JORGE
BUSTAMANTE GARCÍA
Son tantas las cosas que se han dicho
acerca de la traducción de poesía, que es casi imposible formarse una
apreciación práctica sobre el asunto. Pareciera como si la imposibilidad de la
traducción poética comenzara a su vez con la imposibilidad de ponerse de
acuerdo acerca de lo que es la traducción de poesía. Es algo inherente a la
poesía misma: nadie sabe lo que es, pero no es difícil intuirla y reconocerla
cuando se da. Como son esencias siamesas, paralelas, quizás podría decirse lo
mismo de la traducción de poesía.
Entre las
ideas extremas y contrarias sobre la traducción poética, cabría la noción de la
traducción sustentable y necesaria. Poetas como Osip Mandelstam, Joseph
Brodsky, Robert Frost y muchos otros fueron partidarios acérrimos de la
intraducibilidad de la poesía. Brodsky llegó a afirmar que las traducciones al
inglés que conocía de Mandesltam no eran más que, en el mejor de los casos, un
sacrilegio y, en el peor, una mutilación o un asesinato. Frost, por su parte,
afirmó que la poesía es lo que se pierde en la traducción. En el lado opuesto
están poetas como Pound y Robert Lowell, que abogaban por versiones de puertas
y ventanas abiertas, no constreñidas, que condujeran a una interpretación libre
y viva, y que reconstruyeran el texto original en la lengua a la que se quería
traducir. Siempre he pensado que entre estos dos extremos se encuentra la
infinita gama de la traducción poética sustentable y necesaria, aquella que en
muchos casos llevaron a la práctica con toda la diversidad de matices muchos de
los más sobresalientes poetas del Siglo de Plata ruso. Innokienti Annienski,
por ejemplo, admiraba en especial la poesía de Leconte de Lisle, Baudelaire,
Mallarmé, Rimbaud, Verlaine, a quienes tradujo con talento y pasión. En un
memorable ensayo sobre la poesía de Balmont afirmó algo que también tiene que
ver, en última instancia, con la traducción sustentable: “El verso no le
pertenece al poeta, porque la poesía no es de nadie, no está al servicio de
nada ni de nadie, ya que por su misma naturaleza es inmemorial y libre. El verso
es la palabra nueva iluminada, que cae en el mar del lenguaje en eterna
creación.” La “palabra nueva iluminada” es lo que también se debe transmitir en
la traducción poética sustentable y posible, que requiere de la interpretación
libre y viva, tan cara para Pound.
Traducir
sustentablemente podría ser transplantar semillas en la otra lengua, para que
se desarrollen y crezcan en ella y se valgan por sí mismas. El poeta colombiano
Álvaro Rodríguez Torres, traductor de Baudelaire, Derek Walcott y Vinicius de Moraes,
cree que “una buena traducción tiene ante todo que ver con la trasmigración de
las almas, con una legítima suplantación que para el caso vendría a ser una
reencarnación del otro en su texto”. Y agrega que tal vez todo esto “suene muy
místico, muy Benjamin, que para el caso tiene una teoría de la traducción harto
incomprensible, pero es que todas lo son en el sentido en que todas son
arbitrarias”. Dentro de este contexto es célebre el caso de Fedor Sologub.
Durante dieciocho años, Sologub leyó y tradujo a Verlaine y, cuando publicó sus
versiones, el hecho se convirtió en un verdadero acontecimiento literario. El
asunto llegó hasta tal punto que el poeta Maximilian Voloshin, también
traductor, llegó a decir que con la aparición de las versiones de Sologub,
Verlaine se convertía en un poeta ruso. Es decir, los poemas en ruso de
Verlaine, a través de Sologub, más que traducciones eran encarnaciones.
Seguramente sucedió una suerte de trasmigración, un proceso de creación, en ese
transvase. Sologub tocó la partitura que compuso Verlaine y la convirtió en un
encuentro vivificador en la otra lengua. Desafortunadamente, Verlaine no tuvo
la oportunidad de conocer las versiones de Sologub al ruso y por lo tanto nunca
pudo expresar “¡me adoro en ruso!”, como sí lo pudo decir Paul Valéry cuando
apreció la versión de Jorge Guillén de El cementerio marino: “¡Me
adoro en español!”, dijo.
Otro caso
de traducción sustentable es el Shakespeare de Pasternak. Fue un trabajo de traducción
eficaz y persistente: generaciones enteras de rusos y soviéticos, para bien o
para mal, leyeron a Shakespeare a través de Pasternak. Supongo que Shakespeare
sonaría incompleto en ruso, sin las versiones de Pasternak. Un poeta de la
sensibilidad y destreza como las del autor de “Mi hermana, la vida” no podía
menos que transplantar las semillas shakespearianas en la lengua de Pushkin. La
traducción de los clásicos en los infortunados tiempos del realismo socialista
tuvo un significado muy sutil y particular. Fue una actividad que floreció, ejercida
por traductores y escritores de gran talento. Los poetas extranjeros, aunque
fueran clásicos –y qué mejor contemporáneos que ellos– no estaban sujetos a las
mismas normas, ni a las mismas censuras, y por lo tanto su traducción podía
abrir puertas y ventanas al mundo, podía incluso “liberar” el lenguaje al que
se traducía. Pero aun así, no faltaron los sucesos chuscos. Mandelstam, que era
enemigo obstinado de la traducción de poesía, una vez le dijo a Pasternak, en
presencia de Ajmátova, no sin cierta sorna: “Sus obras completas consistirán en
doce tomos de traducciones y sólo uno de sus propios poemas.” Pero esto, que
pretendió sonar como un insulto, debió llegarle a Pasternak como un halago: ¡al
lado del gran poeta inglés, un solo libro de buenos poemas propios basta!
Muchos
poetas han dicho que el sonido es el principio del poema; si eso es cierto,
entonces la traducción de ese poema debería empezar también por el sonido. Si
un poema traducido nos suena bien en español, natural y fresco, empezamos a pensar
que podría ser una buena traducción. Si un poema traducido suena bien en
nuestro idioma materno, podemos pensar que puede sonar al menos igual de bien
en el idioma original. Como bien dijo Tsvietáieva al hablar de Pushkin: “El
origen del verso es el sonido.” El origen de un verso traducido debería ser
también el sonido. “Un verso es un trabajo de oído” dice el poeta mexicano
Rubén Bonifaz Nuño. La traducción de un verso también debería ser un trabajo de
oído. Si no se tiene oído, es difícil ser poeta o ser traductor.
Octavio Paz
creía que la “traducción es una recreación, un juego en que la invención se
alía a la fidelidad: el traductor no tiene más remedio que inventar el poema
que imita”. Quizás el ideal de un traductor de poesía no sea trasladar un poema
de otra lengua, sino urdir un poema a partir de otro. Como la traducción es una
recreación, ha sido frecuente que en las ediciones de poetas rusos en Rusia, se
incluyan sus versiones, porque son parte de la obra creativa del autor. Es
frecuente encontrar en las ediciones recientes de Annieski, Sologub, Gumiliov,
Viacheslav Ivánov, Pasternak y otros, una sección con algunas de sus
traducciones. En Occidente las ediciones de este tipo son escasas y podrían ser
consideradas, más bien, como una extravagancia. Una excepción que confirma la
regla es la del propio Paz, quien en la edición de sus obras completas incluyó
un tomo con sus traslaciones, bajo el título de Versiones y diversiones.
De
cualquier manera el traductor, con diversos grados de confiabilidad, nos
acerca, nos aproxima al espíritu de un poema que, de otra manera, si no lo
intentara verter, podría quedarse remoto y ajeno para siempre. Un poema debe
ser trasladado, debe tener movimiento, no debe quedarse quieto porque se muere,
“debe tener a dónde ir”, como dice el traductor de poesía latinoamericana al
inglés, Eliot Weinberger. Son los traductores los que abren ese camino, los que
facilitan que el poema “tenga a dónde ir” en otras lenguas, y no de cualquier
manera, sino con todo el rigor de fidelidad, tono, espíritu y libertad que debe
conservar del original el poema inventado.
Mandelstam
decía que “cada poeta es un perturbador de sentido”, alguien que subvierte de
manera permanente el encadenamiento conceptual al que está sometido nuestro
discurso cotidiano. Si el traductor logra captar ese espíritu en el poeta que
traduce, su versión también habrá de cumplir con el postulado de Mandelstam, es
decir, el poeta traducido también será un “perturbador de sentido” en la lengua
de llegada.
En este
contexto, por ejemplo, traducir a los poetas rusos suena a verdadera
insensatez. Durante años puede uno inventar, imitar, poemas de Blok, Ajmátova,
Sologub, Pasternak, Esenin y muchos otros en español, y en realidad es difícil
saber lo que se logra con ello. Tal vez nada, o muy poco. Como sea, en el
transvase de la poesía rusa al español es casi imposible revelar el significado
simbólico de ciertos aspectos del verso de origen, como el del yámbico ruso
(recurso de gran incidencia en la tradición poética rusa, como en el caso de
Mandelstam que “era un niño judío con el corazón lleno de pentámetros yámbicos
rusos” según el decir de Joseph Brodsky), de difusa percepción en la poesía en
español. La multiplicidad de significados de una misma palabra, las frecuentes
polisemias o ambigüedades semánticas, la obligación y fortaleza de la rima en
el verso ruso, el tono y su música, son algunos de los principales problemas
con los que se tropieza.
Para
traducir poesía no sobraría en ningún momento la convivencia no sólo con el
poema o los poemas a traducir, sino también con el espíritu del poeta que se
quiere traducir. Si a uno le gusta leer y escribir, entonces traducir podría
convertirse en un placer. Esta idea hedonista tanto de la lectura como de la
traducción, puede llegar a ser muy fructífera. Cuando mediante la lectura uno
convive con un escritor que le gusta, con el tiempo lo va conociendo mejor.
Empieza uno a darse cuenta de sus exigencias, sus limitaciones, sus hallazgos y
los entramados de su estilo. Entre más conozca el traductor la obra del autor y
al autor mismo, es decir su entorno, sus circunstancias personales, históricas
y sociales, estará mejor armado para realizar un trasvase sustentado. Esta es
la razón por la que en la traducción de un poema primero habría que convivir
con él, sin prisa escuchar sus reverberaciones, sus sonidos ocultos,
experimentarlo incluso en las emociones que despierta, intentar percibir el
“tono”, que es lo que define en últimas el verdadero espíritu del poema, lo que
lo mantiene en pie.
Siguiendo
esta idea, siempre será aconsejable subrayar aquello con lo que uno más se
identifica de un poema de determinado autor, señalando los versos que más le
gustan, que mejor entiende, que le ayudan a captar ciertas esencias como
cualquier lector, y a veces resulta que esos versos que se han señalado –en
ocasiones puede ser un poema completo– son los que con mayor fortuna se logran
verter al español. Como lo verdaderamente difícil no es traducir las ideas,
sino las emociones que se desprenden de las palabras, de la forma particular
que tiene cada poeta de expresarlas y sugerirlas a través de sus construcciones
verbales, es por lo que la convivencia preliminar y una cierta “intimidad” con
la obra a traducir son de suma importancia.
El español
Aurelio Garzón del Camino, traductor de todo Balzac en México en los años
sesenta del siglo pasado –10 mil 650 páginas de la Comedia humana en
dieciséis tomos– le contó alguna vez en una entrevista al conocido crítico
mexicano Emmanuel Carballo: “Leí y estudié a Balzac. Sin embargo, le aseguro,
sólo cuando lo traduje le comprendí más o menos a fondo. Traducir es conocer de
forma distinta y más profundamente a un autor. Las dificultades con las que uno
tropieza son, a menudo, las dificultades con las que tropezó el propio autor.
El traductor revive (goza y sufre) el proceso de la creación de una obra.” Esta
idea acerca misteriosa y mágicamente al traductor de Balzac en México a un
autor italiano del que quizás Garzón del Camino jamás escuchó hablar: Gesualdo
Bufalino, quien construyó el enunciado más sorprendente y bello que he leído
sobre la condición del que traduce: “El traductor es evidentemente el único
auténtico lector de un texto. Por cierto más que cualquier crítico, quizás más
que el propio autor. Porque de un texto el crítico es solamente el cortejante
ocasional, el autor, el padre y el marido, mientras que el traductor es el
amante.”
Complicada
y discutida la labor de los traductores. Los traductores de poesía –he
recordado el michoacano Neftalí Coria– “son los copistas de la música en su
sonoridad primigenia, son como los locos que traducen lo que han dicho las
flautas y las abejas: siempre están atendiendo al aire”. Tal vez la traducción
sustentable sea aquella que esos locos intentan extraer de la música de esas
flautas y abejas, música que llega fresca, legible y disfrutable a cada nueva
lengua a la que es trasladada.
* Texto
leído en el III Seminario Internacional de Traductores de León Tolstoi y otros
Escritores Rusos, 27 y 30 de agosto de 2008, Finca Museo Yásnaia Poliana del
gran escritor ruso, cerca de Moscú.
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De LA JORNADA, 04/01/2009