Saturday, January 30, 2021

El artista y la soledad


MARÍA CRISTINA BOTELHO MAURI

A mi padre Raúl Botelho Gosálvez en el centenario de su nacimiento

Un escritor muy cercano, muy querido en mi vida, un hombre que hablaba sin parar y nos embelesaba, un escritor que llevaba bigotes, los cabellos canos, y un furioso tic que revolucionaba su postura de bohemio y soñador, al descuido aparecía y dejaba entrever que también era un ser de carne y hueso,  aquel movimiento intempestivo como un gesto sobre el labio superior, lo hacía merecedor del mayor respeto porque había superado la barrera de la indiferencia y del fracaso, era un ser dotado de un gran talento.  Me tengo que referir a mi padre, el mago de la palabra,  el hombre del discurso y la sonrisa de galán, el hombre que me dio la vida, el hombre que me hizo amar la literatura. En una de nuestras charlas sobre los encantos y desencantos de la escritura, me pidió que me inspirara en “El artista y la soledad”,  hasta hoy no me había atrevido, más bien él me sugirió y luego su idea apareció en un gran Ensayo que leyó en Espacio Patiño en La Paz, hace algunos años. Como en todos sus textos, su gran conocimiento sobre la vida de otros autores, las dificultades y tropiezos, enriqueció aquella lectura pausada, y de vez en vez, con una emoción que se repetía en la mirada de los asistentes, Él sabía muy bien de la soledad y de los contratiempos en la vida de un escritor. Ahora recién, puedo adivinar lo que quiso decir, sentíase solo en su mundo creativo, estaba inspirado en la obra de Cervantes, eso no cabe duda y quería rebelarse ante la vida como un delirio, idealizar la vida hubiese sido renunciar a la posibilidad de mejorar, de existir entre la multitud sin estorbar a nadie, por aquello, probablemente buscaba la soledad para inspirarse. Realizaba largos viajes a Los Yungas, entre el asombro y el escalofrío que produce, la sinuosa carretera, soñaba y plasmaba devotamente algunos cuentos, cuyos pintorescos personajes recrean y refrescan la memoria, de lo que aconteció por pueblos bolivianos. Le gustaba desafiar los precipicios, el paisaje majestuoso con su cascada luminosa, como una lluvia de cristales, iba solo y regresaba en compañía del volumen completo de su último libro. Encontraba en la naturaleza, un remanso de paz,  las cumbres nevadas, el Camino del Inca, el desafío era inmenso y con su mochila, un cuaderno y un bolígrafo, pintaba el universo como si hubiese sido parido en aquel instante. El artista y la soledad, me ha enseñado, que no existe la soledad, cuando la palabra quietamente brota entre los labios y se plasma en los pliegos de papel, mi escritor favorito, mi padre Raúl Botelho Gosálvez, musitaba versos y las sílabas eran como gotas de miel que salían de sus labios. Mi padre había dominado el arte de escribir, aunque debió llegar mucho más lejos porque se lo merecía. La vida le tenía de sorpresa algunas tareas extra literatura, como el servicio diplomático y cuatro matrimonios en su haber. 

El artista y la soledad, me recuerdan a Proust y aquel claustro forrado de corcho, como lo era su cuarto, desde aquellas cuatro paredes escribía a su novio y encontraba una razón para no entrar en desesperación, padecía asma y la muerte rondaba en su cabeza, no tanto en la realidad, más bien en el imaginario de su visión. La soledad de García Lorca, en sus últimos días, antes de su vil asesinato, el divagar y deambular de Poe, antes de ser encontrado muerto, en Baltimore y tantas soledades que me motivarán para escribir muchos textos. La soledad de Cortázar envuelto en espirales de humo, recorriendo Paris y trasladando su memoria por Buenos Aires, al igual que Borges y los suburbios, los puertos y el arrabal. La soledad en las cuencas de los ojos de Borges, cuencas profundas y pensamientos como gritos de eternidad.

La soledad de Raúl Botelho Gosálvez, tiene mucho que ver con su complicidad con el Illimani, La Paz, su ciudad, y también pueblos vallunos y la selva beniana, cuando se inicia con el éxito de su primera novela, “Borrachera verde”, a la edad de diecinueve años.

Me gustaría transcribir el texto completo de su Ensayo “El artista y la soledad”, lamentablemente solo me ha quedado el timbre de su voz, la luz tenue de aquella lectura y su traje oscuro y la sobriedad de su atuendo,  terminó la conferencia,  andaba de prisa, me dio un beso y se retiró con una dama que llevaba del brazo, probablemente la cuarta esposa, me imaginé que nunca más se sentiría solo. A pesar de ello,  murió en un hospital,  en una soledad infinita, sin la calidez de un beso. Así él lo quiso y se fue,  suspirando en su agonía,  ha dejado un vacío y una interrogante,  que hasta el día de hoy no tiene respuesta, ni excusa, ni espera.

 

 

Sunday, January 24, 2021

Anecdotario de Alasita


WILLY CAMACHO

Emilia Pizarro tiene apenas 12 años, pero ya está “enviciada” con la Alasita. Recuerda bien que hace unos años quería un oso de peluche, y comenzó a comprar boletos de la “suerte sin blanca”, y le pedía dinero a su mamá para comprarse más y más boletos con la esperanza de que el número ganador pronto saldría. “Y gasté toda mi plata en eso y nunca gané el oso, solo aretes de plástico, anillos de plástico…”, dice con tono de decepción, aunque se compone rápido y confiesa: “Sé que es una estafa, pero no puedo evitarlo, sigo, sigo y sigo intentando ganar el premio mayor. Y a mi mamá también le pasa”.

Es que su mamá, Claudia Suárez, también tiene una historia ligada al vicio alasitero, de cuando era muy niña. “La Alasita era todavía en la Tejada Sorzano, para que te des cuenta cuán chiquita era –dice a fin de no mencionar su edad (tiene 47)–, estaba caminando la feria con mis hermanas y mi mamá…”. Era un lindo día, el sol brillaba en lo alto y quemaba aquí en la tierra, y las niñas estaban sedientas. Entonces, su mamá compró chicha, supuestamente sin macerar (al menos así le dijeron), pero pronto las tres niñas y la señora estaban un poco más que chispeadas. “Las cuatro caminábamos duras, borrachísimas, yo veía doble y zeteaba, y todo fue por la sed que teníamos”, recuerda entre risas, y un amigo que oyó la historia deslizó por lo bajo: “Yuca desde chiquita”.

Todo paceño y paceña que se respete debe tener una o más historias memorables en Alasita. Viviana Soruco, por ejemplo, recuerda que junto con su madre fueron a comprarse cositas a la Plaza Abaroa, con la intención de hacerlas bendecir en la iglesia que está cerca de ese lugar. Vivi se había comprado un autito y, antes de llevar los objetos al templo, se toparon con un yatiri que les ofreció challa y sahumerio. “Yo nunca he sido de esas cosas, más por tacaña en realidad, pero el señor nos dijo que podía challar las cosas de las dos por cinco pesitos, o sea que era buen precio”. Ellas lo hicieron como cualquier paceña, sin preocuparse por la presencia de un par de curas que merodeaban por el lugar, uno de ellos con cara de irritado. “Ese cura –que era español– se acercó muy molesto y nos increpó: ‘¡esto es del demonio, es paganismo, ustedes mejor que nadie deberían saber!’, y claro, el yatiri seguía con su ceremonia, blasfemando en aymará o quién sabe qué lenguas ancestrales, y con eso el cura se enojó más y me dijo: ‘¡ojalá te choques y te vuelques con ese auto, y no voy a bendecir mierda alguna’!”.

Tiempo después, Vivi y su esposo se compraron un auto y la mamá de ella empezó clases de conducción. “Una mañana, Christian (el esposo) salió con mi mamá, le iba a enseñar la mejor ruta para bajar a la tienda en auto, pero hubo un desperfecto mecánico y el auto se deslizó por la pendiente y se embarrancaron”, relata aún con tristeza. El auto dio tres vuelcos, por suerte tenían los cinturones de seguridad puestos, eso les salvó la vida, aunque salieron golpeados y ensangrentados, y el auto, obviamente, quedó destrozado. Al contarme estos hechos, Vivi recién ató cabos y, 15 años después, se dio cuenta de que quizá la maldición del cura tuvo efecto. “Ese maldito…” murmura al otro lado del teléfono (y del mundo), tal vez pensando buscar un brujo senegalés para vengarse del sacerdote español.

Si el matrimonio es una bendición o maldición, solo lo sabe la pareja. Y Tatiana Fernández tiene una historia al respecto, pero comienza contando que en su familia no acostumbraban ir el primer día de la Alasita. Su tradición familiar era, en cambio, ir el último domingo al remate. “A mi papá le encantaba el remate de los yesos. Íbamos a cuanto remate podíamos y volvíamos a casa cargados de alcancías de chanchitos de todos los colores, incluso del Bolívar, pese que en casa somos todos estronguistas”. Quizá por eso, a Tati le quedó la costumbre de comprar otras figuritas de yeso para regalar a sus amigas: gallos. “Una de esas, estaba con mucho trabajo y salí apurada a comprar los gallitos, porque ya era cerca de mediodía. Compré para mis tres compañeras, pero ya al entrar a la oficina, me di cuenta de que con la prisa me había alzado una gallina con sus pollitos. Ni modo. Había un compañero jovencito, soltero, y le regalé la gallina a él. Bueno, el caso es que, a fin de año, él ya estaba casado y esperando a su primera hija”. En este caso la bendición del Ekeko se cumplió, y no fue tan grave (esperemos) como la maldición del cura antialasita.

Violeta López, cuando niña, esperaba con ansias la Alasita cada año, porque iba a buscar ropas y muebles para sus muñecas. “Es que mis papás no querían botar plata en los accesorios para muñecas de Mattel” (padres sabios, hay que decir). Recorrían los puestos y así Viole iba adquiriendo las prendas que sus muñecas usarían ese año y algunos muebles para que estuvieran más cómodas en casa. “Pero los muebles más bonitos estaban en exposición en la ‘suerte sin blanca’, y yo lloraba para que mi papá me comprara boletos, pero claro, nunca ganaba esos muebles, solo ganaba bolígrafos, chupetes… De todas formas, todos los años hacía escándalo para ir a la ‘suerte sin blancas’”. Todo el vestuario fue legado a sus sobrinas y los muebles se fueron rompiendo con el paso del tiempo, aunque aún sueña con esos espléndidos muebles que nunca pudo ganar. “Cuando yo tenía unos diez años, mi papi me explicó que la ‘suerte sin blanca’ era una tomadura de pelo, que nadie gana los premios grandes; y puede ser, pero hasta el día de hoy, si yo fuera a la Alasita, seguro me compraría unos boletos”. Como Emilia, Viole aún tiene el ojo en tinta por los caprichos del azar, o mejor dicho, por la mañudería de los suerteros.

Mi historia no tiene que ver con el azar (creo). Recuerdo que cuando tenía unos cuatro o cinco años, mi mamá, que es muy creyente de la tradición alasitera, me llevó a una plaza abarrotada de gente el mediodía de un 24 de enero. Ella quería que sus compritas pasaran por yatiri y cura, en ese orden, y se daba modos de cargar casita, autito, maletitas, billetitos, etc., de llevarme a mí de la mano y de pelear con otros creyentes para conseguir un lugar de preferencia y así ser bien salpicada de agua bendita luego del sahumerio. El caso es que, en un momento dado me vi perdido entre la muchedumbre, e hice lo que cualquier llokalla urbandino de cuatro años haría en medio de una multitud de desconocidos: llorar y gritar “Maaaaamiiiii”. El caso es que me respondieron varias mujeres: “Carlitooooos, aquí estoooy”, “Aleeeee, veeeen aquí, te voy sonar malcriado”, y así otras madres que seguramente también habían descuidado a sus vástagos. Años después, en una fiesta familiar, vi que mis padres y tíos jugaban a la escoba, que consiste en que quien no tiene pareja baila solo con la escoba y, cuando considera oportuno la deja caer, el ruido es la señal para que los demás cambien de pareja, y el que no logra el cambio a tiempo debe bailar con la escoba, entonces todos se desesperan y agarran a cualquier pareja, sin discriminación. La cosa es que ese momento imaginé que algo similar podía haber pasado en esa lejana Alasita: quizá los niños perdidos, asustados por quedar sin hogar, y las madres irresponsables, angustiadas por la posibilidad de volver a casa con las manos vacías, se juntaban aleatoriamente. Tal vez yo había agarrado a la mujer equivocada, quizá en realidad me llamaba Carlitos o Alejandro. Claro que el tiempo y la genética me tranquilizaron (soy una fotocopia de mi padre), lo cual no me quitó la sospecha de que estos infelices pudieron haberme sometido a una cirugía plástica. En fin, de todo esto, la moraleja es que no debes llevar a tu hijo a una plaza alasitera el 24 de enero y, principalmente, no debes darle pastillas que lo vuelvan paranoico.

Hoy, 24 de enero de 2021, no habrá Alasita por buenos motivos. De modo que nos queda el consuelo de los recuerdos, esos gratos momentos vividos en la feria tradicional de los paceños, y también queda la esperanza de que se volverá a realizar pronto, en mejores condiciones para todos. Igual, en la intimidad del hogar, le podemos encargar al Ekeko unas vacunitas, quizá funcione. Si no, el brujo senegalés puede ser buena opción.

 

  • Willy Camacho es paceño y atigrado. Dice ser un cholo urbandino orgulloso, por eso no se cansa de cantar esa cueca que dice: “... cholo, cholo he nacido, cholito voy a morir...”.

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De RASCACIELOS, 24/01/2021

Imagen: Viejo ekeko peruano

Sunday, January 10, 2021

El Alto, infinito


ROSARIO BARAHONA MICHEL

 

1

 

Duela o no, tal vez, una infalible forma de medir el tiempo sea a través de una herida. Si palpo mi frente, puedo cavar en el pequeño espacio que me provocó el haber rodado una veintena de gradas del edificio que fue mi hogar de infancia, años ochenta. Si miro mi muñeca izquierda, calculo los dos o dos meses y medio de distancia desde las siete puntadas horrorosamente bordadas, suerte de queloide en festón, tras un absurdo, impensable y sobrio accidente (caerse sobre una copa de vino conteniendo agua, tan solo agua, a veces puede tener más consecuencias que si contuviese un Merlot).

“No te voy a mentir”, le confesé a mi amigo Averanga, ciudadano alteño, pensando en las cicatrices, “pero me da miedo volver a El Alto.”

No lo dije por ser una ciudad lejana para mí, mal estigmatizada como espacio “peligroso” o irreconocible. Todo lo contrario. Lo dije por dos cosas, y en realidad por tres. Primero, porque soy muy solemne en estas cosas, y una confesión es una confesión, casi una manda testamentaria y debe ser bien hecha, de otro modo mejor jamás hacerla; ya ves que confesión o testamento son palabras que suenan muy graves e intensas, casi sagradas, tal vez porque parece que siempre tienen que ver con la muerte. Segundo, porque no podía enfrentar la última imagen que mis ojos vieron en los ojos tiernos de Emma, dormidos para siempre en una camilla de ese gran hospital alteño. Su imagen se me presentaba a veces en el sueño liviano de las madrugadas de los últimos dos años, bello, etéreo, pálido y despeinado aquel fantasma, recorriendo descalzo aquellos fríos pasillos, no sé si los del hospital o los de mi propia memoria, como si frenéticamente ella estuviese caminando por los aires, despidiéndose de aquella ciudad, suerte de momentánea morada suya antes de convertirse en la eterna bella durmiente que es ahora. Y tercero, si cabe, y si me lo perdonas, “Averanga, querido”, añadí, porque algunos recuerdos como esos son crueles y obstinados y no cejan en su intento de recordártelo todo, una sensación de vacío y de pérdida, de menoscabo, que carcome y lleva de un recuerdo a otro, y a otro más, como un vértigo inesperado, repentino.

Las heridas, entonces, acercándonos a la muerte (una infección o complicación, una baja de defensas, y algo apenas sin importancia puede tornarse mortal, cuántas septicemias habrán comenzando siendo un ligero malestar, una fiebre apenas perceptible, un pequeño temblor, casi un escalofrío). Las heridas, por tanto, recordándonos que somos sobrevivientes.

“La muerte, siempre enseñándonos sobre la vida”, concluí, reflexionando en voz alta,  arriesgándome a que mi amigo me creyera una demente, sobre todo por provenir yo de Sucre, donde se encuentra el hospital psiquiátrico de San Juan de Dios instituido por el entonces presidente Pacheco, a fines del siglo XIX. De allí que el resto del país sospecha calladamente cuando alguien se presenta, “Hola, soy de Sucre”, pues imagino que, aunque no lo expresan, creen que tal vez puede tratarse de un paciente fugado que se ha disfrazado de ciudadano común.

Averanga pestañeó y me miró algo extrañado por mi perorata, casi soliloquio extraviado, pero tuvo el tino de asentir con la cabeza, pensativo, hombre profundo, dos venas sinuosas y extensas recorriendo sus sienes, hasta reencontrarse, amigables, en su entrecejo.

Quedamos en encontrarnos al día siguiente en una de las estaciones del teleférico de la ciudad de El Alto.

 

2

 

El aire helado del mediodía alteño golpeó mi cara y me sacó de la profundidad de mis cavilaciones.

En la estación, la gente caminaba presurosa de aquí para allá, libres de toda cefalea, ajenos al soroche, pero yo no, para mí, comprar un fármaco contra aquel mal era más que  inminente, si no quería desplomarme allí mismo.

Ingerí el comprimido y, como en las películas, apoyé mi frente contra un gran ventanal que de inmediato se empañó, lo que sirvió para dibujar la carita feliz consabida, en mi caso, un círculo imperfecto, dos puntos a modo de ojos, y una enorme sonrisa.

Mientras esperaba a mi amigo, salí del recinto y me senté en un banco de cemento, sin poder evitar pensar adónde va la gente. ¿Te has preguntado alguna vez adónde va la gente que ves pasar? Pensé preguntarle a mi amigo, cuando llegase. La gente que atraviesa este andén, cartapacios de importante documentación estrechados contra el corazón, mochilas o pequeños equipajes de mano repletos de objetos válidos como relojes, espejos, bolígrafos, vituallas o artículos de primera necesidad, o de otros objetos no tan válidos como los recuerdos, ¿dónde van?

Yendo más lejos: ¿Te has preguntado alguna vez por qué te encuentras con esa gente, por qué ellos contigo? Es decir, por qué el hombre que fuma sigilosamente un cigarrillo tras otro, esperando a una novia indecisa que no llegará. ¿Por qué ese hombre y no un aparapita, o un músico trompetista del Gran Poder, o un empresario de la feria 16 de julio?. ¿Por qué él y no los otros, o las otras?; Las novias indecisas, por ejemplo.

Recordé entonces un incidente que podría comentarle a mi amigo que aún no llegaba: el año pasado, tras una pequeña presentación mía en la feria paceña del libro, salí del campo ferial de Bajo Seguencoma, crucé el puente de la avenida para regresar a casa, y fue entonces que me percaté acerca de una mujer joven que caminaba llorando y gimiendo como si nada más le importase en el mundo. La gente la miraba y pasaba indiferentemente por su lado, hasta que se me ocurrió perseguirla y atajarle el paso, no fuera a ser que de repente se le ocurriera tirarse del puente, me dije. Era una novia indecisa. ¿Puedo ayudarte en algo?, le espeté, y ella me contó, de buenas a primeras, la dura historia de un amor inacabado. Después de veinte minutos de charla consoladora y desahogada, y ella ya calmada, la ayudé a subirse a un minibús y nos despedimos efusivamente, como dos amigas que se conocían de toda la vida. Nunca más supe de ella.

Así como aquélla, por qué ahora el viejo de barba blanca, pensé, mirándole, tan bronceado él, será tal vez extranjero, un turista desorientado con su detestable camisa floreada, abierta hasta medio pecho. ¿Se habrá imaginado el buen hombre este frío andino calándole el esternón?

Cerré entonces mis ojos fuertemente, pues, recordando a Luisa Fernanda Siles, ya no quise mirar más en derredor, por lo menos por ahora, no, me dije, o más bien, me reprendí: porque la imaginación es nada comparada con la vida misma... ¡ya basta de imaginaciones, Rosario!

Luisa y yo habíamos sido testigos de ello. Atardecía, estábamos en Santa Cruz y habíamos llegado muy temprano al concierto de Piraí Vaca, programado para las 8 de la noche. Conversando amenamente nos fuimos a la terraza de un café en plena plaza 24 de septiembre y mientras bebíamos nuestros respectivos espressos, notamos a un nervioso joven que esperaba, caminando de aquí para allá, en la plaza, mirando, de continuo su reloj y los alrededores. Mi amiga opinó que quizá esperaba a una novia, y yo no dije nada, pues considero a Luisa como una de las mujeres más sabias del mundo. Íbamos por el segundo espresso cuando en realidad se aparecieron muchas novias, tres o cuatro o cinco y, rodeando al hombre, parecían increparle cosas. Los índices señaladores, los hombros erguidos. No podíamos oír nada, pero imaginamos las escabrosas preguntas en forma de reclamo: ¿dónde estabas cuando me dijiste que estabas en tu casa, ayudando a tu madre con las faenas del jardín?... ¿pensaste que nunca descubriríamos tus mentiras?

No pudimos con un tercer café. Pedimos un whisky doble para cada una, mientras mirábamos cómo iba desarrollándose la escena. El chico descubierto, que primeramente había gesticulado con los brazos, quedó encerrado en aquel poderoso círculo femenino, inmóvil, sordo a los gritos. Nadie atinaba a hacer nada, y la policía brillaba por su ausencia. De repente, salido de la nada apareció un fantástico deportivo Alfa Romeo 4C, reguetón surgía de sus poderosos parlantes; el dueño habría hecho la mejor elección en cuanto a la marca del vehículo, la peor, desde luego, en cuanto a su gusto musical. Frenó en seco, ronroneaba su motor cerca de aquel círculo mágico y, entonces, abrió una puerta. El chico prisionero corrió y se lanzó al interior como lanzándose a una piscina. Ellas no lograron darle alcance. “Amigo”, imaginamos que le diría el conductor del Alfa Romeo, “estás salvado, viejo”.

Con su gran prestancia, tan dueña de sí misma, Luisa tomó un sorbo de su cobriza bebida, pestañeó, como pensando su próxima frase. “Complicidades masculinas”, sentenció, casi sonriendo, mirando la tarde amarilla, que ya comenzaba a caer, tornándose violeta, llena de resolana. Yo también pestañeé: “Complicidades masculinas”, repetí.

Estas cosas recordaba, con los ojos cerrados o entrecerrados, casi sonriendo, cuando un leve toque en mi hombro me asustó. “Dos bolivianitos, ruda contra la brujería, señorita, pronunció una voz gruesa”.

Era una anciana aymara, de ojos negros, abarcadores y melancólicos, rodeados de surcos y más surcos de arrugas, las polleras oscuras le llegaban casi hasta el suelo, el atado de la espalda, tejido con multicolores hilos. Saqué, presurosa, la moneda de dos bolivianos y ella me alcanzó un pequeño ramillete de flores amarillas. “Pones detrás de tu puerta, señorita”, fue su única indicación.

Cuando ya se iba, alcancé a hacerle una pregunta: “¿También cura los malos recuerdos?”

La aymara sonrió ampliamente, dejando ver sus descascarados dientes, más arrugas se surcaron en sus carrillos, cuántas veces le habrían hecho la misma pregunta. “Cura”, aseguró,  y luego desapareció mágicamente entre los transeúntes y los automóviles.

Guardé las flores en mi mochila. Después de la perorata del día anterior, ya no iba a arriesgarme a que mi amigo me descubriese algo pálida, fría, dolorida y asustada, con un ramillete en la mano, no fuera a ser que me creyese definitivamente una demente. Fue entonces que le vi llegar, caminando a paso rápido. Averanga llegaba un poco atrasado, bien afeitado, llevaba una chompa terracota de gruesa cremallera hasta el cuello, lentes, y la sonrisa cabal.

“En qué pensabas”, me preguntó, mirándome, algo preocupado.

“En nada”, mentí y, poniéndome de pie, de un brinco, noté que mi dolor de cabeza había cesado (acaso fuera la ruda, ¿por qué no?) y comenzamos a caminar hacia un particular edificio amarillo, otrora el tanque de agua que aprovisionaba la ciudad.

Se trataba del cercano museo Antonio Paredes Candia, donde una simpática cholita recepcionista nos pidió no sólo los nombres para el registro en el libro de visitantes, sino las respectivas edades para dejarnos pasar. Un Averanga rapidísimo se apoderó del bolígrafo atado con un hilo al escritorio y dibujó con trazo decidido el signo de infinito, provocando la carcajada inesperada de la funcionaria.

“Somos eternos”, argumentó por toda explicación.

Reímos, y en esa atmósfera fuimos recorriendo las salas, subiendo y bajando los varios pisos, tomándonos fotos sin flash, divertidos, al lado de las fotografías de ciudad Satélite, de Julio Cordero, de las pinturas de Guzmán de Rojas y Arturo Borda, de las ricas piezas de arqueología como hachas, morteros y topos (prendedores) de bronce de la sala llamada Carlos Ponce Sanjinés.

El museo, ex estanque, no sólo exhibe más de trescientas piezas de arte, sino que cuenta con una biblioteca de casi 11000 libros que pertenecieron al escritor y fundador de aquel recinto, cuyo nombre lleva, sino que, por si fuera poco, permite contemplar una magnífica vista del Illimani y del Huayna Potosí a través de seis ventanales, y hasta la estación del teleférico, donde media hora antes yo me preguntaba qué lazo nos conecta con la gente que encontramos por la calle y porqué nos encontramos con ellos, ellos con nosotros.

Bajamos, pues casi eran las 12:30, hora de cerrar. En el segundo nivel, percibí un ligero vientecillo cálido, como si alguien me mirara con insistencia. Un foco titiló repentinamente, como si hubiese una baja de energía eléctrica. Por un instante, creí que se trataba del alma del mismísimo don Antonio Paredes Candia, cuyos huesos descansan enterrados en un jardín trasero del museo.

Es la Aurora”, explicó Averanga, y señaló un óleo de la artista paceña María La Placa “Acércate”, me indicó con voz precisa, ni alta, ni baja. “Dicen que está cargada con la energía de su creadora, por eso su mirada persigue.”

“Esos ojos”, me dije a mí misma, “dónde he visto esos ojos.”

Se trataba de Aurora Consurgens, la obra de María, representada por una delgada mujer de melena de fuego, vistoso vestido floreado, y ojos verdes y otoñales que guardaban la misma profundidad abarcadora de la vieja aymara vendedora de flores de ruda.

“Ese cabello, dónde he visto ese cabello”, volví a interrogarme. Ordené mis recuerdos: no vi ese cabello, sino que lo leí. Aurora me recordaba a la adolescente novicia Sierva María de Todos los Ángeles, sus cabellos cobrizos creciendo hasta el fin del intrincado mundo de El amor y otros demonios.

El ejercicio consiste en situarse frente a la obra e ir caminando de un lado a otro, explicó mi amigo, dando pasos cortos y rápidos por aquí y por allá, mientras Aurora y yo lo seguíamos, atónitas, con los ojos.

“¿Viste?”

“¿Qué?”

“¿Viste que te persigue con los ojos?”

“¿Cómo?”

“A ver.”

Me paré entonces de frente a Aurora y, aunque me provocó una punzada de miedo esa mirada de maga, arriesgándome a que la encantadora cholita recepcionista me descubriese  bailando sola aquella suerte de twist, comencé a dar pequeños pasos, por aquí y por allá. En efecto, su mirada no cedía.

Averanga fue aún más lejos. Acercó las manos al cuadro, asegurando que dependiendo de la zona, emana calor o frío.

Incluso sin acercarme, minutos antes ya había sido testigo de ese airecillo cálido, así que, temiendo invadir más el universo de Aurora, hice caso omiso de mi amigo, y con un ingenuo, pero, eso sí, leve y respetuoso movimiento de cabeza me despedí de la pintura.

Salimos.

En el trayecto hacia el restaurante, pues era la hora de almuerzo, después de un silencio pensativo, Averanga comentó lo que no había querido decirme en el museo, ya que me había notado más pálida que cuando nos encontramos en la estación del teleférico. Dijo:

“Los vecinos alteños cuentan que vieron a la musa de cabellera roja caminar por las calles, justo a la medianoche, sobre todo en noches de neblina. No sabían quién era, hasta que un vecino la reconoció en el depósito del museo, donde había permanecido guardada por mucho tiempo ya que su mirada atemorizaba a todos. Pese a ello, se decidió sacarla del depósito y volver a exhibirla.”

“¿Y ya no aparece por las noches?”, pregunté de nuevo, como una niña ingenua..

“Ya no, Rosario, ya no.”

Respiré aliviada. De repente, se desató un aguacero bíblico que nos hizo correr a través de calles llenas de charcos y lodo, ferias de multicolores toldos de plástico, vendedores ambulantes, frutas, gentes, perros por doquier. No obstante la lluvia, Averanga se detuvo en una plaza donde se erguía la escultura de un perro en honor a su fidelidad, alguna historia de heroísmo canino que iba a contarme.

“Calla, Averanga”, protesté. “Esas historias me rompen el corazón”, advertí, no mentía.

Ahora el del comportamiento, o maneras ingenuas fue él. Serio, se puso el índice sobre los labios, callando su historia para siempre.

Llegamos a la avenida Satélite y buscamos un restaurante, el más cercano. Dada la tormenta, la ciudad estaba hecha un caos, no era posible encontrar, como yo quería, el cordero asado con hierbas a la menta y nueces, de uno de los poemas de Ítaca, de Blanca Wiethücter.

“Caos”, pronunció Averanga, divertido.

El restaurant se llamaba Kaoz, y era muy particular. El personal vestía camisetas negras de Guns N’ Roses, Black Sabath, y Metallica. Los muros estaban empapelados de posters de bandas rockeras, tanto setenteras como ochenteras, las letras rojas, simulando sangre, parecían sobresalir de repente, y el negro reinante le otorgaba al ambiente un toque vampírico, o por lo menos eso pensé mientras miraba la tormenta a través de la pequeña ventana: neblina espesa por doquier, agua furiosa, rayos y centellas atravesando el cielo a lontananza, rompiendo los silencios.

Renuncié al cordero. El menú del día consistía en fricasé de cerdo y trucha acompañada de arroz blanco, papas aderezadas con orégano y ensaladas diversas. Después de colgar nuestras empapadas chaquetas en las sillas, elegimos la trucha, mientras conversábamos sobre el quehacer boliviano, los autores, los libros, nuestras propias vidas ligadas a aquel mundillo. Fue en este punto, entonces, cuando mi amigo confesó que le había parecido algo extraña mi actitud, que no comprendía bien mi deliberada intención de volver a una ciudad que me provocaba un poco de miedo.

“La ciudad debería tenerte miedo a vos, no vos a ella. Eres demasiado observadora y sensible y cada cosa que pasa en tu derredor vas destajándola con el cortapluma de tu análisis, de tu imaginación. En suma, tu problema es que te duele el mundo.”

Asentí calladamente y le expliqué entonces acerca de mis dudas, pensando en Emma, a quien no conocía lo suficiente, pero tuve presente en el último tramo de su vida, casi inmediatamente después de que se desplomara en el aeropuerto para regresar a Chile y fuera llevada de emergencia al hospital, donde la acompañamos los pocos amigos que quizás, ella escogió desde su mundo. Mucho he pensado en eso.

Averanga suspiró, y me miró con ojos curiosos, dolidos.

“Ahora te entiendo”, dijo él, “tal vez no lo sabías, pero volviste para recuperar tu ajayu.”

No comprendí en primera instancia, pero, en todo caso, la idea de recuperarse uno a sí mismo parecía tener mucho sentido. Pagamos la cuenta y salimos corriendo, la tormenta no nos detuvo. Averanga dijo que sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

Caminamos bajo la lluvia hasta llegar al hospital de mis recuerdos. Un gran arcoíris se reflejaba en la puerta de cristal; la lluvia estaba cediendo y solo caían chorreras copiosas de los techos, salpicando en derredor.

“Nadie dijo que sería fácil recuperar el ajayu”, aseguró Averanga, “pero la tradición enseña que hay que volver al lugar donde se lo ha perdido y pasar siete veces, de izquierda a derecha, llamándote en voz susurrante, en tu caso: ven, Rosario, ven…”

Reí, parecía una broma. Llamarse uno a sí mismo, pensé. ¿Cómo iba yo a autoreconocerme? No. No  iba a pecar más de ingenua ese día.

“Nada de bromas, Rosario”, aseguró mi amigo, las venas de su entrecejo concentradas, unidas entre sí. “Esto es lo más serio del mundo.”

“Mejor vámonos”, me resistí.

Él insistió:

“Haz de cuenta que miras directamente a los ojos de la pintura de María La Placa”, advirtió ignorándome, “e imagina  que va desencantándote poco a poco.”

Meneé la cabeza pero con pasos lentos comencé a moverme.

“Ven, Rosario, ven”, una vez, “ven Rosario, ven”, dos veces, “ven Rosario, ven”, tres veces, “ven Rosario, ven, cuarta vez”. La quinta vez ya no distinguí bien el arcoíris reflejado en la puerta, sino que de repente acudí a la memoria y vi entonces los ojos tiernos de Emma. “Quinta vez”, ven Rosario, ven, los ojos negros, melancólicos y oscuros de la anciana aymara vendiéndome flores de ruda, sexta vez: “ven Rosario, ven”, los ojos verdes y otoñales con la  profundidad abarcadora de Aurora, cabellera de fuego,  “séptima y última vez”, ven Rosario, ven.

Quedé extenuada. Pocas cosas cansan tanto como los recuerdos.

Ahora me voy”, le dije a mi amigo, sentándome en la acera, tal vez mis recuerdos ya estén curados.

“Lo están”, aseguró él.

Fuimos caminando hasta la estación de teleférico. Averanga había llamado a un amigo escritor, quien nos esperaba en su casa de Sopocachi para tomar un café, menudo domingo el que habíamos vivido.

Instalados en la cabina, vi el mismo paisaje casi anochecido de 2015 que vimos mi amigo Piti Samos y yo, después de estar muchas horas en el hospital, al regresar a La Paz, cuando aquel maligno sueño eterno se llevó a Emma. Las mismas luces, las mismas distancias sobrecogedoras, los vestigios de lluvia cayendo como lágrimas del cielo, el vacío golpeando el cristal, y alguien esperando al otro lado del abismo.

Aquella vez también me esperaban en Sopocachi, y aunque llegué con retraso de una hora por todo lo acaecido, recuerdo que aparté la silla de aquel café donde nos dimos cita y antes de sentarme miré fijamente a mi interlocutor, un chico que me esperaba, mirando la calle, mientras bebía un Cabernet. Cosas del alma pendientes por resolver, sabía que sería una charla escabrosa. Robé su copa, la confianza instalada por los años de trato me lo permitían, y me bebí el contenido en un santiamén. Estoy segura que mis ojos brillaban. Le dije:

“Vengo desde un territorio de la muerte, la muerte está aquí y está allá, no sabemos hasta cuándo estamos aquí ni allá, pero no quiero morir sin decirte antes toda mi verdad.” Quedó pasmado, por supuesto.

“Uy, cuéntame la historia de ese chico con la copa de Cabernet en la mano” pidió un Averanga, emocionado, dando un par de palmadas en el aire.

“Otro día”, respondí.

Saqué entonces mi manojo de ruda y me embebí de su fragancia, como un bálsamo curativo, mientras pensaba en las cicatrices, en la medición del tiempo a través de una herida. De qué sirve el tiempo, a veces, de nada.

En realidad quise contarle, pero, no venía al caso, sino a la próxima crónica que tenga oportunidad de escribir. 

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De RASCACIELOS, 10/01/2021

Imagen: Regina Gómez/estudiantre DGR UCB



 

 

 

Sunday, January 3, 2021

Gracias a la vida


PABLO MENDIETA PAZ

Se dice que mucha gente, al despertar, da gracias a la vida por no sufrir el ataque del coronavirus, un veneno más letal que el que expulsa la serpiente más venenosa. Y lo dicen, quizá, en alusión a la célebre "Gracias a la vida", formidable canción de la eterna Violeta Parra, mujer que dio a luz la región de San Fabíán de Alico a orillas del Río Ñuble; también cuna de Nicanor y del entrañable amigo y escritor Jorge Muzam que enriquece cotidianamente esta red social con su magnífica prosa poética. Pero cuando se evoca "Gracias a la vida", resulta paradójico -o contrario a la lógica- que luego de componer esta canción Violeta se hubiera quitado la vida. Javiera Parra, nieta de ella, y también artista, se orienta a pensar que este himno al amor, a la naturaleza, a la humildad, es una añoranza a la vida, como si Violeta ya se hubiera ido al momento de escribirla (o estuviera preparando su partida). Pero sin prestarnos a especulaciones innecesarias e inútiles, cuánto bien hace a la gente, en momentos tan difíciles, entonar un gracias a la vida esperanzador por la propia existencia, por la de nuestras familias, y por todos, más aún cuando somos estupefactos testigos de la desaparición, por la plaga, de tantos seres humanos: 1.700.000. Pero el virus no ha llegado para quedarse. De nuestros cuidados depende su alejamiento...

Pero ya que se trajo a colación "Gracias a la vida", permítanme rememorar este texto que exalta a la escritora y música que dio nuestra región latinoamericana:

"No quisiste ni herir, ni lastimar siquiera; solo agradecerle a la vida. Así como un alto cielo de fondo estrellado, así de puro fue el fruto de tu cerebro tan humano al escribir la canción en pretérito compuesto. Sabías muy bien que con ese tiempo verbal podías alumbrar de nuevo lo ya hecho, lo ya andado en ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos, aun cuando en la lejanía se oyesen sonidos, y se leyesen, en la cercanía, abecedarios presentes. Pero así como la vida da por igual risa y llanto, mientras la escribías más la pensabas en futuro perfecto, como si tu agitado corazón en aquel minuto decisivo hubiera trocado esas cotidianas formas en esquiva dicha y quebranto, materiales abismales ya de germen fecundo. Y sola de pura soledad, en perfecto distingo de lo negro y el blanco, de ese modo, con ese modo te fuiste por la ruta del alma, abrigada por el canto de todos, el tuyo, con tus pies cansados que dejaban atrás en aquel patio largo, y también en el ancho, el fondo de ojos claros y las hondas y húmedas huellas de grillos y ladridos, de chubascos y martillos".

A Violeta Parra, luz alumbrada en San Fabián de Alico.

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Imagen: Arte de Violeta Parra