ROGELIO RIVERÓN
Yo,
habitante del interior de Cuba, he estado en muchas ciudades que se llaman La
Habana: todas distintas, llenas de sorpresas; delirantes las últimas, aún
glamurosas las primeras; cada una testimonio de su tiempo.
Con 17
años, en 1966, conocí a mi primera Habana. Aquella era una ciudad llena de
restaurantes, fondas, cafeterías, lumínicos, ómnibus Leyland cuyo costo era de
cinco centavos, y si usted pedía transferencia para otra (un trasbordo) el
precio subía a siete. Luces nocturnas, night clubes, músicas
que flotaban en todos los aires. Y siempre el mar recordándonos que en aquella
Habana podían navegar todos los sueños. Bola de Nieve tocaba en Monsegnieur,
José Antonio Méndez cantaba en el Saint John, Meme Solís y su cuarteto en el
Capri, y en La Zorra y el Cuervo era posible embotar con el jazz los cuatro
sentidos que no son el oído. Las noches no dividían los días en unos y otros,
pues el tiempo era continuo. Recién inaugurada estaba la heladería Coppelia, y
mi especialidad preferida era la Canoa India, donde mi paladar de niño
campesino, devenido adolescente, remaba hacia el ensueño sin añorar otro buque
de mayor o mejor calado. Se celebraba la Olimpiada Mundial de Ajedrez en el
Hotel Habana Libre, y ver a Bobby Fischer a dos pasos de mí me confirmó que los
extraterrestres sí han visitado la Tierra.
En 1977,
con 28 años cumplidos, tuve otra temporada en la ciudad. El brochazo aplanador
de la Ofensiva Revolucionaria de 1968 había hecho desaparecer, como abducidas
por la Nada, las fondas, los puestos de fritas, el trasbordo de los ómnibus (y
casi los ómnibus), pero mi estancia en aquella Habana estuvo marcada, más que
por la permanencia en la ciudad, por las fugas a las cercanas playas de Guanabo
y Santa María del Mar, donde el mar, efectivamente, aún tenía visos de
santidad, con ese azul sedante que en ningún otro sitio del mundo he visto
nuevamente. Aún sonaban los ecos de dos de las canciones que más me han gustado
entre las muchas dedicadas a la ciudad, ambas interpretadas por el cuarteto Los
Zafiros: “Hermosa Habana”, de Rolando Vergara (Habana, a ti llega mi
canto / como el gemir de violines / que solo tocan para ti), y
“Canción a mi Habana”, de Tania Castellanos (Qué hermosa es mi Habana,
al caer el sol, / bordeando la costa hacia el malecón. / Camino del túnel, en
música el mar / su melancolía me quiere llenar). En los círculos
sociales de las playas de Marianao se bailaba el mejor casino del mundo (y
hasta el chachachá todavía), con los Van Van, la Aragón, Félix Chapotín, la
Ritmo Oriental… Y la esquina de L y 23 se comunicaba directamente con el centro
del Universo.
En los años
ochenta, ya con los 40 rondándome por dentro y por fuera, recorrí
frecuentemente una ciudad que aún, pese a las incertidumbres, gozaba de su
ángel. Me detuve muchas veces, acompañado por poetas y —¡no faltaba más!—
poetisas, en el bar Monserrat, que a pocos metros del Parque Central lucía su
comatoso lumínico. Allí, entre algunos rones y la ingenua certidumbre de que la
poesía nos salvaría de todo, nos atolondró la noción del tiempo (me refiero al
tiempo histórico) y hasta nos ilusionamos con que todo seguiría como siempre,
que la reconstrucción del alma, y no el pragmático sobrevivir, seguiría siendo
la joya de nuestra corona, pese al derrumbe de casi todo lo que la sostenía.
¡Cuánto nos faltaba por ver y comprender lo que iba a ser La Habana, lo que ya
no era! Asistimos, en septiembre de 1989, al Festival de Poesía de La Habana,
con sede en la Casa de las Américas y una serie de lecturas nocturnas y
delirantes en la sala teatro Bertold Brecht. Despedíamos así la década, con la
cual se irían volando (o arrastrándose) las mejores utopías. Los noventa
acechaban, con el llamado período especial como prueba traumática.
Ya en 1993
y 1994 La Habana era un lugar adonde solo íbamos —los de provincias— a
gestiones impostergables, en tren lechero, con desgano y conciencia de un
eclipse. Para los habaneros (aunque no solo para ellos) fue la época de los
apagones de 12 horas, del cierre de los mercados, periódicos, editoriales, restaurantes;
de los ómnibus con frecuencia superior a la hora y luego devenidos adefesio
rodante al que se le llamó “camello”, de la invasión del dólar, de los
secuestros de la lancha de Regla con el descabellado propósito de llegar al sur
de la Florida, de ver a la gente fabricando precarias balsas en el Malecón
—custodiados por la tolerancia de los guardafronteras— con el propósito de que
los rescataran en alta mar y enviaran a Guantánamo, con meta final en Estados
Unidos. Todo aquello trajo como amargo colofón lo que desde el exterior
llamaron “maleconazo”. Recuerdo haberme sentado por esa misma fecha, en ese
mismo Malecón, una noche en que todavía pensaba (como pienso aún, pero con
variantes) en un futuro parecido a la vida, con el diagnóstico de “gente
normal” para todos mis compatriotas.
Lo que vino
después ya se conoce: La Habana es una ciudad que se niega a morir, que muere y
resucita, aunque quede la herida que su “oscuro esplendor” cicatriza dolorosamente.
La puntillosa y laboriosa restauración, capitaneada por Eusebio Leal,
historiador de la ciudad, mantiene a toda costa su filosofía de terapia
intensiva para el casco histórico. Y aun más allá.
Hay muchas
Habanas que no conozco: la que vivió José Martí, por ejemplo, la de los
primeros 50 años del siglo XX, con sus brillos, grises y tinieblas políticas,
económicas y culturales. La Habana tiene más historia que la que alcanza a leer
cada una de las vidas que la han recorrido. La Ciudad de las Columnas de que
hablara Alejo Carpentier, la única donde —según sus declaraciones— José Lezama
Lima lograba respirar, la que pintaron Amelia Peláez y René Portocarrero, con
sus cuadros, y Jorge Mañach y Eladio Secades con sus crónicas —entre otros
muchos artistas que la han magnificado— es una ciudad inabarcable.
Comenta la
periodista Josefina Ortega, especializada en temas históricos: “La
historiografía recoge varios momentos de la fundación de La Habana, desde que
—según asegura la más popular de las leyendas— cincuenta hombres seleccionados
por Diego Velázquez se establecieron, en un territorio llamado por los nativos
Abana, en la costa sur de la Isla en fecha que unos precisan el 5 de julio de
1515, otros el día 25 del mismo mes y año, y hay quien recoge el año del señor
de 1514”.
En torno al
nombre, la fecha y lugar de fundación, aunque hay un gran laberinto de
versiones, existe un aparente consenso que señala tres sitios de fundación: un
primero —tal como afirma Ortega— en la costa sur, quizás donde hoy localizamos
el Surgidero de Batabanó; luego —se dice— este fue trasladado a la
desembocadura del río Almendares, en el actual barrio de El Vedado; y
finalmente, al abrigo de una bella bahía de bolsa y alrededor de una ceiba
donde hoy se sitúa el llamado Templete. El 16 de noviembre de 1519, con la
celebración de la primera misa y el primer cabildo en esta locación de la costa
norte, se declaró fundada la villa de San Cristóbal de La Habana, devenida
capital colonial en 1589. En la actualidad aún los investigadores trabajan para
determinar el sitio exacto de su origen.
La Habana
tiene lugares y figuras emblemáticos, pero si me viera forzado a escoger, no
dudaría en darle mi voto al Malecón, sobre todo cuando el sol se pone, y más
tarde, cuando en las noches todos los fantasmas de la ciudad le regalan su
bohemia. La fortaleza de San Carlos de la Cabaña, cuya construcción demoró
tanto que el rey Carlos III solicitó un catalejo para verla desde el Palacio
Real, pues una edificación que demorara y costara tanto debía verse desde
Madrid, es otro de mis sitios preferidos. Tanto esta como el Castillo de los
Tres Reyes del Morro y el de San Salvador de la Punta, que se edificaron para
proteger a la ciudad de la furia de corsarios y piratas —ensañados con ella por
ser el punto donde se concentraban los navíos del Nuevo Mundo para trasladarse,
ahítos de riquezas y custodiados, hasta España— son también lugares que me
hacen sentir la juventud de los siglos. Gracias a ellos La Habana se llegó a
considerar la ciudad mejor fortificada de los nuevos confines americanos. No
obstante, tal condición no impidió que en 1762 los ingleses la sitiaran,
tomaran y mantuvieran ocupada hasta mediados de 1763, fecha en que la
devolvieron a los españoles a cambio de la Florida.
El Palacio
de los Capitanes Generales, el del Segundo Cabo, la Plaza de Armas y la de San
Francisco, la Plaza Vieja, la de la Catedral, con iglesia incluida, junto a las
calles adoquinadas y el espíritu alegre caracterizan a la hoy llamada Habana Vieja. Se considera este centro histórico
como uno de los conjuntos arquitectónicos mejor conservados de América. Según consigna el sitio cubano Ecured, posee
88 monumentos de alto valor histórico-arquitectónico, 860 de valor ambiental y
1 760 construcciones armónicas.
Todos los
cubanos somos habaneros, metonímicamente hablando. Cuando, en otros confines
del mundo las fronteras internas se borran del corazón, pensamos en Cuba y nos
sentimos de La Habana; desaparecen muchos resquemores. La Habana nos
representa, a veces más como leyenda, pero también por su imponente presencia,
pese al deterioro ambiental y constructivo de muchos de sus barrios, con ese
mar que con cada embestida nos suplica reinaugurarla de los ojos hacia adentro.
Habrá otras
Habanas, que espero visitar cuando la vida no sea tan solo recuerdos. Un día en
que quisiera reencontrarme con todos los hermanos ausentes y presentes para
cantarle a la nueva ciudad. Por ese día espero, con ese día sueño, en ese día
pensaré siempre, poco importa si sentado en el Malecón, en la Gran Vía de
Madrid, sobre el lago Maracaibo, frente a la catedral de San Basilio, o en el
Zócalo de México D.F.
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De LA
JIRIBILLA, Octubre-Noviembre, 2018
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