PABLO CEREZAL
Es una
película checa, o algo así, me dijo José. Al menos, a checo me sonó a mí el
nombre del director. Creo que José tenía tanto conocimiento como yo de la labor
cinematográfica de Krzysztof Kieslowski, pero quedaba bien proponer una
película suya, más cuando eras joven, no te gustaba el fútbol, y te hacías el
interesante declamando versos de Leopoldo María Panero o tarareando canciones
de Tom Waits. Luego descubrirías que Panero y Waits estaban de moda, como
Bukowski y Lou Reed, y que para epatar hubiese sido más conveniente mentar a
Cendrars y Arvo Pärt, por ejemplo… pero eso es otra historia.
El caso es
que acudimos a ver Azul sin ningún tipo de información al
respecto. Ni siquiera leímos el documentado folleto que, sobre la película, se
dispensaba en las taquillas de los cines Alphaville. Entramos a la sala en el
momento en que las luces se apagaban, y la imagen de un automóvil en
movimiento, hábilmente tomada desde una de sus ruedas posteriores, nos avisó de
que acabábamos de zambullirnos en un viaje sin retorno que no nos dejaría
indiferente.
El viaje
que Kieslowski regaló a los espectadores con esta delicada delicia cinematográfica,
y las otras dos, Tres colores: Blanco y Tres colores:
Rojo que completan la trilogía, es sin duda de los más fascinantes que
puedan emprenderse frente a la pantalla. Las tres películas, con sus títulos,
son metáfora de los colores de la bandera francesa y los conceptos que cada uno
ellos desea representar: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Una puesta al día de
los valores que forjaron el nacimiento de Europa, en ocasiones amarga, en otras
reveladora, siempre conmovedora.
Azul, por tanto, es un filme dedicado a
la libertad, ese término desvirtuado de tan manoseado por comerciantes,
políticos y demás ralea. Y Kieslowski dirige el quirúrgico foco de su
prodigiosa cámara hacia el corazón infartado de dolor de una mujer que ha
sufrido la muerte, en imprevisto accidente de tráfico, de su hija y su marido.
Es en la tragedia vital de esta mujer, Julie, y su posterior lucha por la
supervivencia, donde podremos comprender que la libertad nadie nos la regalará
si nosotros no luchamos por ella, y que para alcanzarla debemos desencadenarnos
de nuestro propio pasado y todo lo que en este habita. Aunque, como se advierte
en un momento del metraje, siempre hay que quedarse con algo. Y ese
algo bien puede ser una lámpara de cuentas azules.
Kieslowski,
partiendo de un planteamiento tan demoledor y abrupto, logra el milagro de
emocionarnos e inundar con una marejada de esperanza el patio de butacas. Así
lo sentí yo, aquel día, anonadado ante tanta belleza.
Belleza (y
subsiguiente e inevitable enamoramiento inmediato) en el rostro de Juliette
Binoche, protagonista absoluta que devora los minutos con la mirada más
expresiva que uno recuerda haber contemplado en pantalla. ¿Cómo pueden contener
tanta delicadeza unas pupilas que reflejan abismos de cicatriz y vacíos de
espanto?
Belleza en
cada uno de los delicados planos que nos regala el cineasta, en una puesta en
escena prodigiosa y milimétrica que deberían estudiar todos aquellos que aspiren
a realizar un cine que no sea producto de consumo urgente.
Belleza en
la fotografía magistral de Slawomir Idziak, que logra transformar cada plano en
un fresco de inacabables matices en que desearíamos quedarnos a vivir por
siempre. El tratamiento de preponderancia que se aplica al color azul no
resulta en ningún momento cargante sino, al contrario: sutil, exacto.
Belleza en
la banda sonora de Zbigniew Preisner, ese titán de lo sinfónico que somete
nuestros sentidos tanto en los sonidos como en los silencios. El Concierto
para Europa que dejó inacabado el marido de Julie figura ya entre las
más sublimes partituras de los tiempos modernos.
Belleza y
lirismo exacerbado en cada uno de los símbolos que se suceden ante la mirada
arrebatada del espectador. Azul es, sin duda, una de las
películas que mayor número de metáforas contiene en sus imágenes. Pura poesía.
Pero de la que merece ese nombre, de esa que te transporta, conmoviendo tus
sentidos, a estados emocionales irrepetibles.
Azul, ya digo, es pura Belleza. Y es,
además, una película inagotable (que no inabarcable). Por supuesto es, también,
metáfora perfecta de esa libertad que, supuestamente, utilizaron las naciones
europeas como andamio para erigir este turbio continente que hoy es hogar para
los reptiles y frontera para los olvidados, los desposeídos. Si los gobernantes
de este continente hubiesen visto Azul, tal vez disfrutaríamos un
presente más benévolo, sus habitantes. Y, pensándolo bien, ahora, aunque
proclamando que amo esta película no pueda epatar ya ante nadie, comprendo
que Azul está más cerca de Cendrars y Arvo Pärt que de Panero
y Tom Waits.
Regreso a
aquel día, en los Alphaville. Recién salidos del cine, José y yo caminamos sin
rumbo fijo. Hicieron falta unos murmullos de coloquio flotando sobre la espuma
de las cervezas de un bar cercano para que comenzásemos a intentar explicarnos,
el uno al otro, las sensaciones que nos había provocado aquella película que no
era checa, no. Kieslowski era polaco. Priesner, su fiel escudero, también. Esta
vez sí devoramos el folleto que, acerca de la película, regalaba la sala
madrileña. Y después, cómo no, devoramos toda la filmografía de aquel maestro
del cine: El decálogo, por supuesto, y La Doble Vida de
Verónica. Años después, según se iban estrenando, Blanco y Rojo,
que enmarcaban en perfección una trilogía inolvidable, una verdadera obra
maestra del séptimo arte.
Por mi
parte –obvio- devoré también toda la filmografía de Juliette Binoche. Por mucho
que haya podido llegar a aprender de las enseñanzas, respecto a la Libertad,
que me son reveladas con cada nuevo visionado de la cinta, he asumido que siempre
hay que quedarse con algo. Por eso, imagino, sigo enamorado de la
Binoche…
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De
VISLUMBRES DE EL DORADO, blog del autor, 09/03/2021
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