Daniel Castelo
El concierto de la banda punk que copó un desvencijado reducto de San Telmo durante el primer sábado de octubre me había dejado su cotillón habitual: magullones post pogo, olor a cerveza en la ropa, la remera con un agujero inarreglable y una groupie que no consiguió músico colgándome del cinturón.
Subimos la escalera que nos separaba del mundo exterior, ese al que uno vuelve buscando alguna dosis extra de oxígeno. Todo parece mejor fuera del pozo en que suelen transcurrir los trances de distorsión y gritos de one two three four.
En la vereda buscamos contacto con la realidad de la noche urbana, entre neones y carteles caza turistas que prometían happy hours y picadas completas.
Caminamos hasta toparnos con el hotel menos decente del barrio. Sobre el mostrador, un letrero mal escrito con birome azul decía que solo se permitían “mujeres solas y familias”, pero la madrugada, el pago en efectivo y, sobre todo, el escaso número de huéspedes, alcanzaron para que nos dieran la llave de la habitación 12 .
—Cualquier cosa, el número para conserjería es el diecisiete.
—Gracias.
Diecisiete, la desgracia. Genios del marketing.
Apenas abrí la puerta y la dejé pasar se arrojó sobre el silloncito más sucio del cuarto. Cuando la tuve frente a mi bajo la luz pude ver el estado de abandono en que se encontraba esa chica. El asiento de cuero mal curtido en el que apoyó el culo no estaba en mejores condiciones. O sí, si es que uno elegía mirar un poco más allá de sus medias rotas, el shortcito de cuero negro con tachas y la remera-clisé de los Ramones transpirada.
Así como estaba, así como estábamos, nos miramos tres segundos que alcanzaron para definir que había que coger ahí y en ese momento, que para eso habíamos ido, que el sol empezaba a asomar y que el primer pájaro que osara cantar iba a arruinar la ceremonia.
Después de gritar ¡amén! por las sendas acabadas que nos prodigamos (el orgasmo no deja de ser, en cierta forma, una cuestión de fe), me dejé caer sobre el colchón, leí en voz alta la tapa del diario del día anterior que alguien había dejado olvidado y esperé a ver su reacción, la cual, calculé, iba a limitarse a una mirada tan dirigida hacia mí como perdida en la eterna nebulosa de su adolescencia tardía
Atinó apenas a un chistido al que siguió un insulto al gobierno, a la clase política y a los taxistas, que también figuraban en los titulares por el anuncio de un paro.
—Y vos también sos un hijo de puta.
Lo dijo sonriendo y quizá por eso no respondí tirándole el velador infecto que con una lámpara de 40 watts jugaba el rol de artefacto lumínico, tan inútil como el cerebro de ella después de la dosis de heroína que se estaba empezando a meter. Tan inservible como mis calzones después de usarlos para limpiar la mugre que habíamos dejado en la cama.
El ventilador de techo giraba en cámara lenta, como en una escena de Casablanca, pero sin el glamour de la guerra según Hollywood. Acá no jugaban ni Bogart ni Ingrid Bergman, acá simulábamos vida una groupie que se conformó con un cronista, y un periodista de columna semanal al que le bastó por un par de horas la compañía de una rockera de documental clase B.
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De La Unica, Buenos Aires, 01/11/2013
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