PABLO CEREZAL
No sé por
qué se escribe. Yo no lo sé. En realidad, creo, ninguno de los que lo hacemos
conocemos el motivo exacto. A pesar de ello, todos los que escribimos tenemos
un buen catálogo de explicaciones, más o menos epatantes, preparadas, por si
llega el afortunado momento en que seamos entrevistados para alguna publicación
de gran predicamento, o algo por el estilo. A mí, personalmente, me gusta
asegurar que escribo para evitar convertirme en asesino en serie. Pero tengo
otras respuestas. Todo depende del momento, ya digo.
El caso es
que, a pesar de no tener muy claro el motivo que nos induce a escribir, es
evidente que para hacerlo se precisa escapar de la realidad. A modo de
recetario, que es algo muy en boga en estos tiempos de fascismo encubierto tras
fogones televisivo:
—Primero:
vivir, mucho y muy intenso, empaparse de realidad.
—Después:
huir de ella para, así, poder recrearla en la escritura.
A veces no
es fácil, muchos de ustedes lo saben. Puede llegar a ser incluso doloroso. Y,
para evitar tal tormento, muchos literatos, al igual que practicantes de otras
disciplinas, han recurrido, históricamente, a otro suplicio, más tormentoso si
cabe: el consumo de drogas. Aparte los propios abismos personales a los que
cada uno se enfrenta, está comprobado científicamente que el uso de drogas
psicoactivas excita la zona del cerebro en que se procesa el lenguaje,
provocando una intensa estimulación de la capacidad verbal. Otro motivo de
peso, pues, para que tantos y tan grandes literatos hayan recurrido al consumo
de estupefacientes durante su proceso creativo.
Hacer un
recorrido histórico del uso de las drogas en la creación literaria sería tarea
que podría emplear varios tomos bien surtidos de páginas y referencias. Por
ello me propongo en esta breve exposición un par de objetivos: en primer lugar
ser, efectivamente, lo más breve que mi natural tendencia al exceso me permita;
y, por otra parte, recurrir a mis propios gustos y obsesiones. Al fin y al
cabo, uno no sabe escribir si no lo hace acerca de sí mismo. Llámenlo
narcisismo, si lo desean, pero ya dije que de no invertir mis horarios menos
amables en escribir posiblemente los hubiese dedicado a recorrer los
intrincados senderos del asesinato serial. Así que, sea dejar impresas mis
obsesiones la mejor terapia para evitar tal dislate. Tampoco deseo hacer una
enumeración de obras literarias escritas bajos los efectos de los psicotropos.
No. Más bien deseo ceñirme al título, y hablar de literatura yonqui, o sea,
aquella escrita por literatos fuertemente enganchados al uso de diversas
drogas.
¡Ah!, lo
olvidaba: por supuesto, dejaré a un lado el alcohol. Sería más fácil hacer un
brevísimo recuento de los escasos escritores abstemios que hayan tenido algo
importante que decir en la historia de la literatura.
Y para
iniciar este egocéntrico viaje al uso de estupefacientes en la literatura, nada
mejor que comenzar con mis amados Baudelaire y Rimbaud.
Charles
Baudelaire (1821-1867),
poeta maldito por excelencia, consumidor desordenado de alcohol (por supuesto),
láudano, opio y hachís, autor del mítico poemario Las flores del mal,
que tanto ha hecho por la poesía posterior al siglo XIX. Hubo muchos otros
antes que él, pero para mí es el primer yonqui de la literatura digno de
sincero y eterno elogio. He enumerado algunas de las drogas que consumía el
decadente bardo francés, citando por separado el láudano y el opio, cuando el
primero es un preparado del segundo. Un preparado en que al opio le
complementan ciertas dosis de azafrán, canela, clavo… suena delicioso, ¿verdad?
Debía serlo, a tenor de la recurrencia con que el poeta se entregaba a tal
precipitado de elixires. Nada que decir del opio. Creo que es de sobra
conocido, y en el imaginario popular abundan las imágenes de fumaderos
orientales en que un puñado de chinos serviles proporcionan decoradas pipas a
sus aturdidos clientes. Lo que parece no ser tan conocido, o al menos haberse
obligado a olvidar, es que fue el Imperio Británico quien impuso a los chinos,
justo en tiempos de Baudelaire, el consumo masivo de opio para engordar las ya
gruesas arcas del archipiélago inglés. Que las guerras del opio las iniciaron
los mismos mercaderes que inician todas las guerras que aún son, y las que
serán… acudan a los libros de historia si no me creen o me consideran partidista,
racista, o en ese plan.
El láudano,
a diferencia del opio puro, no se fuma. Se consume por vía oral. Los efectos
son idénticos. La variación reside en la celeridad con que los mismos acometen
al usuario. El opio provoca el abandono total y absoluto a los enrevesados
vericuetos de la mente, proporcionando una sensación de relajación difícilmente
accesible por otros medios. Pero no olvidemos que, en el siglo XIX, estas
drogas eran medicamentos de uso común para tratar todo tipo de dolencias. De
hecho, ya se encargaron los británicos de imponer a la población china una
farmacopea de anulación y libra esterlina. Como cualquier medicamento, hoy día,
que cura más los bolsillos de los poderosos que los organismos de los
necesitados.
Pero no nos
desviemos del tema. Regresemos a Baudelaire y sus drogas. Sí, el poeta las
probaba, las consumía, analizaba sus efectos, los disfrutaba pero, presa de su
carácter torturado, también los sufría. Sus experimentaciones con los
narcóticos engendraría una obra de difícil catalogación (como cualquier obra
digna de consideración) e insustituible lírica que el autor tituló Los
paraísos artificiales. Lejos de hacer una defensa a ultranza del uso de
sustancias alteradoras de la conciencia, Baudelaire pone en entredicho la poca
moralidad del mismo, y el peligro de que sean ellas quienes comiencen a usar a
la persona, y no al contrario. De hecho, deja escrito que “está prohibido al
ser humano, bajo pena de decadencia y de muerte intelectual, alterar las condiciones
primordiales de su existencia y romper el equilibrio de sus facultades”, o que
“toda persona que no acepta las condiciones de la vida vende su alma”.
A uno,
personalmente, le agrada más el Baudelaire drogadicto, producto del cual
crecerían esas Flores del mal que reverdecieron de estupor y
látigo la lírica del siglo XIX. Si es preciso intoxicarse de hachís, opio, o
derivados, para escribir tal obra maestra, y dejar en ella frases como la
certera “¿Qué es el Arte? Prostitución”… ¡Bienvenidos sean!
Arthur
Rimbaud (1854-1891),
el enfant terrible por antonomasia, el joven anarquista del
verbo y la conciencia, el libérrimo creador del verso libre que dio vida a la
bohemia e hizo de la irreverencia arma cargada de futuro, como dijese aquel
otro de la poesía. Sin la existencia del joven de Charleville, la de la poesía
estaría claramente tullida, y aún seguiríamos declamando himnos militares o
patrióticos (que es lo mismo), como si la más alta expresión de la sensibilidad
supusiesen. Sí, lo sé, hay no pocos que aún se emocionan con tales “versos” y
pretenden imponerlos al resto como bizarra señalética vital, haciendo alarde de
su poética desdichada… ¡Qué le vamos a hacer! Afortunadamente, unos cuantos
tuvimos la suerte de conocer a Rimbaud antes de que los mercachifles de la
sociedad decidieran desterrar de nuestras vidas la belleza, sin haberla sentado
antes en sus rodillas, como hiciese el joven francés. Al caso: si Baudelaire
inauguró el malditismo literario, Rimbaud, sencillamente, inauguró la poesía moderna,
e incluso la modernidad toda. Ya lo dejo escrito el propio autor: “Hay que ser
absolutamente moderno”.
Rimbaud,
efebo maligno, delicuescente magnificador del exceso, a pesar de amar la poesía
de Baudelaire, le llevaba la contraria enalteciendo la alteración de las
condiciones naturales de la vida humana por todo medio a su disposición. Así
fue como desordenó sus años adolescentes, aquellos que dedicó a la escritura,
con todo tipo de sustancias intoxicantes, del láudano al hachís, pasando por la
absenta, obsesionado con agudizar hasta el extremo todos los sentidos. “Caer en
el abismo, cielo, infierno, ¿qué importa?/ al fondo de lo ignoto para encontrar
lo nuevo”. ¿No es acaso este deseo común a todo el que escribe, e incluso a
todo el que aspira a abandonar la vida asegurando haberla vivido? Y, por si
acaso el deslumbrante torrente verbal y sensorial de sus Iluminaciones y
su Temporada en el infierno lo dejaban poco claro, el poeta
insistió, en sus Cartas del vidente, al exclamar: “Yo es otro”.
Eso, y nada más, es o puede ser la poesía. Allá quien no lo comprenda.
Hay
historiadores y biógrafos que afirman que un jovencísimo Rimbaud fue violado
por un pelotón de soldados durante su primera escapada a la capital francesa.
Aquel suceso coincidió, en el tiempo, con la Comuna de París. Un bisoño Rimbaud
había entregado sus ansias juveniles de libertad a la causa ciudadana, y quiso
ser testigo de primera fila. Cantó a las mareas de la libertad y la
organización obrera, pero fue domeñado por los rigores de la realidad más
salvaje. No son pocos los que afirman que la citada violación hizo despertar en
él la necesidad de desarreglar en la mente lo que en el cuerpo ya había
quedado, para siempre, violentado. Puede ser. Algunos creemos que allí
comprendió que toda revolución es equívoca si son otros quienes la dirigen, y
decidió comandar la suya propia. Una revolución de excesos contra toda norma y
normal discurrir de la vida. Fue en aquellos tiempos, se cree, que probó por
vez primera la absenta, elixir que le acompañaría durante buena parte de su
etapa creativa. Difícil cuestión la de considerar tan famoso néctar como droga,
o simplemente bebida alcohólica. La realidad es que parte de ambas encontramos
en el mítico licor verde, y que su conjunción era lo que llevó a Rimbaud, entre
otros muchos, a desposarla en las lunas de hiel de la creatividad. La bebida es
un compendio de esencias naturales que puede alcanzar los 80º, y entre los
cuales se encuentra el ajenjo, con su elevada concentración de tujona,
psicoactivo causante de alucinaciones desmesuradas. Exquisita y peligrosa
mixtura, por tanto.
Rimbaud
puso punto final a la más influyente obra poética de la historia conocida a la
edad de 19 años, cuando muchos aún comienzan a garrapatear torpes sonetos de
luna lánguida y amor traicionado. Por aquel entonces ya había experimentado en
su cuerpo los efectos, no sólo de la absenta, sino de toda droga disponible en
la época, siempre con el ánimo, como digo, no ya de escribir sino de vivir al
extremo. Objetivo logrado.
En ambos
casos encontramos que la utilización de sustancias psicoactivas potencia la
sensibilidad de los autores, llevándoles a liberar la pluma de los estrictos
corsés de la realidad impuesta y el academicismo. Como decíamos al inicio:
ambos logran huir de la realidad que les impone la sociedad para poder recrear
esa otra en la que habitamos todos: la verdadera, la que no confesamos al
prójimo, la que sufrimos y gozamos.
Baudelaire,
consumido por el spleen (que es como un fado desafinado
en francés) y la ausencia de horizonte más allá de dejar feroz constancia de
los abismos de la mente a los que decide lanzarse el cuerpo, sufría por la
debilidad moral del verse enganchado a las sustancias enervantes. Rimbaud,
derrotado por la burda pantomima de la realidad, sufría por no poder forzarla
de continuo hasta los límites de lo conocido. Ambos catalogaron las posiciones
morales que, ante el uso de estupefacientes, toman hoy quienes conforman, junto
a nosotros, esto que hemos dado en llamar sociedad. Ambos desequilibraron las
normas que imponían corsé a la literatura con la intención de hacerla
irrespirable.
Y, por
jugar a las casualidades (o causalidades, quién sabe), dejaremos constancia de
que el año en que nacía Baudelaire publicaba el británico Thomas De Quincey sus
celebérrimas Confesiones de un inglés comedor de opio. En sus
páginas, un autor desquiciado por la adicción a dicha sustancia dejaba
manifiesta prueba de sus intenciones de abandonar el hábito de consumo. Lo
hacía subvirtiendo los procesos mentales lógicos, haciendo gala de su inusitada
inteligencia, y desquiciando a los garantes de las buenas costumbres burguesas
de la época. ¡Salud!
Siguiendo
con este personal periplo por los viajes psicoactivos de literatos famosos,
pasaríamos de los dos fenómenos franceses, saltando casi un siglo de historia,
para llegar a la egregia locura de Antonin Artaud. Pero sería de mal gusto
ignorar, en el ínterin, la adicción a la cocaína de Robert Louis
Stevenson (1850-1894), que daría obras tan jugosas y dignas de estudio
como El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mr. Hyde, paradigma
de la esquizofrenia del hombre moderno, o el infierno de adormidera en que
vivió hasta su muerte Jean Cocteau (1889-1963), cuyo intento
de desintoxicación narró memorablemente en Opio. No logró
desengancharse. A Stevenson se le recuerda, mayormente, por La isla del
tesoro, que encendió no pocas imaginaciones niñas y nos llevó a más de
uno a considerar la literatura como el más enriquecedor de los viajes. No me
cansaré de recomendar la lectura de tal obra con las dioptrías de la edad… que
no era tan juvenil como se nos quiso hacer creer. Cocteau, ese otro joven
prodigio de las letras y otras disciplinas artísticas, prefirió lanzar a
sus Niños terribles al viaje que todo joven desea emprender:
aquel que transita los límites de la realidad para florecerlos de fantasía.
Esta lectura nunca nos la impuso la escolaridad como recomendada para la tierna
adolescencia. Pero, de nuevo, hay que volver a ella cuantas veces sea posible.
Antonin
Artaud (1896-1948),
el enajenado por excelencia de la literatura, el terrorista empeñado en
dinamitar los cimientos clasicistas y estrechos de miras en que se aposentaba
la sociedad de la época (y aún) sin malestar alguno por los daños colaterales,
fue padre de todo lo que puede considerarse teatro moderno. En los dictados
teóricos de su insustituible Manifiesto del teatro de la crueldad apuesta
por “el impacto violento en el espectador”, y por “trascender la realidad para
entrar en contacto con la vida real”. Ignoro si influyeron más, en el
polifacético autor marsellés, el largo historial de electroshocks sufridos a lo
largo de su paso por psiquiátricos varios con el objetivo de curarle, o
la larga lista de sustancias intoxicantes que consumió con la avidez de un náufrago
sediento, parece ser que con la misma intención: abandonar la cuerda floja del
desequilibrio mental. Lo que se evidencia es que su navegación tóxica le hizo
siempre estar más cerca de los sueños que de la realidad. “Hay que darle a las
palabras sólo la importancia que puedan tener en los sueños”, aseguraba, no sin
razón.
De entre
todas estas sustancias refulge, cual perla mirífica, el peyote, que el literato
aprendió a consumir en México, en compañía de los indios tarahumaras. Por
primera vez, la historia de la literatura abre sus puertas a los enteógenos:
drogas que provocan estados alterados de conciencia y que, si hacemos caso a su
origen etimológico, logran que Dios habite dentro del consumidor. Estados de
realidad alterada, más que intensificada. Artaud escribe Un viaje al
país de los tarahumaras, que constituye, prácticamente, como un
tratado antropológico que abre la vía de escape de la sociedad mercantilizada
occidental a distintas formas de pensamiento y vida más enraizadas a la tierra
y lo natural, lo indígena, y todos esos términos que tanto daño han acabado
haciendo, lamentablemente, a la literatura, con sus hijos minusválidos: los
libros de autoayuda, y también en otros campos, como Pachamama, new
age, tattoos, y en ese plan. En compañía de los citados indios
tarahumaras mexicanos este artista total aprendió los arcanos del peyote, un
cacto cuya potente concentración de mescalina hace que sea utilizado por
distintas tribus indígenas como puerta de entrada al mundo interior. El peyote,
para dichos nativos, es planta sagrada que conecta al humano con la propia
divinidad que le habita el ánima, y logra con sus intensos efectos psicoactivos
acceder a un estado de conciencia superior en que alcanza (dicen) la
comprensión de la existencia.
Artaud
defendió que sus desarreglos mentales eran los fogonazos de lucidez que, de
poseerlos el común de los mortales, iluminarían la mente humana para hacerla
más amplia. En su memorable ensayo Van Gogh, el suicidado de la
sociedad, tomó como patrón la genialidad del pintor holandés para
confeccionarse el traje de gala que mejor le sentaba a sus dolencias anímicas.
Así, se presentaba en sociedad como víctima de la misma y sus métodos de
control, que alienan con la intención de eliminar todo rasgo creativo. Él, como
Van Gogh, se declara mártir de los modernos métodos psiquiátricos, y por ello
se refugia en el surrealismo, erigiéndose en figura capital de dicho movimiento
artístico y afirmando, con ellos, que “sólo la imaginación es el mundo real”.
La adicción
a las drogas fue para Artaud un verdadero suplicio. Para la literatura, una
bendición. A su impuesta huida de la realidad debemos páginas memorables.
Como Jean
Cocteau, también Artaud se dedicó al cine. De ahí la brutalidad estética y
onírica de la poesía de ambos, tan visual, tan cinematográfica. Es evidente que
el consumo de drogas diversas logró, en ambos, que sus alucinadas visiones
pasaran a formar parte de una manera de entender la creación artística que ya
no nos abandonaría.
Si bien aún
no está demostrada la veracidad de sus textos, y estos pertenecen a una época
posterior, sería de mal gusto, habiendo hablado ya del peyote, no recordar
a Carlos Castaneda (1925-1998), escritor estadounidense de
origen peruano. En sus obras desmenuza para el lector y el curioso occidental
los ritos chamánicos de apropiación de la conciencia que utilizaban los indios
yaquis, originarios, también, de México. Las enseñanzas de Don Juan se
convirtieron en libro de cabecera de toda una generación de jóvenes
occidentales preocupados por traer a este mundo material las bondades de lo
espiritual. No son pocos quienes aseguran que la obra de Castaneda es pura
ficción, a pesar de que él afirme que es la transcripción exacta de las
enseñanzas que el propio autor recibió del chamán llamado Don Juan, tras
compartir ritos ancestrales que acompañan al consumo de peyote.
Una obra
que, en esta línea, asegura al lector un conocimiento más científico y menos
onírico es la memorable El río, en la que el antropólogo Wade
Davis (1953) reconstruye las vivencias del etnobotánico Richard
Evans Schultes (1915-2001) que, estudiando los orígenes, composiciones
químicas y aplicaciones a dolencias de todo género de las numerosas drogas que
florecen en los vegetales amazónicos, abrió las puertas al conocimiento de los
curativos naturales. Lamentablemente, también abrió las puertas a los grandes
mercaderes de la farmacopea moderna, CIA y FBI por medio. Lean esta obra, no
tiene desperdicio.
También, en
este plano más científico, podríamos ubicar las obras del literato
francés Henri Michaux (1899-1984), dedicadas a los efectos de
la ingesta de opio. Michaux, vagabundo infatigable cuyas obras sobre el periplo
de quien decide exiliarse entre extranjeros que no lo son tanto son
difícilmente olvidables para quien haya decidido viajar en su compañía. Él tuvo
la suficiente fuerza de voluntad para narrar los viajes interiores que
proporcionan las drogas, conduciendo con pericia el desequilibrio que
proporciona su consumo, sobre la cuerda floja de la cordura, sin tropezar en el
intento. El infinito turbulento… densa poesía del desarreglo de los
sentidos, congregada ya en el propio título. ¡Chapeau!
Y, por
abundar en el tema, obligada la lectura de Las puertas de la
percepción, de Aldous Huxley (1894-1963). Tal vez la
percepción que le proporcionaron, al citado autor, el consumo de psicofármacos,
aparte de regalar nombre al grupo de músicos comandados por Jim Morrison,
propiciaran la lucidez con que auguró el futuro que ya vivimos en Un
mundo feliz.
Pero
abandonemos el viejo continente para descubrir, cual tullido Colón de
biblioteca, el nuevo mundo literario que germinaba al otro lado del Atlántico,
donde esta fase, digamos espiritual, del matrimonio entre drogas y letras se
hace terrenal en los callejeros urbanos de la modernidad.
Así, recién
inaugurados los años 50 del pasado siglo, aparecerían en escena, desmantelando
convenciones lingüísticas y sociales, los jinetes del Apocalipsis literario.
Hablo, es evidente, de los beatniks. Y, entre ellos, siguiendo con
mi personal preferencia, las voces inmaculadamente sucias de Allen Ginsberg,
Jack Kerouac, William S. Burroughs y Neal Cassady. Aquí, la franja de lo
psicoactivo se amplía hasta límites insostenibles: mescalina, bencedrina,
morfina, ácido lisérgico, cocaína, marihuana, heroína…
Pero,
vayamos por partes.
William
S. Burroughs (1914-1997),
homosexual y yonqui ávido y confeso, convierte su periplo vital y literario en
mitología moderna. Cualquiera de las normas no escritas por las que se regía la
puritana sociedad estadounidense de la época fue destrozada a dentelladas por
el autor. El joven heroinómano se transformó, con el tiempo, en reverendo de
las vanguardias del exceso y la palabra. Por el camino, sin importarle nunca la
opinión ajena, deja un desastroso rastro de atropellos vitales y lingüísticos
que pasarían a la historia de esa cultura que hemos dado en llamar underground.
El escritor
estadounidense se estrena en el mundo editorial con Yonqui, un
descarnado descenso a los infiernos de la heroína narrado en primera persona y
desde el conocimiento más absoluto de lo que dicha droga proporciona y, sobre
todo, de lo que arrebata. Más tarde llegaría el uso de otros opiáceos y la
visionaria utilización del lenguaje que estos imprimen a sus textos. Textos de
difícil asimilación: sincopados, carentes de argumento, pero plagados de
violentas imágenes de desarraigo difícilmente olvidables para el lector que se
interne en su bizarra jungla. Burroughs lo tenía claro: “El lenguaje es un
virus”. Y como tal lo propaga en sus obras, cuya lectura es lo más cercano a un
viaje de ácido que pueda experimentar cualquier lector atento.
Pero los
ácidos no fueron principal protagonista del banquete toxicómano a que se
entregó el citado autor. Burroughs anteponía, a todo y a todos, la heroína, vía
intravenosa y jeringa compartida, inaugurando toda una épica del yonqui que aún
desordena con su deprimente estampa algunas de las calles de nuestras ciudades.
La heroína, esa puta consentida, ensució de flujos desorbitados las sábanas
entre las que el escritor yanqui acomodaba sus noches. También sus días… que la
heroína no sabe de horarios. Heroína, la dama blanca que
muchos consideran madame de prostíbulo barato, la reina de las adicciones. Hija
bastarda de la morfina, esta droga semisintética ha causado estragos en hogares
de medio mundo, y aún lo sigue haciendo. Pocas sustancias se conocen con mayor
capacidad adictiva que esta droga a la que el escritor norteamericano tomó por
esposa a muy temprana edad. La ruptura, como en cualquier relación de amor
verdadero, fue traumática. Pero ambos quedaron incólumes, como tras la ruptura
entre cualesquiera amantes que se hubiesen profesado amor verdadero.
La obra de
Burroughs, a pesar de las apariencias (que nunca son sinceras), se constituye
como una clara denuncia de las drogas duras. Denuncia la utilización que de
ellas hicieron las autoridades para aniquilar a toda una generación. Así lo
deja por escrito: “El comerciante de droga no vende su producto al consumidor,
vende el consumidor a su producto. No mejora ni simplifica su mercancía. Degrada
y simplifica al cliente”. El almuerzo desnudo se inicia (o
finaliza, ya no recuerdo) con un metódico glosario de drogas y sus efectos,
como acompañamiento al insólito desvarío textual, sexual y sensorial de unas
páginas que pasaron a la historia como la más desquiciada genialidad escrita
hasta la fecha. Una genialidad que expone metafóricamente los métodos de
control utilizados por las fuerzas del orden establecido para desbaratar los
sueños de progreso y cambio de la juventud: las drogas duras de las que, apenas
rozando la venerable ancianidad, pudo llegar a desengancharse el autor. Durante
su redacción, las dosis de morfina que se inyecta Burroughs son decididamente
desmedidas y, por si fuera poco, las adereza con ingentes cantidades de mayún, un
contundente pastel de hachís especialidad de las tierras marroquíes que por
aquel entonces habitaba. De ahí surge un libro que a día de hoy, lo aseguro,
ningún editor en su sano juicio osaría publicar. Literatura, lo llamaban, con
gran acierto.
Burroughs,
a pesar de convertirse en máximo exponente de la modernidad y el ultraje,
llegando incluso a influir en la creatividad musical de lo que hoy consideramos
rock’n’roll (de sus páginas extrajeron Led Zeppelin su etiqueta heavy
metal, por ejemplo), evitó dejar un cadáver bonito, y prefirió regalar
a la posteridad uno decrépito… pero con las neuronas intactas. El viejo
reverendo tal vez sea el ejemplo inequívoco de que las drogas, cuando se es
consciente de su poderío destructor, pueden ser domesticadas.
Allen Ginsberg (1926-1997), homosexual y psiconauta
confeso, hace de la vida de sus coetáneos material literario con que desollar
la métrica monocorde de la poesía de la época. Al igual que su compañero de
correrías, Burroughs, el poeta denuncia la utilización de las drogas como
veneno corruptor de las mentes y cuerpos de toda una generación: la más
brillante, aseguraba, que había parido el pensamiento estadounidense. Un
pensamiento, el de aquellos jóvenes, en eterna confrontación con el militarismo
gubernamental.
“He visto
las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos
famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer
buscando una dosis furiosa…”. Aullido, épico poema fundacional
de la lírica que, desde el consumo de estupefacientes, pretende denunciar sus
efectos. Así que largo poema de denuncia, al fin. Ginsberg desenmascaraba desde
la comprensión. Empatía lo llaman hoy, aplicado a las relaciones mercantiles
que nos subyugan e hipotecan… y no andan tan descaminados. Mercantiles eran las
intenciones de quienes suministraban drogas duras a los integrantes de las
capas sociales más bajas. Eso, al menos, es lo que comprende y pretende
explicar, vía su poética del caos, este alucinado hermano mayor de la poesía beat.
Fue
Ginsberg quien arrastró hasta Marruecos a sus compañeros de correrías para
iniciarles en las ceremonias del hachís y el mayún. Él mismo se arrastró más
allá, al menos sensorialmente, hasta la India y Nepal. Quedó sensiblemente
afectado por el contacto con dichas culturas. En sus viajes físicos y psíquicos
hizo acopio de misticismo y de sustancias que lo potenciasen. Su uso de las
drogas, más que recreativo o inspirador, afianzaba sus pilares sobre ese
terreno tan pantanoso que es la búsqueda espiritual. Esperaba hallar, en las
drogas, el yo amedrentado por el marasmo de una sociedad acorralada por el
mercantilismo y la individualidad violenta, y encontraba en ellas potencia
suficiente para seguir defendiendo una vida contraria a la política que obligaba
a muchos de sus conciudadanos, por aquellas épocas, a entregar la vida por
causas ajenas y enajenantes.
El hachís,
en el caso de Ginsberg (igual en el de Burroughs), fue la más benévola de las
drogas. Hachís marroquí, polen, a ser posible, el elixir de los dioses, la
droga amable que se merienda neuronas (falso, aunque lo aseguren sus
detractores) para mejor amargar, a los comensales, la distópica cena de la
sociedad contemporánea. El hachís agranda los vericuetos sensoriales, desmadeja
los relojes, y remienda los dolores sin desorientar por ello a sus consumidores
en la noche de la idiocia. Clarividencia, dijeron los beats, que
ya existe en todo ser humano antes de que las normas sociales se empeñen en
empañarla.
Ginsberg
fue un gran consumidor de hachís. También de otras drogas más complejas. Dignas
de estudio son Las cartas de la ayahuasca, un compendio de
correspondencias cruzadas con Burroughs alrededor del uso y efectos de dicho
cóctel de plantas enteógenas. Ayahuasca, la droga mítica, cuyo nombre proviene
del quechua y significa algo así como “soga de muerto”. Sus ancestrales
inventores creían que era la maroma que permitía al espíritu abandonar el
cuerpo sin que este perdiese, definitivamente, la vida. Casi nada.
Por más que
denostase públicamente los nocivos efectos de las toxicomanías, algo de ello
debió influir en el perfil pseudofilosófico con el que talló su perfil cromañón
el gran Allen Ginsberg. Su sonrisa de sátiro iluminado forma parte de la
literatura, como sus cristalinos y sonrientes versos. Esa sonrisa de fauno
lascivo es la que incita a más de uno a pensar que abusó de las drogas más por
incitar al delirio a sus jóvenes amantes que por desenredar el verso de lo
cotidiano.
Jack
Kerouac (1922-1969),
bisexual encubierto, drogadicto recreativo y alcohólico empedernido, hace del
camino su vida y de su literatura trayecto sin destino. El beat por
excelencia, el padrino de la alteridad vital y literaria, es un devorador de
ritmos que deben ser vomitados hasta el síncope sobre las páginas. Ritmos de
anfetamina y locales de jazz clandestinos, en los que el sexo se hace negro
como el humo y la piel de los congregados a la bacanal de la libertad y
el no future.
Kerouac
escribió la Biblia del movimiento beatnik, En el camino, en
un rollo de papel continuo, sin revisiones ni pausas, llevado por la
incombustible actividad psíquica que propician las anfetaminas. Las suelas de
los propios zapatos como único mapa probable, y las drogas como compañeras
fieles e insustituibles: efedrina y marihuana, no sólo anfeta. Y otra droga,
sí, el jazz, cuyo ritmo sincopado regía el deambular de unos párrafos plenos de
euforia y ganas de vivir. “La única gente que me interesa es la que está loca,
loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo
tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde,
arde como fabulosos cohetes amarillos explotando como arañas ante las
estrellas”. Casi nada.
La
anfetamina es, quizás, el más potente estimulante que podemos aplicar a nuestro
sistema nervioso. Tanto que hasta los deportistas, esos nuevos dioses del
Olimpo en el que ya no creemos, la utilizan con igual desenvoltura que un
carpintero las alcayatas. Tal vez lo hagan, los deportistas, por colgar de
tales escarpias unas alforjas reventonas de papel moneda. En el caso del
escritor norteamericano, el uso y abuso de la citada sustancia propició las
orgías tipográficas a que se entregó para dar a luz, con la celeridad de un
parto demoníaco, un buen puñado de obras literarias que ya son referente
ineludible para los amantes del párrafo y la sensación.
Literatura
del trance. Trance de la droga, el alcohol, la euforia desatada y el deseo de
vivir, como los buenos rockeros, rápido y deprisa, para dejar un hermoso
cadáver. Y las drogas psicodélicas que, en aquel tiempo, iban de manera
inevitable unidas a la espiritualidad oriental. Atracción de lo exótico,
supongo. También visitó Marruecos el buen Kerouac. De hecho fue quien allí
recogería del suelo de una habitación de pensión regentada por cucarachas las
páginas desperdigadas por el temblor morfínico de Burroughs para incitarle
después a publicarlas bajo el nombre de El almuerzo desnudo. Luego
iría más lejos, en busca de una inspiración zen que le arrebatase, quizás, de
los designios de una vida alcoholizada que se le llevaría en brazos de la
cirrosis. De aquel interés por lo zen nacieron Los vagabundos del
Dharma, obra que debería estudiar, por si acaso, el renombrado Paulo
Coelho.
Aquellos
años, aquellas vivencias, dieron un giro brutal al timón de este velero llamado
literatura que demasiados desean comandar. Imposible negar la influencia, en
esta nueva travesía, de las drogas. Pero continuaron años en que los
estupefacientes arrasarían las calles de las principales ciudades occidentales,
especialmente estadounidenses, cebándose en la negra piel de los descendientes
de los esclavos, los únicos estadounidenses verdaderos (si obviamos a los
indígenas de pluma florida y pipa de la paz sucia de cuero cabelludo que nos
vendieron en televisión y cines, durante demasiado tiempo), esclavizándolos con
nuevos métodos, más retorcidos, que les hacían soñar con desertar de una vida
que les devoraba las entrañas. La alegría desbocada de Kerouac y compañía nada
tenía que ver con el inframundo de los supermercados de la droga que
apuntalaban los suburbios metropolitanos.
Neal
Cassady (1926-1968),
reiterativo delincuente, constante y confeso consumidor de barbitúricos que
poca herencia literaria dejó, más allá de erigirse en protagonista principal de
algunas de las novelas fundacionales de las nuevas letras estadounidenses. Poco
dejó escrito, pero sin sus psicotrópicas y alucinadas vivencias jamás
hubiésemos llegado a leer a Kerouac, ni a Ginsberg. Cassady fue el Dean
Moriarty de En el camino, y sus prolongados períodos de
desenfreno sexual en brazos hembra de edad rayana en lo ilícito eran
pespunteados, aquí y allá, por la costura macho de un amor pánico en brazos de
Allen Ginsberg, o de cualquier otro que, según él mismo afirmaba, le proporcionase
“lo que necesitaba, a cambio de sexo”.
Como digo,
no fue un autor prolífico, ni por ello es recordado. Pero la literatura también
son sus protagonistas, especialmente si de literatura confesional (¿acaso hay
otra?) hablamos. Y Cassady recorrió la época beat batiendo con
sus alas de ángel caído un firmamento de mitología moderna que otros, los
escritores que como tal pasaron a la historia, supieron organizar con tinta. Lo
de Cassady, aparte cualquier variación de desenfreno, fue el LSD. Él mismo llegó
a ser quien conducía el autobús de Los Alegres Bromistas, aquel
grupo de inocentes revolucionarios que recorrieron las carreteras
estadounidenses, en los años 60 del pasado siglo, invitando a todo aquel que
hasta ellos se acercase a consumir ácido y poner a prueba, con ellos mismos,
los límites de su serenidad. Los célebres acid tests de
aquellos bondadosos traviesos pasaron a la historia como uno de los ensayos
menos serios para traer a la sociedad la utopía del amor libre y la libertad de
prejuicios. Cassady condujo el autobús como antes había conducido diversos
vehículos recorriendo de costa a costa la patria que le había visto nacer,
embriagando, por el camino, con su lenguaraz carencia de límites, a Kerouac y
compañía.
Y si
Cassady conducía el autobús, Ken Kesey (1935-2001) lo
comandaba. Eso fue antes de sobrecogernos con las páginas de Alguien
voló sobre el nido del cuco, tan magistralmente llevadas al cine por
Milos Forman. En esa obra dejó claro, este otro alegre bromista, que hay drogas
más duras, como el poder con el que, quienes nos gobiernan, urden nuevas
torturas con que lograr que nos sintamos menos que cero. Cuántos de quienes, en
aquella época, pasaron con nota su test de ácido, no viven ahora enganchados al
poder, muy alejados de la dictadura de las flores… salvo que estas tengan
cifras en vez de pétalos.
Era el LSD,
compuesto químico sintetizado en laboratorio y de cuyos intensos efectos tuvo
conocimiento su descubridor, el químico suizo Albert Hofmann, de manera casual.
Los científicos, aún en horas de recreo, pueden provocar milagros. O desastres…
Piensen en ese otro Albert, Einstein, y el acta de paternidad sobre la
deleznable bomba atómica con que fue inscrito en el incivil registro de la
desgracia. La dietilamida de ácido lisérgico provoca en el ser humano una
exacerbación del interés por las relaciones interpersonales (aparte de otras
alucinaciones), y pensamos que fue tal efecto el que incitó, a los citados
defensores de la sustancia, a pretender convertirlo en elixir democrático del
amor entre desiguales. A pesar de que numerosas pruebas llevadas a cabo
por Timothy Leary (1920-1996) llegaran a demostrar que la
citada sustancia química podía reintegrar a la sociedad a los criminales más
abyectos, con menor coste y mayor celeridad que los métodos represivos
empleados por la nación que se asigna la paternidad de la democracia, su uso
fue reprimido y escondido bajo los felpudos de la historia. Para obtener un
conocimiento más amplio de la importancia que esta droga tuvo en el devenir de
los tiempos que hoy vivimos recomiendo, sin paliativos, la lectura de las
memorias del propio Leary, Flashbacks.
Pero el
LSD, y otras drogas más ingobernables, por aquellos tiempos, además de en las
páginas más gloriosas de la literatura estadounidense, irrumpió también en las
bolsas demográficas en que la metrópolis depositaba sus despojos. En el
callejero de las grandes ciudades su consumo recreativo se tornó, demasiado
pronto, autodestructivo para quienes las consumían con el único interés de
ausentarse de una vida que corría demasiado deprisa por las autovías de la opulencia,
dejando en la cuneta, atropellados, los cadáveres de aquellos que no tenían la
fortuna de manejar economías globales ni, tan siquiera, domésticas. Los
psicofármacos comenzaron, en los vestidores de lúgubres laboratorios
clandestinos, a probarse disfraces con que asustar el miedo a la vida de los
desprotegidos.
Ciertamente
la droga tomó las calles de medio mundo con encolerizado fervor de apóstol
oscuro, y de los años siguientes sólo pudimos rescatar las alucinadas crónicas
periodísticas de Hunter S. Thompson (1937-2005) que, en plena orgía consumista de
sustancias tóxicas, decide reordenar para siempre las normas no escritas del
periodismo. Les invito a leer Miedo y asco en Las Vegas, quizás la
más alocada y a la vez lúcida historia de cómo la literatura puede terminar
devorando al gigante de las drogas. El alocado periodista inaugura la
crónica gonzo al hacerse protagonista principal de lo narrado:
un desquiciado periplo por la ciudad de los sueños, organizado por el
gargantuesco touroperator del consumo ingente y desmedido de
drogas de toda índole. El primer autor que hace alarde de su ebriedad narcótica
considerándola origen de la genialidad lingüística. Y tantos de nosotros que, a
día de hoy, en que vemos cómo el periodismo se apoltrona en la repetición de
consignas aprendidas, no nos cansaremos de agradecer su osadía.
Otro
plumilla de los que dotaron al periodismo del nervio narrativo que lo hizo
grande en el pasado siglo fue Tom Wolfe (1931). Con mayor
flema que el anterior, dejó constancia también de aquellos tiempos de excesos
en su Ponche de ácido lisérgico que narra, justamente, las
peripecias de los Alegres Bromistas en su ansia por llevar a
la sociedad norteamericana la buena nueva del LSD.
La otra
cara de la moneda le reventó el rostro a Jim Carroll (1949-2009),
mientras se jugaba la vida al azar de los abismos heroínicos. En su
sobrecogedor Diario de un rebelde desgrana con meticulosidad
casi científica su adicción a la heroína. Relato sucio, duro y desgarrador,
pero de una higiene ética y literaria pocas veces conjugada, y que abriría paso
a muchos de los que hoy se autodenominan, en literatura, realistas sucios.
Remarcable el hecho de que fuese Leonardo Di Caprio quien dio vida, en la
notable The Basketball Diaries, al torturado autor
norteamericano. El mismo actor emuló también, de manera memorable, a Arthur
Rimbaud en Total Eclipse. No todo es Titanic.
Antes de
finalizar, recordemos que Jean-Paul Sartre (1905-1980), digan
lo que digan, contó para su particular batalla contra el tiempo, su fecundidad
literaria, y su devenir filosófico, con la inestimable ayuda de las
anfetaminas.
Por poner
punto final, y haciendo una concesión al ego, una referencia personal. Muchos
han querido ver en Los cuadernos del Hafa, mi primera novela, una apología
del hachís. Ni confirmo ni desmiento. Pero sin la existencia de esa sustancia
tal vez no hubiese escrito lo que en realidad creo es ese libro: una apología
del amor. Amor al viaje, a la música, a la literatura… a la mujer. ¿No son lo
mismo? Escribimos para que se nos lea. También lo hacían los que se drogaban:
drogarse para escribir y escribir para ser leídos.
Así que:
para escribir hace falta huir de la realidad. Una vez fuera, es más fácil
volver a darle forma. Los métodos para escabullirse de eso que llamamos
realidad, para poder contemplarla desde el exterior, son múltiples. De cada uno
depende elegir uno u otro. Pero es evidente que si no hubiesen existido las
drogas, como método estrella de dicho proceso, la historia de la literatura
hubiese sido más aburrida, y muchos de nosotros nunca hubiésemos llegado a plantearnos
la escritura como aliento vital. Todos los autores nombrados (incluido el que
esto firma) escribían, al fin, sobre ellos mismos. Y es que la vida propia,
cuando se afila y apura, es la más dura de las drogas.
Pablo
Cerezal (Madrid, 1972) es escritor, articulista y fotógrafo. Se estrenó en el
panorama literario con su novela Los Cuadernos del Hafa (Ediciones Carena, 2012).
Escribe los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado. Ha participado en la antología de
poesía erótica Erosionados (Origami, 2013), y en El Descrédito. Viajes Literarios en torno a
Louis-Ferdinand Céline (Lupercalia, 2013), que rinde homenaje al controvertido autor
francés, así como en Vinalia Trippers. Colabora con La Razón(Bolivia), El
País (España), Red Marruecos (Marruecos) y Esto
no es una revista(Argentina). En FronteraD ha publicado Perdiendo el norte en Corea del Sur.
Viaje al país de la eterna primavera. En Twitter: @pablo_cerezal
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De
FRONTERAD, 30/07/2015