Friday, December 6, 2024

Cuarenta años atrás


MAURIZIO BAGATIN

 

Santa Bárbara. Desfilan personajes fellinianos en una Amarcord reconstruida bajo el efecto del Pinot Grigio Santa Margherita o del buen hachís pakistaní. Todos se deleitan con sus trucos frente a la Isla de las Rosas, soñando utopías y libertad. Tal vez caiga nieve, tal vez esta noche nos veamos al Bahamas Club, tal vez, como siempre iremos en un cine soñando con las tetas de Gradisca. Rimini conservará para siempre este misterio de su verano y de su invierno.

El camino que inicia en Roma sigue llegando hasta Ariminum, la Via Flaminia surca colinas apeninicas que van bordeando neblina vislumbrando el pálido Adriático, insomne y turbulento, a sus lados el sabor campesino de la palabra de Tonino Guerra, sabores y saberes que mitigan la fuerza de una Bolonia docta, “comunista y consumista”, como nos avisó otro poeta. Te duermes en Romagna y despiertas en Emilia, si vuelves a cerrar los ojos aparece Castel del Rio, en las entrañas del visceral Apeninos, poco más allá es ya Toscana.

La fiesta no parece tener fin. Aquí algún día se pensó en Hollywood, en una plastificación de un mundo sin fin, de un divertimiento incólume, infinito, sin descanso. Dejo pasar hoja tras hoja las que fueron memorias de Isabella Santacroce, juventud perdida en canciones de Kurt Cobain, Seattle sin el cielo gris y una Courtney Love aun deseada. En primavera el deseo de sumergir los pies en la playa, Pier Vittorio Tondelli que transfiere su libertad y deja una huella para el verano que nunca duerme.

Fuimos también aquí mosqueteros, Cyrano de Bergerac y luchadores como Héctor y Aquiles. El sargento Napoli era el barbudo malo de todas las películas, el villano al cual lanzamos su bicicleta en el canal que separa Rimini de San Giuliano. Lo vio Fellini y se inspiró. Quería hacerse al vivo, armaba sus cadenas de San Antonio con sus clubes de lecturas, nos vendía libros a precio de gallinas muertas para luego intentar engañarnos con suscripciones al Club de Lectura donde teníamos que comprar 3 libros al año y bla bla bla…él pensaba ser el único en beneficiarse, pero no éramos así tan ingenuos, nos suscribíamos con nombres inventados y los 3 libros nadie los iba a comprar. Leí Karen Blixen bajo el sol de agosto de una Rimini así tan frágil como tan pervertida, y el Jorge Amado que más me sedujo, Tocaia Grande, cuando el transatlántico Rex ya había atravesado el horizonte blanco del Adriático desnudo. Un sargento de Castellammare di Stabia me preguntaba siempre: “¿Y, que es una ciudad Rimini?”. Le contestaba con una mirada traviesa, recordando que aquí Paolo y Francesca fueron amantes y Dante los hizo entrar en el Infierno. Aquí durante el verano las chicas escandinavas bajo el solleone escriben todo el invierno que sufrirán en sus países de origen.

Las noches son largas y dejan o permiten pensar al sueño de la razón: “El universo es un equilibrio fragilísimo e imperfecto. No sabemos de dónde venimos, donde estamos y donde iremos, sin embargo, buscamos la perfección, sin reconocer la belleza de las imperfecciones. Hubo juegos sexuales cuando éramos aun niños: “Tu serás el medico que nos pones las inyecciones” era una cantilena para un estudio lacaniano. Cuanto jugábamos en la inocencia y con mucha ingenuidad. Y bajo el firmamento pensábamos en las pocas cosas ciertas que nos quedaban, y las íbamos nombrando, el eterno retorno nietzscheano, todo lo que sube baja, y que la tierra gira alrededor del sol y Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris. Retórica, se dirá. Una cosa es el sueño o la conciencia, otra cosa son las cosas que suceden. Por ejemplo, la vida. Terminar los dias viendo el lento transcurrir del tiempo, los dias, las estaciones”. Pensamos en Goya y leemos la poesía de Dante Alighieri, círculos constantes de nuestra humana historia, elementos indescifrables y círculos que se cierran. Fe, dogmas y mucha esperanza. Adentro de nuestros sueños, orgullos y pasiones.

diciembre 2024

Imagen: Ingres, Paolo y Francesca 

indultad a Belcebú


PABLO CEREZAL

 

There is nothing wrong with loving something

You can't hold in your hands

Nick Cave

Otoño ya es más que un presagio. Infantería de árboles despliega su ofensiva suicida de colores de ayer como aviso para caminantes. Para qué caminar, ¿entonces? ¿Hacia dónde te diriges si ya nadie te reclama ni te impone larga travesía hasta el puesto de trabajo? Otoño ya en la singladura de los párpados que quieren caer como telón de fondo de una comedia mal escrita. Munay ya está con su madre, vertido en piel que yo busco entre las sábanas, acariciando, de nuevo, años que se me escapan, 11 ya, pronto. Escarbo migajas por ver si me acordona la garganta su latido animal, ese calor suyo que tiñe de luz unas sábanas que hoy quedan mejor así: negro profundo, desafortunado bruno, oscuridad de sueños que no eyaculan más que despertares a destiempo.

Nick cave aúlla, escondido en los altavoces del salón, cantos tribales y yo busco y sólo encuentro sinrazón. Emilio Losada me canta desde muy lejos y siento el arpegio de su voz chulesca y malencarada tan cerca y tan rostro. Noche de enviar mensajes en botellas y no recibir botellas que descorchar, después de un día en que, tras caminares y deambulares sin rumbo, parca te advierte del futuro. Ahora ni dermis hembra ni ron, Claudio con un cuchillo entre los dientes (aúlla Emilio), ni piel de mi piel ni jauría ni manada más allá de la de mis dedos en fiebre de teclado que se desea borracho. El mueble bar lo desvalijaron los últimos invitados. Mal augurio que me suceda esto a mí que, desde hace años, sólo permitiría entrar en esto que ya llamo hogar a una decena de dedos descalzos que sepan que sabrán escribir mejor que los míos. Latrocinio que no recuerdo, el del mueble bar que acometieron mis amigos. Dejo predicar al australiano, cuando Losada ha decidido detener su mexicanidad, y tallo preces como gaviotas denticiones a la mar que las pretende masticar.

Decidimos crearnos otra realidad cuando sabemos que la realidad habita distintas latitudes. Violentar el intestino grueso del suburbano en el que nos deslizamos intentando no humedecernos en la pupila inflamada de la postverdad. Pantallas de y sin plasma. Atrocidad sin domesticar. Ahítos de vértigo y perdidos en la lenta paradoja de esta realidad que ni entendemos ni queremos. Decidimos, por eso, inventarnos otra que nos habite como nosotros habitamos los pasillos del Metro. 

Abro el páncreas a un Caravaggio hurtado, me abismo en el palpitar de la carne que supo acuchillar el lombardo y recuerdo la infancia sesgada de la educación católica con que, para bien o para mal, me trepanaron. Recuerdo la culpa palpitando entre los dedos del católico educando antes de utilizarlos para soltarnos un sopapo. Pequeños diablos, nos decían, a quienes contrariábamos su caminar con rodillas impolutas hacia un Gólgota dorado. Porque Cristo nació en nuestro subconsciente, por más trapos manchados de su pesar con que nos pretendan deslumbrar. Cristo nació de un falso milagro cuando lo milagroso, realmente, es eyacular malas semillas en el abismo de una mirada que logra que la realidad sea nada. Pero, ¿y Belcebú, ese demonio que anida, desde tiempos inmemoriales, en el ser humano? ¿De dónde nació si no de nosotros? Satán es anatema y sus pezuñas encabritan a las hembras cuando arremolinan entre los dedos su perfil barbado. Yo le contemplo y lo envidio cuando comprendo que sólo puedo asesinar con verbos y no quiero, que no hay más cuello a rebanar que el que sueña mi lengua cuando no se sabe expresar. Algo parecido, ese que llaman diablo mientras cientos de chiquillos reciben en los pulgares de sus neuronas latigazos de centímetros que no miden más que la capacidad de mermar lo que significa sentirse vivo. 

Emilio ha regresado a su silencio y yo entro en la cama, Cave de fondo hasta que acabe el CD, buscando tu piel, hijo. Buscando piel. Buscándome la piel. 

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De POSTALES DESDE EL HAFA, blog del autor, 06/12/2024

Tuesday, December 3, 2024

Los viajes y los panes


GEOVANNYS MANSO

 

Las maletas están listas. Me he bañado y me he puesto la ropa “para viajar”.

Reviso cada detalle: pasaporte, boleto, teléfono, cargadores, un libro de Leila Guerriero y otro de Borges, para leer en las sucesivas salas de espera. Nada como una sala de espera para abrir un libro y esperar, esperar, esperar…

“Huelo a avión”, como decimos en Cuba. Hay algo inminente, inevitable, flotando en el aire.

Almuerzo, bebo café, salgo al patio, fumo. El taxi está por llegar.

El día anterior salí a caminar. Me acerqué al río Almendares, que no es mi río, pero igual me recuerda el río Sagua la Chica, que sí es el mío.

Observé sus aguas apacibles y me despedí, levemente, de todos esos territorios.

Mi madre anda en la cocina. El taxi está por llegar. Me dice que me ha preparado dos panes con mortadela y queso, por si el hambre aparece. Los ha tostado. Los ha envuelto, con sus manos, que antes fueron las manos de una costurera.

Le digo que muy posiblemente no me los comeré. Siempre puede más la ansiedad que el hambre. Los escáneres, los controles, las cámaras, los posibles excesos de equipaje y la nula posibilidad de pagar un kilo o dos más. Todo eso me conduce al humo, a la nicotina, pero no a la tibieza de un pan.

Ella insiste: “No dejes de comerte los panes. Estás más flaco que Juan Primito”.

Le digo que sí, solo para calmarla.

El taxi llega. Nos despedimos, levemente, sin dar tiempo ni a media lágrima.

En el aeropuerto de La Habana todo fluye de un modo casi angelical y, sin darme cuenta, estoy “del otro lado”, aguardando la salida de mi vuelo.

También, sin darme cuenta, estoy sobrevolando el Golfo de México.

También, sin darme cuenta, el avión desciende y el capitán advierte que, en breve, estaremos arribando a Mérida.

Allí, en Mérida, todo es aún más angelical, más apacible. A la brevedad de unos segundos, ya estoy con mi equipaje de mano acercándome al área donde recogeré mi maleta. Es un largo pasillo iluminado, con señalizaciones diversas. Pequeños detalles que te advierten que “eso” no es Cuba.

Estoy eufórico, a pocos metros de abrazar a mi esposa, cuando un perro se acerca a mí y comienza a oler con cierto énfasis canino mi maleta de mano. La huele, ladra. Ladra, la huele. Y yo quedo, literalísimamente, petrificado.

El oficial, que está al otro extremo de la correa, me pregunta si llevo algún alimento en la maleta.

“¿Alimento? ¿Yo…? No, oficial…, solo algunos libros y mis proyectos literarios y algunas fotos y el cable de…”

Entonces recuerdo los panes de mi madre. Y le explico… El oficial coloca en mi maleta un listón amarillo que advierte: PENDIENTE DE REVISIÓN, o algo semejante.

El perro, que al parecer es fanático de la mortadela y el queso, ladra, huele y mueve la cola.

Tras recoger la otra maleta, termino frente a un grupo de oficiales que me esperan en una mesa. Gentilmente me piden que abra el equipaje de mano. Una vez más, les explico: mi madre, los panes, la mortadela, el queso, que estoy más flaco que Juan Primito y sus manos, que antes fueron las manos de una costurera…

Encuentran los panes. Confirman que contienen mortadela. No es el queso lo preocupante, sino la mortadela.

Confiscan los panes. Revisan, por si poseo algún otro alimento. Solo libros, enfatizo. Libros y más libros: poemas de Sigfredo Ariel, de Raúl Hernández Novás, el Diario de Campaña de José Martí, El siglo de las luces de Carpentier, La isla en peso de Virgilio Piñera y una postal, hecha a mano por mi hija, un Día de los Padres, donde advierte: ERES EL MEJOR PAPÁ DEL MUNDO.

Quisiera comerme los panes, allí, frente a los oficiales. Decirles que ella y sus manos —que ayer fueron las manos de una costurera— los hicieron para mí, con toda esa enorme ternura que se deposita en los hijos que se alejan.

Entonces advierto que no podré recuperarlos. Que los he perdido. Que tendré que esperar no sé qué tiempo, no sé cuántos días, no sé cuántas estaciones, para volver a tener, frente a mí, unos panes preparados por esas manos que antes se adentraban en la tela, el hilo, las agujas, los pedales, la máquina Singer, los dobladillos, los alfileres y el dedal.

Sospecho que viajar, también, es perder.

Sospecho que viajar, también, es abandonar lo último que las manos de tu madre han tocado.

¿A qué extraño crematorio habrán llevado los panes de mi madre?

En todo eso pensaba cuando se abrió una puerta y allí me esperaba un abrazo, una tibieza, un raudo sentimiento de piedad.

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De HYPERMEDIA MAGAZINE, 27/11/2024