Thursday, November 16, 2023

Scarlet Rivera: El violín del huracán


JULIA ROIG

 

Un sinfín de historias y leyendas hablan sobre el significado o el poder del cruce de caminos. El no-lugar, que decía Marc Augedonde los ciudadanos se convierten en meros elementos de conjuntos que se forman y deshacen al azar. En las encrucijadas se enterraba a los suicidas en la Edad Media, se llevaban a cabo ejecuciones y en muchas culturas el cruce de caminos servía para invocar a los ancestros y espíritus, realizar ofrendas, rituales mágicos, de purificación e incluso, canjes a lo Robert Johnson con el mismísimo diablo.

Algo más prosaico pero no menos poético, es el cruce de caminos que en ocasiones une a dos personas. O tres. O dieciocho. Y esos encuentros también pueden resultar una ofrenda para nuestros sentidos, un punto de encuentro entre lo terrenal y lo divino.

Un 5 de junio de 1975, una joven de 25 años llamada Donna Shea caminaba con el estuche de su violín al hombro por la 13th Street del Lower East Side, de Nueva York. La historia no habla de a dónde se dirigía ni de dónde venía porque a veces todo ese envoltorio de detalles queda reducido a la nada, sobre todo cuando una limusina de un color verde horrible se cruza en tu camino. Esa joven nacida en Chicago en 1950, de orígenes irlandeses y sicilianos, que soñaba con viajar a Europa del Este, amaneció un jueves cualquiera sin poder imaginar jamás que acabaría subiendo a un coche desconocido para ir a un local de ensayo en el que pasaría la tarde, escuchando tocar y tocaría ante Muddy Waters, entre otros, grabaría ese verano un álbum, Desire, y saldría embarcada prácticamente en una gira que duraría seis meses. El nombre artístico de la violinista es Scarlet Rivera y el del brujo con el que se cruzó y cambió su vida haciéndola subir al coche, Bob Dylan.

Tres meses después, el escritor y dramaturgo Sam Shepard, encontraba una pequeña nota de color verde sobre la mesa de su cocina con un número de teléfono. Bob Dylan quería que le acompañara en su gira para escribir el guion o cuaderno de bitácora de la misma, con la idea de que todo desembocara en una película. Shepard tenía mil planes en mente en su nuevo rancho. ¿Qué pensaba Dylan? ¿Que con un chasquido de dedos iba a dejarlo todo? Sí, de nuevo, el brujo, el bardo de Minnesota, abducía al escritor más cool del momento y lo unía a esa troupe rocanrolera y circense que haría historia recorriendo EEUU y Canadá en 57 recitales que venían a retumbar el mundo, a imagen y semejanza de los indios Hopi, con su legendaria danza de la serpiente y como mensajeros de este mundo lanzarían su plegaría al más allá. La gira del trueno que retumba había cobrado vida.

Dylan y Shepard no se habían encontrado nunca antes, al menos siendo conscientes de ello. En la misma época en la que el Wizard grababa el épico disco The times are changing en los míticos Columbia Studios de Nueva York (lugar que alumbró las grabaciones del Kind of blue de Miles Davis, The Wall de Pink Floyd o el New York New York de Frank Sinatra entre otros muchos), tan sólo a unas calles de allí, en pleno corazón del Greenwich Village, un joven Shepard trabajaba de busboy, lo que vendría a ser ayudante de camarero en uno de los garitos más emblemáticos, el Village Gate. La mayor parte de los feligreses que acudían a expiar sus pecados a golpe de voz o mediante el exorcismo de los instrumentos musicales en el famoso estudio de grabación, también conocido como The Church, ya que eso fue, una iglesia desde 1875, en 1948 reconvertida -eriza por dentro imaginar la acústica y la sensación que debía embriagar cada grabación- tocaban después en vivo, al caer la noche, en el Village Gate. Ambos lugares gozaban de mágicas propiedades acústicas, damos fe de ello.

Los tres, Rivera, Shepard y Dylan gastaron sus suelas, sus manos, sus días y noches en busca de sus sueños, en el mismo entramado de calles antes o después o al mismo tiempo. De hecho los tres procedían de ciudades muy cercanas, Rivera y Shepard de Illinois, a orillas del Lago Michigan, y el bardo Dylan de un poco más arriba, Duluth, a orillas del Lago Superior. En esa rayuela del destino se fueron moviendo siempre cerca.

La reunión urgente y salvaje de 18 músicos quedó maravillosamente retratada de la mano de Shepard en un épico libro que probablemente nada tenía que ver con la idea original de lo que debía ser. Algo nos dice que Dylan quería hacer su propia película, inspiradísima en Les enfants du paradis (1945), ya que verle con esa máscara blanca y ese sombrero de ala ancha repleto de flores es ver al gran mimo y actor Jean-Louis Barrault en la misma. Así, como dijo Oscar Wilde «el hombre no es él mismo cuando habla en su propia persona. Dale una máscara y te dirá la verdad», así hizo el hoodoo man, con su banda improvisada y cambiante, sin apenas ensayos, conciertos en pequeños aforos, sembrando el hechizo en ciudades ignoradas en las grandes giras, con actuaciones de casi cuatro horas por sólo siete dólares y medio, más bien una ruina en lo económico, pero para ser historia hay que hacer historia.

Allí, en ese cruce de caminos, fortuito o premeditado, con un elenco de músicos inaudito e inspiradísimo, embriagados todos con el violín que lloraba y reía, los temas sonaron con una energía hechizante, la mirada de Dylan electrizaba y sometía, hay algo hipnótico en cada grabación que nos ha llegado. Para la historia, las cuerdas de Scarlet en el «Yo acuso» musical más efectivo y emotivo que se recuerde, el «Hurricane», nos sigue maravillando, sonó con una fuerza distinta lo envolvió todo de un fuego místico porque allí estaba «la misteriosa dama oscura del violín, con sus sortilegios, su espada y su serpiente», tal y como la describió Shepard. Y como suele pasar en el no-lugar, los elementos de conjuntos que se forman y deshacen al azar, el de Minnesota no volvió a contar con Scarlet, según dicen eso suele pasar con los genios. O con los trucos de magia en los circos. O en los cruces de caminos.

Pero el violín del Huracán nos sigue y seguirá hechizando.

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De MUZIKALIA, 16/11/2023

 

Escapismos


DANIEL MOCHER

 

Hay una inclinación natural a la desaparición desde hace muchos años, al escapismo, a las bombas de humo, tal vez la tendencia sea intrínseca, como un hilo que forma parte esencial de esta madeja inextricable que soy, de este atadillo de enigmas y pasiones que anda (con sobrepeso) y cuenta sílabas (fatigándose). Hubo un tiempo de tribus y ninguna era la mía. Eso deja huella, cicatrices, callo en la fractura, psicología y perspicacia. A la fuerza ahorcan. Descreo desde entonces de toda estructura piramidal, me incomodan las multitudes, la arenga y su escabeche, me espantan las sectas, las peñas, los partidos. Voy o trato de ir por otras veredas menos transitadas, con más aire. La ausencia, el desapego, la disolución del ego, ser como un gran Buda de bronce que pude ver en Nara, en el templo Tōdai-ji, monolítico y etéreo, estar y no estar o viceversa, no sé, ir cruzando el cielo con aquella bandada de grullas, gris en lo gris, que vi sobre mi cabeza en una gasolinera navarra, los atardeceres impagables de la Albufera de Valencia contemplados desde su embarcadero, prestar atención a lo desatendido, guardar silencio y dejar que el mundo hable en mí, para mí, por mí y por todos mis compañeros, con sencillez y hondura, que esa es la verdadera esencia del quedar callado, enmudecido, para que lo otro se diga mejor por nuestros cauces finalmente silenciosos y entregados, tácitos, por entero disponibles.

En estos días movedizos igual se inauguran museos de arte contemporáneo que se lanzan misiles, así de contradictorios somos. El hombre es mosca cojonera para el hombre. Un mismo ser humano es capaz de lo mejor y lo peor, del machete y la caricia, lo sabemos por experiencia. Odiosos y adorables en alternancia impetuosa mientras dure la vida o el vigor. Por eso, todavía, la esperanza o el Apocalipsis, depende del día o del humor, todo es posible. La política hiede a estiércol, cada día una guerra nueva y la amenaza constante, creciente, de una tercera guerra mundial, la economía de los ciudadanos de a pie acusa el efecto mariposa gravemente y las familias cada vez se distancian más, cada uno por su lado con sus claves bancarias, su wifi y sus ilusiones, como islas flotantes a la deriva de un desamor que suele resultar estúpido, torpe y ridículo. Tristes hundimientos. Todas las direcciones son contrarias cuando no contamos con el prójimo y su equipaje. Distopías cruzando nuestras noches en vela como fuegos artificiales sobre la bahía.

No siempre es posible quedarse entre los demás, hay que reservar momentos para estar con nadie, o sea, con lo más cierto de uno mismo. Me escoro y me alejo un poco, que uno aprende a esquivar los golpes a golpes. Las ves venir cuando, por desgracia, no has visto venir muchas otras parecidas que hicieron daño irreparable en la línea de flotación y en el currículum. No huyo de la realidad y su aspereza, no evito su contacto ni el de sus gentes, pero me es preciso como el respirar, cada vez con mayor frecuencia, el irme por las ramas o por peteneras, pensar en las musarañas y no salir en la foto. Por un rato hacer apología de lo inútil y lo improductivo, hacer un nucciordine en toda regla, y que viva el dolce far niente, la hora del vermú, la siesta con pijama y orinal, el ir por libre, el loco del pueblo también, la mente en blanco. Simpatía por Robert Walser, Thoreau, la vida retirada de Fray Luis de León, la casa emboscada de Christian Bobin muy cerca de Saint Fermin, las certeras soledades al óleo de Edward Hopper. Simeón el Estilita, hazme un sitio que voy corriendo, en el desierto cabemos todos. None but the lonely heart de Tchaikovsky, only the lonely (know the way i feel) que cantaba Roy Orbison tras las grandes gafas oscuras de su timidez.

 

Hoy seremos Oimiakón en el frío siberiano, La Rinconada andina, Rapa Nui, la recóndita isla de Tristán de Acuña, el archipiélago Juan Fernández en donde estuvo Miguel Sánchez-Ostiz siguiendo los pasos novelescos de Alexander Selkirk, dejadme en el centro exacto de la puszta húngara, hoy toca perderme sin retorno por los Apalaches o por la estepa infinita de Mongolia, permitídmelo, que mañana volveré a ser pachinko en Shinjuku, mercado de las especias en Nueva Delhi, rascacielos desmedido en Shanghái, vendedor de café en el gran bazar cairota de Jan el-Jalili, seré todos nosotros, con todo nuestro vértigo, un atasco interminable en la pinche hora pico de la Ciudad de México.

 

Imagen: Houdini.

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De LOS PROPIOS PASOS, blog del autor

Saturday, November 11, 2023

'Diario de Corea': la gran fiesta erótica literaria de Pablo Cerezal


JESÚS FERNÁNDEZ ÚBEDA

 

Una de las grandes virtudes que, como escritor, tiene Pablo Cerezal (Madrid, 1972) es su desparrame literario, su tremenda –y acertada– capacidad de desbordar géneros. Su última obra, Diario de Corea (Versátiles Editorial), es buena prueba de ello. ¿Es un dietario, una novela lírica, un poemario encubierto? Sí pero no, no pero sí, a saber. Y en ese "a saber", en esa anarquía ordenada y excesiva, se manifiesta el embrujo de su prosa.

El argumento de Diario de Corea es simple: un tipo narra su enamoramiento, sus fantasías eróticas y sus polvos salvajes con una chica que "no es coreana, ni del sur ni, por supuesto, del norte. Ni siquiera es asiática". El qué no da para muchoy da igual, porque el cómo es fabuloso. Cerezal, dándole la vuelta al efecto Magdalena de Proust, empieza a narrar sus andanzas con su amante cuando se le cae un diente de leche que aún permanecía anclado en su dentadura. "Ahora que lo miro –escribe–, comprendo que ya estoy más cerca del cementerio que del paritorio, y que lo que me queda por vivir ya es un morir lento y despacioso".

El autor escribe bajo la influencia o, cuando menos, tiene dejes de Francisco Umbral y de Henry Miller. Aléjense del libro quienes pretendan encontrarse con un primo pobre de Cincuenta sombras de Grey. En Diario de Corea hay mucho sexo, pero mucho sexo bien contado, con elegancia, finura y, por supuesto, sin beatería. Cerezal ejecuta un lirismo exuberante, salpicado de sentencias que pasarían por versos –"Siempre es primavera en ti, amor, aunque suene a propaganda de grandes almacenes"–, pero sabe detenerse en el momento justo para no caer en el manierismo.

Además, bien a través de sus ojos, o de los "ojos adultos" de Corea, "mujer de mirada niña que ha perdido sus pupilas entre cambalaches y cachivaches", Cerezal traza la geografía de un Madrid que "se pretende moderno ignorando que lo moderno solo es saber poner al día lo antiguo", o en el que, en sus vagones, "hace turismo sin saldo un rebaño proletario de pupilas con pantalla táctil que rehúyen el contacto"; en la segunda parte de la obra, el autor pasea al lector por las bibliotecas borgianas o las plantaciones de té de Corea del Sur. Si ha estado o no allí, da igual.

Así, en Diario de Corea, Pablo Cerezal ofrece un chupito de aguardiente literario, puro e independiente, y concentrado, quemante y placentero, en el que sigue manifestando, sin quererlo o, al menos, sin ínfulas, su apuesta temeraria por la despiadada y agradecida explotación, en el mejor de los sentidos, de la lengua maravillosa que se margina y/o maltrata en Canet de Mar o en el Premio Espasa de Poesía.

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De LIBERTAD DIGITAL, 24/12/2021

Friday, November 10, 2023

Jodasievich, Necrópolis


LAURA ESTRIN

 

“Soy un historiador, no un crítico” (Gersenzon citado por Jodasievich)

Sigo con los libros que encantan, con los que les interesan solo a los que les interesan. Quiero decir, tomados por algunos autores, solo queremos seguir leyéndolos y ahí están entonces estos retratos, genialidad de la forma. Voy desdeñando la ficción a pasos grandes, prefiero estos libros de una sinceridad irremediable –como dijo Néstor Sánchez. O como precisó el Diario de Gombrowicz, para el escritor exiliado que vive en una sociedad restringida, asegura que «lo más indicado es una sinceridad áspera».

Con prólogo de Berbérova estos retratos de Jodasievich. Y puedo abrir y cerrar un paso por la literatura rusa entre El subrayado es mío de ella, su mujer, y Necrópolis. Ella cuenta que al irse de Rusia Jodasiévich afirmaba: “Lo más importante: es absolutamente indispensable sentirse ´emigrados´ al pie de la letra, y no personas que al azar ha llevado desde Jamovniki (barrio de Moscú) hasta París. La literatura no puede sobrevivir en los hospicios ni en los asilos para niños abandonados”. Era una época de semi-emigrados, anota él luego.

También puede tirarse una cuerda tensa, como pensó Shklovski para uno de sus libros, entre los perfectos retratos de Tsvietáieva y éstos. Ambos habían sentido muy profundamente que adentro de Rusia era imposible y afuera inútil. Fueron tan diferentes pero tan enloquecedoramente obsesivos ambos, tan atornillados a nosotros luego de leerlos. Libros sin retorno: o escribir como Gógol o dejar de hacerlo, así pensaban ellos. Quizá porque como Jodasiévich en su primer recuerdo señala justo: “Puede parecer raro a primera vista, pero, en principio era normal en ese período y en ese ambiente que el ´don de escribir´ y el ´don de vivir´ fuesen valorados casi del mismo modo.” Incluso se valoraba solo el talento para vivir, lo más difícil, agrega, ya sabemos que escribir, escribe cualquiera.

Digo que Necrópolis es un libro insistente de la vida, para empezar a hablar de amor hay que ir a los cementerios –dice Babel. Y Jodasievich en estas memorias anota: “Las huellas que dejó en la vida, al igual que las que dejó en la literatura, no son profundas. Pero antes de morir, con esa ironía que raramente lo abandonaba, me dijo: ´Recuérdalo: sin embargo existí” (“Muni”). 

Jodasievich no cierra sus retratos, no los acomoda, no son solo de escritores, son solo de gente que él tuvo cerca en los años terribles de la Rusia del 900: “Muni y yo vivíamos en un mundo abstruso y complejo que ahora me resulta difícil de describir tal como entonces lo percibíamos… Vivíamos por consiguiente en dos mundos… En una carta en verso de 1909 Muni me escribía con letra clara: ´la poesía no salvará a Rusia,/ Difícilmente Rusia salve a la poesía’”. Jodasievich escribe: “la Revolución nos desalojara a todos y a todo definitivamente” cuando Gumiliev altivo con su misma porte afirmaba: “nada ha sucedido. ¿La Revolución? Nada sé de ella”. El escritor puede vivir un tiempo en su propio aire.

  

En el tijereteante retrato de Esenin, Jodasievich afirma: “El año 1917 nos aturdió. Habíamos olvidado que no siempre la revolución viene de abajo, que a veces puede venir de muy arriba”: Esenin, siguiendo a Kliuev, se orientaba hacia donde había que hacerlo, eso Jodasievich marca fuerte. Y es en el único medallón en que analiza poemas y escribe: “No juguemos con las palabras” y hablando de los bolcheviques: “estaban dispuestos a desprenderse de la última camisa y a perder el alma por amor al prójimo. Y a fusilar a ese mismo prójimo si ´lo hubiese ordenado la Revolución´. Todos escribían poemas y todos estaban en contacto directo con la Cheka. Uno de esos seráficos rubiecitos se hizo más tarde de un nombre en los campos de fusilamiento. Pienso que Esenin los frecuentaba debido a su curiosidad sin escrúpulos y a su gusto por las cosas extremas, fueren cuales fueren.” Esenin después vio que no se iba hacia ningún socialismo y lo escribió: “No soy un delincuente, no robé nada,/ no fusilé desgraciados en la prisión./ No tengo amigos entre la gente,/soy súbdito de otro reino”. Creo que por uno de estos versos Mandelstam lo perdonó.

Y así el libro retrata gente que se quedó sola, que se murió, gente que mataron, gente que armó una enorme necrópolis. Jodasievich dice clarito lo que piensa y vio de ellos, “Era antisemita” – anota de Briusov. Pero no inventa nada, Briusov mismo había dicho: “los polacos son de lejos antisemitas mucho más coherentes que yo”.

Jodasievich en varios de sus retratos aclara casi dialogal: “Estas son memorias, no un artículo crítico” y en el recuerdo de Sologub, otra vez: “No estoy escribiendo un ensayo crítico, pero tampoco quiero hacer afirmaciones gratuitas”. Los autores son los que se permiten escribir lo que quieren. Así Necrópolis muestra el devaneo comunista de Briusov: “Mientras se escribía sobre la metamorfosis de Briusov, de ´esteta´ a poeta ´comprometido´, él, en el techo de su casa, aprendía a tirar con el revólver, ´por si los huelguistas vienen a robar´”. Briusov no tardó en decir que la revolución era el gobierno de los judíos. Jodasievich afirma sin vueltas: en el 18 comienza el terror y Briusov había denunciado al propio Jodasievich.

  

Jodasievich era poeta pero dejó de escribir poesía. Jodasievich era muy duro, un gran pesimista, estas memorias de sus contemporáneos son como frases que él se dice a sí mismo. No parecen esperar un lector, Jodasievich está seguro de lo que dice, no espera que lo confirmen. Inesperadamente el retrato de Esenin deja al provinciano muy abajo y en el de Gorki éste queda bastante arriba. No tiene problemas en afirmar que el genio de Biely se malogró y que los Simbolistas, y también los Acmeístas, jugaron a las palabras “estropeando los significados –y estropeando las vidas”.

Jodasievich varias veces aclarará: “Por distintos motivos, hoy no puedo contar todo lo que sé y pienso sobre Biely… Este deseo me obliga a ser honesto al máximo. Considero un difícil deber el eliminar de la narración la hipocresía de las ideas y el miedo a las palabras… La verdad no puede ser mezquina, baja…” Así afirmará que solo Petersburgo tiene una instancia filosófica, política, sus demás obras son siempre autobiográficas. Llamativamente es la que más se conoce, de la que más se habla, de la no autobiográfica… Lo histórico-político es seriocorrecto, objetivo, la vida mancha y la crítica quiere siempre hablar de otra cosa. Y la vida de Biely era una laceración, como él mismo la definió, frente al recuerdo de Muni, para quien la vida era un ´ligero estorbo´, como ´el incidente´ de Maiakovski o la astilla de otros autores. Quizá al bosque no habría que haberlo talado, reflexiona Jodasievich, y las astillas no habrían saltado -supone triste.

Jodasievich, de quien hemos leído poco y solo sabemos por Berbérova, por Tsvietáieva, es un poeta directo, esos que no explican: Chestov decía que aquellos “no son más que ´fastidiosos consoladores´ que no saben ni siquiera lo que dicen” y agrega: “El que es libre no solo no busca explicación, sino que como una intuición infalible adivina que la simple posibilidad de una explicación es el mayor peligro que amenaza su libertad”.

Me parece que estos libros gustan solo a los que algo conocen ya de lo que ellos tratan. Es como ver fotos de las vacaciones de otros, de los recuerdos de otros. Es como no pedirle al pescador que recorra su espinel pedirnos que no querramos andar por donde hemos andado. Éstos son retratos que cuentan lo que no hay que contar, de Biely leemos en Necrópolis: “Se lamentaba conmigo: ´Pasternak me aburre´. Supongo que a Pasternak le decía: ´Jodasievich me aburre´”. Digamos, un libro contundente, y podemos silabear como hacía Tsvietáieva para acentuar el término. Y “Muni”, en el retrato, es presentado así: “En sus juicios literarios era en extremo severo, despreciaba casi sin vueltas todo lo que no fuese absolutamente genial; tenía la desgracia de ser muy sincero”. Este libro incluso señala un inoportuno Blok muriéndose ya mientras pronuncia su conocido discurso a Pushkin, mientras articula: “los funcionarios son nuestra plebe, la plebe de ayer y de hoy” y luego Jodasievich define: “El autor de Los doce confiaba a la sociedad y a la literatura rusa el deber de custodiar la extrema herencia pushkiniana: la libertad, aunque fuese secreta” y allí la enorme afirmación del Blok de Berbérova: Blok murió por falta de aire. Jodasievich dirá siempre más rocoso, que Blok ya no podía vivir, que “murió de muerte”.

Jodasievich es un hombre áspero pero el retrato más entrañable es el de Gersenzon: “la bondad no opacaba su vivacidad, no debilitaba su ánimo… Cada tanto gritaba: ´¡hablen francamente, francamente´!… intolerante a la estupidez, a la hipocresía, al doctrinarismo –cosas que en verdad lo ofendían-, sin embargo jamás se fastidiaba cuando la ofensa era personal”. Y Jodasievich dirá. “Su crítica era siempre benévola –y despiadada-. Expresaba sus opiniones con una brutal franqueza”. ¡A Gersenzon, eso consta en el  documento que Necrópolis cita, lo dejaron morir los de la CEKUBU (Comisión Central para el Mejoramiento de las Condiciones de vida de los Académicos)!.

Ehrenburg en sus memorias escribe que “Jodasievich hablaba de todo el mundo con tono sarcástico y escribía poesías tiernas en las que decía que la muerte lo atraía”, Ehrenburg agrega que en ese tiempo Blok hacía su diario, Korolenko escribía cartas y Gorki artículos. Por el 900 hubo otros malhumorados, parece que Chaim Soutine, el pintor lituano emigrado a París, también era un huraño obstinado, siempre de mal humor –eso lo cuenta el hijo de Chagall.

Necrópolis es un libro que evidentemente responde al grito de Shklovski de que hay que escribir biografías para ganar la batalla contra la historia y refrenda mi idea de que hay solo algunas verdades y no miles y que el mejor Gorki está en Los bajos fondos. Estos retratos son una tijera dura de citas, de recuerdos, un tejido espinoso. Cuando se extiende sobre el ir y venir, sobre el imposible mundo en que soñaba Gorki, escribe: “no puedo decir ahora todo lo que sé y pienso, y por otro lado una narración llena de reticencias no tendría sentido”. Pero no tarda en avanzar: “Pero, el principal motivo, el más importante y que probablemente él mismo ignoraba, se representaba mediante una particularísima circunstancia: su actitud –en extremo compleja- con respecto a la verdad y a la mentira, que en él se manifestó bien pronto, y que ejerció una influencia decisiva tanto en su obra como en toda su vida.” Y nuevamente: “Escribo recuerdos sobre Gorki, no un ensayo crítico sobre su obra…” para agregar más abajo: “A este ´gran realista´, en verdad, lo que le deleitaba era solamente todo aquello que hermosea la realidad…” y cita una carta del propio autor: “odio la verdad del modo más puro y firme”. Gorki, a muchos les dio hogar y comida, liberó a muchos autores de la Rusia del 20, se sacó él mismo enojado con Lenin –Irina Bogdaschevski siempre nos recordaba sus “Pensamientos inoportunos” (Letopis), nadie recuerda que volvió con Stalin, enredado. Chentalinski cuenta como mataron a su hijo y cómo a él, tal vez. 

Jodasievich vivió una temporada en Italia como su huésped, nos cuenta que Gorki sabía de su mito y lo jugaba: “solía decir tristemente, con una mueca, tenso e irritado: ´no se puede, arruinaría la biografía´. O bien: ´qué quieres, debo hacerlo, de otro modo, arruinaría la biografía”. Cuando Gorki leyó los recuerdos que Jodasievich editaba sobre Briusov, le dijo: “ha escrito de un modo muy cruel, pero espléndidamente. Cuando muera, se lo ruego, escriba sobre mí”.   

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De CUARTA PROSA, 21/06/2018

Imagen: Vladislav Felitsianovich Jodasevich