PABLO CEREZAL
«Los seres
humanos compartimos los mismos problemas comunes. Una película solo puede ser
entendida si disecciona esto correctamente». La frase pertenece a Akira
Kurosawa, y en ella explica su peculiar capacidad para realizar películas de
alcance global sin renegar de su cultura japonesa natal. Nacido en
Tokio en 1910, el cineasta fue el séptimo hijo de una de las familias
acomodadas de la ciudad.
Kurosawa no
se dirigió inmediatamente al cine, un arte que en el momento de su nacimiento
aún estaba en pañales. De hecho, mostró sus primeras actividades
creativas en el ámbito de la pintura, si bien pronto abandonó esta
disciplina por no considerarse lo suficientemente hábil. Cuando el cine
occidental entró en Japón, sin embargo, al joven Kurosawa le fascinó
rápidamente: pronto lo convertiría en su vocación. Tras varios años de
aprendizaje, su debut como realizador llegaría en 1943 con La leyenda
del gran judo. No obstante, ni esta ni sus seis cintas posteriores
cubrirían las expectativas de Kurosawa. La Segunda Guerra Mundial, además,
desvirtuaría su manera de entender el cine, ya que las autoridades supervisaban
el guion y cada uno de los fotogramas: su estilo, considerado demasiado
occidental, tuvo que ser suavizado en aras de una visión orientalizante cargada
de soflamas nacionalistas.
Aún así, Kurosawa
amaba el cine de Hollywood, y lo hacía con especial pasión respecto a la obra
de John Ford. También se apasionaba por la vertiente occidental de otras
disciplinas artísticas como la literatura, que tuvo un gran peso en su obra
posterior. De hecho, Shakespeare y Dostoyevski le servirían de clara
inspiración dentro de su obra cinematográfica.
Una vez
finalizada la guerra, el cineasta pronto comenzó a realizar películas capaces
de retratar los conflictos sociales e históricos de su país; en el fondo, sin
embargo, aquellas películas le servían como excusa para reelaborar
géneros cinematográficos tan poco orientales como el western.
Es el caso, por ejemplo, de Los siete samuráis, que gustaría tanto
a los productores de Hollywood que terminarían creando su propia adaptación
estadounidense con Los siete magníficos. No sería la única:
algo similar ocurriría con Yojimbo y Por un puñado de
dólares.
El
verdadero hito de su nueva etapa como director, sin embargo, lo alcanzaría
con Rashomon, la obra maestra de su cine en blanco y negro. La
película se hizo con el León de Oro en una edición del
Festival de Venecia que, además, la historia recordaría como absolutamente
inolvidable: Un tranvía llamado deseo, El gran carnaval o El
río fueron solo algunas de sus memorables contrincantes. Kurosawa
obtuvo con ella el Oscar a la mejor película extranjera, abriendo
las puertas de los festivales internacionales no solo a su cine sino al de
otros realizadores japoneses.
Con un
estilo asimilable para el público occidental, Kurosawa exponía las costumbres y
tradiciones niponas desplegando, de paso, una serie de recursos
cinematográficos totalmente novedosos. La estructura narrativa de aquella
película, en que se cuenta el mismo suceso desde distintos puntos de vista, ha
pasado a la historia con el nombre de «efecto Rashomon». Así,
muchos de los que vieron Reservoir Dogs en su estreno se
sorprendieron por una forma de narrar que, no obstante, había inaugurado el
cineasta japonés casi medio siglo antes.
Kurosawa
continuaría siempre adaptando la idiosincrasia nipona a una manera occidental
de hacer cine. Sus películas incorporaban innovadoras técnicas de filmación y
un exquisito sentido estético cuyo origen bien podría situarse en su temprano
aprendizaje pictórico.
Sería a los
60 años de edad cuando sufriría el primer fracaso de taquilla con su
película Dodeskaden, estrenada en 1970. No fue algo baladí: el
fracaso le sumió en una depresión tan profunda que le llevaría a
intentar suicidarse, propinándose más de 30 cortes en las venas. Aunque fue
salvado a tiempo, su salud emocional no se vería restituida hasta que filmó
otra de sus obras maestras, Dersu Uzala, en 1975: una historia de
amistad entre un militar ruso y un solitario cazador de la taiga siberiana. La
obra, un auténtico poema visual de sobrecogedora belleza, le valió el segundo
Oscar de su carrera.
Una década
después, Kurosawa volvió a sorprender a público y crítica con Ran,
que compilaba todas las virtudes de su cine anterior. En este caso,
el nipón adaptó libremente El rey Lear, de Shakespeare, ubicando la
narración en el Japón medieval del siglo XVI. La aplastante belleza plástica de
la película, así como su épica e inolvidable puesta en escena, convirtieron
pronto a Ran en una de las cimas del arte cinematográfico
global.
Incansable,
con 85 años de edad firmó su última obra maestra, a la par que su película más
personal y experimental: se trata de Sueños, un ejercicio
vanguardista que muchos consideran entre las obras más visualmente
fascinantes de la historia del cine. Con ella, Kurosawa emocionó al público
occidental con este metafórico relato de su propia historia y la de los cambios
experimentados por su país natal a lo largo de la misma.
En una
ocasión, cuando se le preguntó por el sentido de alguna de las escenas que
había rodado, Kurosawa respondió que «todo lo que quiero decir está en
la propia película. Si lo que he dicho en mi película es veraz, alguien lo
entenderá». Palabras de quien probablemente fuera el único director capaz de
acercar, con tanto arte y belleza, al mundo occidental y oriental.
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De ETHIC,
14/06/2022