DANIEL AVERANGA
"Qué
patética la literatura que habla de Bolivia”, me dijo, mientras yo atendía el
stand de Nuevo Milenio en la pasada feria del libro, una muchacha que estudiaba
en cierta carrera social.
Recuerdo que se
me aproximó, con la expresión de analista ecofeminista, digna de atención y de
respeto, y me dijo aquello; después de su juicio se acomodó los lentes de
marcos gruesos y oscuros, tipo lentes de Rick Moranis en Querida, encogí a los niños (esto lo digo sin subtexto, por si
acaso), apretó contra sus brazos el bolso con la imagen de una Frida en
caricatura (horrible caricatura, por cierto), sopló un mechón fucsia que le
caía cerca de la boca y esperó mi réplica.
Como la
estudiante no era la Wara Godoy, ni David Bowie, ni Lady Gaga, ni siquiera
Lisbeth Salander, ese mecanismo de defensa (y ofensa) que tengo y que sólo
parece activarse cuando estoy atendiendo el Facebook, se activó.
Pero sólo pude,
en ese momento, responderle con una sonrisa, porque en vivo y en directo me
propuse, hace algunos años, lo recuerdo muy bien, en celdas de la avenida
Pando, ser o tratar de ser buena gente. A veces no me resulta, claro, y en vez
de sonrisa, parece que esbozo una mueca como la de alguien que ha sufrido un
problema estomacal interno grave.
Le señalé la
novela de Sara Gallardo y el impresionante libro de no ficción de Saúl Montaño
y le repetí los precios; ella tomó ambos ejemplares y empezó a esbozar otros
juicios de valor, ensalzando de pronto a Cortázar y a Andahazi, mezclándolos
como si se hiciera cruzar a la fuerza a un chihuahua con un rottweiler
(adivinen quién es el chihuahua).
Algo en mi mente,
algo que parecía, quizá, el sentimiento de rebeldía que nacería de un José
Arcadio Segundo frente a los militares en aquella estación de trenes, hace casi
45 años, hizo que dijera:
-¿Vas a comprar o
no?
La estudiante
retorció los labios pintados de lila y dijo:
-¿Disculpa?
-A ver lee estito
-retruqué antes del cataclismo, y le alcancé El señor don Rómulo, señalándole el pasaje en donde se hablaba de
potos y de violencia ecomachista.
La muchacha leyó
primero en voz alta y se calló de pronto. Se aclaró la garganta y siguió
leyendo, pero ahora silenciosamente. Esa fue mi réplica.
Gracias, Claudio,
por escribir tan jodidamente bien.
"Los dos
sombreros del gallego”
Y bueno, después
que la muchacha se fuera con una mirada a lo Norma Piérola que aseguraba un
rencor continuo, o como la típica de oficialista por haber comido sin llajua en
Obrajes, abrí el libro de José Guerrero y comencé a leerlo ese rato, antes que
apareciera alguien más a hablarme de lo patético que es escribir una novela, o
un cuento, o una crónica, que tuviera a Bolivia de tramoya.
Estaba ronco, con
una de esas ronqueras que sólo se curan con ron, cachaza o singani, y
sinceramente Los dos sombreros del
gallego me jodió más la ronquera.
Les explico por
qué.
Francisco, el
personaje central de la novela de Guerrero, es un español que tiene una especie
de anticorazonada, y ésta misma le empuja a viajar a Bolivia.
Está escapando de
un amor extinto, con el corazón batido como pelota después de un partido en la
cancha Zapata (futura cancha Evo Morales, por si acaso); y lo hace porque su
corazón está golpeado, no roto, golpeado por la ausencia voluntaria de su
expareja, una tal Almudena (no Grandes, Almudena a secas) y por supuesto que el
pretexto racional para viajar no es el que dice Steinbeck en Traveling with Charlie, su
libro-crónica, sino que viajar se lo hace principalmente para escapar, sin
decir que se está escapando. En síntesis, todos escapamos siempre de algo.
Este leitmotiv es
la base para Los dos sombreros del
gallego, y Bolivia, que se presenta como una tramoya más al principio de la
lectura, poco a poco se convierta en el personaje central que fagocita a un
sorprendido y cándido Francisco, sin opción a réplica ni a arranques
emocionales exagerados.
Si has venido a
curar tu "corazón rebotado” a Bolivia, parece decirle nuestro país a
Francisco, tomá.
Y las situaciones
se van agolpando, una a una, con una significación interesante, haciendo que
los pensamientos que construyen a la Bolivia desde la perspectiva de Francisco
cambien, se metamorfoseen y hasta se integren en un todo que exuda clase,
ritmo, humor inagotable y también una forma enigmática de ver la realidad.
No estamos ante
intelectuales que vanaglorian a Sharpe, Carver o Auster (escritores buenos, y
que hay que leer, pero que no debieran ser santos de devoción primordial para
escribir algo sensato, como la novela de Guerrero); estamos ante un personaje
que no sabe qué quiere al final, o sí sabe, pero que no devela directamente lo
que está buscando, sino que lo muestra en subtextos, en las descripciones de su
problema estomacal y de su miedo inocente, ese miedo que los extranjeros tienen
cuando van a un lugar como Bolivia, y que a veces (muy pocas veces) se concreta
cuando se topan con una organización subterránea que secuestra españoles o en
sí europeos y, en la línea de Hostel, los vende para juegos de tortura.
Patetismos
En fin. Si la muchacha
del cabello fucsia y sentido de dignidad millenial se hubiera quedado un poco
más, creo que le hubiera conminado a ir hasta el stand de Kipus ese momento a
gastar el dinero que de seguro se gastó en una biografía de Kahlo, mal escrita
por Jodorowsky, todavía. Pero no. Me pasé esos días, los últimos de la feria en
los que había poca gente, leyendo la novela de Guerrero y riéndome hasta el
momento peligroso de provocarme gargajos del tamaño de babosas achocalleñas,
que obviamente terminaban en el basurerito que estaba al lado del stand de
Impuestos Internos. (Ahora que lo pienso, hubiera puesto más fluidos
innecesarios en ese basurerito...).
Le hubiera dicho
a esta muchacha que la literatura en sí era un acto patético, de egolatría, que
buscaba atención, que nacía de las ínfulas por lograr algo menos patético que
existir, haciendo al mismo tiempo, paradoja de paradojas, algo más patético.
Le hubiera dicho
que quizá por ser patética, la literatura que habla de Bolivia merecía algo más
que eso.
Y la respuesta
estaba en el libro de Guerrero, obviamente.
Estaba en este
libro, como estuvo siempre en los libros de Nisttahuz, o en Los cuartos de
Sáenz, o en los libros de la Spedding, o en los cuentos y novelas de Manuel
Vargas.
Incluso, ahorita
que sigo con este resfrío mal curado, pienso que si me hubiera comportado
amablemente quizá esta muchacha que no era la Wara, ni Andy Warhol, mucho
menos Rihanna, me hubiera hecho el favor de írmelo a comprar un maldito
antigripal o un respetable antitusivo.
O no sé, unos
dulcecitos de eucalipto aunque sea...
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De LETRA SIETE
(PÁGINA SIETE/La Paz), 27/08/2017
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