GEOVANNYS MANSO
Las maletas
están listas. Me he bañado y me he puesto la ropa “para viajar”.
Reviso cada
detalle: pasaporte, boleto, teléfono, cargadores, un libro de Leila Guerriero y
otro de Borges, para leer en las sucesivas salas de espera. Nada como una sala
de espera para abrir un libro y esperar, esperar, esperar…
“Huelo a
avión”, como decimos en Cuba. Hay algo inminente, inevitable, flotando en el
aire.
Almuerzo,
bebo café, salgo al patio, fumo. El taxi está por llegar.
El día
anterior salí a caminar. Me acerqué al río Almendares, que no es mi río, pero
igual me recuerda el río Sagua la Chica, que sí es el mío.
Observé sus
aguas apacibles y me despedí, levemente, de todos esos territorios.
Mi madre
anda en la cocina. El taxi está por llegar. Me dice que me ha preparado dos
panes con mortadela y queso, por si el hambre aparece. Los ha tostado. Los ha
envuelto, con sus manos, que antes fueron las manos de una costurera.
Le digo que
muy posiblemente no me los comeré. Siempre puede más la ansiedad que el hambre.
Los escáneres, los controles, las cámaras, los posibles excesos de equipaje y
la nula posibilidad de pagar un kilo o dos más. Todo eso me conduce al humo, a
la nicotina, pero no a la tibieza de un pan.
Ella
insiste: “No dejes de comerte los panes. Estás más flaco que Juan Primito”.
Le digo que
sí, solo para calmarla.
El taxi
llega. Nos despedimos, levemente, sin dar tiempo ni a media lágrima.
En el
aeropuerto de La Habana todo fluye de un modo casi angelical y, sin darme
cuenta, estoy “del otro lado”, aguardando la salida de mi vuelo.
También,
sin darme cuenta, estoy sobrevolando el Golfo de México.
También,
sin darme cuenta, el avión desciende y el capitán advierte que, en breve,
estaremos arribando a Mérida.
Allí, en
Mérida, todo es aún más angelical, más apacible. A la brevedad de unos
segundos, ya estoy con mi equipaje de mano acercándome al área donde recogeré
mi maleta. Es un largo pasillo iluminado, con señalizaciones diversas. Pequeños
detalles que te advierten que “eso” no es Cuba.
Estoy
eufórico, a pocos metros de abrazar a mi esposa, cuando un perro se acerca a mí
y comienza a oler con cierto énfasis canino mi maleta de mano. La huele, ladra.
Ladra, la huele. Y yo quedo, literalísimamente, petrificado.
El oficial,
que está al otro extremo de la correa, me pregunta si llevo algún alimento en
la maleta.
“¿Alimento?
¿Yo…? No, oficial…, solo algunos libros y mis proyectos literarios y algunas
fotos y el cable de…”
Entonces
recuerdo los panes de mi madre. Y le explico… El oficial coloca en mi maleta un
listón amarillo que advierte: PENDIENTE DE REVISIÓN, o algo semejante.
El perro,
que al parecer es fanático de la mortadela y el queso, ladra, huele y mueve la
cola.
Tras
recoger la otra maleta, termino frente a un grupo de oficiales que me esperan
en una mesa. Gentilmente me piden que abra el equipaje de mano. Una vez más,
les explico: mi madre, los panes, la mortadela, el queso, que estoy más flaco
que Juan Primito y sus manos, que antes fueron las manos de una costurera…
Encuentran
los panes. Confirman que contienen mortadela. No es el queso lo preocupante,
sino la mortadela.
Confiscan
los panes. Revisan, por si poseo algún otro alimento. Solo libros, enfatizo.
Libros y más libros: poemas de Sigfredo Ariel, de Raúl Hernández Novás,
el Diario de Campaña de José Martí, El siglo de las
luces de Carpentier, La isla en peso de Virgilio
Piñera y una postal, hecha a mano por mi hija, un Día de los Padres, donde
advierte: ERES EL MEJOR PAPÁ DEL MUNDO.
Quisiera
comerme los panes, allí, frente a los oficiales. Decirles que ella y sus manos
—que ayer fueron las manos de una costurera— los hicieron para mí, con toda esa
enorme ternura que se deposita en los hijos que se alejan.
Entonces
advierto que no podré recuperarlos. Que los he perdido. Que tendré que esperar
no sé qué tiempo, no sé cuántos días, no sé cuántas estaciones, para volver a
tener, frente a mí, unos panes preparados por esas manos que antes se
adentraban en la tela, el hilo, las agujas, los pedales, la máquina Singer, los
dobladillos, los alfileres y el dedal.
Sospecho
que viajar, también, es perder.
Sospecho
que viajar, también, es abandonar lo último que las manos de tu madre han
tocado.
¿A qué
extraño crematorio habrán llevado los panes de mi madre?
En todo eso
pensaba cuando se abrió una puerta y allí me esperaba un abrazo, una tibieza,
un raudo sentimiento de piedad.
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De HYPERMEDIA MAGAZINE, 27/11/2024
Qué tristeza más hermosa. Gracias por compartirla.
ReplyDeleteSí, excelente escritor
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