo,
casi 3.000 habitantes por kilómetro cuadrado, y por un momento te atenaza algo
que identificas como un ataque de ansiedad. La promiscuidad de los cuerpos
semidesnudos de hombres, mujeres, niños, enfermos, rateros, policías, monjes,
mendigos, todos en consonante y silencioso peregrinar, hace que te preguntes si
no quedarás definitivamente rodeado por ellos, varado en esta marea humana, si
no será falsa la seguridad de poder llegar a espacio abierto, y respiras
desacompasadamente ansiando el final del recorrido. Junto a ti, dos hombres
cargan un cadáver, mientras las mujeres que parecen acompañarles lanzan pétalos
de rosas sobre la túnica que cubre ese cuerpo que espera ser incinerado en
alguno de los ghats de cremación a orillas del río sagrado. A
tu espalda se repiten, incesantes y monocordes, las plegarias de un grupo
de sadhus ataviados con nívea túnica e indolente serenidad.
Frente a ti, lo que parece el séquito festivo de un recién celebrado matrimonio
compite en afónica sonoridad con el desconcierto de los cláxones. Intentas
descubrir, en alguno de los soportales que muerden las fachadas de los
edificios colindantes, algo que no sea una tienda de saris o de utensilios de
plástico, un lugar al que poder escapar para recobrar el aliento, un café tal
vez, un portal. Pero sería labor imposible. Respiras hondo y te atenaza un
inequívoco perfume a descomposición. Por un instante casi deseas caer desmayado
en el asfalto confiando en que alguien llamará una ambulancia que te saque de
allí con urgencia.
Sigue
caminando. Esto es lo que querías, te dices. Te sobrepones. Respiras. Continúas
caminando, casi llevado en volandas por la muchedumbre.
Tras un
peligroso encuentro con uno de los cientos de monos que pueblan la ciudad y que
ha adherido sus garras a la correa de tu cámara fotográfica, desembocas, junto
con todo el torrente humano que acompañaba tu aún nocturno paseo, en
Dashashwamedh Ghat, una de las cientos de escalinatas que conducen a las
turbias aguas del Ganges, la más popular, custodiada por Brahma y Shiva, y el
lugar de reunión, al amanecer, de aquellos que no comprenden su vida sin
agradecer cada día el despertar del Astro Rey. Desciendes un par de escalones
y, no sabes si por necesidad de descanso o por pura postración mística, tomas
asiento en la gradería y contemplas las apacibles aguas de la Mama Ganga,
teñidas a lo lejos de un rubio oxigenado que advierte del amanecer.
La impresión
es la misma, piensas, que la del adolescente que se enfrenta a su primera
experiencia sexual, al contemplar el cuerpo desnudo de la persona que
perpetrará con él ese iniciático rito de nacer al amor. Algo así como
adoración. Una veneración que evita las miserables cicatrices de hambre,
suciedad y pobreza que esconden las aguas del río y alrededores, al igual que
el adolescente decide ignorar, admirado y fervoroso, esos kilos de más que
decoran la geografía corporal de su primer amante, por ejemplo. Tan embelesado
estás por todo lo que de supuestamente espiritual tiene el espectáculo. Casi
llegas a comprender el hecho religioso, y prefieres no preguntarte por qué.
Frente a
ti, un joven delicadamente ataviado con ropajes de esplendorosa seda comienza a
disponer los utensilios con que ofrendará al sol naciente la primera puja u
oración del día. Mientras él prende fuego a los carbones que reposan en el
interior de una vasija con forma de beligerante cobra, tú decides prender fuego
a un cigarrillo al que apenas acertarás a dar un par de caladas, sobrecogido
como estarás ante el rito que el oferente llevará a cabo entre musicales
salmodias para dar la bienvenida al nuevo amanecer. Te invade una especie de
frenesí que, al apartar la mirada mientras giras la cabeza (cuando comienzas a
observar a los hombres y mujeres que bajan las escaleras hasta dar con sus
cuerpos desnudos en el agua), casi te impulsa a acompañarles y sumergirte.
Afortunadamente, has abandonado ya al joven que te sentiste al contemplar por vez
primera el espectáculo del Ganges, y entras en una fase de pubertad que te hace
recordar que sus aguas, a su paso por Benarés, son de las más contaminadas del
planeta. Tanto que las propias bacterias se autofagocitan sin dar tiempo a que
la enfermedad se aposente en el légamo promiscuo que golpea las escalinatas.
Eso aseguran, al menos, los estudiosos.
La
contaminación parece no afectar a los cientos de hindúes que se acercan cada
mañana a sumergir sus cuerpos en el bendito flujo de este río que nace en los
Himalayas pleno de pureza y cristalina corriente, antes de comenzar a perder
salubridad en su deambular por las diversas ciudades de la India, y abandonar
su torrentera de mugre, lodo y plegarias en el mayor delta del mundo, una vez
unido en sacrosanta cópula con el Brahmaputra, ya en las inmediaciones del
Golfo de Bengala. Se supone que fue el dios Shiva quien, tras una copiosa
lluvia que amenazaba acabar con la vida de todos los humanos, decidió
salvaguardar su existencia recogiendo aquel caudal entre sus cabellos. De la
húmeda cabellera de Shiva nacieron los hilos de lluvia domada que conformaron
las riberas del río Ganges. Por eso los hindúes se acercan hasta sus aguas:
para agradecer la benevolencia de aquel dios y purificar allí sus cuerpos.
Has asistido
a uno de los cientos de rezos al sol, el fuego y el universo todo, que se
celebran a diario en Dashashwamedh Ghat. Algo ha nacido. Tal vez un hombre.
Decides
abandonar la ya saturada escalinata y emprendes un paseo a lo largo de la
ribera, pasando de uno a otro ghat y asistiendo en cada uno de ellos a un
espectáculo diferente.
En Assi
Ghat se agrupan, en pequeños racimos, como temiendo desprenderse de la raíz de
la vida, numerosos turistas que, como tú momentos antes, recién nacen a la
ceremonia de la vida. Allende sus gradas se acumulan los más populares
hostales, aquellos en que acaban las víctimas de los touroperadores que, en no
pocos casos, pasan a ser víctimas también, al caer la tarde, de los pícaros y
carteristas que pululan por Benarés. Que la religiosidad no libra del hambre, y
cada cual se busca la vida como mejor puede. También, entre los grupos de
incautos viajeros, un nutrido conjunto de músicos, ricamente ataviados, afinan
los instrumentos a los que arrancarán voluptuosa fanfarria en honor a Shiva.
Festividad del recién nacido, sorpresa de las resonancias y pigmentos
primigenios… los mismos que atisbamos durante el alumbramiento.
Hasta
Mana-Mandir Ghat se llegan numerosos jóvenes cuya testa, hábilmente rapada,
recoge los destellos con que el sol ensaya cubismos sobre las aguas del Ganges.
Este radical corte de cabello simboliza el abandono de las impurezas que
pudiese haber acarreado cualquier vida pasada. Recorren ya este mundo con la
inocencia propia de todo chaval, y disponen los utensilios de una nueva ofrenda
a Shiva, que les tomará del único mechón de cabello que aún atesoran para
conducirles por el camino correcto. Un buen puñado de adultos con idéntico
aspecto les acompaña escalinatas abajo. Posiblemente fieles del movimiento Hare
Krishna, el único que mantiene como obligatorio, incluso en la edad adulta, tan
peculiar corte de pelo. Contemplarlos concentrados en sus abluciones es lo más
cercano a ver saltar los niños en un parque infantil de cualquier urbe
occidental.
Brahma Ghat
es el lugar reservado a los estudiantes de una de las más afamadas escuelas
espirituales de la India. Ignoro –y seguiré haciéndolo– a cuál de los millares
de creencias hindúes pertenece dicha escuela. Pero acerca de su renombre ya se
cansarían de insistirme los simpáticos camareros de un restaurante cercano, un
par de días después. Los brazos muriendo hacia el cielo, la mirada coloreando
vacíos. Pareciera que repasan las lecciones que les servirán para pasar con
nota la incomprensible asignatura de la vida. Caminan hacia el río como lo
haría una estatua. A su orilla, se postran. Y su esqueleto parece querer jugar
a los títeres. Eres consciente de que estás comenzando a olvidar la noción de
lo espacio-temporal. Te recuperas pensando que, al fin y al cabo, sólo son
estudiantes. Luego comprendes que tal vez son los únicos estudiantes a quienes
gusta el ir a clase.
En los
alrededores de Lalita Ghat abundan los hostales de cuestionable calidad. Pocos
son los turistas que se hospedan en ellos. Son alojamientos para muchas de las
populosas familias que llegan desde el interior del país, tras arduas jornadas
de viaje, con la intención de ofrecer sus preces a la Mama Ganga. En las
escalinatas, los trabajadores de los establecimientos hoteleros enjabonan las sábanas
que aún retienen, como fósiles sorprendidos, los perfiles de los huéspedes.
Frotan la ropa con detergentes de procedencia equívoca, arañando sus manos en
la caricia borrascosa de la piedra. Sumergen las prendas ya lavadas en las
aguas del Ganges, y luego las extienden sobre las escalinatas, donde acaban
conformando un fascinante carnaval cromático. Ningún otro ghat evidencia así
los esfuerzos de la edad adulta, los sinsabores del trabajo.
Continúas
caminando, pasando de uno a otro ghat, casi deseando que no se acabe nunca este
recorrido por las edades del hombre. Por algo será.
Sorprende
tu caminar la profusión decorativa de los templos que escoltan el cauce del río
y dan inicio a las escalinatas de los ghat. Observas a los devotos de cada una
de las innumerables preferencias religiosas que el hinduismo aporta a sus
fieles en dedicado rezo, mañanero ejercicio físico, e incluso haciéndose
afeitar la cabeza por barberos armados de mugriento cuchillo e inexistente
higiene. También contemplas a quienes rezan en estática postración, a los niños
que corretean tras los monos, a los turistas japoneses que ametrallan con sus
cámaras fotográficas (e incluso se atreven a desvestirse para, momentos
después, bañar sus cuerpos en el río, inconscientes de los múltiples parásitos
que pueden comenzar a habitar su interior desde ese momento para acompañarles
durante el resto de sus días), a los vendedores de flores y a los de plegarias,
a esas mujeres más ancianas que la vida que desnudan sus osamentas de clase de
anatomía antes de entrar en las aguas del Ganges para purificar los escasos
restos de carne que aún les pertenecen, a los hombres que se lavan unos a otros
con profusión de exclamaciones y sonrientes cachetadas, a los pintores que
buscan inspiración sentados en cualquier escalón, a los mendigos que permanecen
con la mano extendida mascullando arcaicas jaculatorias… Aunque recorrieses
durante más de cien años los más de cien ghats jamás llegarías a comprender
Benarés. Y ahí es donde reside parte de su magia: lo inaprehensible de esta
cultura ancestral que fluye por entre los escalones, paralela al fluir del
Ganges a su paso por la ciudad.
Durante el
camino has abandonado el disfraz de joven sorprendido por el espectáculo de la
espiritualidad para comenzar a vestir la indumentaria del maduro visitante. Sí,
has alcanzado la madurez en el instante en que has desechado la magia para
comenzar a cuestionarte los motivos primigenios de tanta miseria, tanta
suciedad, tanta pobreza, abandonadas a la sombra espectacular del rito y la
superstición. Como hombre maduro que ya eres intentas comprender, analizar,
resumir y…, como cualquiera que lo hace, cuestionas lo que no alcanzas a
discernir. Tal vez finalices simplificando todo lo observado, diciéndote que
sólo se trata de que el ciclo de la vida, aquí, en Benarés, oculta sus miserias
bajo distintos ropajes.
Hasta que
llegas a la escalinata del Manikarnika Ghat, donde los fieles de Vishnu acercan
los cuerpos ya sin vida de sus seres amados para depositarlos sobre una mínima
pila de madera a la que, tras añadir un buen chorro de gasolina y una breve
porción de bendiciones, prenden fuego los escuálidos empleados de la cremación.
Ser incinerado en el Ganges asegura a los fieles hindúes el fin del ciclo de
las reencarnaciones y, por tanto, el descanso eterno. Es por ello que se
acercan a cientos, cada día, para reducir a cenizas los cuerpos de los
familiares difuntos. Esas cenizas serán esparcidas después en la corriente.
Allí se mezclarán con el resto de fieles, los todavía vivos, que toman baños de
espíritu, légamo y enfermedad. No sólo las cenizas, también restos de cuerpo
humano flotan en el río sagrado, proporcionando alimento a las tortugas
mutantes de más de 30 kilos que sobreviven en sus aguas. Quien no tiene
posibilidades de sufragar una bien surtida pira funeraria ha de conformarse con
unos cuantos maderos que, por supuesto, no aseguran la cremación total. Los
restos del a medias calcinado, como las cenizas del definitivamente incinerado,
unen danza sin armonía al melancólico ritmo impuesto por las contaminadas
aguas.
Es entonces
cuando, sobrepasada ya la polifonía de colores, fulgores y sonidos imperantes
en los anteriores ghats, asumes que el que reza, el que se baña, el que medita,
el que ofrece sus plegarias a las aguas de la Mama Ganga, todos, finalizan en
un puñado de huesos con jirones de carne quemada. Nada más. Sientes un
escalofrío y casi deseas no haber nacido o, mejor, volver a nacer en la sucia y
ruidosa noche de tu mugriento hotel. Sí, tal vez lo mejor sea regresar al
hotel, tomar una ducha y coger el tren de regreso a Delhi, haciendo una parada,
quizás, en Agra, para sentirte plenamente vivo ante la contemplación del Taj
Mahal, por ejemplo. Cualquier cosa para evitar tomar consciencia de lo
peligroso que es disfrutar el espectáculo de la vida y su pariente más cercano:
la muerte.
Recuerdas
que llevas una cámara fotográfica colgada al hombro. En Makarnika Ghat está
prohibido tomar instantáneas. Respeto a los finados y sus deudos, velos de
intimidad circundando la exposición pública de las sagradas exequias. Es la
excusa perfecta para olvidarte de la cámara de fotos y emprender el camino de
regreso, partir de nuevo hacia el nacimiento de la vida. Tal vez, entonces,
puedas tomar alguna instantánea que sea torpe reflejo del espectáculo
circundante.
Pablo
Cerezal (Madrid, 1972) es escritor, articulista y fotógrafo. Se estrenó en el
panorama literario con su novela Los Cuadernos del Hafa (Ediciones Carena, 2012).
Escribe los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado. Ha participado en la antología de
poesía erótica Erosionados (Origami, 2013), y en El Descrédito. Viajes Literarios en torno a
Louis-Ferdinand Céline (Lupercalia, 2013), que rinde homenaje al controvertido autor
francés, así como en Vinalia Trippers. Colabora con La
Razón (Bolivia), El País (España), Red
Marruecos (Marruecos) y Esto no es una revista (Argentina).
En FronteraD ha publicado Pequeño inventario de literatura
yonqui. Drogas y literatura, un paseo personal y Perdiendo el norte en Corea del Sur.
Viaje al país de la eterna primavera. En Twitter: @pablo_cerezal
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De FRONTERA
D, 21/01/2016. Fotos de Pablo Cerezal