Tuesday, January 3, 2012

Interpretación de una narración de Sergio Pitol: La pantera


Dr. Alejandro Hermosilla Sánchez*

Universidad de Murcia
absalon136@hotmail.es

Resumen: Proponemos una lectura de una narración de Sergio Pitol como La pantera en clave mesoamericana. Si se entienden los presupuestos lúdicos insinuados por la poética literaria desarrollada por Pitol, es inevitable incidir en determinadas interpretaciones de su literatura siempre y cuando se considere que éstas únicamente intentan, a su vez, sugerir y proponer nuevas incertidumbres antes que agotar el sentido de la obra.
Palabras clave: Sergio Pitol, narrativa mexicana, cuento, crítica literaria



“Ahora era yo el ciego: ya no podía leer lo que yo mismo había escrito”.
Cees Nooteboom. Mi cuaderno de notas y un epílogo desde Gantheaume Point (la biblioteca de Borges).

“Y al fin al cabo, ¿existió alguna vez la puerta verde en el muro?”.
H.G.Wells. La puerta en el muro.

En este breve texto, me gustaría proponer una lectura de una narración de Sergio Pitol como La pantera en clave mesoamericana, entendiendo que esta interpretación, lógicamente, tan sólo intenta sugerir una posibilidad de acercarse a este enigmático cuento de Pitol sin, desde luego, agotarla e incitando a que el lector pueda -parafraseando a Julio Cortázar- construir sus propios modelos para armar su propia lectura de la literatura del escritor veracruzano.

En todo caso, realizar esta interpretación me parece factible teniendo en cuenta que, seguramente, uno de los símbolos que mejor explica la literatura del escritor veracruzano es el caleidoscopio que nos conduce irremediablemente a observar sus creaciones desde las más variadas y, por momentos, insólitas perspectivas. Basta animarse a hacer girar el caleidoscopio y, continuamente, aparecen nombres de escritores como William Faulkner, Eugene O´neil, Raymond Rousell, Lewis Carroll, Anton Chejov, Benito Pérez Galdós, etc., que podríamos conectar con la estética del escritor veracruzano en un proceso que se revela, aparentemente, infinito. De esta forma, comenzamos a sentir la presencia del caleidoscopio lingüístico construido por Sergio Pitol como un órgano vivo perteneciente a un amplio cuerpo (la literatura) en el que todas las partes se encuentran conectadas entre sí. Pues basta que el caleidoscopio se desplace levemente hacia un lugar u otro para que todo lo sostenido hasta entonces sobre un escritor quede en entredicho y el arte de continuos equívocos que este maravilloso objeto propicia, continúe extendiéndose.

En todo caso, lo cierto es que si se entienden los presupuestos lúdicos insinuados por la poética literaria desarrollada por Pitol, es inevitable incidir en determinadas interpretaciones de su literatura siempre y cuando se considere que éstas únicamente intentan, a su vez, sugerir y proponer nuevas incertidumbres antes que agotar el sentido de la obra. Por lo cual me es muy factible emprender este camino para observar cómo algunos de sus cuentos, e incluso el sentido mismo de su obra, varían continuamente según la perspectiva a través de la cual nos acerquemos a ella.

La pantera es un cuento que data de 1960, aparece por primera vez en el n°15 de la revista La palabra y el hombre y, más tarde, se insertaría en No hay tal lugar, en 1967, con una serie de pequeñas modificaciones que tienen una gran importancia en cuanto que hacen su significado aún más opaco y -como se verá-, de no conocerse la versión original de la narración, dificultarían más nuestra interpretación. Escrita, por tanto, en una época en que su escritura todavía se encontraba circunscrita a las negras narraciones de Tiempo cercado, y en un momento en que esa especie de relatos de aprendizaje y redescubrimiento del mundo que son La casa del abuelo y Pequeña crónica de 1943 ya se están incubando, se me antoja que es un campo de pruebas muy válido para ejemplificar mis postulados.

El argumento del relato es sencillo. Un niño, tras asistir en un cine a un programa triple de películas bélicas, recibe, en sueños, la visita de una fabulosa, misteriosa pantera que le transmite un revelador mensaje que le fascinará e intentará traducir sin éxito al despertar. Veinte años después, la pantera reaparecerá pero, para desesperación del narrador que impaciente, sobrecogido y esperanzado, esperaba su retorno, tampoco esta vez podrá comprender sus palabras. Empero, confiado y conmovido, suspira por una nueva reaparición del felino animal y estar preparado para entender, definitivamente, cuando su regreso se produzca, su mensaje cifrado.

Según mi visión, la pantera es una representante directa del mundo mesoamericano perdido cuyos mensajes sobrecogen al narrador pero que ya no puede traducir, “releer” y adaptar al mundo en el que vive por más que su influjo de manera soterrada persiste en su vida y la influencia secretamente. Y, si es cierto que esta interpretación puede parecer forzada, intentaremos fundamentarla más con el objeto de observar las distintas lecturas a las que anima la sugestiva obra de Pitol ahondando, en este caso concreto, en el ámbito mesoamericano, para entender mejor su disforme estética.

A este respecto, me es muy útil referirme a Georges Bataille, y su seductor El erotismo, para explicitar un poco mejor mi hipótesis. Nos sugiere allí Bataille, que durante el transcurso de los rituales, las celebraciones, el hombre-animal era, por unos momentos, un reflejo impuro de la divinidad y podía dialogar con ella en un lenguaje secreto que lo sobrepasaba, pero que, íntimamente, lo constituía y que, más tarde -al final de la celebración-, debería olvidar para continuar luchando por su supervivencia con los métodos humanos que le son propios. Si no lo hacía así, sería penalizado -ya fuera por su sociedad o por la Naturaleza, la Divinidad-. Con lo que, para Bataille, se puede sugerir que “la síntesis del animal con el hombre” es la que propicia la llegada del “mundo divino (el mundo sagrado)” una vez que esta unión estaba sujeta a unas regulaciones, prohibiciones. [1]

En el ámbito mesoamericano estos rituales -que, tal vez, fueran, a su vez, un antecedente de los ritos dionisiacos de los que, más tarde, surgió la tragedia griega- se celebraron en su más extrema radicalidad hasta la llegada de Hernán Cortés. Muchos de los Dioses de las cultura maya o azteca poseían una particular mixtura de rasgos animales y humanos y aquellos que participaban en sus ritos de adoración, se vestían, consiguientemente, con rasgos y trazos de animal con el fin de acceder simbólicamente al “omnipotente” poder de estas divinidades plurales y contrarrestar la violencia natural (rayos, lluvia, huracanes) a través de la que se manifestaban. Al ser la violencia divina desbordada e imprevisible, los sacerdotes y distintos ejecutantes del acto ritual, realizaban la inmolación de víctimas humanas que se sentían honradas de ser sacrificadas en cuanto su muerte permitía a la comunidad de la que formaban parte acceder a ese “poder” sin ser destruida en su totalidad por él. Poder transgredir las leyes divinas, naturales, durante los rituales, no sólo somatizaba la angustia y los miedos que la comunidad sentía hacia un cosmos totalizador y absoluto, sino que permitía participar de su poder sin que -ya que los que morían eran víctimas humanas- esta transgresión se entendiera como un desafío del hombre hacia sus Dioses. Así, el animal no sólo era temido sino reverenciado, en la medida en que, al no sujetarse a ley humana alguna, se encontraba más cerca de lo “natural” y, por tanto, lo “divino” que el hombre.

Sin entrar aquí en los procesos que ocasionan que, en estos rituales, el sacrificio humano sea sustituido por el animal y, más tarde, el sacrificio de estos también se prohíba -aunque algunos de ellos como las corridas de toros o las peleas de gallos persistan- sí que ha sido importante destacar su inicio, dado que el Occidente contemporáneo, según Bataille, niega tanto nuestra parte animal como natural. Y sólo sería posible reencontrarnos con este primer origen deconstruyendo los tejidos racionalista-humanistas; lo que -una vez que los estados modernos consideran tabú a “lo animal” e intentan a través de todo tipo de regulaciones y leyes (el tótem) que no podamos integrarlo en nuestro “ser”- sólo será conseguido, lógicamente, a través de procesos -en gran medida sub-conscientes- como el sueño, la escritura o el arte que, dado que sólo pueden alcanzar a representar o recrear -en ningún caso, resucitar- esos rituales, no son un peligro manifiesto para la sociedad ni los poderes políticos que velan por sus intereses.

Una vez realizadas estas aclaraciones, me gustaría introducirme ahora en la narración que me ocupa, La pantera, que también puede interpretarse como un intento, por parte de Pitol, de levantar ese cerco racional implantado por Occidente en el mundo contemporáneo y, más concretamente, en el país mexicano, que no permite a sus ciudadanos reunirse con su irracional y atávica animalidad (el mundo mesoamericano) y, consiguientemente, acceder a una experiencia sacra y total dentro de su cotidianeidad. [2]

La pantera era un animal que solía protagonizar muchos de los antiguos cultos pre-hispánicos; solía encarnar aquellas fuerzas violentas y oscuras con las que los integrantes de las culturas mesoamericanas se vinculaban momentáneamente en el transcurso de sus rituales divinos. Sin embargo, en Mesoamérica se le conocía con el nombre de jaguar (del guaraní yaguá-eté, “parece perro”); animal que, por ejemplo, en la cultura olmeca poseía un lugar central al encarnar la fortaleza que se necesitaba para sobrevivir en la selva. En Teotihuacan, combinado con aves y serpientes en su representación, se adaptaba sincrónicamente a dos simbolismos diversos, pero complementarios: podía ser tanto el guardián de las oscuridades terrestres como un sol nocturno opuesto y complementario al astro diurno. Para los aztecas, que lo denominaban “ocelotl”, su figura se encontraba ligada a la del chamán que revelaba los secretos inexplorados del infra-mundo y podía hacer el papel de emisario entre los Dioses y los hombres como, asimismo, se encarnaba en los rasgos del Dios Tezcatilopa en una faceta que oigo reverberar en estas palabras proferidas por el personaje del cuento tras recibir el ansiado mensaje de la pantera: “Todo lo que pudiera decir sobre la felicidad descubierta en ese momento no haría sino empobrecerla. Mi destino se revelaba de manera clarísima en las palabras de esa oscura divinidad” [3] y que vuelvo a escuchar, insistentemente, con muda obstinación y franco desasosiego en aquellas otras con que intenta sellar su revelación: “El asombro que me produjo no puede ser gratuito. La solemnidad de ese sueño no debe atribuirse a un simple desperfecto funcional. No, había algo en su mirada, sobre todo en su voz, que hacía suponer que no era la escueta imagen de un animal, sino la representación de una fuerza y de una inteligencia instaladas más allá de lo humano”.[4]

Para los mayas, -que tenían un centro ceremonial, el asentamientote Ek Balam (Jaguar Negro) dedicado a este animal- empero, el jaguar era denominado Balaam o Chac, lo identificaban con un signo de poder social y con el número 9 (símbolo de los países del inframundo), siendo para ellos -en un sentido similar al azteca- un animal que podía mutar en sol negro o lunar y que, introduciéndose en el Infra-mundo bajo esa apariencia, era capaz de guiar el alma de los muertos al Chocome Mictlan -novelo cielo e inmortal residencia de los muertos- permitiendo la regeneración solar y el renacimiento continuo del mundo de los vivos. El jaguar era, por tanto, una de los encarnaciones del Dios del Sol que se encarnaba en él para, atribuyéndose sus poderes, viajar durante la noche por el mundo de los muertos, sobrevivir y volver a “dar vida” a la tierra.

Pero más interesante que esto -de cara a descifrar esta narración de Pitol- me parece dirigirnos ahora a las escasas manifestaciones escritas que conservamos de la cultura maya, los libros del Chilam Balam, que podrían ser traducidos como los libros del “Sacerdote jaguar”; por más que “Balam” pueda denominar, igualmente, a un brujo o mago lo que, por otra parte, se correspondería con la función chamánica que se le dotaba a este animal en la cultura azteca.

Cualquier lector occidental o nacido en el México actual ha debido enfrentarse a la misma sensación de indefensión, por supuesto, incomprensión y, en última instancia, aturdimiento al revisar algunos de los códices -ya sea en su versión divulgativa, resumida o completa- que forman parte del Chilam Balam. Por más explicaciones que el erudito nos conceda, siempre nos vemos abocados a la desesperación, porque, muy probablemente, las hipótesis del investigador acerca del texto maya lo sean sobre un hecho no bien recogido por los primeros redactores. Al descifrar -más que leer- las páginas de estos textos, por tanto, nos encontramos con un opúsculo inmenso de signos y símbolos que, por mucho que intentemos concretar su significado, nos conducen a un colorido, sensual y mayestático mundo que no terminamos de comprender del todo, en la medida en que aquello a lo que se refieren ya no existe y que no poseemos -más allá de la naturaleza cósmica o cultural a la que se refieren- las suficientes bases para tener una clara visión de ellos.[5]

Esos signos revelan nuestro desasosiego e inconformidad y se nos aparecen (más allá del maravilloso mundo que parecen “desvelar” y “revelar” pero que nunca termina de concretarse) como caracteres cifrados del infra-mundo que, al tiempo que se vengan de nosotros con su inconcreción -que es el resultado del exterminio y matanza que Occidente produjo en el mundo maya- solicitan volver a la luz, integrarse en nuestras conciencias; reverberación imposible pues somos nosotros, (representantes de la cultura occidental), los que los hemos condenado a yacer en el olvido; somos nosotros también los que, autofágicamente, nos hemos condenado por no poder traducirlos, comprenderlos. Y es en la imposibilidad de traducir por parte del narrador del cuento el mensaje de la pantera que observo una semejanza con los obstáculos que poseemos para descifrar las claves de los textos y códices mesoamericanos; las dificultades a las que nos enfrentamos cuando queremos vivificar, ansiosa y apresuradamente, sus enseñanzas de nuevo puesto que, sabemos, que nos permitirían acceder a los secretos de un mundo secreto, semi-virginal, animal y paradisíaco a la vez: el orbe mesoamericano, la naturaleza del saber total, Quetzalcoatl.

Expresará, aturdido, el personaje del cuento de Pitol cuando, tras la marcha de la pantera, intente transcribir su mensaje: “permanecían vivas aquellas proféticas palabras que inmediatamente escribí en una media cuartilla hallada en el escritorio. (…) Y sin embargo, con estupor y desolada vergüenza, debo confesar que las palabras anotadas eran apenas una mera enumeración de sustantivos triviales y anodinos, que asociados no hacían sentido alguno. (…) Uní todas las palabras en una sola, larguísima; estudié cada una de las sílabas. Invertí noches y días en minuciosas y estériles combinaciones filosóficas. Nada logré poner en claro”. [6]

Así, Pitol parecería sugerirnos en esta narración la imposibilidad de acceder ya a los secretos del mundo subterráneo mesoamericano, conocer sus íntimos confines; que, efectivamente, “no hay tal lugar”: no existe ya la posibilidad de volver a sumergirnos en ese ignoto, inconsciente mundo utópico en el que los seres humano parecían rugir y los animales hablar al que accedía la comunidad de seres humanos durante el transcurso de sus primeros rituales sagrados.[7] Menos aún, si tenemos en cuenta que lo utópico (la sociedad humana sin pecado y, por tanto, sin necesidad de leyes) -y esto lo ha observado con suma lucidez Bataille-, se encuentra unido incondicionalmente a ese mundo natural-animal íntimamente relacionado con la transgresión y, por tanto, con la violencia natural que los primeros sacrificios humanos y de animales intentaba controlar, el advenimiento crístico anular y el dominio de la técnica y la razón aniquilar.

Se entenderá, entonces, si hemos seguido este razonamiento -y volvemos a recordar el exterminio que de las culturas pre-hispánicas realizara Occidente en Mesoa mérica- que el narrador nos susurre al oído al final de su confesión estas reveladoras palabras: “Sé que una noche volverá la pantera. Tal vez tarde en hacerlo otros veinte años. Entonces hablaremos de esas palabras que ya nunca podré olvidar, y juntos, ella y yo, trataremos de aclararlas y hallarles su sentido. Tal vez no viniera, como yo imaginé, a descifrar mi destino, sino a implorar un auxilio para descifrar el suyo”.[8] Pues si bien el destino del escritor veracruzano en México se encontraba cifrado en parte por un origen y ascendencia mucho más aprehensible, traducible y comprensible para él -su ascendencia europea-; el destino de los hombres-pantera, de las nocturnos jaguares mayas o aztecas, que gobernaban sin freno el reino de la noche y dialogaban en un lenguaje intransferible con muertos y vivos, se halla inequívocamente vinculado a la cultura occidental de quien depende, actualmente, que muchos de los símbolos de las culturas mesoamericanas además de ser conservados, puedan recuperarse, regresar de las tinieblas nocturnas.

De todas maneras, no me gustaría terminar de referirme a esta narración sin hacer otra serie de consideraciones como la hilaridad y asombro que me provoca en muchos momentos. Sobre todo, por la habilidad con la que el escritor mexicano dispone y esconde determinados signos en ella que provocan que la interpretación de sus caleidoscópicos textos se multiplique sin cesar. Lo que podemos comprobar en el hecho de que, en la posterior -en el caso de Pitol, habitual- reescritura que realizara del cuento, las últimas líneas ya citadas (“tal vez no viniera, como yo imaginé, a descifrar mi destino, sino a implorar un auxilio para descifrar el suyo”) que aclaran, en mucho, el porqué del insólito signo-pantera en su literatura, hayan sido retiradas haciendo más enigmática y conjetural su aparición; pero que podemos cerciorar todavía más si atendemos al uso que realiza el escritor mexicano de determinados símbolos numéricos que terminaría de conferir sentido a la interpretación -en clave mesoamericana- que estamos realizando del cuento.

Doce son las palabras a través de las que el narrador intenta descifrar el mensaje legado por la pantera en el interior del sueño: “Con infinita ternura contemplé la hoja blanca en que se vislumbraban aquellas doce palabras esclarecedoras.”[9] Y veinte son los años que tardó en reaparecer la pantera. Lo que, atendiendo al punto de vista de nuestra interpretación, no debería ser considerado casual.

El número 12, -cuya carga simbólica es mucha al ser sinónimo de perfección-, es considerado un número solar y, por tanto, racional, propio de la cultura mediterránea a la que pertenecería por tradición familiar Pitol. 12 son los apóstoles que acompañaron a Cristo, los frutos del Espíritu Santo, los del árbol de la vida y los meses del año. Como 12 son los ángeles que velan las puertas a la Jerusalén Celeste y la guardarán, según el Apocalipsis; 12 los Dioses admitidos por Platón en su República y, según los antiguos rabinos, 12 es el número de letras que componían el nombre de Dios.

Sin embargo, el número 20, el tiempo interno de la pantera, no tiene una trascendencia similar en Occidente. Efectivamente, la Cábala y su sobreexégesis simbólica también le concede una significación, como es la de ser el número de la verdad, de la salud o de la fe inquebrantable pero, desde luego, su importancia en Occidente es mucho menor que la del 12. Más afín a nuestros intereses -una vez vistas las diversas funciones que cumplía el jaguar en la cultura mesoamericana-, se muestra la interpretación que le concede el Tarot como signo del despertar de los muertos que trae consigo la resurrección o la renovación.

Pero en donde el número 20 toma una relevancia mucho mayor en comparación con la tradición occidental, es, precisamente, en las culturas mesoamericanas; para éstas, el número 20 era un signo de plenitud; y, sobre todo, era trascendental para la composición de su sistema numérico, que era vigesimal y determinaba el sentido de toda su cosmogonía. Por ejemplo, fue esencial a la hora de estructurar el calendario, supuestamente de procedencia olmeca, heredado por los aztecas, llamado haab por los mayas y Tonalpohualli por los pueblos de habla náhualt, dividido en 13 meses compuestos de 20 días cada uno, o 20 semanas con 13 días cada una. [10] Este calendario, a su vez, se relacionaba con el Xiupohualli o Xihuitl que estructuraba las actividades de la sociedad civil en su conjunto, a partir de la duración de un año vago (natural) de 365 días dividido en dieciocho períodos de veinte días y uno de cinco a los que se les denominaba “baldíos”. Y es de la combinación de ambos calendarios, el civil y el astronómico, que se llegaba a conjugar un ciclo de 52 años, que se denominaba Fuego Nuevo, el cual, organizado en conjuntos de veinte, terminaba por engendrar los famosos grupos superiores de 5200 años, llamados “soles”, en los que se halla el origen de las culturas mesoamericanas que el protagonista del relato del conde ya no puede comprender: “No solamente llegaron a parecerme tontos los juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar ya con precisión la causa que los originara”.

Más allá que se esté de acuerdo o no mi interpretación, confío que no queden dudas ahora sobre esta cuestión: Sergio Pitol, sí, es, ante todo, un escritor mesoamericano. En realidad, sin el influjo de las culturas pre-hispánicas su literatura no habría devenido nunca el caleidoscopio que es pues, de hecho, la representación pictográfica de los dioses mayas, aztecas o toltecas era, ante todo, cailedoscópica y mutable. Los relieves que enmarcaban sus figuras reflejaban, como dijimos anteriormente, formas fragmentadas tanto animales y naturales como humanas que podían corresponderse -sin que esta relación tuviera que ser directamente proporcional- con las diversas potencialidades contrapuestas, o no, que encarnaban y sus correspondientes metamorfosis. [11] Y, por lo tanto, el influjo del ámbito mesoamericano, permitiría comprender mejor tanto la mutabilidad de los significantes y símbolos de la literatura del escritor veracruzano como el cruce que se produce en su interior entre formas pertenecientes a ámbitos, a primera vista, absolutamente contrapuestos así como una de las más extrañas características de ella: su extrema racionalidad formal y su contenido, visceral, animal, irracional que, por momentos, parece ser capaz de arañar y rugir como una pantera.

Y por todo lo referido anteriormente, ha de entenderse también el porqué la excursión narrativa y vital de Pitol hacia “otros” territorios, en vez de alejarlo de México, lo han ido acercando “secretamente” su patria. Ya que, como bien ilustra el mito Quetzalcoatl, lo mexicano, se busca en la huida, en la fuga, en el movimiento incesante. Tras partir, el héroe, -Quetzalcoatl o el tlacuache- [12] descubre otros mundos y otros Dioses de cuyo mensaje se apropiará y en su retorno a su lugar de origen, habrá renovado la llama de fuego que debió perdurar siempre en su horizonte; el país, la tribu y sus cosmogonías serán más amplias, más “abiertas” y, por tantos, más sabias. Y, por consiguiente, este es uno de los mensajes que podemos extraer de la vida y obra del escritor mesoamericano: la promesa de la resurrección de Quetzalcoatl no se ha extinguido, la vuelta del Dios errante es posible y con ella, la del arte, el fuego y la poesía. Este sería la esperanzada promesa, el regalo que nos legara en su Trilogía de la memoria y que ya, en parte, anticipaba La pantera: incidir en lo “propio” -lo prehispánico-, a través de una excursión impostergable hacia lo “ajeno” con el fin de que la existencia retome sus designios míticos, plurales, augurales, mutables, cósmicos; y resucite “la conversación múltiple”.


Notas.

[1] Bataille, Georges. El erotismo. México. Tusquets. 2008. p, 86.

[2] El mismo narrador del cuento, enfrentado después de ignominiosas noches a la segunda llegada de la pantera, nos confirma, en algún aspecto, los postulados anteriormente referidos: “Lo irracional que cabalga siempre dentro de nosotros, adquiere en determinados momentos un galope tan enloquecido y aterrador, que cobardemente apelamos (llamándole razón) a ese solemne conjunto de normas con que intentamos reglamentar la existencia, a esos vacuos convencionalismos y autoengaños con que se pretende detener el vuelo de nuestras intuiciones y vivencias más profundas”, en Pitol, Sergio. La pantera, en Sergio Pitol en casa. La palabra y el hombre. Revista de la Universidad Veracruzana. agosto 2006. Edición especial. pp, 108-109.

[3] Ibíd. p, 109.

[4] Ibíd. p, 110.

[5] Indica, por ejemplo, Demetrio Sodi M. en La literatura de los mayas. México. Joaquín Mortiz. 1986. p, 18 : “la escritura maya prehispánica sólo ha podido ser descifrada en parte. En lo que más se ha podido profundizar es en la escritura matemática y cronológica, pero la escritura literaria permanece casi del todo desconocida. Los investigadores han tratado de acercarse a ella, algunos considerando que era una escritura ideográfica, otros considerando que era fonética, y por último, algunos pensando que era la mezcla de ambos sistemas. Lo que mejores resultado ha dado es el acercamiento a esta escritura considerándola ideográfica, aunque en realidad la última palabra sobre sus características todavía no se puede decir”.

[6] Pitol, Sergio. La pantera, en Sergio Pitol en casa. op. cit. p, 110.

[7] Indicará Bataille: “el animal, sin una segunda intención, nunca abandona la violencia que lo anima. A los ojos de la humanidad primera, el animal no podía ignorar una violencia fundamental; no podía ignorar que su impulso mismo, esa violencia, es la violación de la ley”, en Bataille, Georges. El erotismo. op. cit. p, 87.

[8] Pitol, Sergio. La pantera, en Sergio Pitol en casa. op. cit. p, 110.

[9] Ibídem.

[10] Nos indica Alfonso Caso en El pueblo del sol. México, Fondo de Cultura Económica, 2007. pp, 87 y 88.: “Este calendario ritual o tonalpohualli es una de las invenciones más originales de las culturas indígenas de Mesoamérica. Es antiquísimo pues lo encontramos usado ya en Oaxaca con la primera cultura que florece en los valles, la que llamamos Monte Alban I, varios siglos antes de la era cristiana, y forma la base esencial de todos los otros cómputos calendáricos de mayas, zapotecos, mixtecos, totonacos, huaxtecos, teotihuacanos, toltecas, aztecas, etc. (…) Este período de 260 días, de nombres diferentes por el número o por el signo, era un período mágico que servía a los astrólogos aztecas para predecir y evitarla mala suerte que le correspondía a un hombre que había nacido en un día mal afortunado”.

[11] Así, por ejemplo, -por continuar ilustrando estas aserciones en el signo-pantera desde el cual estamos ahondando en las concepciones mesoamericanas de la literatura de Pitol-, según Miguel Covarrubias, el jaguar mutó -al perder y agregársele determinados rasgos- en Tlaloc, Dios de la lluvia; figura sobre la que recaería gran parte del contenido religioso-filosófico que los nahúas mexicanos atribuyeron después a Quetzalcoatl; y Tlaloc terminó por devenir, igualmente, en la cultura mexica en uno de los muchos tonales que encarnaba el Dios Tezcatlipoca -el jaguar negro-; gémelo contrapuesto a Quetzalcoatl que para los mixtecos también podía representarse con los rasgos característicos de un jaguar, en Covarrubias, Miguel. El águila, el jaguar y la serpiente. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1961.

[12] En el extraordinario libro de López Austin, Los mitos del Tlacuache, por ejemplo, nos refiere uno de los muchos significados de esta figura tan etérea que puede, a su vez, ser “resistente a los golpes, el despedezado que resucita, el astuto que se enfrenta al poder de los jaguares, el jefe de los ancianos consejeros, el civilizador y el benefactor” y que con tanta precisión se adapta a la figura simbólica cósmica del mexicano en una referencia que es, sobre todo, prolongable hacia sus artistas. Desde este punto de vista, existe, por ejemplo, un mito prometeico del tlacuache que, desde luego, sería adaptable al artista mexicano pero, sobre todo, -y teniendo en cuenta las veleidades y las metamorfosis con las que opera tanto el medio mexicano como en el occidental- a la obra de Sergio Pitol. Nos refiere de este mito -uno de tantos en los que es protagonista el tlacuache- López Austin: “El tlacuache, comisionado u oficiosamente, va con engaños hasta la hoguera y roba el fuego, ya encendiendo su cola, que a partir de entonces quedará pelada, ya escondiendo la brasa en el marsupio. Gran benefactor, el tlacuache reparte su tesoro a los hombres. Sin embargo, el mito no siempre concluye con el don del fuego. Entre los coras, por ejemplo, el mundo se enciendo cuando recibe el fuego, y la Tierra lo apaga con su propia leche. Entre los huicholes el héroe civilizador es hecho pedazos; pero se recompone uniendo sus partes y resucita”, en López Austin, Los mitos del Tlacuache. México, Alianza, 1990. pp, 21-22.


Bibliografía.

Bataille, Georges. El erotismo. México. Tusquets. 2008.

Caso, Alfonso. El pueblo del sol. México. Fondo de Cultura Económica. 2007.

Covarrubias, Miguel. El águila, el jaguar y la serpiente. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1961.

León-Portilla, Miguel (compilador). De Tehotihuacan a los aztecas. Fuentes e interpretaciones históricas. México, Universidad Nacional Autónoma, 1995.

León-Portilla, Miguel. Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares. México, Fondo de Cultura Económica, 1983.

López Austin, Alfredo. Los mitos del tlacuache: caminos de la mitología mesoamericana. México, Alianza, 1990.

Sodi M, Demetrio. La literatura de los mayas. México. Joaquín Mortiz. 1986

Pitol, Sergio. La pantera, en Sergio Pitol en casa. La palabra y el hombre. Revista de la Universidad Veracruzana. agosto 2006.

Pitol, Sergio. No hay tal lugar. México. Era. 1967.


* Doctor en Literatura española, teoría de la literatura y crítica literaria con mención europea por la Universidad de Murcia.


© Alejandro Hermosilla Sánchez 2010

Publicado en Espéculo 45. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

No comments:

Post a Comment