RODRIGO VILLEGAS
RODRÍGUEZ
La
generación perdida que deambula por París busca perder su identidad. O
reencontrarla. O reinventarla. 1920. Se diluye el tiempo como se consume el
alcohol, como las aguas de Venecia, como las copas de vino que pasan de mano en
mano, del artista hacia el comendador, de la solidaridad del destino
compartido, el de la salvación de la muerte en la Gran Guerra, hasta las voces
egoístas de los abandonados y, por lo tanto, ofrecidos a la Obra. La Obra que
se construye desde la expatriación. Desde el territorio desmitificado pero
visto en los sueños y en las pesadillas a pesar de la distancia de miles
kilómetros de casa. La generación perdida.
Hemingway
y Fitzgerald. Fiesta y El Gran Gatsby,
Adiós a las armas y Hermosos y malditos, El Viejo y el Mar y A este lado del
paraíso. Cada cual deconstruye un espacio en el tiempo, su tiempo, el de la
desesperanza, el de la tragedia de estar vivo, el de la separación de la
violencia por la del hedonismo.
Hemingway.
Su estilo es por demás conocido: frases cortas, diálogos magistrales, el
desamor, la constante lucha contra la naturaleza, las guerras y las cicatrices
indelebles que dejan, la caza, la pesca, el boxeo, la tauromaquia... La teoría
del iceberg: un cuento es lo que está debajo, ese pedazo inmenso de hielo que
es el iceberg, pero del cual solo se ve la punta, una pequeña porción de la
masa. De la historia que se narra.
Ricardo
Piglia, escritor y crítico argentino, uno de los más grandes de la historia
sudamericana, explica que esta teoría es desarrollada en Hemingway – y después
en tantos otros – con una maestría que adopta no solo en sus narraciones
breves, sino en sus novelas.
En
Fiesta (1926) – The sun also rises, título original –, la primera novela
escrita por Hemingway y la que lo dio a conocer como uno de los exponentes
literarios más importantes de su generación, no existe un argumento en sí. La
historia trata de unos muchachos estadounidenses que radican en París – así
como gran parte de los artistas o aspirantes a serlo de aquella época post
Primera Guerra Mundial – que se la pasan debatiendo acerca de la dificultad de
vivir, así como de la belleza de la misma acción, de literatura – son
escritores y periodistas –, de mujeres y de eventos deportivos en los cuales la
batalla a muerte con las bestias genere el renacimiento de la hombría y
epifanía de un destino trascendente.
Es
por ello que un día, aburridos de la vida “nice” de París, buscan la acción que
solo puede generar ser perseguido por dos astas en las calles de una España
bárbara: las corridas de toros de San Fermín. Allí, en Pamplona, es donde se
ven desplazados a un espacio diletante, uno que los confronta con la vida
dedicada a las tertulias y a la ensoñación, uno en el que ven sus pasiones
desbordadas, llevadas al límite, una alegría primitiva y seductora desde la
cual la contradicción de ambos mundos – París y España – los lleva a decidir
entre la reinvención o el ocaso de los sueños.
El
lenguaje desgarrador de Hemingway, los intersticios donde se va colando la
historia que de verdad le interesa – el desarraigo, la patria que se esconde en
la vigilia del exiliado, la búsqueda de la realización de la Obra, la eterna
pérdida de La Mujer – constituyen la novela como una de las grandes obras de su
tiempo.
Y
ahí la relación con el Gran Gastby, de Francis Scott Fitzgerald, novela en la
cual la búsqueda de la hermosa Daysy Buchanan simboliza la decadencia, el
idealismo y la resistencia a la agitación de un mundo, a la reverberación de la
conciencia: el jazz y el alcohol en exceso parecen ser el camino hacia la
nostalgia que no se quiere soltar.
Piglia
escribió en esa espacie de diario o apuntes misceláneos de literatura, psicoanálisis
y tradición que es Formas Breves, que
el amor es el cliché narrativo de las grandes obras argentinas – y, es claro,
de muchas de las de talla mundial –: “En el Museo – Piglia se refiere a la obra
cumbre del escritor argentino Macedonio Fernández – la historia de la Eterna,
de la mujer perdida, desencadena el delirio filosófico. Se construyen complejas
narraciones y mundos alternativos. Lo mismo pasa en “El Aleph” de Borges, que
parece una versión microscópica del Museo. El objeto mágico donde se concentra
todo el universo sustituye a la mujer que se ha perdido. Curiosamente varias de
las mejores novelas argentinas cuentan lo mismo. En Adán Buenosayres, en
Rayuela, en Los siete locos, en el Museo de la novela de la Eterna, la pérdida
de la mujer (se llame Solveig, La Maga, Elsa, o la Eterna, o se llame Beatriz
Viterbo) es la condición de la experiencia metafísica. El héroe comienza a ver
la realidad tal cual es y percibe sus secretos. Todo el universo se concentra
en ese “museo” fantástico y filosófico”.
Quizá
podríamos aventurarnos a afirmar que las grandes creaciones de Hemingway – los
cuentos La vida breve de Francis
Macomber, Las nieves del Kilimanjaro, así como las novelas Adiós a las armas y, por supuesto, Fiesta – giran alrededor de aquel
sentido de la pérdida, de la posibilidad de la fuga o de la búsqueda de esa
sombra que una vez se ha estrechado en ambos brazos.
Basta
con los finales de Adiós a las armas
o de Fiesta, memorables y
desesperanzadoras revelaciones de un futuro que no será pero que será
construido a partir de esa nostalgia. Allí está el iceberg. Allí se encuentra
lo que no se puede narrar pero sí apuntalar, descifrar. Así como ver desde una
ventana en la lluvia.
Quizá
el iceberg sea la generación consciente de un destino enorme, pero escondido en
el mar, y la exploración, el buceo, sea la causa de la deconstrucción de la
Obra. Una generación perdida que perdura en el tiempo y que nosotros,
afortunados lectores, sí podemos divisar en toda su plenitud: el iceberg
delante de nuestros ojos.
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De
LA RAZÓN (La Paz), noviembre 2018
Imagen: Antonio Ordóñez y Ernst Hemingway
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