Monday, September 9, 2024

Un pensamiento y una fotografía de mi madre


JULIA ROIG

 

Ser capaz de dilatar un recuerdo hasta envolverse en él. Habitar el pensamiento de esa mujer sentada en la entrada de una casa que nunca he visitado. Saber de qué se llenaba el infinito en el que su mirada se perdía. Sí sé que sus manos siempre están calientes porque la mías siempre están frías. Sé que en una de las muchísimas mudanzas se extravió su libreta de autógrafos y que solo se salvó el de Shirley Bassey y un par más en hojas sueltas. Sé que la rúbrica del dolor viene en letra pequeña hecha con bisturí en la nuca del ayer y así aprendemos a deletrear el daño mentalmente. Pienso en ese exacto momento en el que una celebridad escribe su nombre en un papel para ti. Pienso en si queda el recuerdo de una mano zurda o un apretar determinado de la pluma. Imagino que ese nombre alberga una ilusión, una espera, una noche que empezó al despertar. Pienso en lo que significa escribir muchas veces el nombre de alguien. Una invocación. Un mantra. Un exorcismo. Un esculpir las palabras en el tronco de un árbol, la puerta de un baño, un muslo desnudo, un pupitre antiguo o la arena de una playa.

Le digo: habitaste un cuadro de Hopper sin saberlo.

Contesta: a veces ya no sé quién fui.

MDN

En la imagen Ella, Carole Descripción: ❤️

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De MIS DESASTRES NATURALES, blog de la autora


Oscuridades


JAVIER QUEVEDO ARCOS 
          

 

Hay oscuridades que exaltan y oscuridades repelentes. Basta, por ejemplo, con leer una página cualquiera de Heidegger o Derrida para saber que son unos cuentistas, gentes que envuelven en una nube gaseosa sus perogrulladas para camelar al incauto. Lo bueno con el lenguaje filosófico es que sólo requiere un poco de paciencia para desmontar los «fake». Si usted es lo bastante joven y ocioso para desperdiciar, como yo hice, un puñado de horas, meses o años en destripar «Ser y tiempo» o «De la gramatología», obtendrá una satisfacción muy parecida a la de un policía que desmonta una red de falsificadores. Pero si usted confía en algún buen policía del pensamiento, quizás sea mejor que pase de timadores y se dedique directamente a leer lo que merece la pena, por ejemplo, George Steiner, Giorgio Colli, Jorge Luis Borges, por sólo mencionar a los Jorges.

Con la literatura, donde importa tanto lo que sugiere como lo que denota, la cosa se complica. Es preciso leer de oído al principio, y quizás durante mucho tiempo, y quizás siempre, antes de decidir si un autor merece la pena. El argumento de autoridad (la recomendación de un crítico, escritor, profesor, amigo de respeto) puede valer sólo al principio, para localizar más rápido a alguien, pero si no pasa la prueba de fuego de una primera lectura, no servirá de nada. Yo, por ejemplo, descontando a Cortázar, Borges y alguno más, nunca pude con el boom latino, por mucho que me lo recomendaran. No me iba su ritmo, como no me va la salsa. En cambio, Joyce, Proust, Kafka, Rimbaud, Eliot, Pound… me conquistaron a primera escucha, deposité mi fe ciega en ellos en pleno bachillerato, mucho antes de saber lo que decían sus libros. Comprenderlos era secundario; uno se dejaba arrullar por su música, como un niño de cuna reacciona a las entonaciones de los padres, antes de entender el significado de lo que hablan.

¿Cómo renegar de la oscuridad, cómo no confiarse a ella? Todo es oscuridad al principio, cuando nuestra inteligencia adolescente sólo ilumina un mínimo tramo del camino por recorrer. Contamos con Verne, Hergé, Poe, Dickens, Stevenson y otros genios benéficos, pero, tarde o temprano, sabemos que tendremos que desprendernos de esos flotadores y empezar a nadar en mar abierto, donde no hacemos pie. Quien pide claridad a toda costa, pide en realidad «su claridad», exige que el mundo se reduzca a los estrechos límites que él domina, como esos antiguos que reducían la tierra a lo conocido por ellos, rellenando el resto del mapa con monstruos. Sin embargo, no por eso el resto del mundo inexplorado dejaba de existir, de bullir de vida fascinante. Nuestra claridad no cubre ni una mínima parte de lo que hay y, por mucho que nos empeñemos, la realidad seguirá proliferando fuera de ella.

Buena parte de la poesía contemporánea, desde Rimbaud, pertenece al reino de las sombras y, por mucha exégesis que se le aplique, jamás saldrá de ahí. Debemos aceptarlo o rechazarlo. Hace ya tiempo que el arte en general (también la música y la pintura) sufrió un cisma entre el creador y su público del que nunca se ha recuperado. El arte «pompier» regresa una y otra vez para contentar a las masas que no tragan a Picasso, Schönberg, Celan o Joyce. Tiene mal arreglo y, a estas alturas, me la suda. Yo disfruto «escuchando» poesía que no entiendo, como disfruto escuchando música cantada en un idioma que desconozco. Cuando a los quince, con mi francés autodidacta, leí «Elle est retrouvée. / Quoi? – L’Eternité. / C’est la mer allée / Avec le soleil», sentí el mismo pelotazo que al escuchar «A mera yinsou barrum kuinin Menfis», primera línea de un «Honky Tonk Women» que entonces no comprendía. Hoy sigo sin comprender buena parte de Wallace Stevens, Jaccottet o Bonnefoy y no me importa; me vale con su música.

Con la prosa, en cambio, incluso la que tiene más fama de ilegible, todo es cuestión de paciencia y sigue siendo válido el consejo que dio Faulkner a los que no le entendían después de leerlo dos o tres veces: que le leyeran cuatro veces. Casi siempre, es sólo nuestra pereza y desidia la que convierte en difíciles a algunos autores. Proust, por ejemplo, es transparente, no hay la menor vaguedad, indefinición o misterio en lo que escribe, todo es tan cristalino como en Descartes, por más que la longitud de sus frases sea como la transposición de esa inspiración interminable con la que soñamos todo asmático. En Céline, por el contrario, lo arrebatador es el jadeo entrecortado, como el del que se lanza a la carrera contra la trinchera enemiga. Dime cómo escribes y te diré cómo te gustaría respirar…

El propio Proust, que abominó toda su vida de lo brumoso, terminó aceptando una medida de oscuridad, no como misterio trinitario, inextricable, ante el que uno debe rendirse sin más, sino como desafío intelectual. En 1896, con veinticinco años, publicó «Contra la oscuridad», un artículo dirigido contra el simbolismo, la doxa de aquellos años. A Proust le molestaba no sólo la retórica (las «princesas», las «melancolías», los «pavos reales»), sino, sobre todo, la «doble oscuridad» de ese simbolismo terminal, tan alejado de la claridad de su amado Baudelaire: la oscuridad de ideas e imágenes, y la oscuridad gramatical. Proust carga contra la vaguedad, lo abstracto, lo alegórico de los simbolistas, más que contra lo incomprensible; admite el fondo oscuro de la vida, que no hay por qué replicar en la oscuridad del lenguaje literario, y pone el ejemplo de «Macbeth», como una obra que enfrenta el misterio sin competir con la metafísica, con la que la literatura nada tiene que ver. Además del «poder de estricta significación», el lenguaje poético goza de un «poder de evocación», una «suerte de música latente» de la que carece el lenguaje filosófico y «que el poeta puede hacer resonar en nosotros con una dulzura incomparable». Pero la verdadera bestia negra de Proust, más que lo oscuro, es lo vago y lo difuso, lo que carece de individualidad: «En las obras como en la vida, los hombres, por más generosos que sean, deben ser fuertemente individuales». «Que los poetas se inspiren más en la naturaleza», concluye, «donde, si el fondo de todo es uno y oscuro, la forma de todo es individual y clara».

Del «fondo oscuro y la forma clara» de su juventud, Proust pasará a admitir que también la forma puede ser desconcertante. En un prólogo de 1920 a un libro de Paul Morand, que luego retomará casi verbatim en «Le Côté de Guermantes» (el tomo tres del Tiempo perdido), escribe el francés: «… de tiempo en tiempo surge un nuevo escritor original […] Este nuevo escritor suele ser bastante fatigoso de leer y difícil de comprender, porque une las cosas mediante nuevas relaciones. Le seguimos hasta la primera mitad de la frase y ahí nos rendimos. Y sentimos que es sólo porque el nuevo escritor es más ágil que nosotros». En su versión de «La parte de Guermantes» será más explícito: «un nuevo escritor comenzó a publicar obras en que las relaciones entre las cosas resultaban tan diferentes de las que las enlazaban para mí, que no comprendía casi nada de lo que escribía […] Yo sentía, sin embargo, que no es que la frase estuviese mal construida, sino que yo no era lo bastante fuerte y ágil para seguirlo hasta el final […] Y no dejaba de sentir por ello hacia el nuevo escritor la misma admiración que un niño torpe, que siempre saca cero en gimnasia, hacia el compañero más deportista». Y concluye, desprendiéndose de su creencia de juventud: «Desde entonces admiré menos a Bergotte [el Anatole France, que fue su maestro], cuya limpidez me pareció insuficiencia». El Proust de madurez no se resigna, sin embargo, a la oscuridad, sino que la contempla como una especie de iniciación a una nueva claridad, como una especie de operación dolorosa a que nos somete un oculista para curarnos de nuestra falta de visión: «Cuando ha terminado, el especialista nos dice: “Ahora mire”. Y hete aquí que el mundo (que no ha sido creado una vez, sino con la misma frecuencia que surge un artista original) se nos aparece enteramente diferente del antiguo, pero perfectamente nítido […] Tal es el nuevo y efímero universo que acaba de ser creado. Durará hasta la próxima catástrofe geológica que desencadenará el nuevo pintor o escritor original».

El nuevo escritor original cumple la misma función en Proust que la mujer desconocida de paso: reaviva nuestro deseo estragado por un exceso de conocimiento, pero sólo hasta que el nuevo misterio haya sido desvelado. El Proust maduro, que siempre había amado la claridad, se aviene a una porción inevitable, aunque provisional, de oscuridad, de andar a ciegas hasta dar con el interruptor de la luz. Un universo de fogonazos hasta el apagón total. «En la noche dichosa / en secreto que nadie me veía / ni yo miraba cosa / sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía».

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Del muro de Facebook del autor, 27/08/2024

Mi madre y la invención de su soledad


JORGE MUZAM

 

Domingo en la tarde y la lluvia cordillerana no cesa. Me da por ordenar. La casa es grande y existen rincones que nadie ha visitado durante décadas. Mamá es una acumuladora de cosas. Por sentimentalismo o exceso de previsión no se deshace de nada. Tiene baúles llenos de ropa que nadie usa, cajoneras plagadas con cremas y remedios que vencieron hace veinte o treinta años, bolsas con calcetines, zapatos, cuerdas y un sinfín de objetos cuyo probable uso hoy se desconoce o no se necesita. Abro sus cajoneras de la cocina. El servicio de cucharas, tenedores, cuchillos, bombillas de mate, ralladores y un cuanto hay se acumula caóticamente. Suelen llegar visitas con obsequios y otras pasan sin siquiera ruborizarse con su botín a cuestas. Por esto, el nivel de objetos mantiene cierta compostura. Mamá ni se entera. Coexisten cucharitas de plaqué con ordinarieces de lata, cuchillas de acero con objetos cortopunzantes oxidados de origen y uso desconocido, bombillas para beber refrescos con palitos para ensartar carnes. Todo llega al mismo lugar. Extraigo el servicio y lo pongo en un lugar provisional, limpio cajones, les renuevo sus envolturas, ordeno por uso lo que aún sirve y tiro a la basura unos cinco kilos de material inservible. Estoy seguro que nadie hará esto mismo en la siguiente década. 

 

En otros cajones encuentro cosas que mamá usaba cuando yo era un niño de 7 u 8 años. Recuerdo haberla visto guardar esos objetos y siguen ahí mismo. Cuerditas de cáñamo, recetas de cocina, marcadores de galletas, hilos de distintos colores, agujas, palillos, dedales, perros de ropa, cierres de pantalón, pedazos de elásticos, polcas de vidrio, ajíes resecos, envoltorios de caramelos y cientos de botones de formas y tamaños diversos. Los cajones están a medio reventar, y lo que se empuja hacia al fondo es como si quedara sepultado para siempre.

Recuerdo que en aquellos años mamá no paraba de trabajar. El trabajo doméstico consumía sus días y noches. Pero ella lo hacía con entusiasmo. Pocas veces la vi quejarse. Se daba incluso tiempo para hornearnos galletas, caramelos de azúcar quemada, calzones rotos, picarones, sopaipillas, kuchenes y chilenitos. Preparaba cada día enormes ollas con porotos con mote, lentejas con papas, tortillas de rescoldo, panes amasados que cocía en horno de tarro, huevos fritos para la once y encebollados con longaniza para la cena.

El resto del tiempo lo dejaba para leernos cuentos, fabricarnos ropa en su maltratada Singer y lavar cerros de ropa sucia en su pequeña artesa de madera. Escobillaba y escobillaba hasta herirse las manos porque para ella era muy importante que nadie nos viera sucios y fuéramos siempre unos hidalguitos relucientes y bien peinados. Era una noble pobreza que ella sabía distribuir con ingenio y generosidad.

Hoy los cajones la recuerdan, pero ella ya no es la misma. Su cuerpo es más pesado. Tiene múltiples complicaciones de salud. Sus ovejas se cuidan solas de los perros salvajes y las numerosas gallinas son ofrenda diaria de diligentes peucos con servilleta. Quizá por todo esto parece haber perdido gran parte de su entusiasmo. Proceso que se fue acentuando desde los años en que nos fuimos de casa. Desde entonces se circunscribió a su pequeño living, su control remoto y a ver medio dormida las mismas noticias mañana, tarde y noche.

A veces escucha llegar alguna gallina cimarrona con parvada nueva a buscar comida, y entonces la mirada de mi madre recobra la luminosidad de antaño. Sale rápidamente al patio para ver los nuevos integrantes de la granja, cuántos son, de qué colores, les reparte maíz chancado, cuida que beban agua de los pocillos, y que los gatos o perros no los atropellen o coman. Les improvisa un corralito y los controla hasta que se acuestan. Luego retorna a su encierro, su control remoto y su intermitente dormitar, sabiendo que hay nuevas vidas a las que debe cuidar durante los siguientes días...


Fotografía: Mi madre y yo. San Fabián de Alico, junio de 1972.

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De CUADERNOS DE LA IRA, blog del autor, septiembre 2024 

Lluvia de septiembre


DANIEL MOCHER

 

En septiembre la lluvia viene, entre otras cosas, para malbaratar los cultivos y ajustarnos las cuentas. Tolai, tontolaba, memo, nos susurra al compás del repiqueteo de sus gotas furiosas sobre la baranda de la terraza vacía, no has exprimido el verano como debieras, lo que has perdido lo has perdido para siempre, en todas partes, o como diría Kavafis, la vida que aquí perdiste la has destruido en toda la tierra. De nada te servirá la medalla de san Benito de Nursia, su vade retro satana, no podría ayudarte el padre Amorth con sus exorcismos plagados de arcanos latines en estancias humildes de luz tenue y viciada, no contrates a brujos nigerianos o a los yatiris del lado fosco aunque hayan sobrevivido al impacto del rayo y aseguren que pueden devolverte tu ajayu, el espíritu, la psique, el alma o algo así, un ente parecido, digo yo. No pidas socorro, es en balde, que ante la lluvia de septiembre siempre irás solo y desamparado.

 

La cosa va por otros derroteros, llueve para que sepas que algo ha cambiado irremediablemente, que ha pasado de largo esa estación tan prestigiada, el verano y su desnudez de ensueño, símbolo solar por excelencia, en donde más y mejor se expresa la vida en sazón, el vigor de la juventud y su belleza. Para que mires por la ventana y te pongas como Antonio Machado, un poco melancólico, o te des a la bebida o llegues a sentirte como César Vallejo muriendo en París con aguacero pero en tu casa o en tu lugar de vacaciones favorito y recurrente. Puedes poner un disco de Thelonius Monk si quieres, puedes echar sal en las heridas. Déjate llevar por la corriente, entre hojas secas, pequeñas ramas rotas y flores mustias, restos de un tiempo esfumado, símbolo poderoso, hacia los sumideros.

 

Llueve y se pone verde de algas el agua de la piscina, regresan las goteras impertinentes que habíamos olvidado, queda desmantelado el parque de atracciones, clausurada la zona de recreo. La lluvia es pausa, recogimiento, intimidad, pero también fractura, distanciamiento y esa constatación amarga de que la fiesta del verano terminó, cerraron los chiringuitos de la playa y las barracas de feria, el circo dejó la ciudad, queda solo humo entre tus manos, arena que se escurre entre los dedos, se marcha la orquesta, huele a chamusquina y a polilla en los armarios, a viejo y calavera apestan las maletas de viaje que ya no, nunca, jamás de los jamases, un sutil hedor a cadaverina impregna el azogue desgastado de los espejos. La memoria es lluvia removiendo un aire viciado de naftalina y formol, y llueve sobre la copa dorada de ambrosía en la que apenas diste un par de sorbos, al comienzo de la canción, cuando los primeros acordes, para que en las horas malas, cuando no guarden silencio las bestias hambrientas del pasado, te mate de sed la evocación del sabor de aquellos tragos, te rompan con saña y desprecio aquellas cuatro gotas mal trasegadas por impericia, y te vuelva loco su recuerdo frente a la chimenea, en el último refugio del invierno, ese licor fuerte de los instantes lejanos, el veneno de lo crucial en la distancia, al ver que el magro álbum de fotos no contiene alguna imagen que pueda salvarte de la lluvia, de todo aquello que tuviste y no has vivido.

 

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De LOS PROPIOS PASOS, blog del autor, 03/09/2024