Friday, May 24, 2024

Osadías


DANIEL MOCHER

 

Tampoco quiero ni puedo desdeñar lo malo o dejar atrás para siempre en el olvido las rencillas familiares, la disolución de un árbol genealógico, los fardos pesados del odio y el desprecio. Por las viejas heridas mana sangre fresca que no se acaba, el dolor siempre es novedoso y creativo, metamórfico. Estamos vivos también porque algo que falta nos roe y nos mata por dentro. Mientras peroramos sobre lo humano y lo divino, elegimos un bar donde humedecer el gaznate. Entre los cacaos y las olivas, en el pequeño plato donde ponemos cáscaras y huesos, con su tremenda carga simbólica, ahí veo también, junto a las cervezas, cuando decae la conversación durante el almuerzo o pasa un ángel y guardamos silencio, ahí veo, decía, un hueco de sombra reclamándonos, el pálpito de una ausencia futura que ya vibra a media mañana de un día laborable en la terraza de una taberna cualquiera del remoto mundo rural. Es en lo más cotidiano donde mejor podemos leernos. Hay una gran proeza en soportar los días sin épica. Déjalo escrito en una servilleta y trata de que no se la lleve el viento. Dos ancianos se eutanasian lentamente en la mesa de al lado a base de vino peleón y caliqueños de estraperlo. Cae una hoja de algarrobo con la brisa, grácil, describiendo envidiables arabescos. Y seguimos hablando de hipotecas imposibles y de cínicos con inmunidad parlamentaria.

 

Esta semana he visto boxear a gitanos irlandeses hasta romperse las manos, bailar lezginka a hombres aguerridos con una daga al cinto, ucranianas devorando nísperos en mi jardín mientras Sergei me cuenta cómo van los constantes ataques rusos sobre su amada Járkov. Cuando todo termine quiero pasear contigo por tu ciudad, le digo, y si es posible por el barrio de la Moldavanka, siguiendo los pasos de Benya Krik, y por el inmenso puerto de Odesa para ver las aguas opacas del mar Negro. Pregunto a mi amigo Claudio Ferrufino sobre qué hacer con un tarro de pasta de locotos y me recomienda preparar llajwa cochabambina, salsa picante de tomates, locotos, perejil, sal, un poco de agua y cebolla picada. Ideal para comer con pan francés, nachos, huevos o patatas hervidas. Suena el nessun dorma, Pavarotti analgesia y teletransporta con su portento de voz irrepetible. Ayer mismo pude oler el perfume de las rosas en un lienzo de Ramón Gaya, sentir un frío de muerte por unos ojos que trazara Julio Romero de Torres.

Osadías y descalabros, así se llama el último libro de Miguel Sánchez-Ostiz, el de después del ictus, el que más esperábamos, grave y hondo poemario en prosa rebosante de palabras verdaderas que el maestro arranca de las avaras manos sarmentosas de la enfermedad, sus secuelas y la vejez averiada. Dice el poeta que te has derrotado y lo sabes, y sin embargo insistes, osado y sin futuro alguno, en poner una palabra detrás de otra, persiguiendo fantasmas y oscuridades y unos versos que se sostengan y te sostengan, pero que huyen sin remedio. Qué añadir, solo cabe disfrutar de su regreso y concederle la razón. Sensato y cabal pero que no falte el soliloqueo, dándole al desbarre, libre, despojado, de vuelta ya de todo, a su aire, a lo de siempre, a lo esencial, aireratu, por pura necesidad vital de lo que verdaderamente importa.
Imprescindible. Sus lectores estamos de celebración sincera.


Solemos querer que la vida venga hacia nosotros como lo hace un labrador retriever cada vez que regresamos a casa, nada más lejos de la realidad. Llega un día en que nos rompemos, falla la ilusión y las fuerzas, se mustian los sueños, la curiosidad y las potencias, muere el perro y hasta la rabia, advertimos que no todos los árboles que hemos plantado han crecido, ni todos los niños que tuvimos nos quieren, ni todos los libros que dejamos escritos valen la pena, y con eso que nos queda entre los huesos y las cáscaras, en el centro del plato desportillado, entre el hueco en sombra y el pálpito de todas las ausencias, debemos seguir viviendo, descalabrados, escribiendo con osadía, y como diría Sánchez-Ostiz en su Diablada, hoy más que nunca, como si fuera por primera vez: escribir, esa forma de respirar.

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De LOS PROPIOS PASOS, blog del autor, 24/05/2024 

Tuesday, May 7, 2024

El Flaco y el Poeta ciego


 
MAURIZIO BAGATIN

 

Ahora se han encontrado en una calle de Buenos Aires, y como niños están recorriendo y pateando una lata aplastada, una botella vacía, una pelota hecha de trapos viejos. Saco del estuche Libertango, Astor Piazzolla acompaña esta charla imparcial, todo el pathos de un imposible amor, de la imposibilidad de una correspondencia. Futbol y literatura se encuentran donde se trazan esquemas y donde afloran teorías, una hipérbole que engendra una nueva táctica, una rima que conjuga el triangulo perfecto. La mejor defensa será el ataque, la prosa el deleite de la novela. Botines con cachos y camisetas sudadas como la biblioteca de Babel.

El Flaco es el filósofo que enseña ética adentro de cuatro líneas blancas y el Poeta ciego es Tiresias que sigue reflexionando sobre la esfinge, de cuando Sófocles lo puso ahí. Olvidaron Videla y aquellos días trágicos e inseparables. El invierno de la Pampa argentina soplaba como las ejecuciones en los garajes de la muerte; deleitándose del ballet de Kempes o hablando de la inmortalidad transcurrieron horas de atónito silencio y de enclaustrada felicidad.

Futbol sin trampas es el Aleph del Flaco, desde ahí podemos apreciar la poesía del juego que en la Argentina vale más de todas las demás cosas. La metis de Ulises fue de ingenio para el campeón futbolista, mientras Ulises navega en la memoria de Funes como en los espejos que tanto sembraban el horror. Los dos caminaron la orilla. El Flaco y el Poeta ciego tuvieron una enciclopedia, para uno fue la Británica y para el otro la cancha de futbol. En algún lugar se encontraron. El Flaco nunca amó el panem et circenses sino la estética del hombre en acción, el Poeta ciego consideraba toda obra humana bella en su ejecución. Encuentro feliz que en un día del 1980 se materializó en una “solicitada”, que demandaba al gobierno conocer la lista de desaparecidos y sus paraderos, y fue nombrada “de Borges a Menotti”, dos grandes que surcaban mundos tan alejados, pero tan significativamente vecinos.

Ambos hoy más cerca del Martin Fierro, hoy más cerca de la belleza del futbol, de la estética de la palabra.

6 de mayo 2024 

en el camino


PABLO CEREZAL

 

Te preocupa que te deje.

Nunca te dejaré.

Sólo los extraños viajan.

Siendo dueño de todo,

no tengo dónde ir.

Leonard Cohen

A algún tugurio de la España, vamos, decías y, una vez más, conducías mis pasos entre vidrios que se habrían de romper rayando la madrugada, Dennis, hermano. Sólo había sido otra semana de dejar perderse pelotas de malabar en los resquicios del asfalto. Los niños columpiaban su temperatura lechón a ritmo de monociclo, pedían dinero entre los autos, asfixiaban con sonrisas los faros y los llantos de llego tarde a casa, otro bloqueo, puta, ya es tarde y hoy es jueves noche de machos. 

En Cochabamba, ya no recuerdo, puede ser que sí, los jueves eran noche de machos, de hembra los viernes, o al contrario, pero había un día estipulado para los desvaríos noctívagos de una y otro siempre en compañía de los de su propio sexo. En sexo, tal vez, pensé en más de una ocasión, derivarían tales riesgos. Tú me desmentías, Dennis, sabio, que toda noche es suplicio cuando sólo se busca la semilla del trago para reverdecer la violencia o el llanto. Y nosotros lagrimeábamos sobrios y etéreos, dolidos pero aún enteros, al filo de otra madrugada que daría en nada. Regresar a casa, ¿qué casa? Aquellas cuatro paredes y el mugido de un gato y el ronroneo liebre de mi Munay todavía perdido en el extrarradio rosa de latidos y muérdago por venir del vientre materno. Le acariciaba, por sobre tu vientre, a él acariciaba. 

Cochabamba quedaba lejos, afuera, tan sólo el murmullo de mar muerto de aquel río Seco que acunaba nuestras noches con su murmurar tan sólo vertederos hasta que llegase la siguiente crecida. Y Munay crecía y en mi interior algo sabía que no se sabía nombrar porque le faltaba aliento. Y hoy, a años luz, me recuerdo y me pregunto si soy un faquir o sólo un remiendo. Enfrentar el pasado y no dolerte de él. Únicamente contemplar, desde afuera, cómo te ha conformado. Aún tiene movilidad e incluso deja rastro en algunos senderos. Cada día menos, lo comprendo ahora que sólo sueño con horadar caminos alejados de todos y todo lo que logre dudarme, como frente al espejo, si aún me reconozco. Pueda ser que lo haga, pero nunca me recomiendo, y la hembra es sabia y sabe mirar y es por ello que tal vez lo único que me regale sea alejarme de su aliento.

Algún tugurio de la España y una botella de vino comprada en un tinglado con telarañas de sombra mordiendo la comisura del labio ciego de la caserita, que no te regalaba las buenas noches si no le aumentabas el peso en la mano al verterle las monedas que compraban aquel vertido en que, después, nos precipitábamos. Y hablábamos, Dennis, y siempre aparecía Scarlet y mi loco empeño en soñar su sonrisa crecida en gana de morder la vida. Tú me decías haz algo, hermano, sigue luchando que ya no se aproveche más el gringo estos niños son tu norte. Y hoy se me antoja sudario. Hoy todo lo que amo se me antoja sudario mientras brindo por los pasos perdidos no con Aranjuez, Dennis, que acá, el vino, aunque más caro, duele menos el paladar. Que lo que duele, siempre, es la distancia y por eso sigo anclándome al sueño del nonato y preguntándome a qué huele el mañana cuando ya conozco todo aroma para mi futuro y sé que es frustrado.

¿A qué huele el mañana? Nunca me lo respondiste. Pero sé cómo aroma Munay las estancias y las impregna de sueños en que, para huir la pesadilla, escalo ramas de bambú ansiando alcanzar el cielo. Que lo toqué. Que lo he tocado. Mira mis huellas dactilares y comprende por qué se borraron. Porque el cielo quema y tal vez sólo Luzbel sepa cómo se desorienta el paladar, tras el amor, como tras el alcohol, para quedar seco de distancia y algo así como acartonado.

Caminábamos Cochabamba y llegaba la hora de regresar a casa. Munay ya estaba naciendo. Pero La Cancha me llamaba, con su plenitud de orines, sus trapicheos mugre y sus maneras de sándalo encendido sólo a mayor gloria de quienes no llaman futuro al método de buscarse el trago o el alimento cada día. Nunca lo supiste, Dennis, o sí, pero tomaba el taxi y pedía al chófer que me regresase a La Cancha. Ahí veía niños boquear entre mareas de plástico, me dolía de los míos, que me esperaban al día siguiente ejercitando músculos y mandíbulas antes de la hora de la comida, y regresaba al verdaderamente mío cuando ya casi nacía, para acurrucarme en la frazada mercurial de su latido. Angie abismaba pupilas en mi deambular por la casa hasta recogerme en murmullo de porvenir al que hoy, desorientado, hago eco con mi desvestirme en el cuarto de baño, triste desnudo, declive por más que lo nieguen: el futuro es esto que hoy, esto a lo que tú recompones, cuando se te antoja, los pedazos.

En las calles aún podía comprender el jeroglífico exacto que habían tallado en lumbre Scarlet y el resto de malabaristas del hambre cuando a lomos de monociclo. Y un puñado de pelotas puro trapo recomponiendo el asfalto. Es tarde, aullaba la caserita, y te marchas o te marchamos. Hora bruja de recoger los trastos. Tú ya acariciabas los sueños, Dennis, y yo aún andaba perdido en Cochabamba tanto como esta noche ando perdido en mí pensando sólo que lo más sano, a pesar de adulterado, sería emprender, de nuevo, el camino.

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De POSTALES DESDE EL HAFA, blog del autor, 06/05/2024