Sunday, March 28, 2021

ALGUNOS ARGUMENTOS PARA LEER MUERTA CIUDA VIVA DE CLAUDIO FERRUFINO


CARLOS CRESPO FLORES

Principios de los 80’s, la UDP está en el gobierno, ideologías revolucionarias en alza en un país que se destruye con la hiperinflación y la incompetencia gubernamental. La juventud, en incertidumbre y en búsqueda de sensaciones. Como hoy. Es en ese contexto que se ubica la novela Muerta ciudad viva, del escritor cochabambino Claudio Ferrufino. De entrada, esta es una razón para leer la seductora novela: nos conecta con la Cochabamba de hoy, el país de hoy; sus continuidades y transformaciones, como ciudad y país. La racialización de nuestras relaciones sociales, la servidumbre voluntaria, la ideología del resentimiento, el Estado corrupto, aparecen en toda su violencia descarnada.

Muerta ciudad viva es la historia de un joven universitario de clase media (y sus amigos), durante los primeros años de los 80 en la ciudad de Cochabamba (en pleno proceso UDP y su régimen “revolucionario”), sus intensos (des)amores y excesos etílicos, que lo llevan a una caída hacia las oscuridades de la marginalidad alcohólica.

En ese trajín, el protagonista nos guía, con pasión y humor, por la ciudad y valle cochabambino, sus paisajes, naturales y construidos; la fisiografía y flora valluna. Las escenas eróticas, alcohólicas, festivas, aún las violentas, tienen el fondo del “mágico encanto” de la “hermosa tierra valluna”. Advierte, o está consciente, sobre detalles de la forma, organización y transformaciones del espacio urbano, incluyendo la destrucción ecológica y memoria de la ciudad, así como la emergente segregación espacial de la zona sur a partir de los 80.

¿Qué significa ser cochabambino? Leyendo la novela encontramos algunos tejidos para la respuesta. No es solo la sensibilidad con el entorno ambiental y construido, lo que leemos en los sentidos del héroe de la novela, sino también con la cultura valluna, urbana y rural, popular y de la élite. Por ello, cada historia de la novela es un recorrido por la ciudad de Cochabamba durante este periodo “democrático y popular”, y apreciarla demanda los cinco sentidos: olores, lugares (sendas, bordes, nodos, hitos, barrios y distritos), la Cancha y sus chicherías, la variada y multicolor gastronomía local, los cochabambinismos en el lenguaje, los juicios y prejuicios, ritos, usos y costumbres, durante este periodo. A pesar de su universalidad, en Muerta ciudad viva, Claudio nos habla desde su “ser” valluno.

Finalmente, la novela permite inscribir a Claudio dentro una honorable tradición intelectual local, de pinceladas más bien individualistas y autónomas, libertarias y naturalistas/ecologistas, de las cuales son parte Man Césped, Adela Zamudio, Cesáreo Capriles, Jorge Zabala, Juan Cristóbal Mac Lean, entre otros. Este carácter, sin duda, se halla conectado con la cuenta larga biorregional de mestizaje e individualismo en el valle de Cochabamba.

http://anarquiacochabamba.blogspot.com/.../algunos...

Cochabamba, marzo 2021

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Del blog ANARQUÍACOCHABAMBA, marzo del 2021

Imagen: Batik de Raquel Velasco

 

Sunday, March 21, 2021

Postales de mi tierra: Kalistía


JOSÉ CRESPO ARTEAGA

La ruta de asfalto es engullida por peñones allá donde llega la vista. El viento corta toda apariencia de quietud que pareciera envolver a las casuchas desperdigadas en ese rastro de civilización. De ese campamento sin almas un camino serpentea hacia el oeste. Cuando el cuerpo trepa a los cuatro mil metros o más hay una doble sensación de vacío: el estómago que parece desprenderse y el horror vertiginoso de los precipicios. Querer alcanzar el cielo puede ser desasosegante para los primeros viajeros. 

Donde muere la meseta de Pongo, nacen las montañas de Kalistía. Cada trecho, enormes torres eléctricas se pierden entre cañadones profundos y picos empinados que hace pensar que sólo gigantes las pudieron haber levantado. La estampa monótona de ocres contrastes que caracteriza al altiplano se corta en seco al atravesar una curva del camino. Pinceladas rojizas lo inundan todo, desde el polvo que persigue y se pega en las ruedas hasta las megalíticas cuevas naturales, entre cuyos manantiales de agua goteante brotan insólitos helechos. 


Paisaje de otros mundos, de montañas bermejas y pálidos atardeceres que semejan nunca terminar. La noche es negra allí de intenso basalto, como si no hubiera mañana. Tal cual el espinazo de una bestia prehistórica, un reguero de rocas inmensas se incrusta entre hondonadas y laderas. Moldeadas por tempestades, por el fiero látigo del viento, o por puños ensangrentados de criaturas míticas, sus paredes horadadas son el refugio de llamas que pastan en las cercanías y entre sus oquedades dormitan escurridizas vizcachas. No hay cóndores que se enseñoreen sobre esos aires tan enrarecidos.

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De EL PERRO ROJO, blog del autor, 11/2017

 

 


La traducción: los quehaceres del amante


JORGE BUSTAMANTE GARCÍA

Son tantas las cosas que se han dicho acerca de la traducción de poesía, que es casi imposible formarse una apreciación práctica sobre el asunto. Pareciera como si la imposibilidad de la traducción poética comenzara a su vez con la imposibilidad de ponerse de acuerdo acerca de lo que es la traducción de poesía. Es algo inherente a la poesía misma: nadie sabe lo que es, pero no es difícil intuirla y reconocerla cuando se da. Como son esencias siamesas, paralelas, quizás podría decirse lo mismo de la traducción de poesía.

Entre las ideas extremas y contrarias sobre la traducción poética, cabría la noción de la traducción sustentable y necesaria. Poetas como Osip Mandelstam, Joseph Brodsky, Robert Frost y muchos otros fueron partidarios acérrimos de la intraducibilidad de la poesía. Brodsky llegó a afirmar que las traducciones al inglés que conocía de Mandesltam no eran más que, en el mejor de los casos, un sacrilegio y, en el peor, una mutilación o un asesinato. Frost, por su parte, afirmó que la poesía es lo que se pierde en la traducción. En el lado opuesto están poetas como Pound y Robert Lowell, que abogaban por versiones de puertas y ventanas abiertas, no constreñidas, que condujeran a una interpretación libre y viva, y que reconstruyeran el texto original en la lengua a la que se quería traducir. Siempre he pensado que entre estos dos extremos se encuentra la infinita gama de la traducción poética sustentable y necesaria, aquella que en muchos casos llevaron a la práctica con toda la diversidad de matices muchos de los más sobresalientes poetas del Siglo de Plata ruso. Innokienti Annienski, por ejemplo, admiraba en especial la poesía de Leconte de Lisle, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine, a quienes tradujo con talento y pasión. En un memorable ensayo sobre la poesía de Balmont afirmó algo que también tiene que ver, en última instancia, con la traducción sustentable: “El verso no le pertenece al poeta, porque la poesía no es de nadie, no está al servicio de nada ni de nadie, ya que por su misma naturaleza es inmemorial y libre. El verso es la palabra nueva iluminada, que cae en el mar del lenguaje en eterna creación.” La “palabra nueva iluminada” es lo que también se debe transmitir en la traducción poética sustentable y posible, que requiere de la interpretación libre y viva, tan cara para Pound.

Traducir sustentablemente podría ser transplantar semillas en la otra lengua, para que se desarrollen y crezcan en ella y se valgan por sí mismas. El poeta colombiano Álvaro Rodríguez Torres, traductor de Baudelaire, Derek Walcott y Vinicius de Moraes, cree que “una buena traducción tiene ante todo que ver con la trasmigración de las almas, con una legítima suplantación que para el caso vendría a ser una reencarnación del otro en su texto”. Y agrega que tal vez todo esto “suene muy místico, muy Benjamin, que para el caso tiene una teoría de la traducción harto incomprensible, pero es que todas lo son en el sentido en que todas son arbitrarias”. Dentro de este contexto es célebre el caso de Fedor Sologub. Durante dieciocho años, Sologub leyó y tradujo a Verlaine y, cuando publicó sus versiones, el hecho se convirtió en un verdadero acontecimiento literario. El asunto llegó hasta tal punto que el poeta Maximilian Voloshin, también traductor, llegó a decir que con la aparición de las versiones de Sologub, Verlaine se convertía en un poeta ruso. Es decir, los poemas en ruso de Verlaine, a través de Sologub, más que traducciones eran encarnaciones. Seguramente sucedió una suerte de trasmigración, un proceso de creación, en ese transvase. Sologub tocó la partitura que compuso Verlaine y la convirtió en un encuentro vivificador en la otra lengua. Desafortunadamente, Verlaine no tuvo la oportunidad de conocer las versiones de Sologub al ruso y por lo tanto nunca pudo expresar “¡me adoro en ruso!”, como sí lo pudo decir Paul Valéry cuando apreció la versión de Jorge Guillén de El cementerio marino: “¡Me adoro en español!”, dijo.

Otro caso de traducción sustentable es el Shakespeare de Pasternak. Fue un trabajo de traducción eficaz y persistente: generaciones enteras de rusos y soviéticos, para bien o para mal, leyeron a Shakespeare a través de Pasternak. Supongo que Shakespeare sonaría incompleto en ruso, sin las versiones de Pasternak. Un poeta de la sensibilidad y destreza como las del autor de “Mi hermana, la vida” no podía menos que transplantar las semillas shakespearianas en la lengua de Pushkin. La traducción de los clásicos en los infortunados tiempos del realismo socialista tuvo un significado muy sutil y particular. Fue una actividad que floreció, ejercida por traductores y escritores de gran talento. Los poetas extranjeros, aunque fueran clásicos –y qué mejor contemporáneos que ellos– no estaban sujetos a las mismas normas, ni a las mismas censuras, y por lo tanto su traducción podía abrir puertas y ventanas al mundo, podía incluso “liberar” el lenguaje al que se traducía. Pero aun así, no faltaron los sucesos chuscos. Mandelstam, que era enemigo obstinado de la traducción de poesía, una vez le dijo a Pasternak, en presencia de Ajmátova, no sin cierta sorna: “Sus obras completas consistirán en doce tomos de traducciones y sólo uno de sus propios poemas.” Pero esto, que pretendió sonar como un insulto, debió llegarle a Pasternak como un halago: ¡al lado del gran poeta inglés, un solo libro de buenos poemas propios basta!

Muchos poetas han dicho que el sonido es el principio del poema; si eso es cierto, entonces la traducción de ese poema debería empezar también por el sonido. Si un poema traducido nos suena bien en español, natural y fresco, empezamos a pensar que podría ser una buena traducción. Si un poema traducido suena bien en nuestro idioma materno, podemos pensar que puede sonar al menos igual de bien en el idioma original. Como bien dijo Tsvietáieva al hablar de Pushkin: “El origen del verso es el sonido.” El origen de un verso traducido debería ser también el sonido. “Un verso es un trabajo de oído” dice el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño. La traducción de un verso también debería ser un trabajo de oído. Si no se tiene oído, es difícil ser poeta o ser traductor.

Octavio Paz creía que la “traducción es una recreación, un juego en que la invención se alía a la fidelidad: el traductor no tiene más remedio que inventar el poema que imita”. Quizás el ideal de un traductor de poesía no sea trasladar un poema de otra lengua, sino urdir un poema a partir de otro. Como la traducción es una recreación, ha sido frecuente que en las ediciones de poetas rusos en Rusia, se incluyan sus versiones, porque son parte de la obra creativa del autor. Es frecuente encontrar en las ediciones recientes de Annieski, Sologub, Gumiliov, Viacheslav Ivánov, Pasternak y otros, una sección con algunas de sus traducciones. En Occidente las ediciones de este tipo son escasas y podrían ser consideradas, más bien, como una extravagancia. Una excepción que confirma la regla es la del propio Paz, quien en la edición de sus obras completas incluyó un tomo con sus traslaciones, bajo el título de Versiones y diversiones.

De cualquier manera el traductor, con diversos grados de confiabilidad, nos acerca, nos aproxima al espíritu de un poema que, de otra manera, si no lo intentara verter, podría quedarse remoto y ajeno para siempre. Un poema debe ser trasladado, debe tener movimiento, no debe quedarse quieto porque se muere, “debe tener a dónde ir”, como dice el traductor de poesía latinoamericana al inglés, Eliot Weinberger. Son los traductores los que abren ese camino, los que facilitan que el poema “tenga a dónde ir” en otras lenguas, y no de cualquier manera, sino con todo el rigor de fidelidad, tono, espíritu y libertad que debe conservar del original el poema inventado.

Mandelstam decía que “cada poeta es un perturbador de sentido”, alguien que subvierte de manera permanente el encadenamiento conceptual al que está sometido nuestro discurso cotidiano. Si el traductor logra captar ese espíritu en el poeta que traduce, su versión también habrá de cumplir con el postulado de Mandelstam, es decir, el poeta traducido también será un “perturbador de sentido” en la lengua de llegada.

En este contexto, por ejemplo, traducir a los poetas rusos suena a verdadera insensatez. Durante años puede uno inventar, imitar, poemas de Blok, Ajmátova, Sologub, Pasternak, Esenin y muchos otros en español, y en realidad es difícil saber lo que se logra con ello. Tal vez nada, o muy poco. Como sea, en el transvase de la poesía rusa al español es casi imposible revelar el significado simbólico de ciertos aspectos del verso de origen, como el del yámbico ruso (recurso de gran incidencia en la tradición poética rusa, como en el caso de Mandelstam que “era un niño judío con el corazón lleno de pentámetros yámbicos rusos” según el decir de Joseph Brodsky), de difusa percepción en la poesía en español. La multiplicidad de significados de una misma palabra, las frecuentes polisemias o ambigüedades semánticas, la obligación y fortaleza de la rima en el verso ruso, el tono y su música, son algunos de los principales problemas con los que se tropieza.

Para traducir poesía no sobraría en ningún momento la convivencia no sólo con el poema o los poemas a traducir, sino también con el espíritu del poeta que se quiere traducir. Si a uno le gusta leer y escribir, entonces traducir podría convertirse en un placer. Esta idea hedonista tanto de la lectura como de la traducción, puede llegar a ser muy fructífera. Cuando mediante la lectura uno convive con un escritor que le gusta, con el tiempo lo va conociendo mejor. Empieza uno a darse cuenta de sus exigencias, sus limitaciones, sus hallazgos y los entramados de su estilo. Entre más conozca el traductor la obra del autor y al autor mismo, es decir su entorno, sus circunstancias personales, históricas y sociales, estará mejor armado para realizar un trasvase sustentado. Esta es la razón por la que en la traducción de un poema primero habría que convivir con él, sin prisa escuchar sus reverberaciones, sus sonidos ocultos, experimentarlo incluso en las emociones que despierta, intentar percibir el “tono”, que es lo que define en últimas el verdadero espíritu del poema, lo que lo mantiene en pie.

Siguiendo esta idea, siempre será aconsejable subrayar aquello con lo que uno más se identifica de un poema de determinado autor, señalando los versos que más le gustan, que mejor entiende, que le ayudan a captar ciertas esencias como cualquier lector, y a veces resulta que esos versos que se han señalado –en ocasiones puede ser un poema completo– son los que con mayor fortuna se logran verter al español. Como lo verdaderamente difícil no es traducir las ideas, sino las emociones que se desprenden de las palabras, de la forma particular que tiene cada poeta de expresarlas y sugerirlas a través de sus construcciones verbales, es por lo que la convivencia preliminar y una cierta “intimidad” con la obra a traducir son de suma importancia.

El español Aurelio Garzón del Camino, traductor de todo Balzac en México en los años sesenta del siglo pasado –10 mil 650 páginas de la Comedia humana en dieciséis tomos– le contó alguna vez en una entrevista al conocido crítico mexicano Emmanuel Carballo: “Leí y estudié a Balzac. Sin embargo, le aseguro, sólo cuando lo traduje le comprendí más o menos a fondo. Traducir es conocer de forma distinta y más profundamente a un autor. Las dificultades con las que uno tropieza son, a menudo, las dificultades con las que tropezó el propio autor. El traductor revive (goza y sufre) el proceso de la creación de una obra.” Esta idea acerca misteriosa y mágicamente al traductor de Balzac en México a un autor italiano del que quizás Garzón del Camino jamás escuchó hablar: Gesualdo Bufalino, quien construyó el enunciado más sorprendente y bello que he leído sobre la condición del que traduce: “El traductor es evidentemente el único auténtico lector de un texto. Por cierto más que cualquier crítico, quizás más que el propio autor. Porque de un texto el crítico es solamente el cortejante ocasional, el autor, el padre y el marido, mientras que el traductor es el amante.”

Complicada y discutida la labor de los traductores. Los traductores de poesía –he recordado el michoacano Neftalí Coria– “son los copistas de la música en su sonoridad primigenia, son como los locos que traducen lo que han dicho las flautas y las abejas: siempre están atendiendo al aire”. Tal vez la traducción sustentable sea aquella que esos locos intentan extraer de la música de esas flautas y abejas, música que llega fresca, legible y disfrutable a cada nueva lengua a la que es trasladada.

* Texto leído en el III Seminario Internacional de Traductores de León Tolstoi y otros Escritores Rusos, 27 y 30 de agosto de 2008, Finca Museo Yásnaia Poliana del gran escritor ruso, cerca de Moscú.

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De LA JORNADA, 04/01/2009

 

 

 

Dichosos los dichosos


JORGE MUZAM

Ser dichoso alguna vez. Eso alfombra todo el dolor del camino. Sánchez-Ostiz afirma haberlo sido en Juan Fernández. Puedo recordar con exactitud los momentos míos, breves como ephemeras. Días de infancia alimentados de estaciones y expectativas. Vértigos de amor adolescente. Sincronías intelectuales adultas.  Admiración ante la generosidad de los humildes, ante los genios creadores.  Mis hijos, mis pequeños hijos, la complicidad de la sangre, acaparadores de casi todos mis momentos. Luego el limbo, el permanecer, la luz al final del túnel siempre alejándose. Igual se lleva la armadura, igual bebemos, fumamos, reímos, nos burlamos, orgullosos de portar en el pecho esos momentos como medallas.

Imagen: Karl Schmidt-Rottluff

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De CUADERNOS DE LA IRA, blog del autor

Thursday, March 11, 2021

la invención de la libertad


PABLO CEREZAL

Es una película checa, o algo así, me dijo José. Al menos, a checo me sonó a mí el nombre del director. Creo que José tenía tanto conocimiento como yo de la labor cinematográfica de Krzysztof Kieslowski, pero quedaba bien proponer una película suya, más cuando eras joven, no te gustaba el fútbol, y te hacías el interesante declamando versos de Leopoldo María Panero o tarareando canciones de Tom Waits. Luego descubrirías que Panero y Waits estaban de moda, como Bukowski y Lou Reed, y que para epatar hubiese sido más conveniente mentar a Cendrars y Arvo Pärt, por ejemplo… pero eso es otra historia.

El caso es que acudimos a ver Azul sin ningún tipo de información al respecto. Ni siquiera leímos el documentado folleto que, sobre la película, se dispensaba en las taquillas de los cines Alphaville. Entramos a la sala en el momento en que las luces se apagaban, y la imagen de un automóvil en movimiento, hábilmente tomada desde una de sus ruedas posteriores, nos avisó de que acabábamos de zambullirnos en un viaje sin retorno que no nos dejaría indiferente.

El viaje que Kieslowski regaló a los espectadores con esta delicada delicia cinematográfica, y las otras dos, Tres colores: Blanco Tres colores: Rojo que completan la trilogía, es sin duda de los más fascinantes que puedan emprenderse frente a la pantalla. Las tres películas, con sus títulos, son metáfora de los colores de la bandera francesa y los conceptos que cada uno ellos desea representar: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Una puesta al día de los valores que forjaron el nacimiento de Europa, en ocasiones amarga, en otras reveladora, siempre conmovedora.

Azul, por tanto, es un filme dedicado a la libertad, ese término desvirtuado de tan manoseado por comerciantes, políticos y demás ralea. Y Kieslowski dirige el quirúrgico foco de su prodigiosa cámara hacia el corazón infartado de dolor de una mujer que ha sufrido la muerte, en imprevisto accidente de tráfico, de su hija y su marido. Es en la tragedia vital de esta mujer, Julie, y su posterior lucha por la supervivencia, donde podremos comprender que la libertad nadie nos la regalará si nosotros no luchamos por ella, y que para alcanzarla debemos desencadenarnos de nuestro propio pasado y todo lo que en este habita. Aunque, como se advierte en un momento del metraje, siempre hay que quedarse con algo. Y ese algo bien puede ser una lámpara de cuentas azules.

Kieslowski, partiendo de un planteamiento tan demoledor y abrupto, logra el milagro de emocionarnos e inundar con una marejada de esperanza el patio de butacas. Así lo sentí yo, aquel día, anonadado ante tanta belleza.

Belleza (y subsiguiente e inevitable enamoramiento inmediato) en el rostro de Juliette Binoche, protagonista absoluta que devora los minutos con la mirada más expresiva que uno recuerda haber contemplado en pantalla. ¿Cómo pueden contener tanta delicadeza unas pupilas que reflejan abismos de cicatriz y vacíos de espanto?

Belleza en cada uno de los delicados planos que nos regala el cineasta, en una puesta en escena prodigiosa y milimétrica que deberían estudiar todos aquellos que aspiren a realizar un cine que no sea producto de consumo urgente.

Belleza en la fotografía magistral de Slawomir Idziak, que logra transformar cada plano en un fresco de inacabables matices en que desearíamos quedarnos a vivir por siempre. El tratamiento de preponderancia que se aplica al color azul no resulta en ningún momento cargante sino, al contrario: sutil, exacto.

Belleza en la banda sonora de Zbigniew Preisner, ese titán de lo sinfónico que somete nuestros sentidos tanto en los sonidos como en los silencios. El Concierto para Europa que dejó inacabado el marido de Julie figura ya entre las más sublimes partituras de los tiempos modernos.

Belleza y lirismo exacerbado en cada uno de los símbolos que se suceden ante la mirada arrebatada del espectador. Azul es, sin duda, una de las películas que mayor número de metáforas contiene en sus imágenes. Pura poesía. Pero de la que merece ese nombre, de esa que te transporta, conmoviendo tus sentidos, a estados emocionales irrepetibles.

Azul, ya digo, es pura Belleza. Y es, además, una película inagotable (que no inabarcable). Por supuesto es, también, metáfora perfecta de esa libertad que, supuestamente, utilizaron las naciones europeas como andamio para erigir este turbio continente que hoy es hogar para los reptiles y frontera para los olvidados, los desposeídos. Si los gobernantes de este continente hubiesen visto Azul, tal vez disfrutaríamos un presente más benévolo, sus habitantes. Y, pensándolo bien, ahora, aunque proclamando que amo esta película no pueda epatar ya ante nadie, comprendo que Azul está más cerca de Cendrars y Arvo Pärt que de Panero y Tom Waits.

Regreso a aquel día, en los Alphaville. Recién salidos del cine, José y yo caminamos sin rumbo fijo. Hicieron falta unos murmullos de coloquio flotando sobre la espuma de las cervezas de un bar cercano para que comenzásemos a intentar explicarnos, el uno al otro, las sensaciones que nos había provocado aquella película que no era checa, no. Kieslowski era polaco. Priesner, su fiel escudero, también. Esta vez sí devoramos el folleto que, acerca de la película, regalaba la sala madrileña. Y después, cómo no, devoramos toda la filmografía de aquel maestro del cine: El decálogo, por supuesto, y La Doble Vida de Verónica. Años después, según se iban estrenando, Blanco y Rojo, que enmarcaban en perfección una trilogía inolvidable, una verdadera obra maestra del séptimo arte.

Por mi parte –obvio- devoré también toda la filmografía de Juliette Binoche. Por mucho que haya podido llegar a aprender de las enseñanzas, respecto a la Libertad, que me son reveladas con cada nuevo visionado de la cinta, he asumido que siempre hay que quedarse con algo. Por eso, imagino, sigo enamorado de la Binoche… 

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De VISLUMBRES DE EL DORADO, blog del autor, 09/03/2021