Tuesday, August 22, 2017

La paradoja de los “objetos esquizofrénicos”

MARÍA ALBA BOVISIO

Los hombres difieren, existen y perduran por sus obras; en este sentido el destino de los objetos define los modos de construir la memoria histórica y ese destino está determinado por las concepciones en torno a la existencia de determinados “tipos” de cosas. Los términos “obra de arte”, pieza arqueológica” y artefacto etnográfico” han sido centrales en la taxonomización occidental de los objetos, sobre todo en función de definir sus destinos museográficos y disciplinares, y se han construido a partir de una categorización de carácter ontológico, vale decir, los tipos de cosas se definen por sus cualidades intrínsecas. Como bien señala Schaeffer, respecto del concepto de “objeto estético”, este se basa en la idea de que existe una clase específica de cosas definida en términos de formas visuales que es el objeto de la Estética;[1] de modo que habría otro tipo específico de objetos que estudia la Arqueología, que serían las “piezas arqueológicas”, otros los “artefactos etnográficos”, estudiados por la Etnología, y las “obras de arte”, cuyo estudio correspondería a la Historia y la Teoría del Arte.

En este trabajo nos proponemos revisar la paradoja implícita en las definiciones ontologizantes y plantear otra mirada posible partiendo de la idea de que toda existencia, tanto de objetos como de sujetos, es de carácter relacional, vale decir, “relativa a un observador o un usuario”.[2] Entonces la pregunta sería: ¿en qué contextos de producción, uso y circulación determinados objetos se constituyen en obra de arte, artefactos etnográficos o piezas arqueológicas?

Ahora bien, a diferencia de la categoría de “obra de arte”, las de “pieza arqueológica” y “artefacto etnográfico” surgen de los discursos disciplinares y no de los contextos de producción de los objetos, más allá de que se puedan “falsificar” los que se identifican como tales. Concretamente, en Occidente los productores a partir del siglo XV se referirán a sus obras en términos de “arte” u “obras de arte” mientras que, evidentemente, los hacedores de ceramios de época prehispánica difícilmente los hayan considerado “piezas arqueológicas”, del mismo modo que las actuales tejedoras wichi no definen a sus tejidos de chaguar como “objetos etnográficos”. En este sentido, la Arqueología y la Etnología son los contextos originarios en los que determinados artefactos se constituyen como “piezas arqueológicas” y “artefactos etnográficos”, respectivamente.
Cerámica Santa María, Belén y San José

Los objetos arqueológicos coexistieron en los gabinetes europeos de los siglos XVI, XVII y XVIII junto a diversas curiosidades (monstruosidades, huesos de animales desconocidos, minerales, plantas y animales exóticos, etc.) identificados con el concepto de “antigüedades”. Esta concepción se proyectó en los nacientes museos latinoamericanos de principios del siglo XIX.[3] Pero la consolidación de la Arqueología científica, a principios del siglo XX, con la instauración de la excavación dirigida por el arqueólogo como el método central de la disciplina, va desplazando progresivamente el concepto de “antigüedad” al de “pieza arqueológica”, es decir, proveniente del “registro arqueológico”. La presencia del arqueólogo es lo que garantiza que la excavación se constituya en prueba y esta se plasmará en planos, información topográfica, dibujos, fotos, etc. que permitirán transmitir las condiciones del hallazgo. Tal como señala Podgorny, “la transformación de los objetos y la excavación en notas y registros en papel constituía parte de la tecnología literaria para que cualquier lector pudiese repetir las pisadas grabadas en el campo”, creándose así el artificio de que se tenía acceso a un tiempo, el del objeto, y al de la excavación, que ya no existían.[4]

El registro arqueológico es un artificio construido por el arqueólogo con la intención de acceder a lo que ya no está, las prácticas que se desarrollaron entre sujetos y objetos que evidentemente no se definían como “arqueológicos”. Lo mismo ocurre con los artefactos etnográficos devenidos como tales, no en sus espacios de procedencia sino en el proceso de recolección en sociedades vivas no-occidentales que Occidente ha estudiado/colonizado/recolectado a lo largo de la historia.

Analicemos qué ocurre en el caso de las “obras de arte” y la disciplina que le corresponde, como señalamos, al parecer habría coincidencia entre la categoría construida por la disciplina y la configurada en los contextos de producción, uso y circulación, es decir, el atelier, el museo, la galería, la academia, etc. (Me refiero a estos espacios no en términos físicos, ni puramente institucionales, sino como redes que involucran sujetos y objetos en la praxis). Ahora bien, esta coincidencia está fundada en la historicidad del concepto de “obra de arte” y es justamente por esa razón que se verifica solo en el caso de la producción occidental comprendida entre los siglos XV y XIX. Frente a esta podemos hablar de “obra de arte” como objeto creado por un productor especializado, el “artista”, para circular en espacios también especializados (colecciones, museos, salones, etc.) y destinado, principalmente, a la contemplación estética (más allá de las otras funciones políticas, religiosas, sociales que puedan atravesarlo).

Sin embargo, los museos de “Bellas Artes” albergan en sus colecciones un espectro mucho más amplio de objetos, posesión justificada en la proyección de esta categoría, surgida en un momento histórico de la producción de objetos en Occidente, a otros de otras épocas, con otras funciones y sentidos. La posibilidad de esta proyección-apropiación radica en la ontologización de la idea de obra de arte, vale decir, una talla religiosa medieval es una “obra de arte” porque comparte con una escultura de Giacometti determinadas cualidades plásticas y formales, generalmente identificadas con una “intencionalidad estética”. Ahora bien, esta proposición entra en crisis ante obras producidas desde principios del siglo XX como los ready mades de Duchamp cuyas cualidades plástico-formales son equiparables a las de los artefactos comunes. Esto demuestra que la utilización de la categoría de “obra de arte” como objeto específico en términos ontológicos no solo es problemática al tratar de aplicarla a objetos de otras culturas sino en el seno de la propia producción occidental.[5]
Siglo XIV, Catedral de Burgos

Por otra parte, cuando se definen como “obras de arte” objetos de otras culturas, ya sean del pasado o del presente, el mecanismo de apropiación radica en los mismos criterios, el de propiedades plástico-formales compartidas. Cuando las vanguardias habilitan nuevas formas de arte descentradas de lo “bello clásico” posan sus ojos en las producciones no occidentales que serán ahora definidas como arte a través de una operación que también se basa en definiciones de carácter ontologizante. Las obras no-occidentales responden a los nuevos intereses plástico-formales de las búsquedas vanguardistas, síntesis, abstracción, deformaciones expresivas, anti-naturalismo, arbitrariedad, etc., cualidades compartidas que los vuelven “arte”, en este caso de vanguardia[6]. Price ha señalado que la relación que establece el arte moderno con el arte primitivo puede pensarse como la inversión de las relación copia-original, puesto que si bien las máscaras africanas que inspiran a Picasso son anteriores a su obra protocubista (la mayoría eran de fines del siglo XIX), serán consideradas “arte” por ser “tan buenas” como las obras del artista. En este sentido los “artistas” africanos lo son porque su producción se asemeja a la del maestro vanguardista: “…the mask is presented as deriving its value from its striking similarity to an art object of Western-authentical importance, thus taking on, in some sense, the status of a “copy”.[7] Los valores del mercado reforzarían esta relación en tanto y en cuanto el original (la obra de Picasso) siempre es más caro que la copia (la máscara). El objeto “primitivo” deviene arte por la similitud estética con la obra vanguardista pero arte de segunda mano, arte de imitadores. Este mecanismo se reitera hasta el presente en todos los casos en los que artistas contemporáneos “consagrados” se apropian de técnicas y estéticas procedentes de producciones etnográficas, populares o prehispánicas[8].

Siguiendo a la llamada “teoría institucional” del arte podríamos afirmar que no hay una cualidad en los objetos que los definan como arte sino que estos pasaran a serlo en la medida que el campo del arte (vale decir sus agentes, artistas, coleccionistas, críticos, académicos, etc.) se los apropian como tales,[9] de acuerdo a los desarrollos tensiones, conflictos y aspiraciones propios de ese campo.

Sin embargo, tal como señala Gell,[10] la teoría institucional del arte es insuficiente porque no da cuenta de los criterios que rigen la incorporación de “cualquier artefacto” al campo del arte considerando los sentidos que se ponen en circulación en relación al público. Al respecto, la posición de Danto que pone énfasis en el rol de la obra como generadora y trasmisora de significados que son interpretados por quienes están frente a ella, adquiere relevancia. Para el autor, que apunta a una definición universal del arte, este es fundamentalmente “significado encarnado”[11], esa es la propiedad por la que es “arte” tanto un cuadro de David como las Brillo Box de Warhol, no se trata de una cualidad visible sino de una “propiedad invisible”.[12] Sin embargo, hay un punto en el que discrepamos con la teoría de Danto puesto que sostiene que esta generación de sentidos es posible en la medida que construye representaciones sobre lo real apartándose de toda funcionalidad práctico-utilitaria.[13]

Esta posición converge, en cierta medida, con las que abrazan definiciones categoriales fundadas en cualidades intrínsecas de los objetos que son las que han dominado, fundamentalmente hasta el último tercio del siglo XX, el discurso de la historia del arte. Por ejemplo, Erwin Panofsky -quien al igual que Danto enfatiza en su definición el “significado” generado a través de la forma- señala que las obras de arte son “objetos de factura humana”, al igual que “los vehículos de comunicación y las “herramientas”, pero se diferencian de estos porque “tienen siempre una significación estética” y exigen ser “experimentadas estéticamente”, vale decir, a través de los elementos formales; en tanto que en los “vehículos de comunicación” predomina la función de transmisión de conceptos y en las herramientas la práctico-utilitaria. La significación estética de la obra se da, según el autor, porque el interés por la forma equilibra y a veces hasta eclipsa el interés puesto en el contenido. Sin embargo, señala “…que no se podría, ni se debería tratar de definir el momento preciso en que un vehículo de comunicación o un aparato empieza a ser una obra de arte […] Donde termina la esfera de los objetos prácticos y comienza la del arte depende de la “intención de los creadores. Esta intención no puede ser determinada absolutamente”.[14] Conclusión que evidencia la inoperancia de las definiciones centradas en cualidades o propiedades que radican en el objeto.[15]

Ahora bien, también podríamos pensar en otra concepción más amplia de la idea de arte que no se sustente solo en relaciones generadas al interior del campo del arte occidental consolidado en el siglo XVIII sino en otros campos posibles donde se den determinado tipo de relaciones que pongan el acento en las trasmisión y generación de sentidos a través de un lenguaje plástico. Desde esta perspectiva el ser “obra de arte” de, por ejemplo, una estatuilla prehispánica o un fetiche africano del siglo  XIX se superpone o entrelaza con el ser objeto ritual, funerario, etc.

Las polémicas desatadas durante los primeros años del siglo XXI por la reinauguración del Museo del Hombre de París podrían aplicarse a las que subyacen en nuestro país acerca de cómo exhibir piezas que no fueron pensadas como “obras de arte”. El proyecto se debe al presidente Jacques Chirac que decidió reunir las colecciones del Museo Nacional de Artes de África y Oceanía y del Departamento de Antropología del Museo del Hombre y encargar al arquitecto Jean Nouvel la construcción del edificio del museo destinado a “celebrar la universalidad del género humano”.[16]

El nuevo museo se abrió en 2006 con el nombre neutral de la calle en la que se ubica, Museo de Quai Branly[17], pero ya en el año 2000 se inauguró en el Pabellón de la Sesiones, en la zona sur del Palacio del Louvre, un espacio diseñado especialmente para exhibir 108 objetos pertenecientes al antiguo Museo del Hombre: piezas prehispánicas amerindias y de los siglos XVIII, XIX y XX procedentes de las colonias de Asia, África y Oceanía[18].

Las querellas suscitadas en torno a la correcta museificación de esta sala anticiparon las que seguirían respecto del montaje del Quai Branly. El eje de la polémica fue el acento puesto en la sala del Louvre en la “objetividad perceptiva de la pieza”[19] lo que se denunció como gesto estetizante que hacía hincapié en la cosa en sí, descontextualizándola.

Por su parte, los responsables de la museografía destacan que: “Tras varios siglos de espera[20], estas obras maestras llegan el Museo del Louvre con esplendor y solemnidad: cuentan con el mismo trato, exposición y respeto que las obras de las otras salas del museo” y que si bien “el valor estético de las obras destaca en primer lugar, siguiendo el espíritu del Museo del Louvre”, el visitante puede ampliar sus conocimientos a través de los mapas, fichas descriptivas y pantallas interactivas “que permiten acceder a información complementaria sobre el contexto de origen de los objetos.[21]

Queda así planteada la existencia de dos modos de exhibir estos objetos no-occidentales, uno se identifica con una “museificación científica” que da cuenta del contexto espacio temporal y social de los mismos y el otro con una “museificación estética” que pone énfasis en los valores plásticos que al parecer desde esta óptica nada tienen que ver con la historia de las sociedades. Definir en el espacio museográfico al objeto como “artefacto etnográfico” o como “piezas arqueológicas”, implica señalar la distancia espacio-temporal y cultural explicando cuáles son sus significados esotéricos, sus funciones, sus técnicas y materiales, mientras que definirlo como “obra de arte” supone la anulación de las distancias con el Occidente moderno exaltando el nombre, tiempo y lugar del artista o de la comunidad que lo creó.[22]
Figura chimú, Chan Chan

Respecto al montaje del Museo de Quai Branly García Canclini, haciéndose eco de lo planteado por antropólogos como Clifford, Godelier y Descola, entre otros,[23] señala que “la exposición presenta una lectura estetizante con una pretensión universalizadora condicionada por la historia colonial francesa, desde la que se decide cuáles son obras maestras”. El edifico permite una circulación por desfiladeros en penumbras en los que destacan las vitrinas iluminadas donde se encuentran las piezas sin ninguna información, salvo la de los textos que introducen a las salas y unos pocos videos sobre ceremoniales o vida cotidiana de las comunidades: “la escasez de explicaciones y sobretodo la penumbra general propone una estetización uniforme”.[24]

En sintonía con esta cuestión María Hellemeyer analizó los criterios curatoriales aplicados en la Sala de Arte Precolombino del Museo Nacional de Bellas Artes, inaugurada en septiembre de 2005 (y desmontada hace ya más de dos años) reivindicando el interés por rescatar los valores “artísticos” de las piezas en comparación con el “criterio cientificista” que rigió el montaje de las salas sobre culturas precolombinas del Museo de La Plata, y, aunque con ciertos matices, las salas dedicadas a los Andes y el NOA prehispánicos del Museo Etnográfico.[25] La autora opone el montaje “cientificista” al “artístico” señalando que en el museo de La Plata “la iluminación y la agrupación en las vitrinas no permite destacar los aspectos plásticos de cada una de las piezas”;[26] mientras que en el Etnográfico “las piezas son exhibidas como objetos de estudio antes que como obras con valores estéticos”.[27]Hellemeyer plantea que solo en el MNBA hay “un rescate de la dimensión estética del arte precolombino” expresado en los criterios de iluminación tenue, con una luz focal sobre las piezas y señala, además, que “en la sala el visitante dispone de la información contextual que provee la arqueología y permite acercar algunas de las ideas que dieron origen a este arte, para sumarlas a la interpretación estética”.[28]

Cuando la autora plantea en términos de “sumar” la información contextual a la “interpretación estética” confirma la escisión entre un abordaje científico de las piezas y un abordaje estético.[29] En la medida que se piensa en términos de cualidades ontológicas, pareciera que si se evidencian rasgos estéticos es necesario suspender o pasar a segundo plano, los aspectos funcionales, utilitarios, etc., y viceversa, si hay un énfasis en explicar el objeto en su contexto originario será necesario relegar las exhibición de sus cualidades formales, es decir, estéticas. A este supuesto subyacente se agrega el de que las cualidades estéticas corresponden a las “obras de arte” y las funcionales, sociales etc., a los “artefactos”, ya sean etnográficos o arqueológicos, de modo que, por ejemplo, para que un orebok  bidjogo de Guinea Bissau, talla en madera que encarna el espíritu de un difunto, pueda ser “obra de arte”, en este caso una escultura en madera, hay que sustraerle la funcionalidad ritual que la hacía ser “pieza etnográfica”.

En Argentina la vigencia de estos criterios se expresa cada vez que se exponen piezas precolombinas o etnográficas en ámbitos destinados al “arte”. Uno de los espacios consagrado fundamentalmente al arte contemporáneo que ha albergado en más de una ocasión obras precolombinas y etnográficas es la Fundación Proa, ubicada en el barrio porteño de La Boca. En todos los casos los criterios de montaje, más allá de la variedad de curadores, han denotado el peso de la “creencia” (uso esta palabra ex profeso apelando a toda la densidad de su sentido) acerca de la existencia de una dimensión estética que radica en cualidades plástico-formales de los objetos que hay que exaltar para justificar su definición como “obras de arte”, velando la dimensión histórico-contextual. Las piezas arqueológicas y los artefactos etnográficos pueden devenir obras de arte pero en la medida que se piensa que ontológicamente son una cosa o la otra se plantea un dilema que configura un objeto esquizofrénico, esquizofrenia que debe paliarse ocultando una de sus identidades y afirmando la otra.

Tomaré como ejemplo la primera de estas exhibiciones que se presentó entre marzo y mayo de 1999 a raíz de la adquisición por parte de la Cancillería argentina de la colección precolombina de Francisco Hirsch, salvándola de ser desperdigada en ventas al exterior.[30] La relación entre el montaje y los textos del catálogo es elocuente respecto a cómo operan los postulados que venimos analizando. En primer lugar, en el texto que abría el catálogo Guido Di Tella, canciller en ese momento, afirmaba los criterios que rigieron la conformación de la colección Hirsch:[31] las piezas precolombinas expresan un “diálogo representación-abstracción que las emparenta con el arte contemporáneo”; discurso que responde a una concepción primitivista que se remonta a principios del siglo pasado, el valor de las producciones no-occidentales se funda en este “parentesco” formal con el arte contemporáneo y es “gracias” al surgimiento de las vanguardias del siglo XX, que “rompieron la asociación entre arte, belleza y arte y naturaleza, arte y representación, […] que comienza a apreciarse el llamado arte primitivo, tan valorado por Picasso y los cubistas en general”.[32] Di Tella insistía en que las piezas prehispánicas demuestran que “nuestro continente vivió procesos equivalentes a los tan admirados por los artistas de la modernidad…”.[33] Es por esta supuesta “equivalencia” que las piezas precolombinas han merecido exponerse en un espacio dedicado al Arte contemporáneo como Proa y pasar a formar parte de la colección de la Cancillería argentina conformada fundamentalmente por obras de artistas argentinos y latinoamericanos del siglo XX.

En consonancia con los planteos de Di Tella, la muestra se “completaba” con la proyección de una serie de diapositivas, tomadas del catálogo de la exhibición “Primitivismo en al arte del siglo XX: afinidad entre lo tribal y lo moderno”, montada en el MOMA en 1984, insistiendo en el “parecido” (affinity) entre las obras de África y Oceanía y las de vanguardia desde el cubismo hasta la abstracción pospictórica. Este recurso confirmaba que la presencia del arte prehispánico argentino en un lugar destinado al arte del siglo XX se justificaba porque podía ser asimilado al “Arte Primitivo” consagrado por la modernidad vanguardista.

El texto que sigue al de Di Tella es el de Alberto Rex González, gran maestro y promotor de la arqueología argentina, quien además de enfatizar la importancia de las acciones tendientes a la preservación del patrimonio, ubicaba la colección Hirsch en el contexto de las colecciones del NOA prehispánico para terminar destacando el valor “tanto del punto de vista estético como arqueológico de la colección Hirsch”, reforzando la idea de una doble condición que radicaría en los objetos.

El texto central del catálogo, “Caminos sagrados”, es de autoría de otro gran experto en arqueología del NOA, José Antonio Pérez Gollán, y se estructura en tres apartados, el primero dedicado a hacer un paneo de los estudios sobre arte precolombino en la Argentina, el segundo a plantear los principales topos de la cosmovisión andina (relación con el medio ambiente, culto solar, consumo ritual de alucinógenos, etc.) y el último a presentar  un panorama de la historia precolombina del NOA. El tenor del texto (en el que no hay ni análisis, ni alusiones específicas a las piezas exhibidas) responde claramente a una voluntad contextualizadora de los objetos expuestos a través de un discurso disciplinar, el de la Arqueología. Sin embargo, el montaje denotaba otra intencionalidad muy semejante a los criterios que rigieron el del Pabellón de Sesiones del Louvre. Las piezas se ordenaron por materiales, metal, piedra y cerámica[34] y las referencias de las mismas, sumamente escuetas y casi tautológicas, “vaso decorado…”, “escultura antropomorfa en piedra”, se ubicaban en carteles en las paredes de modo que en las vitrinas se vieran solo los objetos. En el caso de las piezas de cerámica, como la historia del NOA prehispánico se ha construido a través de este tipo de materiales a partir de los cuales se han “definido” estilos cerámicos que se identificaron con culturas, se les asignaba una pertenencia cultural, Ciénaga, Aguada, etc., pero los metales y las piedras como no siempre se ajustan a las definiciones surgidas de los estilos cerámicos se presentaban sin filiación. Ciertamente en la catalogación de toda la colección (que se consigna al final del catálogo) se brinda la información completa de cada pieza y su posible adscripción cultural pero justamente esta información, que es requerida por los organizadores oficiales en el momento en que se registra la colección como patrimonio del estado, no jugó ningún rol significativo en el montaje, centrado y guiado por las cualidades plástico formales de las piezas, de ahí que se las agrupe no solo por materiales sino por formatos y diseños. Las piezas se imponían al espectador en tanto formas plásticas, “obra de arte”, y toda la información arqueológica (procedencia, función, época) quedaba relegada en el afán de que no perturbase la “experiencia estética”. Era necesario que la “pieza arqueológica” desapareciese para que la “obra de arte” pudiese aparecer.

Estos dilemas museográficos que se plantean ante objetos amerindios, africanos asiáticos y de Oceanía parecieran no surgir frente a objetos de la Antigüedad greco-latina o medievales. De hecho no se ha generado ningún debate respecto a cómo mostrar “piezas arqueológicas” como las Victoria de Samotracia en el Louvre equiparable a los desatados frente a las colecciones etnográficas africanas o amerindias. Los montajes en los museos de Bellas Artes de imágenes religiosas paleocristianas, románicas o góticas, de cerámicas griegas, esculturas funerarias etruscas, etc. no expresan conflictos con los criterios de montaje general, al parecer no existe frente a estos objetos la tensión entre museificación científica vs museificación estética que se plantea ante piezas prehispánicas o producciones etnográficas. ¿Por qué? La respuesta radicaría en una cuestión disciplinar, el dónde y cómo mostrar objetos pareciera estar en estrecha relación con las disciplinas que los analizan y los “explican”.

El estudio de la Antigüedad del Viejo Mundo surgió desde sus inicios en el Renacimiento como una rama de los estudios humanísticos.[35] Como se trataba de sociedades con escritura cuando por algún motivo faltaba el texto escrito se recurría a la excavación arqueológica de modo que la Arqueología junto con la Filología funcionaban como ciencias “auxiliares” de la Historia. Desde esta perspectiva se concibe la existencia de una historia del arte de obras europeas -e incluso del Cercano Oriente y de Egipto en la medida que han influido en el desarrollo de las occidentales- producidas antes de la aparición histórica del concepto de “arte”; incluso aquellas provenientes del “registro arqueológico” porque la arqueología europea entendida como disciplina histórica construirá un objeto de estudio pertinente para la Historia del Arte. Construcción articulada con el empeño puesto por la sociedad renacentista en la reconstrucción de la utopía perdida, el pasado grecolatino, que motorizó el desarrollo conjunto de la Arqueología y la Historia del Arte.[36]

En cambio, el estudio de la Antigüedad del Nuevo Mundo surge mucho después, hacia la segunda mitad del siglo XIX, y se aplica a sociedades que en ese momento se clasifican como “ágrafas”, de modo que antes estas la Arqueología se libera de su relación con la Filología y se acerca a la Antropología; en particular a la Etnología en la medida que esta ausencia de escritura, identificada con un estadio “primitivo”, equipara a las sociedades prehispánicas con las etnográficas tanto amerindias como de África y Oceanía, cuyo estudio se enlazaba claramente con la empresa colonial.[37]

Los objetos de la arqueología del Viejo Mundo fueron valorados desde un primer momento como “obras de arte”, modelo para los artistas del Renacimiento, piezas preciadas para coleccionistas y mecenas. Por su parte, los objetos de la arqueología del Nuevo Mundo fueron colectados en primera instancia no por arqueólogos sino por los conquistadores y colonizadores que los sustrajeron de sociedades vivas, vale decir, que se trató de “artefactos etnográficos” que circularon por Europa fundamentalmente como “curiosidades”.[38] Esta condición etnográfica se proyectó sobre todos los objetos precolombinos que con el tiempo pasaron a ser piezas arqueológicas procedentes de excavaciones. De modo que si el desarrollo de los estudios sobre los objetos de la antigüedad del Viejo Mundo habilitó la posibilidad de su inclusión en la historia del arte occidental, el de los objetos del Nuevo Mundo los consignó al campo de una Arqueología configurada bajo el paradigma a-histórico de la Etnología de fines del siglo XIX. En consecuencia se distribuirán los objetos entre museos de Etnografía y de Bellas Artes con sus respectivos modelos museográficos.

El destino de los objetos: la descontextualización y el anacronismo

A través del análisis precedente hemos querido mostrar que la ontologización de los conceptos de obra de arte, piezas arqueológicas y artefactos etnográficos articulada con los desarrollos disciplinares sustenta la vigencia de dos concepciones museográficas “en pugna”, o al menos en tensión, “la científica”, que correspondería a la Arqueología y la Etnología, y la “estetizante” que provendría del campo del Historia del Arte y la Estética, la primera funcionaría contextualizando los objetos, en tanto que la segunda actuaría en sentido inverso, descontextualizándolos.

Sin embargo, como bien señala Schaeffer respecto de los artefactos etnográficos:

la descontextualización y desfuncionalización de los artefactos en cuestión tuvo lugar mucho antes de exponerlos. El gesto decisivo fue el hecho mismo de extraerlos de la sociedad que los produjo y los utilizó, y ese gesto no podría ser anulado oponiendo una buena museificación cognitiva a una “mala” museificación estética […] Aún cuando ellos fueran devueltos a su sociedad de origen  eso no los haría recuperar sus contextos de funcionamiento originales […] y esto por razones que en parte serían las que harían posible ese retorno, a saber, un posicionamiento diferente de la sociedad en cuestión.[39]

Lo mismo podría afirmarse acerca de la exhibición de objetos prehispánicos, coloniales, de la Europa premoderna o incluso del Occidente moderno en cuyo origen no estuvo la intención de ser mostrados para ser contemplados con fines estéticos (en el sentido kantiano del término), inevitablemente son descontextualizados y desfuncionalizados. Toda exhibición museográfica de objetos que no fueron pensados para tal fin implica una modificación de su estatus originario ya sea en un museo de Bellas Artes, de Etnología o de Arqueología, vale decir, pasan a ser otra cosa en tanto provocan otra cosa, ejercen otra acción, interpelan de otro modo a los sujetos con los que interactúan. El problema en el caso de los objetos etnográficos y de los prehispánicos no radica en las descontextualización sino en que se trata de un “proceso exógeno resultado de relaciones de dominación y expoliación”.[40]

Por otra parte, podemos pensar que el destino ineludible de los objetos es ser descontextualizados y desfuncionalizados en la medida que, al permanecer en el tiempo, trascienden su contexto originario y adquieren nuevos significaciones y funciones. En este sentido la reconstrucción de la memoria que atestiguan los objetos sería posible a través del reconocimiento de la vida de estos, que al igual que los sujetos, sufren transformaciones y redefiniciones a lo largo del tiempo y su devenir o mutar de un modo de ser a otro (de artefacto etnográfico a obra de arte y viceversa) expresaría las posibles vidas del objeto en la trama relacional con los sujetos a los que interpela y que lo interpelan a su vez.
Cerámica Ciénaga y Aguada

Podemos entonces, proponer que la reconstrucción del sentido originario no debe entenderse como opuesta a la consideración de los sentidos que el objeto adquiere en nuevos contextos de circulación y que, por otra parte, la compresión de la significación de un artefacto etnográfico o arqueológico demanda un contexto tanto como una obra de arte. La oposición estetizante vs. científica pareciera negar la dimensión histórica de las producción artística. Cuando estamos frente a una obra de Van Gogh la información acerca de cuándo, cómo, dónde, para qué, etc., pintó esa obra es tan “necesaria” como frente a un ajuar funerario prehispánico o la parafernalia chamánica[41]. La operación estetizante, entendida como la exhibición despojada de datos contextuales, es una operación que afecta a la definición de todo tipo de objetos porque los significados no emanan de estos sino que se constituyen en la trama de las relaciones con los sujetos en determinados espacios de uso, circulación, etc. Al respecto Gell propone indagar el contexto en el cuál un objeto (etnográfico, prehispánico, pre-renacentista, etc.) deviene “obra de arte” por las significaciones que se ponen en juego: “…the nature of the art object is a function of the social relational matrix in which is embedded. It has no ‘intrinsic’ nature independent of the relation context”.[42]

Si rechazamos toda posición esencialista y ontologizante y pensamos al objeto como una entidad viva y actuante concluimos en que su descontextualización, desfuncionalización y refuncionalización son inevitables. Las concepciones relacionales implican que no hay un único contexto verdadero del objeto sino que en la vida de los mismos estos ocupan lugares diversos en los que encuentran diversas definiciones. Por ejemplo, una pipa para fumar alucinógenos en tanto entidad viva que propicia la transformación chamánica deja de serlo en el momento mismo en que es sacada del ámbito en el que se la usaba e interpelaba en relación a esa práctica, más allá del modo en el que se la exhiba. En este sentido coincidimos con García Canclini cuando afirma que la “fascinación” por los objetos no-occidentales podría crecer si nos preguntamos por su historia y entendemos cómo se “recargan de sentido en contextos diferentes, y si el museo –de antropología o de arte- brindara conocimientos contenidos no en el objeto sino en el trayecto de sus apropiaciones”.[43]

Si pensamos que no existen en términos ontológicos piezas arqueológicas, objetos etnográficos y obras de arte sino simplemente “objetos” originados en una diversidad de contextos, no hay objetos que naturalmente pertenezcan a determinado campo de estudio, ni a determinados espacios de circulación y consumo, de modo que, ni un óleo sobre tela del siglo XVI pertenece “por su naturaleza” al Museo de Bellas Artes, ni el fetiche africano al de Etnología. No hay lugares de exhibición correctos y otros incorrectos de acuerdo a los “tipos” de obras producidas por los hombres a lo largo de la historia porque la definición de esos “tipos” responde a artificios conceptuales construidos en el desarrollo de esa misma historia y como tales pueden ser deconstruidos. Asumir esta posición implica abandonar la pregunta acerca de qué lugar, museo o campo disciplinar le corresponde a los objetos y encarar la indagación acerca de cómo cada campo se los apropia, a través de saberes y técnicas, naturalizando sus respectivas pertenencias.[44]

Si en cambio de ontologizar los objetos en los tipos enunciados asumimos que esas categorías son representaciones surgidas de situaciones relacionales que involucran a objetos, espacios y sujetos, será en esa trama y de acuerdo a la relación de agencia donde el objeto hallará su definición. En este sentido el camino hacia la reconstrucción de la memoria histórica a través de las obras humanas debería fundarse en: una apertura transdisciplinar en función de abordar la pluralidad anacrónica propia de los objetos del pasado y del presente, el abandono del supuesto de que hay modos “verdaderos y científicos” de explicar ontológicamente a los objetos, y el planteo de la pregunta acerca de quienes y para qué se apropian de la memoria encarnada en los estos.

Quizás sea hora de asumir que, como bien señala Didi-Huberman, “la historia es una forma poética, incluso una retórica del tiempo explorado”.[45] Las operaciones sobre los objetos que nos llegan del pasado más lejano o más cercano corresponden a esa retórica de exploración.

* Una primera versión (que está inédita) de este texto se presentó en el simposio“Colección y memoria en la Argentina: construyendo identidades con imágenes y objetos” desarrollado en el  Tercer Congreso Internacional Artes en Cruce  “Los espacios de la memoria. Memorias del porvenir”, organizado por el Dpto. de Artes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que tuvo lugar en el Centro Cultural de la Memoria entre el 6 y el 10 de agosto de 2013, bajo el título: ¿Cuando estamos frente a una obra de arte, una pieza arqueológica o artefacto etnográfico? Presentamos aquí una versión más extensa y con modificaciones que incorporan el debate que se desarrolló en dicha ocasión.

Agradecimientos:
Al Lic. Jorge Cordonet de Asuntos Culturales de la Cancillería quien me facilitó el acceso a las colecciones y a material fotográfico y que generosamente me acompañó en una recorrida por las salas. 
A Larisa Mantovani que hizo las gestiones en cancillería.

Notas
[1] Jean Marie Schaeffer, Arte, objetos, ficción, cuerpo, Buenos Aires, Editorial Biblos, 2012, p.49
[2] Idem, p. 51.
[3] Ver Irina Podgorny, “Naturaleza, colecciones y museos en Iberoamérica”, en Américo Castilla (comp.), El museo en escena. Política y cultura en América Latina, Buenos Aires, Paidós, 2010.
[4]Irina Podgorny, “La prueba asesinada. El trabajo de campo y los métodos de registro en la arqueología de los inicios del siglo XX”, en Frida Gorbach y Carlos López Beltrán (eds.), Saberes locales: ensayos sobre historia de la ciencia en América Latina, México, El Colegio de Michoacán, 2008, p.176.
[5] Jean Marie Schaeffer, op. cit., 53
[6] A propósito de la polémica muestra presentada en el MOMA en 1984, “Primitivismo en al arte del siglo XX: afinidad entre lo tribal y lo moderno”, James Clifford señalaba: “Una máscara esquimal tridimensional con doce brazos y cierto número de agujeros cuelga junto a una tela en la que Joan Miró ha pintado formas coloreadas. La gente de Nueva York contempla los dos objetos y ve que son parecidos […] Podría reunirse una colección igualmente elocuente demostrando agudas diferencias entre objetos tribales y modernos” [James Clifford, “Historia de lo tribal y lo moderno”, en Dilemas de la cultura, Barcelona, Gedisa, 1995, pp. 230-231], como así también entre los objetos tribales entre sí. A lo largo de las décadas siguientes se han sucedido numerosos debates en torno a la cuestión acercca de cómo y porqué los objetos no-occidentales devienen arte, artefactos, etc. Al respecto pueden verse los textos compilados por Arthur Danto en el catálogo de la exposición Art/artifact: African Art in Anthropology Collections, con introducción de su curadora la antropóloga Susan Vogel. La muestra se realizó en 1988 en el Museum for African Art de Nueva York y reunió 160 piezas africanas procedentes de tres museos fundados en 1860: Buffallo Museum of Science, Hampton University Museum (Virginia), American Museum of Natural History (New York). Enriquece el debate el artículo de Alfred Gell, “Vogel’s net: traps as artworks and artworks as traps”, publicado en Jornal of material Culture, en el que interpela el texto con el que Vogel abre el catálogo de la mencionada muestra. Ambos textos fueron reproducidos en Howard Morphy and Morgan Perkins (eds.), The Anthropology of Art. A reader, Blackwell Publishing, Oxford, 2006.
[7] Price, Sally, Primitive Arte in Civilized Place, University of Chicago Press, London and Chicago, 1989, p. 97.
[8] Tomemos como ejemplo la obra de Miguel Ángel Ríos, artista nacido en Catamarca que hace varias décadas vive en Estados Unidos y goza de prestigio internacional, en muchas de sus obras, de marcado carácter conceptual, Ríos integra piezas cerámicas o la obra es un ceramio, elaboradas por el mismo en Catamarca en hornos excavados en la tierra siguiendo los modos tradicionales de hacer ceramios. Ningún ceramista local que siga usando esas antiquísimas técnicas para hacer sus piezas podrá vender jamás una de estas a un precio apenas aproximado al de cualquiera de las obras de Ríos.
[9] Véase George Dickie, El círculo del arte. Una teoría del arte, Paidós, Barcelona, 2005 [1ª edición en inglés 1984] y Pierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Taurus, Barcelona, 1999 [1ª edición en francés 1979].
[10]Alfred Gell, “Vogel’s net: traps as artworks and artworks as traps”, en Howard Morphy and Morgan Perkins (eds.), op. cit.
[11] Noción que el autor asimila a la “idea estética” de Kant. Cf. Arthur Danto, Qué es el arte, Buenos Aires, Paidós, 2013.
[12]Ibídem
[13]En relación a la oposición funcionalidad vs. no-funcionalidad aplicada a las diferencias entre arte y artesanía véase: María Alba Bovisio, Algo más sobre una vieja cuestión: arte ¿vs.? artesanía, Buenos Aires, FIAAR, 2001.
[14] Erwin Panofsky, El significado de las artes visuales,  Buenos Aires, Infinito, 1970 [1ª edición en inglés 1955], p.23.
[15] Inoperancia que no tiene mayores consecuencias para un historiador que encara el estudio de pinturas europeas de los siglos XV a XVIII  y que observa como un capricho de época la presencia de “objetos primitivos” a los espacios consagrados para el arte: “Todos hemos visto con nuestros propios ojos como se trasladan a exposiciones de arte las cucharas y fetiches que había en museos etnológicos”. Ibidem, p. 24.
[16]Citado en Néstor García Canclini, “¿Los arquitectos y el espectáculo le hacen mal a los museos?, en Américo Castilla (comp.), op. cit., p. 137.
[17] Los nombres propuestos “Museo de las Artes Primeras”, o “de las Artes de las  civilizaciones de África, Asia y Oceanía” dan cuenta de la dificultad permanente que presentan las definiciones basadas en perspectivas ontologizantes. La página institucional del museo se denomina Quai Branly, là où dialoguent les cultures, cabría reflexionar acerca de cómo dialogan las culturas de África, Asia, América y Oceanía en una calle de París.
[18] Este pabellón permanece montado en el Louvre como sala complementaria del Quai Branly.
[19] Citado en Jean Marie Schaeffer op.cit., p. 60.
[20] Cabe preguntarse quiénes y para qué esperaban que estos objetos se exhiban en el Louvre.
[21] Texto de la página institucional del Museo Quai Brainly: www.quaibranly.fr
[22] Price refiriéndose a los “artefactos etnográficos” señala que las explicaciones didácticas desaparecen cuando se los exhibe como “arte etnográfico” de modo que se los desvincula de todas sus relaciones contextuales y este aislamiento los transforma en objetos únicos, valor constitutivo de las “obras de arte”. Sally Price, op.cit., p. 86.
[23] Los debates entorno al museo fueron publicados en Bruno Latour, Le dialogue des cultures: actesvdesvrencontres inaugurales du Musée du Quai Branly, Paris, Babel, 2007.
[24] Néstor García Canclini, op. cit, pp. 138-9.
[25] El trabajo analiza el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, el de Ciencias Naturales de La Plata y el Etnográfico “Juan B. Ambrosetti” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
[26] María Hellemeyer, “Arte indígena o el triunfo del evolucionismo”, en María Alba Bovisio y Marta Penhos (comp.) Arte indígena: categorías, prácticas, objetos, Córdoba, Encuentro Grupo editor/ Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Catamarca, Colección Con-textos Humanos 3, 2010, p. 63.
[27] Idem, p. 65.
[28] Ibídem, p. 70.
[29] Para ampliar este debate puede verse los otros trabajos compilados en el volumen que incluye el de Hellemeyer: María Alva Bovisio y Marta Penhos, op. cit.
[30] Alberto Rex González en uno de los textos introductorios del catálogo destaca a propósito de la adquisición de la colección Hirsch de arte precolombino: “Esta circunstancia adquiere mayor relevancia ante el serio deterioro de nuestra herencia cultural que tiene su origen en el saqueo, exportación ilegal y venta fuera del país de piezas arqueológicas, así como en la parálisis de muchas de las instituciones oficiales encargadas de la conservación del patrimonio”, AAVV., Caminos sagrados. Arte precolombino argentino. La colección de la cancillería argentina, Buenos Aires, Banco Velox, 1999.
[31] Criterios equiparables a los de la colección Di Tella que hoy forma parte del acervo del Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires.
[32] AAVV, Caminos sagrados…, op. cit., s/p. Hemos analizado el rol de la Etnología, en particular las teorías de Franz Boas, y de las vanguardias europeas de principios del siglo XX, en el surgimiento de la categoría de “arte primitivo”, ver: María Alba Bovisio, “¿Qué es esa cosa llamada "arte...primitivo"? Acerca del nacimiento de una categoría", en Epílogos y prólogos para un fin de siglo, VIII Jornadas de Teoría e Historia de las Artes, Centro Argentno de Investigadores de Arte, Buenos Aires, 1999, pp. 339-350.
[33] Respecto a la existencia de “abstracción” en la América Prehispánica, Paternosto propone un análisis que se opone a esta idea de “parentesco” entre el arte prehispánico y el moderno, y señala la originalidad y especificidad de la abstracción amerindia. Ver César Paternosto, Abstracción: el paradigma amerindio, Bruselas, IVAM, 2001.
[34] Criterio que se mantiene hasta hoy en la exposición en el Palacio San Martín.
[35] George Kubler, Arte y arquitectura en la América Precolonial, Madrid, Cátedra, 1983, p. 33.
[36] José Alcina Franch, Arqueólogos y anticuarios, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1995, p. 17.
[37] Es elocuente la existencia en Europa, EE.UU. e incluso Latinoamérica, de cátedras y departamentos  universitarios abocados al estudio de África, Oceanía y América Precolombina. ¡Descabellada relación de continente, tiempos y lugares!
[38]  José Alcina Franch, op. cit, p. 21; María Alba Bovisio, “El periplo del objeto mitológico: itinerarios simbólicos  del arte prehispánico entre los siglos XVI y XX”, Journal de Ciencias Sociales, revista académica de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Palermo, Buenos Aires, 2013, en prensa.
[39] Jean Marie Schaeffer, op. cit., p. 61.
[40]Idem, p. 62.
[41] Como bien señala Descola la crítica acerca de la descontextualización estetizante del montaje del Museo Quai Branly podría aplicarse a los museos de arte que no se interrogan acerca de los contextos socio-históricos de las obras que exponen. Citado en Néstor García Canclini, op. cit, p. 139.
[42] Alfred Gell, Art and agencyAn anthropological Theory, Oxford, Claredon Press, 1998, p. 7. Excede los alcances de este trabajo profundizar esta cuestión pero, siguiendo a Gell podemos plantear que no solo no se pueden definir las categorías de objetos en términos ontológicos sino que las categorías mismas de sujetos y objetos son relaciones. Tanto objetos como sujetos ejercen agencia, vale decir, se constituyen en sujetos activos, de modo que, por ejemplo, una escultura que encarna a la deidad como el caso de las wakas andinas, funciona como persona, y un chaman que es medio para la comunicación con la deidad se constituye en objeto.
[43] Néstor García Canclini, op. cit., p. 140.
[44] La muestra curada por el antropólogo Philippe Descola en el Museo Quai Brainly en 2010, Le fabrique des images. Visions de monde et formes de le représentation, es a nuestro juicio (más allá de la posibilidad de debatir el criterio curatorial y la teoría que lo sustentó) un buen ejemplo de nuevas posibilidades de pensar e indagar a las “obras de factura humana”. Descola incluyó objetos de los cuatro continentes y de todas las épocas en función de la pregunta acerca de las relaciones entre las ontologías y los sistemas de representación, pregunta válida tanto para una obra de Van Eyck como para una miniatura esquimal tallada en asta de principios de siglo XX, una pintura sobre corteza de aborígenes australianos, un manuscrito miniado de Saint Server, el tambor de un chaman siberiano, máscaras de Costa de Marfil, esculturas aztecas, etc.
[45] Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006, p. 41.

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  • De CAIANA, 12/2013

    Revista
    de Historia del Arte y Cultura Visual
    del Centro Argentino
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El autor
Doctora en Historia y Teoría de las Artes por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, docente e investigadora en la cátedra de Arte Precolombino de esa institución, donde también ejerce la docencia de posgrado, y Profesora de Arte Amerindio en la Maestría en Historia del Arte del IDAES/UNSAM. Su tesis doctoral, titulada “De imágenes y misterios: el problema de la interpretación del "arte" prehispánico” (2008), ha sido publicada parcialmente en diversas revistas especializadas de Arqueología, Antropología y Teoría e Historia del Arte. Es autora del libro Algo más sobre una vieja cuestión: “arte” vs. “artesanía” (2002), co-autora junto a Marta Penhos de Arte indígena: categorías, prácticas y objetos (2010) y co-autora con Juan Carlos Radovich de Arte Indígena en Tiempos del Bicentenario (2011).
mariaalbab@yahoo.com.ar


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