DANIEL MOCHER
Desde la
avenida de Zumalacárregui se llega en un santiamén a la playa de Ondarreta.
Allí, apoyado en la baranda, tras años sin venir por San Sebastián, vuelvo a
extasiarme con la belleza de su bahía como si fuera la primera vez. Llegué de
madrugada, cruzando las sábanas blancas de una niebla fantasma, la lluvia fina
en monótonas e hipnóticas punzadas, los largos túneles porosos que serpean por
las montañas pesadas del cansancio. Sin premeditación, por pura necesidad, he
venido a pasear una y otra vez por la playa de La Concha, a hermanarme con la
isla de Santa Clara. Sin descanso, por despejarme, para pensar en qué es lo que
debo hacer con mi vida o para no pensar en nada en absoluto. Hasta que me
duelan las piernas, caminar junto al mar, pues tengo que sobrevivirme. Desde la
parte más meditativa del Peine de los Vientos de Eduardo Chillida hasta el
Aquarium y el Museo Marítimo Vasco, y pasar con respeto ante la estatua de
aquel marinero que salvó a tantos de morir ahogados tras el naufragio de sus
naves, tantas veces que al final, no podía ser de otra manera, encontró su
destino definitivo, tras un naufragio, en el fondo del mar. O seguir un poco
más allá, donde la Construcción Vacía de Jorge Oteiza y poco después, bordeando
la costa, llegar hasta la desembocadura del río Urumea.
El sirimiri
arrecia, voy por el casco antiguo, toca comprar un paraguas en una tienda de
suvenires, también algo para Elena y los niños. Encuentro refugio en la iglesia
de Santa María, donde hay una preciosa cruz de alabastro esculpida por Chillida
a mediados de los setenta y un imponente órgano Cavaille Coll que en ese
momento sonaba a ensayo de misterios graves de fantasmagoría y levitación.
Almuerzo cerca del hotel, en un bar de menús para currantes: alubias rojas,
chicharro con refrito de ajos, cuajada de postre. Todo muy bueno y bien regado
con sidra del lugar. El café llega acompañado por una copa de pacharán y
retales de conversaciones de las mesas vecinas. Se puede apreciar, a poco que
uno mire, algo del costumbrismo donostiarra, esas cosas distintas que tanto me
interesan, también lo que a todos nos asemeja, tan parecidos al fin. Descanso
un poco en el hotel y retomo las caminatas por La Concha. Palacio de Miramar,
la noria, el hotel Inglés, La Perla, la elegancia de los grises, ese toque
afrancesado que tienen algunos edificios en San Sebastián, las farolas dignas
de museo, los tejados, las azoteas oscuras, la noche que desciende cadenciosa,
las luces de la ciudad temblando en la lámina negra de las aguas, el puerto,
las traineras, los perfiles intuidos, suena una tamborada en la distancia,
sigue lloviendo, pintxos y txakoli en el Bare Bare, regreso al hotel donde me
esperan los cuentos de Isaak Bábel, un peso en los párpados, queman, olvido el
reloj, queda a un lado el cuerpo, me arrastra hacia sus profundidades el
simulacro de una muerte perfecta, la luz de lectura ha quedado encendida.
A la mañana
siguiente paso por Errenteria para saludar a la gente de la librería Noski!,
Sihara Nuño y Juan Manuel Uría, poetas, pintores y aforistas. Allí presenté Los
propios pasos hace poco más de un año y no puedo olvidar, ni sé cómo
agradecer, la acogida tan cálida que me brindaron. No hay doblez en los
abrazos. Hablamos sobre proyectos, de la vida, de la familia y la crianza.
Compro una antología de aforismos, Diario de Corea de Pablo
Cerezal y El porvenir no llega, el pasado no importa de Diego
Vasallo. Juan Manuel, siempre generoso, me regala La tertulia errante.
Ya en Valencia descubro en este libro a Rafael Berrio, cantautor que murió en
los inicios de la pandemia. Llevo dos semanas con sus canciones como banda
sonora de mis días, de mi reincorporación al trabajo tras casi seis meses en
casa cuidando a Claudia. Estoy como un niño que ve el mar o la nieve por
primera vez, así con la música de Berrio. Simulacro, Dadme la vida que
amo, Niño futuro: obras maestras. Y se tejen nuevas conexiones inesperadas:
Lou Reed, Jacques Brel, aparece también Pío Baroja y no sé cómo la negra luz de
Pierre Soulages.
Y así voy,
viviendo del viaje exprés y sus dádivas innumerables, de los recodos
inesperados del camino, de la tregua que brindan los miradores, del cansancio
lenitivo, del horizonte siempre cambiante, del peso de un alma hambrienta, de
la sed que no cesa, de lo nuevo, lo siempre nuevo, del recuerdo de lo grato y bondadoso
sin sorpresas agrias ni decepcionantes, de las segundas y terceras
oportunidades. De lo que pinta Uría, de la unión que Nuño siempre encuentra
entre ciencia y poesía, de lo que cantaba Berrio: El signo variable de
las intemperies. El vagar errante y solitario. El alma elevada en los alcoholes
fuertes. La fiereza en los ojos deslumbrados. El pasar con nada, el mendrugo de
pan. La indolencia a orillas del río. Dadme al clarear lo que es mío: La
hermosa vida que amo.
en enero 27, 2024