por Jon Lee Anderson
Cuando el presidente Obama estrechó la mano del presidente cubano Raúl Castro, el martes pasado en la sección VIP del funeral de Nelson Mandela en Johannesburgo, se trataba de algo más que una mera gentileza entre jefes de Estado, aunque ciertamente esta jugó un papel. Bill Clinton estrechó la mano de Fidel Castro en la reunión de Naciones Unidas de 2000. Pero como primer presidente afroamericano de los Estados Unidos y declarado admirador de Nelson Mandela desde su juventud, Obama tiene que haber sabido del rol histórico desempeñado por Cuba en la lucha contra el apartheid.
Después de que Angola ganara su independencia de Portugal en 1975, las fuerzas sudafricanas y las tropas que le obedecían pelearon para socavar al nuevo gobierno marxista de ese país. Por entonces, la administración Reagan apoyaba tácitamente los esfuerzos sudafricanos para contener al comunismo en el sur de África. Más de trescientos mil soldados cubanos, por su parte, combatieron junto a los angoleños hasta que Sudáfrica retiró sus tropas, en 1988, tras duras derrotas infligidas por los cubanos en el campo de batalla.
La paliza que sufrieron los sudafricanos en Angola fue, en términos históricos, uno de los factores clave que marcaron el fin del régimen del apartheid en el país. Incapaz ya de imponerse militarmente contra los “Estados-frente de batalla” de mayoría negra, Sudáfrica se retiró del combate. También operaban otras fuerzas, incluyendo las sanciones (NdT: internacionales contra Sudáfrica por el apartheid) y los esfuerzos del Congreso Nacional Africano, partido de Mandela, en el propio país. Pero, de un modo u otro, dos años después el régimen blanco de Pretoria cortejaba a Mandela, que había estado preso durante un cuarto de siglo, para buscar una transición pacífica (Cuando Mandela fue arrestado, en 1962, el desastre de Bahía de Cochinos era noticia reciente).
Mandela reconoció el carácter trascendental del apoyo de Cuba a la causa contra el apartheid cuando voló hacia allí en julio de 1991, un año después de su liberación, en uno de sus primeros viajes al exterior. Fue recibido como un héroe por los cubanos, que se agolparon en las calles para lograr verlo, y, parado junto a Fidel en una ceremonia, Mandela le agradeció por su compromiso y proclamó: “Cuba es nuestro segundo hogar”. Fidel le dio la medalla de la Orden Nacional José Martí. La relación persistió. Cuando Mandela asumió como primer presidente negro de Sudáfrica, en 1994, Fidel fue su invitado especial. En los años que siguieron, Cuba ha enviado miles de médicos a trabajar en las comunidades pobres de ese país como parte de una campaña de extensión e influencia internacionales que la isla ha realizado durante décadas.
Fidel, ya de 87 años, está demasiado débil para viajar, de modo que Cuba está representada, en su lugar, por su hermano menor, Raúl, robusto a sus 82 y su sucesor formal en el poder desde 2008. Comandante por largo tiempo de las fuerzas armadas revolucionarias de Cuba, Raúl ayudó a conducir la expedición militar en Angola.
Es el fin de una era, claramente, a medida que se van los gigantes de la Historia y son remplazados por personajes menores. En el funeral de Mandela, Jacob Zuma, actual presidente sudafricano, un hombre con pies de barro, fue silbado por su gente. Y Raúl Castro ciertamente no es Fidel. No tiene nada del carisma de su hermano, de su espíritu romano y su altivez revolucionaria. También es menos testarudamente idealista. Raúl ha acelerado recientemente unas reformas económicas muy necesarias y ha iniciado movimientos –aunque en formas muy embrionarias- hacia una mayor libertad de expresión en la isla. Parece improbable que los cambios pragmáticos se extiendan a una glasnost política, pero el cambio decididamente ha comenzado en Cuba. No llega menos lentamente, en cierto sentido, que en la Sudáfrica post-apartheid, donde incontables racistas blancos no reformados viven prósperamente al lado de sus ex víctimas negras todavía pobres, pero adhieren, por propia supervivencia, al espíritu de los nuevos tiempos.
También Obama, en los Estados Unidos, representa una nueva era, un mundo post-ideológico y de expectativas reducidas pero vuelto mejor y más justo por Nelson Mandela. Obama mismo es beneficiario de una épica lucha política que tuvo lugar una generación y media atrás, en la que Mandela puede haber tenido un rol positivo más directo que alguno de los hombres que ocuparon antes la Casa Blanca. Paradójicamente, dadas las restricciones que subsisten en su propio país, los hermanos Castro también jugaron un rol. Si los apretones de manos son símbolos de reconciliación, entonces es adecuado históricamente que Obama y Raúl Castro se saluden uno al otro hoy en el estadio de fútbol FNB de Johannesburgo.
Fidel, por su parte, siempre ha estado extremadamente orgulloso de lo que hizo en Angola y en favor de la causa contra el apartheid. En verdad, en términos históricos, en medio de incontables gestos políticos cuestionables –o más que ello-, aquella bien puede haber sido su hora más alta.
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De El puercoespín, 11/12/2013
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