ROSARIO
BARAHONA MICHEL
1
Duela o no,
tal vez, una infalible forma de medir el tiempo sea a través de una herida. Si
palpo mi frente, puedo cavar en el pequeño espacio que me provocó el haber
rodado una veintena de gradas del edificio que fue mi hogar de infancia, años
ochenta. Si miro mi muñeca izquierda, calculo los dos o dos meses y medio de
distancia desde las siete puntadas horrorosamente bordadas, suerte de queloide
en festón, tras un absurdo, impensable y sobrio accidente (caerse sobre una
copa de vino conteniendo agua, tan solo agua, a veces puede tener más
consecuencias que si contuviese un Merlot).
“No te voy
a mentir”, le confesé a mi amigo Averanga, ciudadano alteño, pensando en las
cicatrices, “pero me da miedo volver a El Alto.”
No lo dije por
ser una ciudad lejana para mí, mal estigmatizada como espacio “peligroso” o
irreconocible. Todo lo contrario. Lo dije por dos cosas, y en realidad por
tres. Primero, porque soy muy solemne en estas cosas, y una confesión es una
confesión, casi una manda testamentaria y debe ser bien hecha, de otro modo
mejor jamás hacerla; ya ves que confesión o testamento son palabras que suenan
muy graves e intensas, casi sagradas, tal vez porque parece que siempre tienen
que ver con la muerte. Segundo, porque no podía enfrentar la última imagen que
mis ojos vieron en los ojos tiernos de Emma, dormidos para siempre en una
camilla de ese gran hospital alteño. Su imagen se me presentaba a veces en el
sueño liviano de las madrugadas de los últimos dos años, bello, etéreo, pálido
y despeinado aquel fantasma, recorriendo descalzo aquellos fríos pasillos, no
sé si los del hospital o los de mi propia memoria, como si frenéticamente ella
estuviese caminando por los aires, despidiéndose de aquella ciudad, suerte de momentánea
morada suya antes de convertirse en la eterna bella durmiente que es ahora. Y
tercero, si cabe, y si me lo perdonas, “Averanga, querido”, añadí, porque
algunos recuerdos como esos son crueles y obstinados y no cejan en su intento
de recordártelo todo, una sensación de vacío y de pérdida, de menoscabo, que
carcome y lleva de un recuerdo a otro, y a otro más, como un vértigo
inesperado, repentino.
Las
heridas, entonces, acercándonos a la muerte (una infección o complicación, una
baja de defensas, y algo apenas sin importancia puede tornarse mortal, cuántas
septicemias habrán comenzando siendo un ligero malestar, una fiebre apenas
perceptible, un pequeño temblor, casi un escalofrío). Las heridas, por tanto,
recordándonos que somos sobrevivientes.
“La muerte,
siempre enseñándonos sobre la vida”, concluí, reflexionando en voz alta, arriesgándome a que mi amigo me creyera una
demente, sobre todo por provenir yo de Sucre, donde se encuentra el hospital
psiquiátrico de San Juan de Dios instituido por el entonces presidente Pacheco,
a fines del siglo XIX. De allí que el resto del país sospecha calladamente
cuando alguien se presenta, “Hola, soy de Sucre”, pues imagino que, aunque no
lo expresan, creen que tal vez puede tratarse de un paciente fugado que se ha
disfrazado de ciudadano común.
Averanga
pestañeó y me miró algo extrañado por mi perorata, casi soliloquio extraviado,
pero tuvo el tino de asentir con la cabeza, pensativo, hombre profundo, dos
venas sinuosas y extensas recorriendo sus sienes, hasta reencontrarse,
amigables, en su entrecejo.
Quedamos en
encontrarnos al día siguiente en una de las estaciones del teleférico de la
ciudad de El Alto.
2
El aire
helado del mediodía alteño golpeó mi cara y me sacó de la profundidad de mis
cavilaciones.
En la estación,
la gente caminaba presurosa de aquí para allá, libres de toda cefalea, ajenos
al soroche, pero yo no, para mí, comprar un fármaco contra aquel mal era más
que inminente, si no quería desplomarme
allí mismo.
Ingerí el
comprimido y, como en las películas, apoyé mi frente contra un gran ventanal
que de inmediato se empañó, lo que sirvió para dibujar la carita feliz
consabida, en mi caso, un círculo imperfecto, dos puntos a modo de ojos, y una
enorme sonrisa.
Mientras
esperaba a mi amigo, salí del recinto y me senté en un banco de cemento, sin
poder evitar pensar adónde va la gente. ¿Te has preguntado alguna vez adónde va
la gente que ves pasar? Pensé preguntarle a mi amigo, cuando llegase. La gente
que atraviesa este andén, cartapacios de importante documentación estrechados
contra el corazón, mochilas o pequeños equipajes de mano repletos de objetos
válidos como relojes, espejos, bolígrafos, vituallas o artículos de primera
necesidad, o de otros objetos no tan válidos como los recuerdos, ¿dónde van?
Yendo más
lejos: ¿Te has preguntado alguna vez por qué te encuentras con esa gente, por
qué ellos contigo? Es decir, por qué el hombre que fuma sigilosamente un
cigarrillo tras otro, esperando a una novia indecisa que no llegará. ¿Por qué
ese hombre y no un aparapita, o un músico trompetista del Gran Poder, o un
empresario de la feria 16 de julio?. ¿Por qué él y no los otros, o las otras?;
Las novias indecisas, por ejemplo.
Recordé
entonces un incidente que podría comentarle a mi amigo que aún no llegaba: el
año pasado, tras una pequeña presentación mía en la feria paceña del libro,
salí del campo ferial de Bajo Seguencoma, crucé el puente de la avenida para
regresar a casa, y fue entonces que me percaté acerca de una mujer joven que
caminaba llorando y gimiendo como si nada más le importase en el mundo. La
gente la miraba y pasaba indiferentemente por su lado, hasta que se me ocurrió
perseguirla y atajarle el paso, no fuera a ser que de repente se le ocurriera
tirarse del puente, me dije. Era una novia indecisa. ¿Puedo ayudarte en algo?,
le espeté, y ella me contó, de buenas a primeras, la dura historia de un amor
inacabado. Después de veinte minutos de charla consoladora y desahogada, y ella
ya calmada, la ayudé a subirse a un minibús y nos despedimos efusivamente, como
dos amigas que se conocían de toda la vida. Nunca más supe de ella.
Así como
aquélla, por qué ahora el viejo de barba blanca, pensé, mirándole, tan
bronceado él, será tal vez extranjero, un turista desorientado con su
detestable camisa floreada, abierta hasta medio pecho. ¿Se habrá imaginado el
buen hombre este frío andino calándole el esternón?
Cerré
entonces mis ojos fuertemente, pues, recordando a Luisa Fernanda Siles, ya no
quise mirar más en derredor, por lo menos por ahora, no, me dije, o más bien,
me reprendí: porque la imaginación es nada comparada con la vida misma... ¡ya
basta de imaginaciones, Rosario!
Luisa y yo
habíamos sido testigos de ello. Atardecía, estábamos en Santa Cruz y habíamos
llegado muy temprano al concierto de Piraí Vaca, programado para las 8 de la
noche. Conversando amenamente nos fuimos a la terraza de un café en plena plaza
24 de septiembre y mientras bebíamos nuestros respectivos espressos, notamos a
un nervioso joven que esperaba, caminando de aquí para allá, en la plaza,
mirando, de continuo su reloj y los alrededores. Mi amiga opinó que quizá
esperaba a una novia, y yo no dije nada, pues considero a Luisa como una de las
mujeres más sabias del mundo. Íbamos por el segundo espresso cuando en realidad
se aparecieron muchas novias, tres o cuatro o cinco y, rodeando al hombre,
parecían increparle cosas. Los índices señaladores, los hombros erguidos. No
podíamos oír nada, pero imaginamos las escabrosas preguntas en forma de
reclamo: ¿dónde estabas cuando me dijiste que estabas en tu casa, ayudando a tu
madre con las faenas del jardín?... ¿pensaste que nunca descubriríamos tus
mentiras?
No pudimos
con un tercer café. Pedimos un whisky doble para cada una, mientras mirábamos
cómo iba desarrollándose la escena. El chico descubierto, que primeramente
había gesticulado con los brazos, quedó encerrado en aquel poderoso círculo
femenino, inmóvil, sordo a los gritos. Nadie atinaba a hacer nada, y la policía
brillaba por su ausencia. De repente, salido de la nada apareció un fantástico
deportivo Alfa Romeo 4C,
reguetón surgía de sus poderosos parlantes; el dueño habría hecho la mejor
elección en cuanto a la marca del vehículo, la peor, desde luego, en cuanto a
su gusto musical. Frenó en seco, ronroneaba su motor cerca de aquel círculo
mágico y, entonces, abrió una puerta. El chico prisionero corrió y se lanzó al
interior como lanzándose a una piscina. Ellas no lograron darle alcance.
“Amigo”, imaginamos que le diría el conductor del Alfa Romeo, “estás salvado,
viejo”.
Con su gran
prestancia, tan dueña de sí misma, Luisa tomó un sorbo de su cobriza bebida,
pestañeó, como pensando su próxima frase. “Complicidades masculinas”,
sentenció, casi sonriendo, mirando la tarde amarilla, que ya comenzaba a caer,
tornándose violeta, llena de resolana. Yo también pestañeé: “Complicidades
masculinas”, repetí.
Estas cosas
recordaba, con los ojos cerrados o entrecerrados, casi sonriendo, cuando un
leve toque en mi hombro me asustó. “Dos bolivianitos, ruda contra la brujería,
señorita, pronunció una voz gruesa”.
Era una
anciana aymara, de ojos negros, abarcadores y melancólicos, rodeados de surcos
y más surcos de arrugas, las polleras oscuras le llegaban casi hasta el suelo,
el atado de la espalda, tejido con multicolores hilos. Saqué, presurosa, la
moneda de dos bolivianos y ella me alcanzó un pequeño ramillete de flores
amarillas. “Pones detrás de tu puerta, señorita”, fue su única indicación.
Cuando ya
se iba, alcancé a hacerle una pregunta: “¿También cura los malos recuerdos?”
La aymara
sonrió ampliamente, dejando ver sus descascarados dientes, más arrugas se
surcaron en sus carrillos, cuántas veces le habrían hecho la misma pregunta.
“Cura”, aseguró, y luego desapareció
mágicamente entre los transeúntes y los automóviles.
Guardé las
flores en mi mochila. Después de la perorata del día anterior, ya no iba a
arriesgarme a que mi amigo me descubriese algo pálida, fría, dolorida y
asustada, con un ramillete en la mano, no fuera a ser que me creyese
definitivamente una demente. Fue entonces que le vi llegar, caminando a paso
rápido. Averanga llegaba un poco atrasado, bien afeitado, llevaba una chompa
terracota de gruesa cremallera hasta el cuello, lentes, y la sonrisa cabal.
“En qué
pensabas”, me preguntó, mirándome, algo preocupado.
“En nada”,
mentí y, poniéndome de pie, de un brinco, noté que mi dolor de cabeza había
cesado (acaso fuera la ruda, ¿por qué no?) y comenzamos a caminar hacia un
particular edificio amarillo, otrora el tanque de agua que aprovisionaba la
ciudad.
Se trataba
del cercano museo Antonio Paredes Candia, donde una simpática cholita
recepcionista nos pidió no sólo los nombres para el registro en el libro de
visitantes, sino las respectivas edades para dejarnos pasar. Un Averanga
rapidísimo se apoderó del bolígrafo atado con un hilo al escritorio y dibujó
con trazo decidido el signo de infinito, provocando la carcajada inesperada de
la funcionaria.
“Somos
eternos”, argumentó por toda explicación.
Reímos, y
en esa atmósfera fuimos recorriendo las salas, subiendo y bajando los varios
pisos, tomándonos fotos sin flash, divertidos, al lado de las fotografías de
ciudad Satélite, de Julio Cordero, de las pinturas de Guzmán de Rojas y Arturo
Borda, de las ricas piezas de arqueología como hachas, morteros y topos (prendedores)
de bronce de la sala llamada Carlos Ponce Sanjinés.
El museo,
ex estanque, no sólo exhibe más de trescientas piezas de arte, sino que cuenta
con una biblioteca de casi 11000 libros que pertenecieron al escritor y
fundador de aquel recinto, cuyo nombre lleva, sino que, por si fuera poco,
permite contemplar una magnífica vista del Illimani y del Huayna Potosí a
través de seis ventanales, y hasta la estación del teleférico, donde media hora
antes yo me preguntaba qué lazo nos conecta con la gente que encontramos por la
calle y porqué nos encontramos con ellos, ellos con nosotros.
Bajamos,
pues casi eran las 12:30, hora de cerrar. En el segundo nivel, percibí un
ligero vientecillo cálido, como si alguien me mirara con insistencia. Un foco
titiló repentinamente, como si hubiese una baja de energía eléctrica. Por un
instante, creí que se trataba del alma del mismísimo don Antonio Paredes
Candia, cuyos huesos descansan enterrados en un jardín trasero del museo.
“Es la Aurora”, explicó Averanga, y señaló
un óleo de la artista paceña María La Placa “Acércate”, me indicó con voz
precisa, ni alta, ni baja. “Dicen que está cargada con la energía de su
creadora, por eso su mirada persigue.”
“Esos
ojos”, me dije a mí misma, “dónde he visto esos ojos.”
Se trataba
de Aurora Consurgens, la obra de María, representada por una delgada mujer de
melena de fuego, vistoso vestido floreado, y ojos verdes y otoñales que
guardaban la misma profundidad abarcadora de la vieja aymara vendedora de
flores de ruda.
“Ese
cabello, dónde he visto ese cabello”, volví a interrogarme. Ordené mis
recuerdos: no vi ese cabello, sino que lo leí. Aurora me recordaba a la
adolescente novicia Sierva María de Todos los Ángeles, sus cabellos cobrizos
creciendo hasta el fin del intrincado mundo de El amor y otros demonios.
El ejercicio
consiste en situarse frente a la obra e ir caminando de un lado a otro, explicó
mi amigo, dando pasos cortos y rápidos por aquí y por allá, mientras Aurora y
yo lo seguíamos, atónitas, con los ojos.
“¿Viste?”
“¿Qué?”
“¿Viste que te
persigue con los ojos?”
“¿Cómo?”
“A ver.”
Me paré
entonces de frente a Aurora y, aunque me provocó una punzada de miedo esa
mirada de maga, arriesgándome a que la encantadora cholita recepcionista me
descubriese bailando sola aquella suerte
de twist, comencé a dar pequeños pasos, por aquí y por allá. En efecto, su
mirada no cedía.
Averanga
fue aún más lejos. Acercó las manos al cuadro, asegurando que dependiendo de la
zona, emana calor o frío.
Incluso sin
acercarme, minutos antes ya había sido testigo de ese airecillo cálido, así
que, temiendo invadir más el universo de Aurora, hice caso omiso de mi amigo, y
con un ingenuo, pero, eso sí, leve y respetuoso movimiento de cabeza me despedí
de la pintura.
Salimos.
En el
trayecto hacia el restaurante, pues era la hora de almuerzo, después de un
silencio pensativo, Averanga comentó lo que no había querido decirme en el
museo, ya que me había notado más pálida que cuando nos encontramos en la
estación del teleférico. Dijo:
“Los vecinos
alteños cuentan que vieron a la musa de cabellera roja caminar por las calles,
justo a la medianoche, sobre todo en noches de neblina. No sabían quién era,
hasta que un vecino la reconoció en el depósito del museo, donde había
permanecido guardada por mucho tiempo ya que su mirada atemorizaba a todos.
Pese a ello, se decidió sacarla del depósito y volver a exhibirla.”
“¿Y ya no aparece
por las noches?”, pregunté de nuevo, como una niña ingenua..
“Ya no, Rosario,
ya no.”
Respiré aliviada.
De repente, se desató un aguacero bíblico que nos hizo correr a través de
calles llenas de charcos y lodo, ferias de multicolores toldos de plástico,
vendedores ambulantes, frutas, gentes, perros por doquier. No obstante la
lluvia, Averanga se detuvo en una plaza donde se erguía la escultura de un
perro en honor a su fidelidad, alguna historia de heroísmo canino que iba a
contarme.
“Calla,
Averanga”, protesté. “Esas historias me rompen el corazón”, advertí, no mentía.
Ahora el
del comportamiento, o maneras ingenuas fue él. Serio, se puso el índice sobre
los labios, callando su historia para siempre.
Llegamos a
la avenida Satélite y buscamos un restaurante, el más cercano. Dada la
tormenta, la ciudad estaba hecha un caos, no era posible encontrar, como yo
quería, el cordero asado con hierbas a la menta y nueces, de uno de los poemas
de Ítaca, de Blanca Wiethücter.
“Caos”,
pronunció Averanga, divertido.
El
restaurant se llamaba Kaoz, y era muy particular. El personal vestía camisetas
negras de Guns N’ Roses, Black Sabath, y Metallica. Los muros estaban
empapelados de posters de bandas rockeras, tanto setenteras como ochenteras,
las letras rojas, simulando sangre, parecían sobresalir de repente, y el negro
reinante le otorgaba al ambiente un toque vampírico, o por lo menos eso pensé
mientras miraba la tormenta a través de la pequeña ventana: neblina espesa por
doquier, agua furiosa, rayos y centellas atravesando el cielo a lontananza,
rompiendo los silencios.
Renuncié al
cordero. El menú del día consistía en fricasé de cerdo y trucha acompañada de
arroz blanco, papas aderezadas con orégano y ensaladas diversas. Después de
colgar nuestras empapadas chaquetas en las sillas, elegimos la trucha, mientras
conversábamos sobre el quehacer boliviano, los autores, los libros, nuestras propias
vidas ligadas a aquel mundillo. Fue en este punto, entonces, cuando mi amigo
confesó que le había parecido algo extraña mi actitud, que no comprendía bien
mi deliberada intención de volver a una ciudad que me provocaba un poco de
miedo.
“La ciudad debería
tenerte miedo a vos, no vos a ella. Eres demasiado observadora y sensible y
cada cosa que pasa en tu derredor vas destajándola con el cortapluma de tu
análisis, de tu imaginación. En suma, tu problema es que te duele el mundo.”
Asentí
calladamente y le expliqué entonces acerca de mis dudas, pensando en Emma, a
quien no conocía lo suficiente, pero tuve presente en el último tramo de su
vida, casi inmediatamente después de que se desplomara en el aeropuerto para
regresar a Chile y fuera llevada de emergencia al hospital, donde la
acompañamos los pocos amigos que quizás, ella escogió desde su mundo. Mucho he
pensado en eso.
Averanga
suspiró, y me miró con ojos curiosos, dolidos.
“Ahora te
entiendo”, dijo él, “tal vez no lo sabías, pero volviste para recuperar tu
ajayu.”
No
comprendí en primera instancia, pero, en todo caso, la idea de recuperarse uno
a sí mismo parecía tener mucho sentido. Pagamos la cuenta y salimos corriendo,
la tormenta no nos detuvo. Averanga dijo que sabía perfectamente lo que tenía
que hacer.
Caminamos
bajo la lluvia hasta llegar al hospital de mis recuerdos. Un gran arcoíris se
reflejaba en la puerta de cristal; la lluvia estaba cediendo y solo caían
chorreras copiosas de los techos, salpicando en derredor.
“Nadie dijo que
sería fácil recuperar el ajayu”, aseguró Averanga, “pero la tradición enseña
que hay que volver al lugar donde se lo ha perdido y pasar siete veces, de
izquierda a derecha, llamándote en voz susurrante, en tu caso: ven, Rosario,
ven…”
Reí,
parecía una broma. Llamarse uno a sí mismo, pensé. ¿Cómo iba yo a
autoreconocerme? No. No iba a pecar más
de ingenua ese día.
“Nada de bromas,
Rosario”, aseguró mi amigo, las venas de su entrecejo concentradas, unidas
entre sí. “Esto es lo más serio del mundo.”
“Mejor vámonos”,
me resistí.
Él insistió:
“Haz de cuenta
que miras directamente a los ojos de la pintura de María La Placa”, advirtió
ignorándome, “e imagina que va
desencantándote poco a poco.”
Meneé la
cabeza pero con pasos lentos comencé a moverme.
“Ven,
Rosario, ven”, una vez, “ven Rosario, ven”, dos veces, “ven Rosario, ven”, tres
veces, “ven Rosario, ven, cuarta vez”. La quinta vez ya no distinguí bien el
arcoíris reflejado en la puerta, sino que de repente acudí a la memoria y vi
entonces los ojos tiernos de Emma. “Quinta vez”, ven Rosario, ven, los ojos
negros, melancólicos y oscuros de la anciana aymara vendiéndome flores de ruda,
sexta vez: “ven Rosario, ven”, los ojos verdes y otoñales con la profundidad abarcadora de Aurora, cabellera
de fuego, “séptima y última vez”, ven
Rosario, ven.
Quedé
extenuada. Pocas cosas cansan tanto como los recuerdos.
“Ahora me voy”, le dije a mi amigo,
sentándome en la acera, tal vez mis recuerdos ya estén curados.
“Lo están”,
aseguró él.
Fuimos
caminando hasta la estación de teleférico. Averanga había llamado a un amigo
escritor, quien nos esperaba en su casa de Sopocachi para tomar un café, menudo
domingo el que habíamos vivido.
Instalados
en la cabina, vi el mismo paisaje casi anochecido de 2015 que vimos mi amigo
Piti Samos y yo, después de estar muchas horas en el hospital, al regresar a La
Paz, cuando aquel maligno sueño eterno se llevó a Emma. Las mismas luces, las
mismas distancias sobrecogedoras, los vestigios de lluvia cayendo como lágrimas
del cielo, el vacío golpeando el cristal, y alguien esperando al otro lado del
abismo.
Aquella vez
también me esperaban en Sopocachi, y aunque llegué con retraso de una hora por
todo lo acaecido, recuerdo que aparté la silla de aquel café donde nos dimos
cita y antes de sentarme miré fijamente a mi interlocutor, un chico que me
esperaba, mirando la calle, mientras bebía un Cabernet. Cosas del alma
pendientes por resolver, sabía que sería una charla escabrosa. Robé su copa, la
confianza instalada por los años de trato me lo permitían, y me bebí el
contenido en un santiamén. Estoy segura que mis ojos brillaban. Le dije:
“Vengo
desde un territorio de la muerte, la muerte está aquí y está allá, no sabemos
hasta cuándo estamos aquí ni allá, pero no quiero morir sin decirte antes toda
mi verdad.” Quedó pasmado, por supuesto.
“Uy, cuéntame la
historia de ese chico con la copa de Cabernet en la mano” pidió un Averanga,
emocionado, dando un par de palmadas en el aire.
“Otro día”,
respondí.
Saqué entonces mi manojo de ruda y me embebí de su
fragancia, como un bálsamo curativo, mientras pensaba en las cicatrices, en la
medición del tiempo a través de una herida. De qué sirve el tiempo, a veces, de
nada.
En realidad
quise contarle, pero, no venía al caso, sino a la próxima crónica que tenga
oportunidad de escribir.
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De RASCACIELOS, 10/01/2021
Imagen: Regina Gómez/estudiantre DGR UCB