MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
Es en Prosa del Transiberiano, ilustrado de Delaunay, donde Blaise
Cendrars, gran viajero, erudito, mitómano y fabulador, uno de los grandes, deja
escrito que si ha perdido todas las apuestas, solo le queda enjuagar su inmensa
tristeza viajando lejos, a la Patagonia, a los Mares del Sur: «Estoy en camino / Siempre he
estado en camino…». Cendrars viajó mucho, escribió también
mucho, vivió de manera intensa, cuando tenía dos brazos y después de perder el
derecho en la Primera Guerra Mundial.
Al tiempo de la guerra de
España, su editor de la revista Gringoire
le envió a la frontera a investigar el paradero de unos vagones de tren con la
ayuda militar francesa (munición) que debía llegar a los republicanos y habían
sido detenidos en Hendaya. Lo cuenta en una de sus crónicas: «En la frontera
española»
Aquellas semanas de agosto y
septiembre de 1936, Cendrars se aloja en Biarritz, en La Mimoseraie, la casa de
la que él llama «La India», aunque no diga su nombre, pero en su relato
autobiográfico, Bourlinguer, describe
una mansión colonial colgada sobre un abismo de mil metros, en La Paz, donde
Cendrars nunca estuvo. ¿Una casa patricia al borde de un risco? Dudo que fuera
Pampahasi. ¿Hacia San Jorge? ¿En ninguna parte? Cendrars viajó a Brasil, pero
no a Bolivia. A Drieu La Rochelle le pasó algo parecido.
La India era la
millonaria chilena Madame Errázuriz por matrimonio, nacida Eugenia Huici
Arguedas, de padres bolivianos. Cendrars la hace nacida en La Paz. El personaje
es fascinante. Fue una mecenas del modernismo, el cubismo y el arte de
entreguerras. A ella están unidos los nombres de Cendrars, Cocteau, Picasso
(que pintó los frescos de La Mimoseraie), Coco Chanel, Diaghilev, Le Corbusier,
Jacques-Émile Blanche, Boldini, Proust, Sargent, Stravinsky… y hasta Pío
Baroja, a quien visitó en Itzea.
Cendrars cuenta cómo aquellos
días de lluvia de mediados de del verano de 1936, él y la india se dedicaban a
encender la chimenea con antiguos libros religiosos españoles, rodeados de
cuadros de Picasso y joyas de arte plumario andino, y a beber Anís del Mono. En
aquel ambiente de borrasca guerrera –desde la casa se podían ver a lo lejos los
bombardeos de los franquistas sobre Irun y el fuerte de Guadalupe-, éxodo
masivo de españoles, tanto combatientes como civiles que buscaban refugio, La
India le contaba a Cendrars de su infancia en La Paz, de las calles en cuesta,
de la arquitectura colonial de la casa, de una hermana curiosa del culto a la
China Supay, de un abuelo militar golpista tan parecido a Melgarejo como una gota
de agua a otra… una Chuquiago salida de un cuento de hadas a la que llegaban
caravanas de mulas que llevaban sobre sus lomos el cuerno de la abundancia.
Como si Cendrars fuera el cronista no de lo que veía y escuchaba, sino de lo
que le hubiese gustado ver y escuchar e imaginaba de manera furiosa. Fabular
sobre lo vivido, esa fue la marca de la casa (Cendrars) de quien uno de sus
amigos y biógrafo dijo que había visitado países que no le habían visto.
Volverían a encontrarse, en París, en la avenida Montaigne, donde ambos
vivieron, una en un piso de lujo, el otro en un hotel en el que se dedicaba a
matar ratas con pistola.
A la sombra de La Paz, también
cuenta Cendrars de sus andanzas por la
montañosa frontera franco-navarra donde se tropieza con movilidades de
los anarquistas y de los falangistas (verosímil en aquellos días), ve el
incendio pavoroso de Irun antes de su caída, se encuentra con Baroja en San
Juan de Luz, va a Burgos a entrevistar al general Mola (no lo consigue), pasa
por tierras batidas por la represión de la retaguardia, no por los combates,
regresa a donde La India y sus recuerdos paceños, y cuando la melancolía de lo
no vivido le deja en paz, escribe su artículo sobre el tren de las municiones
que no se publicará nunca, tras perseguirlo entre anticuarios saqueadores y
curas criadores de palomas mensajeras, a bordo de su mítico Alfa-Romeo blanco
manejado con una sola mano: su mano amiga, como escribía en las dedicatorias de
sus libros.
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De SÉPTIMO DÍA,
EL DEBER, 28/04/2019
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