ROBERTO
NAVIA y DARWIN PINTO
1.
Nacimiento y resurrección
Cuando Dionisio Morales Choque y
María Ayma Mamani miraban de reojo que se acercaba hacia ellos la indiada
caminando por las cornisas de las montañas secas del altiplano, con profundo
pesar congelaban sus cariños, y él, sofocado de vergüenza, se metía entre las
polleras de ella para evitar que en Isallavi se enteraran de la existencia de
una pareja cuya novia, ocho años más vieja, pudiera ser acusada de “mata-guagua”.
Después de
que la relación ya fue un asunto oficial y demostraron que lo de ellos era un
amor del bueno, los Morales-Ayma se casaron, vivieron infelices para siempre y
de los tres hijos que sobrevivieron a la fiebre y a la diarrea, uno, Evo, les
salió presidente.
Juan Evo
Morales Ayma nació en ese lugar inexistente de Bolivia. Isallavi es un pueblo
triste y vetusto, atacado por el frío que baja a tropel de las colinas de hielo
del solitario altiplano y que no figura en el mapa de la república. Fue la
mañana del 26 de octubre de 1959 cuando se abrió paso como una bala que sale
disparada del vientre de una escopeta en mal estado. María Ayma se revolcaba
como una llama herida en una cama empolvada y dura, con las piernas mojadas con
su sangre caliente que salía por debajo de un vientre acostumbrado a esta misma
batalla cada vez que una guagua ahí adentro libraba su primera prueba de fuego.
Luisa
Morales (que en ese momento oficiaba como su ángel de la guarda), de muy vieja
caminaba a cuatro patas, ante la inexistencia de una partera oficial preparaba
pócimas para que el futuro presidente de Bolivia se salve, salga a la luz y
emita su primer gemido en este mundo.
Evo ahora
es alto y macizo como un toro maduro. Tiene la nariz ganchuda de hombre
altiplánico y unos ojos achinados, pequeños y negros como el carbón que le
bailan en su cara redonda de color cacao y hacen juego con su pelaje también
oscuro, lacio y rebelde que acaba bruscamente en unas patillas largas sin
atisbos de estética que mantiene oculta la mitad de sus pequeñas orejas.
Isallavi,
que pertenece al ayllu Sullka, cantón de Orinoca, en la provincia Carangas del
departamento de Oruro, ha ido cayendo en desgracia: permanece rumiando el
abandono y soportando sin chillar las crueldades del viento helado que golpea a
los escasos pobladores con sus eternos cuchillos afilados de arena. Es una
comunidad rústica que experimenta una muerte lenta y se apaga cada vez que una
de sus casas pobres se desploma de vacía y de vieja, o cuando alguno de sus
habitantes decide marcharse a cualquier otro rincón de Bolivia o del mundo
siguiendo los pasos de varios otros que se fueron mucho antes de que el hijo
predilecto del pueblo, el semidiós de los eternos marginados, Evo, tuviera
serias intenciones de colocar sus posaderas sobre el sillón del Palacio de
Gobierno.
La
presencia del hombre mimado está petrificada en cada uno de los pocos recovecos
de Isallavi, y son sus habitantes, aquellos que caminan agachaditos como
esquivando a la muerte, los que rememoran los años dorados de cuando con él
jugaban a las bolillas, con porotos, durante el desnutrido tiempo libre que les
quedaba después de pastorear las llamas en las lomas peladas de aquel lugar
custodiado por el gigante ojo celeste del mítico lago Poopó.
María Tuco
Bonifaz, a pesar de su inocencia de campesina analfabeta, se jacta de haber
conocido al Evo cuando ella era una imilla y él un llokallita (chaval)
de nariz húmeda. A ella la vi un mediodía quemante de octubre de 2005 en su
parcela de Isallavi, junto a Bridney (su hija de cuatro años) y a Pablo Vera
Ayma, el primo por parte de madre del ahora presidente. Ambos estaban sembrando
papa en un terreno sin vida y lleno de piedras blancas.
Hicimos una
ronda bajo un cielo vacío, y atraídos por la coca que les ofrecí (me rechazan
el bicarbonato porque dicen que enfría el apetito sexual y que cuando se mezcla
con la hoja, la boca se convierte en una fosa de maceración), y masticando un
castellano cojo, porque la lengua madre de ellos es el aymara, se peleaban el
turno para contar los recuerdos que guardan, quizá como único tesoro, de Juan
Evo Morales Ayma.
Al Evo lo
recuerdan ya grandecito. Cinco años ha de haber tenido cuando lo veían caminar
como un grande por la llanura que no es otra cosa que un desierto transparente
y sin oasis, y por las cejas de las colinas encabezando las manadas de ovejas y
de llamas que le confiaba su padre, Dionisio Morales Choque, famoso por haber
alzado mujer temprano, antes de haber terminado de pelechar sexualmente.
María Tuco
Bonifaz se ríe pícaramente y tapa su boca verde para evitar que se le vean sus
encías escasas de dientes. Oculta su mirada y se dirige a Pablo Vera Ayma con
el que habla en aymara con la soltura natural de cuando alguien se comunica en
su idioma materno. Le pregunto de qué se ríe y me contesta que se está
acordando de la vida privada de los padres de Evo. Se niega a comentar ese
pasaje que la sigue entreteniendo. Al final accede. Cuenta que cuando el amor
entre María y Dionisio no era un asunto legal en Isallavi ambos sentían pudor
de que los pobladores se enterasen de que el hombre, el llamado a ser jefe de
familia y un tipo rudo capaz de enfrentar a los demonios inminentes que
aparecen en la vida marital, era casi un niño en comparación a ella que había
nacido por lo menos ocho años antes que él. “Para evitar las habladurías,
cuando estaban en el campo haciéndose cositas y se daban cuenta de que se
aproximaba algún campesino por la llanura, el Dionisio, como era flacucho, se
metía adentro de la pollera de la María para esconderse”. Termina de contar
aquello con una gracia que contagia al primo de Evo, quien antes le hizo un
montón de muecas para evitar que María estirase su lengua y revelara aquel
secreto de la pareja, secreto que después de más de medio siglo sigue siendo el
chiste infalible que les hace olvidar, así sea por unos efímeros momentos, que
siempre les fue difícil sacar fruto de la tierra árida, que la sequía es igual
de cruel que el frío porque ambos matan sin piedad a sus animales y a sus
cultivos, y que les duele que nunca, ninguna autoridad del Gobierno haya
asomado por ahí para enterarse de que en ese lugar de Bolivia también existe
vida humana.
Si al Evo
lo recuerdan recién cuando tenía cinco años es porque antes todavía permanecía
bajo el regazo caliente de su madre, el único escudo que ella tenía para
protegerlo de todas las alimañas que habían matado a tres de los cuatro hijos
que le nacieron antes de Evo. Daniel, Luis y Eduvé fallecieron cuando aún eran
guaguas de pecho. En el pueblo nunca han sabido qué es exactamente lo que hace
que los niños se vayan antes de cumplir un año. Esther, la tercera hija de los
Morales-Ayma y la hermana mayor de Evo, la que se escapó de las manos frías de
la muerte, cree que sus hermanitos se murieron por la diarrea y por la maldita
fiebre. “En el campo no había atención médica. Mi mamá nos curaba de la
temperatura con coca y azúcar y a veces nos sanaba. Cuando uno estaba ardiendo
de temperatura, ella ponía la coca con el azúcar en el sobaco, y ahí uno tenía
que apretar, también amarraba con trapo negro las plantas de los pies. Era eso
o morirse”.
Esther ha
sobrevivido y ahora tiene 57 años, una carnicería en la calle Jaén 165, en la
zona sur de Oruro, y tres hijos con Ponciano Wilcarani, el profesor que la
desposó y le juró amor eterno a sus 25 años. Al igual que su madre, ella
tampoco pudo salvar a tres de sus vástagos que vio morir, dos de ellos de
fiebre extrema y uno atacado por la parálisis. “Yo me embaracé seis veces”,
especifica mientras camina hacia la planta alta de su casa de ladrillo visto,
con su andar inclinado de mujer altiplánica y moviendo sus brazos de mamá
grande con los que ayudó a proteger a Evo durante los primeros años de su vida,
cuando el destino acostumbra preguntar, insistentemente, si el niño es para
este mundo o para el otro.
Y es
aquella vieja mañana del 26 de octubre –cuando el destino barajó sus cartas
para decidir si Evo era para el mundo de los vivos o de los muertos- que Esther
no puede arrancar de su cabeza cubierta por una melena lacia, siempre de cola y
que ya empieza a germinar cabellos blancos: “Mi madre se estaba muriendo con la
guagua dentro. Una abuelita salvó su vida y la de mi hermano. Se llamaba Luisa
Morales. Debió ser parienta. Le preguntó a mi mamá si no se había antojado
nada. Entre durmiendo le contestó que a fines de septiembre había ido a Orinoca
y ahí encontró a una mujer que estaba horneando pan. Ella se había acercado a
pedirle que le venda el pan, y la mujer le había dicho que era para los
maestros. Y no le dio. Mi mamá se fue hasta la plaza, desmoralizada, a comprar
otro pan”, cuenta con una voz untada con rabia, dispuesta, si pudiera
retroceder en el tiempo, a ir hasta donde la mujer tacaña que no fue capaz de
venderle un pancito a su mamá que necesitaba saciar sus deseos de mujer preñada.
Luisa
Morales había puesto sus oídos cansados cerca de la boca de la embarazada para
escuchar lo que le decía entre dientes. Cuando terminó de hablar, recuerda
Esther, que la abuela, como no podía caminar, empezó a gatear como un bebé, a
caminar a cuatro patas por el estrecho cuarto en busca de harina y alcohol.
Luego agarró una fuente de barro y formó una masa con esos dos ingredientes,
hizo un bollito, lo colocó en el fuego hasta que expulsó un olor a pan
caliente, lo partió en la nariz de la moribunda y le gritó fuerte:
—¡Este es
el pancito que no comiste en Orinoca!
Pero la
criatura estaba atrincherada en la parte alta del vientre. La madre decía que
lo estaba perdiendo y la vieja le gritaba:
—Amarillo
está viniendo.
—Ya no
tengo fuerzas, me duele el estómago...
—Olé el pan
te he dicho, mascalo si podés.
“En eso
hemos sentido llorar al Evo”, dice con una voz triunfante Esther, que tampoco
olvida los ademanes de alegría que puso su papá Dionisio cuando llegó,
tardíamente, con la partera del pueblo (la oficial), a la que había ido a
buscar a Calavillca antes de que amaneciera porque su mujer se quejó toda la
noche como si fuera una primeriza.
Hugo
también demostró ser para el mundo de los vivos. Es el que nació tres años
después que Evo y el que de adulto se convirtió en su enemigo político de
sangre más visible. La cuarta desgracia que enlutó a la familia fue la
enfermedad de Reina, la última hija que parió doña María y que dejó de existir
cuando en el seno del clan pensaban que ya poseía todos los anticuerpos que
exige ese despiadado mundo, que se dibuja a 3.800 metros sobre el nivel del
lejano mar, a todos los que sobreviven en él. “Reina murió después de cumplir
ocho años”, testifica Esther, con una voz negra y pausada.
Si fue en
Isallavi donde Evo nació y se jugó la vida antes de nacer no fue ahí donde
aprendió a hablar castellano, un idioma extraño para un niño que estaba
acostumbrado a comunicarse en aymara. Ahí sólo aprendió a rezar el Padrenuestro en
castellano porque era lo único que su mamá sabía de ese idioma extraño. Tampoco
fue en su tierra natal donde le enseñaron a leer y a escribir. Fue en el norte
argentino, en la comunidad de Galilea, donde acudió a su primer día de clase
mientras sus padres se destrozaban el cuerpo en las plantaciones quemantes de
caña de azúcar de ese país ajeno y desconocido, y su hermana Esther cocinaba
para la familia que emigró por primera vez (no sería la última), desesperada
por encontrar días mejores.
María Tuco
Bonifaz y Juan Pablo Vera Ayma se acuerdan del pasado de Evo cuando éste había
retornado a Isallavi desde Argentina, después de aquella primera misión de
sobrevivencia que había emprendido ese clan de campesinos pobres. Ante la falta
de una escuela en su pueblo, fue inscrito en Calavillca, de nuevo a primero
básico (1965), otro pueblo extraviado en el desierto helado al que el novato
escolar llegaba una hora después de salir de su casa de barro. Rutina que
cumplió casi todos los días hasta terminar quinto básico.
Pero a Evo,
sobre todo se lo recuerda como el pelotero zurdo que, aburrido
de ganar todos los campeonatos inter-ayllus, se lanzó como director técnico de
su equipo y que tras una seguidilla de victorias se consagró como el
seleccionador más joven de Orinoca. María Tuco Bonifaz no se equivoca. El
propio Evo confirma las afirmaciones de su amiga de infancia de cara
apergaminada y un cuerpo que parece de superviviente de una larga huelga de
hambre: “Cuando tenía 13 años (1972) fundé un equipo de fútbol en mi comunidad
y participábamos en los campeonatos. Yo era el capitán, el delegado, el
árbitro, el entrenador, el preparador físico y el goleador. Era como el dueño
del equipo. Mi papá me ayudaba, él también era amante del deporte. Vendíamos la
lana que trasquilábamos a las llamas para comprar las pelotas y los uniformes.
A los 16 años los tres ayllus de la comunidad me eligieron como director
técnico de la selección de todo el cantón”.
Antes tuvo
que demostrar a don Dionisio que había nacido no sólo para arrear llamas y
peluquear ovejas, sino también para jugar al fútbol en todo tipo de cancha. Es
por eso que cuando las llamas estaban pastando en los cerros, agarraba su
pelota de trapo y con ella corría haciendo zigzag por entre las patas de los
silenciosos animales y metía goles en el arco de paja-brava ante la mirada
perruna de Trébol, su mascota de la suerte.
Hugo, que
físicamente está fabricado a imagen y semejanza de su hermano mayor (tiene la
misma sonrisa achinada y su cabello le cae como las hojas de un libro abierto
sobre su frente sin brillo), también pone en evidencia que su padre fue un mecenas
a manos llenas del equipo de fútbol que fue bautizado con un nombre que hace
alusión al espíritu de lucha y unión que les exige la vida para sobrevivir en
el altiplano: Fraternidad. “Evo creció apoyado por mi padre, él siempre lo
incentivaba moralmente”. Pero no lo dice haciendo muecas de envidia porque sabe
que así como Evo creció bajo las alas de don Dionisio, él era el que
concentraba los cuidados de su mamá, doña María.
A pesar de
tener asegurada la atención de su madre, este hijo menor no se quedaba con las
piernas cruzadas, y en las canchas trataba de granjearse las atenciones de su
padre. Mientras Evo avanzaba por la punta izquierda, dice que él corría como
una liebre con la camiseta verde y blanco número 7, dominando el lado derecho
del mediocampo. “Cada uno estaba obligado a esforzarse. Cuando ganábamos nos
daban un trofeíto, que se compraba con el dinero de la inscripción. El premio
no nos preocupaba, lo que queríamos era ganar”, recuerda con una voz cargada de
una notoria nostalgia. Sus palabras se encienden más cuando desempolva aquel
único momento cuando estuvieron, él y Evo, a punto de empezar a soñar con que
el deporte podría sacarlos del anonimato y de la miseria.
—El Evo se
probó en el club profesional San José de Oruro el año 1977 cuando tenía 18 años
y yo en el colegio fui campeón de atletismo, corrí 400 metros planos en 58
segundos, todo un récord.
Su
entusiasmo se ahoga a medida que sigue hablando.
—Salí
elegido para ir a Tarija a participar en los Juegos Estudiantiles, pero sólo en
pasaje para viajar en bus (que era su gran deseo) se tenía que gastar mucha
plata. No pude ir...
Sobre Evo y
sus aspiraciones por ser del equipo de los santos no sabe
exactamente qué es lo que pudo haber pasado, aunque cree que sucedió lo que
permanece escrito en las tablas de piedra de la historia humana: “Los pobres
siempre han fracasado por falta de apoyo”. Claro, esta máxima no tiene sentido
después del 18 de diciembre de 2006, cuando Evo, el miserable económicamente,
tuvo el apoyo del 54% de los votantes y ganó cómodamente las elecciones
nacionales de Bolivia.
Sobre su
paso relámpago por el club San José los actuales dirigentes creen que pudo ser
posible que el Evo se haya probado en el equipo, a pesar de que no tienen
documentos para demostrarlo. Aunque aclaran que casi nunca (y antes, peor)
registran en un libro a los jugadores que piden una oportunidad para mostrar su
talento.
Si Hugo
siente un sabor agridulce cuando se acuerda de su corta vida deportiva, Evo
suspira profundo, como si se tratara de un primer amor, al recordar que su
mayor sueño de niño era subirse en esos buses gigantes, que veía transitar por
la carretera por donde pastoreaba su rebaño de llamas, llenitos de gente que
arrojaba por las ventanillas cáscaras de naranja, las que luego él levantaba
repletas de tierra para llevárselas a la boca porque el hambre podía más que el
asco. Desde entonces, recuerda que una de sus aspiraciones era subirse en esos
bichos gigantes de acero. Ahora le parece mentira que pueda viajar en avión, y
a veces cree que la nave pasa por encima de las rutas por donde caminaba y de
donde recogía y comía esas cáscaras de naranja que arrojaban los pasajeros por
las ventanillas de los buses.
De aquellas
caminatas por esos bosques de piedra y arena no se olvida, pero principalmente
de aquella que realizó junto a su padre en 1971, cuando tenía 12 años. Ambos
salieron rumbo al pueblo de Independencia, en Cochabamba, para intercambiar
llamas por alimento porque en Isallavi y otros pueblos se había acabado la papa
y el chuño. Llegaron después de avanzar durante un mes a paso lento. Pero lo
que Evo recuerda con asombro no es a su papá, ni a sus animalitos, ni a la
furia del viento, ni al frío que tuvieron que vencer para llegar a su destino.
Lo que no se olvida es que era un 21 de agosto cuando caminaba arreando sus
llamas lanudas y de pronto, mediante la radio que colgaba de su cuello, se
enteró del golpe de estado de Hugo Bánzer Suárez, el mismo general que mucho
tiempo después (1997), cuando retornó al poder –esta vez por el camino de unas
elecciones democráticas- se comprometió ante los Estados Unidos para luchar
contra Evo y la hoja de coca, a través del programa Plan Dignidadque
garantizaba la eliminación total de los cultivos excedentarios en el Chapare.
Trompeta,
botas y autoexilio
1971 fue un
año salado para Evo, no por culpa de la dictadura de Bánzer y de su séquito de
embotados que, como ocurre en casi todas las dictaduras del mundo, gobernaban
el país a patadas. Fue la naturaleza que con sus soldados mejor entrenados para
matar, el frío y el viento, volvía a dejar sin producción agrícola y con la
olla vacía a los humildes mortales que vivían sobre aquel lomo polvoriento del
altiplano. Evo estudiaba sexto en Orinoca, cuando atrapado por las
incertidumbres de la adolescencia hizo méritos para que su padre, aquel que
tenía esperanzas de que no sólo llegara a ser un buen patea-pelotas, sino
también un ejemplar estudiante, le dijera con una voz de trueno: “Tú ya no
sirves para el estudio, tú eres para la llama”. Lo enfureció que hubiera pasado
de curso por compensación, arrastrando los pies con desgano, como si no supiera
utilizar la cabeza con el mismo fervor con que movía sus pies a la hora de
patear el balón de cuero, de trapo, o de lo que fuera. El propio Evo recuerda
que de castigo, al año siguiente (1972) no entró al colegio y que padre e hijo
se lanzaron a los pueblos más lejanos con una tropa de llamas en busca de
comida porque en casa sólo les quedaba una bolsa de maíz blanco y carne seca
para calmar el hambre que, cuando cae la noche, duele más y no deja dormir.
En 1973 fue
cuando Evo descubrió la vergüenza. A comienzos de aquel año, después de haber
vuelto de los lugares lejanos con abundante maíz y sin llamas, don Dionisio le
dijo: “Vas a volver a la escuela”, y él le contestó: “No, porque mis compañeros
deben estar en octavo y yo cómo voy a entrar a séptimo”. Don Dionisio lo quiso
obligar a que entrara. Evo se resistió llorando. Pero el subdesarrollo tenía
soluciones efectivas para casos como éste, aunque muy onerosas tratándose de la
miserable economía de la zona: “Mi papá cada día venía con una oveja desde
Callavillca hasta Orinoca seguramente a convencer al profesor y al director, y
una tarde volvió diciendo, vas a entrar a octavo, ya estás inscrito. Entré y
ese año fui abanderado del colegio”. Sin querer, quizá aquel fue un acto de
corrupción inocente que nunca llegó a cuestionar. Su padre había sobornado a
los profesores para que el hijo mayor, el de carácter fuerte, el que detestaba
sentirse menos que sus compañeros, se nivelara en el colegio.
Aquel año
no sólo descubrió que podía ser un alumno aplicado, sino también un trompetista
de pico fino y armonioso. Fueron tres hombres y uno que otro maestro ambulante
los que le enseñaron el arte de hacer música soplando. Al primero que Evo vio
con la jeta de la trompeta en la boca fue a su padre y éste le enseñó una forma
cariñosa de agarrar aquel instrumento metálico que, años después, cuando se
encontraba sólo y lejos de casa, en Oruro, sería su salvavidas y su brújula en
pleno naufragio. Santiago Tuco, que tiene una casa pobre en una curva del
camino sobre la espalda de una minúscula montaña sin árboles, entre Isallavi y
Calavillca, fue su segundo mentor musical. Con él aprendió, según su nieta
María Tuco Bonifaz, a armar una canción alegre, de esas que se ponían de moda
en las fiestas patronales que alborotaban a la campesinada incluso antes de que
llegaran los prolongados días de los festejos que tenían el poder de paralizar
la incipiente actividad económica de los pueblos, y cuya estructura no se basa
en el libre mercado, sino en el trueque: “Tú me das estito y yo te doy este
otrito para que ninguno de los dos nos muramos de hambre”.
Anoticiados
de que la pobreza no les había quitado las ganas de embriagarse bailando al
ritmo de los truenos musicales, por aquella época, según Hugo Morales, llegaban
como moscas a Orinoca cualquier cantidad de hombres que juraban por todos sus
muertos ser expertos en enseñar a tocar cualquiera de los instrumentos de los
que está compuesta una orquesta del occidente del país. “Los cursos de música
estaban de moda”, dice el hermano menor de Evo, que, sentado en un sofá rojo
tirando a sangre, en su casa ubicada en una calle angosta cerca de la terminal
de buses de Oruro, recuerda que cuando a los maestros se los
veía bajar de las carrocerías de los camiones Mercedes Benz que llegaban dos
veces por semana desde la capital, transportando gente y animales domésticos y
de corral, los niños del pueblo aparecían como plagas y los rodeaban para
hacerse anotar en la lista de los que soñaban en convertirse de la noche a la
mañana en verdaderos músicos profesionales para dejar de ser pobres. Pero a
ninguno de esos maestros ambulantes les debe tanto Evo como a Ponciano
Wilcarani, el esposo de Esther y un artista de pura sangre, famoso entre los
vivientes de aquel pueblo sin vida por pertenecer a una familia de músicos de
talla alta. Hugo asegura que fue el cuñado quien le enseñó al joven aprendiz
todos los secretos para “hacerla hablar en mil idiomas a la trompeta”.
Evo fue uno
de los que aprendió a tocar ese instrumento de la noche a la mañana. Estando
todavía en Orinoca tocó para la banda 21 de Septiembre, la que años después se
trasladó a Oruro donde fue rebautizada como Real Imperial porque la competencia
era despiadada y había que convencer a los clientes empezando por el nombre y
terminando por la fachada de los integrantes. “La primera y única vez que me
puse un saco fue cuando tocaba la trompeta en la Real Imperial”, respondió Evo
cuando volvió de su gira por los cuatro continentes después del 18 de diciembre
del 2005, cuando ganó la presidencia de Bolivia. Aquella vez, Evo daba
explicaciones del porqué no se había puesto un traje de etiqueta para visitar a
los presidentes y a un rey (el de España), el mismo que tuvo la ilustre idea de
regalarle una corbata después de verlo llegar con una chompa de rayas
horizontales de varios colores. “No me pongo traje porque la mayoría de los
bolivianos no viste así. Nunca me lo puse, en realidad sólo una vez, cuando
tocaba en una banda de música”, remataba con un tono seguro y con el que cerró
la discusión sobre su afamada chompa a rayas que, según su hermana Esther, fue
el regalo de una amiga en el día de su cumpleaños.
A sus 17
años, Evo abandonó el suelo materno y dejó atrás a su equipo de fútbol; y su
padre se quedó sin su mano derecha; y su madre sin aquel hijo que a sus cinco
años se lanzó al fuego como protesta para que no se olvide que ya era hora de
llenarle la panza. Marchó a Oruro, a la capital del departamento, a esa ciudad
minera a la que para ingresar se necesita, primero, atravesar un desierto donde
es común ver a hombres, mujeres y niños que caminan encogidos, de memoria, sin
mirar al frente. Lo dejó todo para ir en busca de un colegio donde puediera
salir bachiller. Allí se inscribió en un establecimiento educativo para pobres,
el Marcos Beltrán Ávila, adonde se llegaba sólo a pie por un sendero
accidentado porque las calles todavía no se habían inventado en esa zona de la
ciudad.
Salir
bachiller no era el único sueño que lo animaba a seguir viviendo. Evo quería
ser periodista porque pensaba que los periodistas estaban siempre informados de
todos los entuertos que ocurren en el mundo. Esther y Hugo coinciden en que su
hermano nunca les dijo que quería ser presidente, que tampoco tomaban en serio
sus inclinaciones por el periodismo y que creían que iba a terminar ganándose
la vida como pelotero, o en el mejor de los casos, como trompetista.
En Oruro,
Evo fue un poco de todo. Durante el día, además de asistir al colegio, trabajó
como panadero y ladrillero (este trabajo le causó problemas de salud debido a
que estuvo expuesto al horno demasiado tiempo), y en las noches sacaba fuerzas
para soplar la trompeta en su banda: la Real Imperial. Empezó a viajar a los
centros mineros del sur de Potosí y a otros rincones de Bolivia, lugares que,
según vio, tenían mucho en común con su Isallavi, con su Orinoca: eran igual de
miserables. Al día siguiente de la fiesta amenizada por su banda se encontraba
con campamentos mineros, con puebluchos de mala muerte, dueños de una pobreza
que aullaba de dolor, pero era un aullido sin fuerza, casi al oído, casi de
resignación. Además veía cómo unos hombrecitos eran tragados por las bocaminas
por donde entraban para sumergirse en los intestinos de los cerros que en sus
vientres guardaban minerales de los que ellos nunca se beneficiaban.
En Oruro
fue cobijado por su hermana Esther, que vivía en esa ciudad desde los 15 años,
sus padres la habían mandado a buscar trabajo porque necesitaban que alguien
les enviara dinero para ayudar a “parar la olla” y, de paso, le había dicho don
Dionisio que aprovechara para estudiar corte y confección, un oficio noble que
le garantizaría, en caso de que no encuentrase marido, una vida no tan
sacrificada como la que venían soportando él y su esposa María. Esther no
olvida los actos discriminatorios que la sociedad orureña practicaba contra los
llegados del campo. A ella la emplearon en una casa cercana a la plaza
principal para que se ocupara de cocinar, lavar y planchar y mantener aseado el
lugar donde vivía un matrimonio de comerciantes que tenía la maña de echarle
llave a la vitrina donde se guardaban los panes para que cuando la Esther
llegara en las mañanitas, “muerta de hambre”, no pudiera comérselos.
Donde todos
eran medidos con la misma vara era en el Marcos Beltrán Ávila, ahí estudiaban
hijos de padres que habían sido arrastrados a la ciudad porque en las zonas
rurales, donde nacieron ellos y sus hijos, ya habían perdido las motivaciones
para vivir debido a la escasez de alimentos. Pese al nivel de pobreza de los
alumnos, recalca orgullosa Alicia Luna Tórrez, la directora, en las aulas de
ese establecimiento se formaron alumnos que luego se convirtieron en “grandes
hombres de la patria”, como es el caso de Evo Morales Ayma (sin embargo,
algunos meses después, la directora se arrepentirá de adular al presidente).
Es octubre
de 2005. La directora hurga en los cajones de un mueble amarillo, parece hecho
de madera de roble, y saca una hoja de papel bond marchita doblada en dos. “Es
la invitación que hicieron los muchachos de la promoción de 1977 para entregar
a sus familiares y amigos para que asistan a la graduación. Aquí está el nombre
del Evo”, explica emocionada, como si hubiera encontrado un mapa que lleva
hasta el lugar donde se encuentra un tesoro escondido.
Es que de
verdad ahí estaba el nombre del presidente: Morales Ayma Juan Evo. Así, como
acostumbran llamar la lista los profesores. Primero el apellido paterno y
después las menudencias. Era el número 20 de la nómina del cuarto curso,
escoltado por Montaño Maldonado Gualberto y Peñaloza Vásquez Oscar. En total
eran 37 alumnos. La graduación fue fijada para la tarde del sábado 8 de
octubre, que es el mes aniversario del colegio fundado en 1964. En aquel
solemne acto, el coro del colegio, según consta en el respectivo programa,
había interpretado dos números musicales en ritmo de taquirari: Misterios
del corazón y ¡Oh! mi Oruro.
La
directora, aún sedada por el documento, también revela que el colegio guarda
celosamente las notas de las materias de tercero y de cuarto medio que cursó el
Evo, pero que no puede darlas a conocer porque el secretario que tiene las
llaves del otro mueble donde están guardadas esas reliquias no ha venido porque
acaba de fallecer uno de sus parientes cercanos. “Llamame otro día y te las
daré”, asegura con un tono que no deja lugar a dudas de que se trata de una
mujer de palabra.
Un mes
después de haberme internado por todos los rincones del país averiguando la
vida de cuando el Evo fue niño, joven y adulto, desde Santa Cruz marqué el
teléfono de la directora Alicia Luna Tórrez para que cumpliera la palabra
empeñada. La sentí seca, desconfiada, como si nunca hubiera hablado conmigo y
me preguntó más de una vez quién era yo. Se excusó y pidió que la llamara
dentro de dos días. ¿Qué pudo haber sucedido para que la directora no quiera
revelar las notas del presidente? Sucede que tenía razones para desconfiar hasta
de su sombra. Durante los primeros días de septiembre casi se volvió loca
porque unos desconocidos, enterados de que en el Marcos Beltrán Ávila había
estudiado el Evo, le tendieron una trampa para robarle varios miles de dólares.
Una mañana recibió un telefonazo, supuestamente desde Estados Unidos. La voz de
un hombre que se identificó como Juan Ramón Quintana, ministro de la
Presidencia de Bolivia, le dijo que las Naciones Unidas habían donado 100
vehículos a Bolivia, y que dos de ellos, por gratitud, correspondían al
establecimiento que había formado intelectualmente al símbolo de los indígenas
de América Latina, a Evo Morales. Sin embargo, como ese regalo no contemplaba
gastos de envío, su interlocutor le pidió que le depositara 7.000 dólares en una
cuenta bancaria de Estados Unidos que, según el supuesto ministro de la
Presidencia, pertenecía a la Embajada de Bolivia en Washington. Emocionada, la
directora comunicó la noticia a su cuerpo de profesores y ellos le autorizaron
para que ejecutara la operación financiera. Tan contentos estaban que le
dijeron que aunque sea mandara los 1.685 dólares que tenían disponibles en la
caja chica y que después conseguirían el resto. Pero después de haber realizado
el primer envío, no volvió a tener noticias de su benefactor y
los buses prometidos –obviamente- nunca llegaron. La directora acudió a los
estrados judiciales y denunció que la Policía de Oruro había participado de la
estafa, puesto que fue desde el teléfono de la oficina policial cercana al
colegio desde donde llamó el dizque ministro Quintana. Un teniente, todo
diligente, había ido a buscar a la directora diciéndole: “Profesora Luna, una
alta autoridad del Evo ha llamado a la oficina porque dice que no sabía el
número telefónico del colegio. Venga rapidito, quiere hablar con usted. Dice
que le tiene un regalito”.
Cuando
volví a llamarla a los dos días de su negativa para entregar las notas del
presidente, la encontré dispuesta a cumplir con su palabra. Tras el saludo
procedió a cantar las calificaciones del alumno Morales Ayma Juan Evo: “Las
notas fueron sobre la base de 70”, aclara antes de revelar que en tercero medio
pasó raspando las materias de Física (37) y Química (39), y que sus mejores
notas eran las de Geografía (53), Cívica (52), Historia (51) e Inglés (51). En
cuarto medio todas sus calificaciones habían pasado de 40. La más baja fue la
que sacó en Física (41) y la más alta esta vez la consiguió en Filosofía (52).
En los
pasillos del colegio de dos plantas ronda una historia que la prima de Evo,
Adela Ayma, hizo popular: cuando éste y sus compañeros cursaban cuarto medio
viajaron a la ciudad de La Paz para conocer el Palacio de Gobierno. Pero los
encargados de comunicación no les permitieron hablar con el entonces
presidente, el dictador Hugo Bánzer Suárez. Evo, enfurecido, había manifestado
aquella vez que algún día llegaría a ser mandatario de Estado y comunicó a sus
compañeros de curso que ellos serían sus ministros y que cuando eso suceda
siempre estaría dispuesto a recibir en su despacho a todos los alumnos de los
colegios de Bolivia.
Evo no
cumpliría aquella promesa y sería (ironías de la vida) al colegio donde él
salió bachiller al que le negaría una audiencia.
En febrero
de 2006, los directivos del Marcos Beltrán Ávila le enviaron al presidente una
carta solicitando un encuentro de cinco minutos, puesto que lo que querían era
comunicarle personalmente que, orgullosos de que su excelencia hubiera
estudiado en las aulas de dicho establecimiento educativo, el cuerpo de
docentes, administrativos y alumnado en general, decidió otorgarle una plaqueta
de reconocimiento, la misma que le sería entregada en un acto especial a
realizarse en las instalaciones del colegio, o si no podía él disponer de un
tiempo para tal asunto, una comitiva iría a su despacho para hacerle llegar la
distinción. “Evo nos mandó una carta fría, diciendo que no podía recibirnos”,
narra decepcionada la directora, Alicia Luna Tórrez. Se le rompen las palabras
cuando recuerda aquello. Pero el mayor desaire vendría semanas después. “Yo
misma fui al Palacio Quemado, acompañada de otros profesores, para entregarle
en persona la plaqueta de reconocimiento. Es que pensaba que la carta que le
enviamos quizá nunca llegó a sus manos. Quisimos darle una segunda oportunidad.
Pero esta vez nos fue peor. Nos hizo decir que no podía atendernos”, recuerda
quebrada por el desaire.
Hay otra
cosa más que terminó de romper el corazón de Alicia Luna Tórrez. “Me he
enterado que hasta dice que no ha salido bachiller”, balbucea, incrédula por “semejante
mentira”. Si aquí están sus notas. Hasta foto de él con sus compañeros tenemos.
La tomaron cuando fueron de viaje de promoción a Copacabana, en La Paz. Ahí
está Evo en la foto, flaco y melenudo como un espantapájaros y vestido a lo
Elvis Presley, con su camisa de cuello parado apretada al cuerpo y su
pantalón bota-ancha.
El hijo
mayor de Esther, Adhemar (25), enterado de que su tío anda diciendo que no
terminó la secundaria, lo defiende: “Es que Evo es una persona correcta. Él
sabe que pasó de curso con la ayuda de sus compañeros. Debido al trabajo que
ocupaba gran parte de su tiempo, no podía cumplir con los trabajos prácticos, y
sus amigos más cercanos, conscientes de esa situación, se lo hacían, pues. Por
eso él prefiere decir que no ha salido bachiller”.
Pero para
Luna Tórrez no hay excusas. En consejo de profesores tomó la decisión de
guardar bajo siete llaves la plaqueta de reconocimiento fabricada para el
presidente, y juró nunca más poner a Evo como ejemplo de vida ante los alumnos.
Ella recuerda que los días lunes, después de entonar el himno nacional, y en
las horas cívicas, los maestros repetían como loros que “es posible alcanzar
todas las metas si uno se lo propone, ¿acaso Evo, el niño pobre, el campesino
de Orinoca, el que estudió en el poderoso Marcos Beltrán Ávila no era un claro
ejemplo? No había excusas señores. Si el Evo pudo, a pesar de todas las
barreras que se le interpusieron en su camino, ustedes, queridos alumnos y
alumnas, también tienen toda la capacidad para ser grandes, como nuestro Evo”.
Ese
discurso ya es cosa del pasado. Desde el desaire en Palacio, está prohibido que
en el Marcos Beltrán Ávila se mencione su nombre. “En este colegio, ese hombre
no es bienvenido, a menos que se disculpe”. Es la última palabra de la directora.
En la fachada del colegio está escrito: “Evo ateo 666”. El establecimiento no
se ha otorgado la autoría.
Volvamos a
1977, cuando Evo estaba en cuarto medio, y él y sus compañeros no pudieron
ingresar al Palacio de Gobierno para saludar al presidente. Si aquella vez no
pudo ver personalmente a Hugo Bánzer, se toparía con él casi un año después en
condición de soldado del Estado Mayor de La Paz, donde cumplía su servicio
militar obligatorio. 1978 fue el año en el que Evo fue testigo cercano de la
primera caída del dictador. El 21 de julio, Hugo Bánzer fue derrocado por Juan
Pereda Asbún, quien a los tres meses y tres días de gobernar Bolivia también
murió en su ley: David Padilla Arancibia, que era su comandante de Ejército, le
arrebató la presidencia utilizando la herramienta que en aquella época Estados
Unidos había puesto de moda para que el comunismo de Fidel Castro no floreciera
en América Latina: el golpe de Estado.
Evo dejó La
Paz tras terminar su año de cuartel. No volvió a Oruro y cuando llegó a
Isallavi confirmó algo previsible: mientras el Palacio de Gobierno había
estrenado dos dictadores en un solo año, su pueblo natal seguía sumido en el
abandono, indiferente a todos los cambios que ocurrían a tan sólo 450
kilómetros de ahí. Sus pocos pobladores, entre ellos sus padres, estaban, como
siempre, ocupados en las batallas cotidianas para seguir existiendo. Evo volvía
a trabajar hombro a hombro con su familia después de haber decidido archivar
sus sueños juveniles de ser futbolista o periodista. En 1980, una tragedia
azotó a varias comunidades campesinas del occidente. Una prolongada sequía
destruyó el 70 por ciento de la producción agrícola y mató al 50 por ciento de
los animales. Eso no sería lo peor. “Después llegó una helada terrible que
quemó toda la producción y también todas nuestras esperanzas de conseguir algo
de comida y dinero. Mi papá estaba muy decepcionado, triste como nunca; mi
mamá, preocupada, se puso a llorar”, relata Evo sobre aquel episodio que obligó
a su familia a tomar una decisión que, sin saberlo, a él le cambiaría
radicalmente la existencia.
Con la
lucidez que guardaba a pesar de aquellos momentos grises, don Dionisio, con la
ayuda de Evo, decidió jugar su última carta de supervivencia en una tierra
lejana, de la que había escuchado decir que era un lugar privilegiado porque
tenía un cielo que siempre paraba encapotado y que, al vaciar sus aguas de una
manera programada, hacía que la tierra puediera parir alimentos como para
saciar el hambre de todo el mundo. Con esa ilusión prendida en el alma, don
Dionisio y el Evo partieron hacia el Chapare una buena mañana de 1980, montados
en la carrocería del legendario camión Mercedes Benz que pasaba por Isallavi
dos veces por semana moliendo los arrugados caminos que se pierden por las
cornisas que observan en silencio el altiplano boliviano.
Este texto
corresponde al capítulo inicial de Un tal Evo. La biografía no
autorizada del presidente de Bolivia, Evo Morales. Publicado
originalmente en 2007 por la editorial El País, el mismo año se agotó y tuvo
una segunda edición, y les valió a los autores el premio Ortega y Gasset. Esta
es la nueva edición en eBook.
Darwin
Pinto (1973), Premio Nacional de Periodismo, finalista del Premio José Martí y
autor de libros de cuento El colmo de la Infamia, Sabayoneses y
de la novela La máquina de Aqueronte. En Twitter: @DarwinPintoC
Roberto
Navia Gabriel (Bolivia, 1975) es periodista. En FronteraD ha publicado Esclavos made in Bolivia, El extraño caso Rózsa, el húngaro
que iba para jefe de policía en Bolivia (con Tuffi Are) y Carne de minero boliviano (incluido en el libro Crónicas
de perro andante, escrito con Claudio Ferrufino-Cocqueugniot,
publicado la editorial La Hoguera). En Twitter: @RobertoNaviaG
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De FRONTERA D, 25/07/2013
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