ARIANE DÍAZ
La
novela Petersburgo fue comparada con el Ulises de
Joyce o En busca del tiempo perdido de Proust, tanto por su
experimentación con la lengua, su investigación sobre la subjetividad del
protagonista y su espíritu vanguardista. Sin embargo, fue mucho menos conocida
y difundida en nuestra lengua.
Escrita por
el simbolista André Biely entre 1913 y 1914, y ambientada unos meses
después del estallido de la revolución rusa de 1905 que tuvo como eje a esta
ciudad, nos brinda un magnífico panorama de la vida urbana en una época
convulsionada que enfrentará al padre y al hijo de una familia, los Ableujov,
pero también a los distintos sectores sociales en conflicto en el trazado mismo
de la ciudad.
El padre,
funcionario encumbrado de la autocracia, trajina cotidianamente el centro de la
ciudad y encuentra que el recorrido de la avenida Nevski, que termina en un
cuadrilátero rodeado de edificios centrales como el Palacio de Invierno o el
Almirantazgo, tiene para él un efecto “sedante”. En cambio los sectores donde
estaban las barriadas obreras (las islas) que habían desafiado al Zar, se le
presentaban como “mohosas”, “brumosas”, siempre ocultas tras la niebla. Su
aspiración es poder “trazarle avenidas” a esas islas asimétricas, imponer su
“orden” a lo que siente como amenazante, contener con la planificación urbana a
esos “puentes negros” que desde las islas se ciernen como amenaza sobre la
ciudad.
La avenida Nevski es uno de los lugares claves de esos
trazados y, podríamos decir, particular expresión de lo que en Historia
de la Revolución rusa Trotsky definiera como el “desarrollo desigual y
combinado” ruso que incubaba posibilidades revolucionarias: calle moderna y
mercantil, principal arteria de la ciudad, combinaba varios de los principales
edificios estatales del régimen zarista con el tránsito comercial moderno; allí
se cruzaban los obreros en sus idas y vueltas al trabajo y los sectores
acomodados en sus paseos comerciales y de sociedad. Marshall Berman, en Todo
lo sólido se desvanece en el aire, tomará esta avenida como símbolo central
de su análisis de la “modernidad subdesarrollada”: es un espacio aparentemente
“libre” donde todos transitan y se mezclan, pero que por eso mismo hace más
notoria las diferencias y contradicciones entre las clases que constituyen esa
sociedad. Berman menciona otro medio de circulación particularmente moderno,
los escritos impresos, que en vez de “reunir” a las personas hacen más evidente
el abismo entre ellas. Una experiencia tal parece experimentar el personaje del
padre, quien percibe que sus “papeles oficiales” con órdenes gubernamentales no
llegaban a destino, mientras sí circulaban por la ciudad “otros papeles”
(panfletos revolucionarios) que mostraban que la amenaza, a pesar de haber sido
derrotada, seguía latente.
Ejemplo para Berman de esta particular forma de
modernidad, el conflicto anidaba en esa ciudad hacía ya largo tiempo: es el que
surge entre la “modernización desde arriba” que había querido imponer Pedro El
Grande construyendo “como ventana a Europa” una ciudad moderna donde no podía
construirse nada (San Petersburgo se asienta en lo que fueran pantanos), lo que
le da su trazado simétrico y planificado de antemano (a diferencia de las
ciudades que muestran en su traza las modificaciones que se fueron superponiendo
en su historia); y la “modernización desde abajo” que, a lo largo del siglo XIX
y XX, se va a querer imponer en distintos intentos revolucionarios que, aunque
fallidos, van abriendo camino y finalmente estallan en 1905.
A mediados del siglo XIX, Dostoyievsky declaraba en
“Apuntes del subsuelo” que “Es una desdicha habitar Petersburgo, el lugar más
abstracto y premeditado del mundo”. Biely, como señala Berman, viene a
continuar esta tradición pero, a la vez, a entreabrir una nueva. Por un lado,
sus descripciones retoman autores bien conocidos de la literatura rusa: hay
referencias al Eugenio de “El jinete de bronce” de Pushkin y descripciones de
“narices” y otras partes del cuerpo fragmentadas que evocan el relato “Nevski
Prospekt” de Gogol. Pero el ambiente fastamagórico que presenta Petersburgo y
los recursos experimentales que utiliza su autor son la única forma que
encuentra Biely de lograr un efecto realista en la situación de principio de siglo
XX. La novela introduce así varios cambios respecto a la tradición literaria
moderna previa: no tiene una “voz narrativa unificada”, presenta “saltos,
atajos y montajes”, y no se priva de desarrollar reflexiones paraficcionales.
Esto último, que no es novedoso en sí mismo (está ya en Quijote,
por nombrar un ejemplo), da cuenta de una necesidad de explicitar los propios
procedimientos y definirlos respecto a tradiciones anteriores, rasgo que
dominará el terreno literario ruso en el siglo XX y que cobrará fuerza especialmente
en las corrientes vanguardistas, que ya para ese entonces estaban produciendo
en Europa y también en Rusia.
Pero no es solo al padre de espíritu simétrico al que
la ciudad, símbolo de una situación que no alcanzaba a distinguir bien pero que
percibe amenazante, se le presenta de forma “brumosa”. Nikolai, el hijo del
funcionario que se relaciona con círculos opositores al régimen y que tiene
como misión ponerle una bomba a su padre, no es miembro de esas masas oprimidas
puestas en movimiento. Los acontecimientos parecen ser también confusos para
él. Aunque no las percibe como una amenaza, en sus recorridos por la ciudad las
masas se le presentan difusas y nunca de frente; a lo lejos a veces escucha una
marcha, pero nunca llega a cruzarse con ella. Y a pesar de que después de 1905,
incluso con una derrota de por medio, las organizaciones revolucionarias
lograron cierta legalidad y publicidad de sus ideas, la intriga de la novela
está construida sobre la poca claridad de ideas o propósitos de la organización
revolucionaria con la que Nikolai se relaciona.
Se trata, claro, de una novela, y el aspecto ambiguo y
conspirativo puede ser sin duda literariamente productivo. Pero si la dinámica
urbana que construye la novela podría darnos una buena imagen de esa San
Petersburgo revolucionaria, en el plano político, como analiza Berman, la
fantasmagoría que se describe en Petersburgo no responde a la
situación abierta en 1905. Los sucesos de ese año habían significado una mayor
clarificación de las relaciones entre las clases con la reacción del gobierno
frente al 9 de enero, la decepción de las masas respecto a su Padrecito Zar, y
las múltiples acciones de masas que se sucedieron durante todo el año. De
hecho, la efervescencia no había terminado para octubre de 1905: a poco de
terminadas las huelgas más grandes en San Petersburgo –otras, reducidas, se
mantenían–, en Moscú estalló otro ciclo de huelgas. Se había extendido también
al campo la efervescencia política. Tanto es así que Lenin no definió que era
el momento de “retroceder” sino hasta 1906. Fue la disparidad de tiempos entre
estas explosiones que impidieron al movimiento derrocar entonces al zar.
El relato de Biely elige no dar noticia de una novedad
que caracterizaba a esa ciudad entonces, una nueva forma de lucha e institución
surgida en 1905: las masas no sólo empezaron su embestida contra el zarismo a
plena luz del día y masivamente, sino que constituyeron instituciones que
expresaban “su” poder, paralelo y enfrentado, con el régimen zarista: los soviets,
invención de los obreros y masas petersburguesas. Las características que Biely
les otorga parecen ser más propias de una visión aún romántica de la inteligentsia populista
rusa, en muchos casos proveniente de las clases altas, que de las desordenadas
islas de San Petersburgo. Sin embargo capta muy bien que el enfrentamiento
estaba planteado, y sabemos que ellas triunfarían 12 años después.
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De LA IZQUIERDA DIARIO
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