JOSÉ CRESPO ARTEAGA
La ruta de
asfalto es engullida por peñones allá donde llega la vista. El viento corta
toda apariencia de quietud que pareciera envolver a las casuchas desperdigadas
en ese rastro de civilización. De ese campamento sin almas un camino serpentea
hacia el oeste. Cuando el cuerpo trepa a los cuatro mil metros o más hay una
doble sensación de vacío: el estómago que parece desprenderse y el horror vertiginoso
de los precipicios. Querer alcanzar el cielo puede ser desasosegante para los
primeros viajeros.
Donde muere
la meseta de Pongo, nacen las montañas de Kalistía. Cada trecho, enormes torres
eléctricas se pierden entre cañadones profundos y picos empinados que hace
pensar que sólo gigantes las pudieron haber levantado. La estampa monótona de
ocres contrastes que caracteriza al altiplano se corta en seco al atravesar una
curva del camino. Pinceladas rojizas lo inundan todo, desde el polvo que persigue
y se pega en las ruedas hasta las megalíticas cuevas naturales, entre cuyos
manantiales de agua goteante brotan insólitos helechos.
Paisaje de otros mundos, de montañas bermejas y pálidos atardeceres que semejan nunca terminar. La noche es negra allí de intenso basalto, como si no hubiera mañana. Tal cual el espinazo de una bestia prehistórica, un reguero de rocas inmensas se incrusta entre hondonadas y laderas. Moldeadas por tempestades, por el fiero látigo del viento, o por puños ensangrentados de criaturas míticas, sus paredes horadadas son el refugio de llamas que pastan en las cercanías y entre sus oquedades dormitan escurridizas vizcachas. No hay cóndores que se enseñoreen sobre esos aires tan enrarecidos.
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De EL PERRO
ROJO, blog del autor, 11/2017
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