Tuesday, February 11, 2025

Anoche leí demasiado


JULIA ROIG

 

«Los pedazos se sentaron a escribir»
John Berryman

¿Oera anoche bebí demasiado? ¿Empezaba así alguna novela de Scott Fitzgerald? ¿Un poema de Raymond Carver? ¿Tal vez algún relato de John Cheever?

Sí, así descorchaba la hoja en blanco este último, con un poema suburbano como El nadador, Cheever, convocaba, en una homérica tarde de domingo de verano, una imagen etílica e inicialmente bella y quimérica de un río de bourbon que cruzaba Los Ángeles. Un Ulises ebrio que recorrería las estaciones de su vida, brazada a brazada, trago a trago, en un feroz combinado de frustración y belleza, siendo testigo/culpable de los restos de su demacrada emoción, planes y sueños, mientras unía, una tras otra, las piscinas de sus triunfadores amigos y vecinos durante un surrealista crepúsculo que habría de llevarle a casa. Cheever, narrando la decadencia de las barbacoas, la cara B de selfmade man. Ese nadador, como maravillosa alegoría del fracaso, porque esta vez no haríamos pecio en Cabo Antibes sino en la piscina de casa. «Un fracaso en tonos pastel Mid-Century que engendrará putrescentes hijos beatniks pintando los troncos de los árboles con pintura fluorescente», como diría Tom Wolfe.

Demasiado cloro, demasiado güisqui. Carver podría haber escrito un relato similar enlazando los jardines de los mismos y recorriendo la ciudad mientras pasaba el cortacésped, por todos y cada uno de ellos, como su personaje Harley, en La brida. Precisamente en ese relato, el personaje de Betty decía: «Los sueños son eso de lo que uno se despierta». Y de fondo casi podíamos escuchar a Harley pasando el cortacésped sin cesar. Chapoteo, el motor de una Black and Decker y aroma a barbacoa en el ambiente como banda sonora y atrezo del triunfo.

¿Cuántas veces es capaz de despeñarse el sueño americano sin llegar a despertar? Siempre ese lírico y cirrótico eterno verano.

El desencanto y la doble moral de la clase media-alta de los suburbios neoyorquinos y el deambular agonizante de la clase trabajadora o media-baja, del llamado Estado Dorado, un coast to coast, se narraría en breves píldoras con forma de relato gracias a revistas como The New YorkerThe AtlanticEsquireNew RepublicCosmopolitan… y así Cheever y Carver, cada uno en su estrato, entre resaca y resaca y entre otros, dejarían un reguero de historias tan sobrias como imprescindibles para entender al antihéroe, al desplazado, a la conocida como white trash, la anónima masa que lucha por sobrevivir en el día a día y el corazón podrido que ocultaban las sonrisas perfectas de aquellas naturalezas muertas que tan bien lucían en sus jardines, en sus automóviles, en sus trajes, en sus pieles. Ambos, Carver y Cheever, haciendo malabares entre su papel de narrador o protagonista.

A Cheever se le conoce como el Chéjov de los suburbios y de Carver Bolaño dijo que era «el mejor cuentista del siglo junto a Chéjov». Ambos hicieron uso de esa «acción indirecta»: se dice más en lo no dicho.

La poesía completa de Raymond Carver, Todos nosotros, comienza con un poema llamado «Drinking while driving». Carver es oscuro, es la turbiedad carnosa de un río del cual eres incapaz de intuir su hondura. Nadie como él para hablar de matrimonios, alcohol e incendios. Su relato, Si me necesitas, llámame, tiene uno de los finales más estremecedores y mágicos que podamos leer. En él, Dan y Nancy, una pareja de mediana edad, después de haberse sido infiel el uno al otro y en plena crisis, narran una suerte de intento de rescate de la misma, alquilando una casa en Eureka para los tres meses de verano. En mitad de ese intento de rescate, una imagen alucinada, una epifanía: su jardín es invadido por un tropel de caballos blancos en mitad de la noche. Cuando Dan piensa en llamar al sheriff, Nancy contesta: «Todavía no, espera un poco, nunca volveremos a ver una cosa así. Nunca jamás volveremos a tener caballos en el jardín, espera un poco más».

***

Mientras los dipsómanos Carver y Cheever radiografiaban la sociedad norteamericana, el personaje de uno de sus cuentos había escapado, en mitad de la noche, como uno de esos carverianos caballos blancos. Se dedicaba también a beber demasiado. Tenía dos años más que Carver y doce menos que Cheever. Tuvo una madre alcohólica y suicida. Tres matrimonios. Cuatro hijos. Abarcó todos los estratos de esa sucia sociedad que tan bien radiografiaron subiendo y bajando por ellos. Una montaña rusa, «en ocasiones intensa felicidad en Technicolor y en otras ocasiones algo sórdido y espantoso». Una vida de excesos, abusos, arrestos, penurias, fiestas y clínicas de desintoxicación. Murió el día de su 68 cumpleaños, de un cáncer de pulmón, viviendo en el pequeño garaje de uno de sus hijos, en Los Ángeles. Escribió 77 cuentos honestos, brillantes, y siempre lo hizo sin filtro, audaz y fascinante, manteniendo, eso sí, el humor y las ganas de vivir, podría haber sido peor, decía. El secreto mejor guardado de la literatura norteamericana, dicen, pero en realidad fue una historia de rechazos y dilaciones. Pasó escandalosamente desapercibida o simplemente, no lo persiguió lo suficiente.  A los diez años de su muerte se convertiría en un mito de la literatura americana. La compararon con Hemingway y con el mismo Carver.  Maldita, tímida y legendaria. Y en su tan caótico deambular no sabía ni pronunciar su nombre, Luchía, para su madre, Lusha, para su padre y Lu-siii-a, en Sudamérica. Ese caballo blanco se llamaba Lucía. Se apellidaba Berlin.

***

«Voy a hacer un viajecito a Echo Spring», decía Brick, el personaje de La gata sobre el tejado de zinc, una de las obras maestras del turbulento Tennessee Williams, el poeta del corazón humano, como diría el New York Times en su obituario. A priori Echo Spring podría dibujarse en nuestra mente como un barrio residencial de palmeras, sol y sonrisas. Muy al contrario, en dicha obra, era una suerte de ciudad-mueble bar en honor a la antigua y venerada marca de bourbon Echo Spring, ciudad fluvial color miel para nadadores apasionados, podría decir la whiskeypedia.

Y es que Tennessee Williams también fue un experto nadador.

***

Hay un guionista flotando en la piscina. La película se llamaba Sunset Boulevard, pero nosotros, con un sorprendentemente acertado lirismo, la rebautizamos como El crepúsculo de los dioses. Es la primera escena, o la última según se mire. Muchos escritores vendieron su alma al diablo para pagar sus deudas. Escritores perdidos que volvieron a perderse.

«Vous êtes tous une génération perdue», «todos vosotros sois una generación perdida», le gritó el dueño de un taller francés a un joven y lento trabajador. La archiconocida editora, Gertrude Stein, estaba presente. Se lo contó a Ernest Hemingway y él acuño el término en su novela París era una fiesta, cuyo título original era A Moveable Feast, que no acaba de significar lo mismo, sobre todo cuando pensamos que son memorias de sus años veinte en París y en los EEUU imperaba la Ley Seca. Una fiesta movible en toda regla.

«Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación», así inauguraba la Ley Seca el senador Andrew Volstead, impulsor de la nueva norma, embriagado de optimismo: “El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno”».

Bienvenidos a los felices años veinte.

***

Ginevra, se llamaba Ginevra, era una joven de la alta sociedad de Chicago que rechazó a un pretendiente, convirtiéndose así en fuente de inspiración para su futura y legendaria obra, que arrancaría a los veintidós años con A este lado del paraíso. El pretendiente, cómo no, se llamaba Francis, Francis Scott Fitzgerald.

El anfitrionismo fue el burladero de toda una época y Fitzgerald su maestro de ceremonias. Se dice que antes de que Fellini mojara en la Fontana de Trevi a la gran Anita, Scott Fitzgerald y Zelda Sayre ya se habían bautizado de noche eterna en fuentes de Nueva York, concretamente las de Union Square y el Plaza. Ya ensayaban su dolce vita. Flappers y escritores, licores fuertes, pelo a lo bob cut, quema de corsés y mucho jazz. Búsqueda de inspiración en villas centenarias junto al lago Como. Parisinas noches sin fin. Y en el horizonte Buicks Electra en el jardín y Palm Springs al fondo, como retiro vacacional de las estrellas, ya sin brillo, en el desértico valle de Coachella.

«Siempre encontramos gente que hace pedazos las cosas, luego no las recoge y sigue su camino», leemos en El Gran Gatsby. De algún modo funciona a la perfección como definición de las grandes guerras, incluso de las guerras privadas que nos declaramos entre nosotros o a nosotros mismos.

Y es que es complicado habitar el pecio en el que se convirtió la fiesta, justo cuando ensayamos, a lo Buñuel, el ángel exterminador de nuestro esplendor, acostumbrados a sublimar cualquier día pasado. Nos contrariamos. Fitzgerald le dice a Zelda en una carta que vuelva a él, que será su puerto, aunque a veces tenga el aspecto de una cueva oscura iluminada con las antorchas de la furia.

De aquellos brindis estos maremotos. Del ochomil al pecio. De la borrachera que se abraza de sábado noche al alcoholismo del martes por la tarde. Narradores/nadadores del naufragio. El alcohol, hermanando talento y desastre, sería la corriente que le llevaría a acabar sus días en Hollywood. «Llevar a Hollywood a Scott Fitzgerald es como pedir a un escultor que haga cañerías», dijo Billy Wilder. Y es que nada más llegar encontró cobijo en el peor lugar para alejarse de aquellos manantiales de ecos… Nueve meses en un bungalow del Hotel Garden of Allah, en Sunset Boulevard, en el cual se escribió y envío una surrealista postal a sí mismo: «Querido Scott: ¿cómo estás? Tenía pensado pasar a verte. He estado viviendo en el Jardín de Alá. Tuyo, Scott Fitzgerald». Y es que realmente parecía ser otro hombre. El pulso que había alumbrado Suave es la noche acudía todas las mañanas al conocido como edificio de los escritores, y pasaba ocho horas diarias escribiendo guiones. Cuántas generaciones perdidas, cuántos guionistas flotando en la piscina, cuántos sueños rotos, cuánto delirium tremens para contarlo, expurgarlo o ahogarlo todo. Fitzgerald llegó a decir que no quedaba una gota de felicidad en el mundo. Tal vez la bebieron toda.

En esa megalópolis situada apocalípticamente en el borde del precipicio, donde vamos dejando atrás juventud, oportunidades y sueños, habita el instante en que todavía hace calor, pero sabemos que el agua se enfriará irremediablemente. Y es que el anfitrión no quiere moverse, algo horrible espera fuera de esos muros verdes recién podados, cercos vivos los llaman, algo deprimente aguarda tras estas verjas relucientes. El Abadón lo inunda todo, y ellos, anfitriones de sus propios ocasos seguían ahí cuando ya todo era negrura, decadencia y Alka Seltzer. «Embriagaos», exclamó Baudelaire, y obedecieron. Y narraron y escenificaron el fracaso de la naturaleza humana, el declive de la vida cotidiana, la decadencia de uno mismo. Anfitriones a lo Gatsby de sus fiestas más o menos privadas, o narradores/nadadores de lo hermoso y maldito, en la ciudad infinita, en el sprawl suburbial de Los Ángeles o desde el Valle de las cenizas y es que nada envejece mejor que una fantasía. Hasta que se ahoga o arde. Hasta que la ahogamos o quemamos:

«¡Lejos! ¡Lejos!

He de volar hacia ti

No acarreado por Baco y sus leopardos

Sino en las alas invisibles de la Poesía

Aunque la mente obtusa vacile y se detenga

¡Ya estoy contigo! Suave es la noche»

 

(Fragmento de Oda a un ruiseñor, de John Keats)

_____

De ZENDA LIBROS-PARKOUR POÉTICO, febrero 2025

Friday, January 24, 2025

El mundo es impecable


DANIEL MOCHER

 

Los Reyes Magos han sido magnánimos, en el árbol estaban las Calles secretas de Pierre Mac Orlan, Cirobayesca boliviana de Miguel Sánchez-Ostiz, Despacio el mundo de Ramón Andrés, Minimosca de Gustavo Faverón y Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais. Ahora toca ir encontrando el tiempo que requieren estas joyas, hay lectura de la buena para rato. El 2024 no pudo finalizar peor debido a la maldita dana que arrasó con todo a su paso pero el 2025 nos ha traído ya algunas cosas buenas, tímidos brotes que comienzan a desarrollar la esperanza, esa planta carnívora insaciable. Es inminente la aparición de mi nuevo libro, Entre las brasas del instante, en Calblanque Press, un libro de haikus que no hubiera existido sin estos tres años y pico viviendo en el campo, muy cerca del barranco del Poyo. También está mi participación en una antología de aforistas para La isla de Siltolá que aparecerá en breve. Y Claudio Ferrufino-Coqueugniot ya me ha enviado el libro para el que quiere que escriba el prólogo, todo un honor. En lo literario la cosa no está nada mal. En cuanto a lo demás, veremos cómo va el año, el mundo no es una morada siempre apacible, que decía R. L. Stevenson.

 

Otro pecio de la dana que llega a mi orilla, un Cervantes libro en mano tallado en madera para mí, hecho por mi abuelo Luis en 1977, el año de mi nacimiento. Estaba en lo alto de unas estanterías del trastero que tienen mis padres en el garaje y milagrosamente se salvó de la inundación. De mi abuelo me queda poco más, murió cuando yo era un niño, perduran algunas imágenes desenfocadas, en tenues tonos desgastados, al fondo de la memoria. Su sombrero de ala ancha, la gabardina de los días lluviosos, aquella Mobylette naranja en la que nos llevaba a la pinada que hay junto a la ermita de santa Ana, situada en el término municipal de Albal, el humo dulce y húmedo de su pipa, una foto de la guerra civil española, de cuando luchó en el bando republicano, sus cámaras fotográficas, los elefantes africanos, su biblioteca, Blasco Ibáñez, Tolstói, Dostoievski, las novelas del Oeste escritas por Marcial Lafuente Estefanía, armarios llenos de medicamentos, los cuentos que extraía de la chistera de su imaginación y esas historias increíbles narradas con tal maestría que nos mantenía a todos los nietos a su alrededor, atentos, dóciles, hechizados, como si fuera un hipnotizador o un flautista de Hamelín pero en el barrio valenciano de la Malvarrosa, bloque de los astilleros. Lo poco que nos queda de nuestros muertos se nos va perdiendo como arena entre los dedos a medida que van pasando los años y nos va quedando cada vez menos tiempo. Pecios, talismanes, símbolos que ayudan a inventar un hogar, un refugio al que poder regresar cuando se tenga la pata del alma quebrada o alicaído el corazón por los sinsabores y los abruptos socavones de la vida.

 

Con el petate lleno de libros y del brazo de mis queridos fantasmas voy por un parque lleno de romero, salvia, chopos, carrascas, olivos, pinos y algarrobos, creo ver alejarse a David Lynch de la mano de Laura Palmer y bajar hacia el estanque en donde el sol de la tarde pinta en el plumaje de los ánades azulones unos verdes y violetas que no son de este mundo. Henry Purcell, sentado en un banco de plástico reciclado, repasa de memoria su Dido y Eneas mientras arrecia el frío y se va haciendo hora de volver a casa, justo cuando estábamos en el centro exacto de un instante perfecto. Los niños tienen sueño y hambre. Se cae un castillo de naipes, se rompe de tan tensa la cuerda de una guitarra, el mago se esfumó sin explicarnos el truco. A veces pienso que el mundo es impecable pero nosotros no, y por eso nos viene ese desamparo de no sentirnos a la altura, las ratas royendo la boca del estómago, el cansancio, la frustración, el cielo que se cierra y se nos cae encima, la nada y el insomnio, instrumentos desafinados, el vacío que sabemos, la caída de los ángeles, tanto desperdicio, el desvarío, los incendios interiores, la locura. De ahí tal vez nuestra enfermiza necesidad de arte y trascendencia, la política, la legislación vigente, el sexo guarro y las guerras santas, la violencia y el poder, las transacciones, las compraventas, la tortura y las víctimas, el fentanilo, las sogas, las cuchillas y la inyección letal, el Cantar de los Cantares conviviendo con nuestra innata voluntad de autodestrucción.

En enero 22, 2025

_____

De LOS OTROS PASOS, blog del autor 

Friday, December 6, 2024

Cuarenta años atrás


MAURIZIO BAGATIN

 

Santa Bárbara. Desfilan personajes fellinianos en una Amarcord reconstruida bajo el efecto del Pinot Grigio Santa Margherita o del buen hachís pakistaní. Todos se deleitan con sus trucos frente a la Isla de las Rosas, soñando utopías y libertad. Tal vez caiga nieve, tal vez esta noche nos veamos al Bahamas Club, tal vez, como siempre iremos en un cine soñando con las tetas de Gradisca. Rimini conservará para siempre este misterio de su verano y de su invierno.

El camino que inicia en Roma sigue llegando hasta Ariminum, la Via Flaminia surca colinas apeninicas que van bordeando neblina vislumbrando el pálido Adriático, insomne y turbulento, a sus lados el sabor campesino de la palabra de Tonino Guerra, sabores y saberes que mitigan la fuerza de una Bolonia docta, “comunista y consumista”, como nos avisó otro poeta. Te duermes en Romagna y despiertas en Emilia, si vuelves a cerrar los ojos aparece Castel del Rio, en las entrañas del visceral Apeninos, poco más allá es ya Toscana.

La fiesta no parece tener fin. Aquí algún día se pensó en Hollywood, en una plastificación de un mundo sin fin, de un divertimiento incólume, infinito, sin descanso. Dejo pasar hoja tras hoja las que fueron memorias de Isabella Santacroce, juventud perdida en canciones de Kurt Cobain, Seattle sin el cielo gris y una Courtney Love aun deseada. En primavera el deseo de sumergir los pies en la playa, Pier Vittorio Tondelli que transfiere su libertad y deja una huella para el verano que nunca duerme.

Fuimos también aquí mosqueteros, Cyrano de Bergerac y luchadores como Héctor y Aquiles. El sargento Napoli era el barbudo malo de todas las películas, el villano al cual lanzamos su bicicleta en el canal que separa Rimini de San Giuliano. Lo vio Fellini y se inspiró. Quería hacerse al vivo, armaba sus cadenas de San Antonio con sus clubes de lecturas, nos vendía libros a precio de gallinas muertas para luego intentar engañarnos con suscripciones al Club de Lectura donde teníamos que comprar 3 libros al año y bla bla bla…él pensaba ser el único en beneficiarse, pero no éramos así tan ingenuos, nos suscribíamos con nombres inventados y los 3 libros nadie los iba a comprar. Leí Karen Blixen bajo el sol de agosto de una Rimini así tan frágil como tan pervertida, y el Jorge Amado que más me sedujo, Tocaia Grande, cuando el transatlántico Rex ya había atravesado el horizonte blanco del Adriático desnudo. Un sargento de Castellammare di Stabia me preguntaba siempre: “¿Y, que es una ciudad Rimini?”. Le contestaba con una mirada traviesa, recordando que aquí Paolo y Francesca fueron amantes y Dante los hizo entrar en el Infierno. Aquí durante el verano las chicas escandinavas bajo el solleone escriben todo el invierno que sufrirán en sus países de origen.

Las noches son largas y dejan o permiten pensar al sueño de la razón: “El universo es un equilibrio fragilísimo e imperfecto. No sabemos de dónde venimos, donde estamos y donde iremos, sin embargo, buscamos la perfección, sin reconocer la belleza de las imperfecciones. Hubo juegos sexuales cuando éramos aun niños: “Tu serás el medico que nos pones las inyecciones” era una cantilena para un estudio lacaniano. Cuanto jugábamos en la inocencia y con mucha ingenuidad. Y bajo el firmamento pensábamos en las pocas cosas ciertas que nos quedaban, y las íbamos nombrando, el eterno retorno nietzscheano, todo lo que sube baja, y que la tierra gira alrededor del sol y Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris. Retórica, se dirá. Una cosa es el sueño o la conciencia, otra cosa son las cosas que suceden. Por ejemplo, la vida. Terminar los dias viendo el lento transcurrir del tiempo, los dias, las estaciones”. Pensamos en Goya y leemos la poesía de Dante Alighieri, círculos constantes de nuestra humana historia, elementos indescifrables y círculos que se cierran. Fe, dogmas y mucha esperanza. Adentro de nuestros sueños, orgullos y pasiones.

diciembre 2024

Imagen: Ingres, Paolo y Francesca 

indultad a Belcebú


PABLO CEREZAL

 

There is nothing wrong with loving something

You can't hold in your hands

Nick Cave

Otoño ya es más que un presagio. Infantería de árboles despliega su ofensiva suicida de colores de ayer como aviso para caminantes. Para qué caminar, ¿entonces? ¿Hacia dónde te diriges si ya nadie te reclama ni te impone larga travesía hasta el puesto de trabajo? Otoño ya en la singladura de los párpados que quieren caer como telón de fondo de una comedia mal escrita. Munay ya está con su madre, vertido en piel que yo busco entre las sábanas, acariciando, de nuevo, años que se me escapan, 11 ya, pronto. Escarbo migajas por ver si me acordona la garganta su latido animal, ese calor suyo que tiñe de luz unas sábanas que hoy quedan mejor así: negro profundo, desafortunado bruno, oscuridad de sueños que no eyaculan más que despertares a destiempo.

Nick cave aúlla, escondido en los altavoces del salón, cantos tribales y yo busco y sólo encuentro sinrazón. Emilio Losada me canta desde muy lejos y siento el arpegio de su voz chulesca y malencarada tan cerca y tan rostro. Noche de enviar mensajes en botellas y no recibir botellas que descorchar, después de un día en que, tras caminares y deambulares sin rumbo, parca te advierte del futuro. Ahora ni dermis hembra ni ron, Claudio con un cuchillo entre los dientes (aúlla Emilio), ni piel de mi piel ni jauría ni manada más allá de la de mis dedos en fiebre de teclado que se desea borracho. El mueble bar lo desvalijaron los últimos invitados. Mal augurio que me suceda esto a mí que, desde hace años, sólo permitiría entrar en esto que ya llamo hogar a una decena de dedos descalzos que sepan que sabrán escribir mejor que los míos. Latrocinio que no recuerdo, el del mueble bar que acometieron mis amigos. Dejo predicar al australiano, cuando Losada ha decidido detener su mexicanidad, y tallo preces como gaviotas denticiones a la mar que las pretende masticar.

Decidimos crearnos otra realidad cuando sabemos que la realidad habita distintas latitudes. Violentar el intestino grueso del suburbano en el que nos deslizamos intentando no humedecernos en la pupila inflamada de la postverdad. Pantallas de y sin plasma. Atrocidad sin domesticar. Ahítos de vértigo y perdidos en la lenta paradoja de esta realidad que ni entendemos ni queremos. Decidimos, por eso, inventarnos otra que nos habite como nosotros habitamos los pasillos del Metro. 

Abro el páncreas a un Caravaggio hurtado, me abismo en el palpitar de la carne que supo acuchillar el lombardo y recuerdo la infancia sesgada de la educación católica con que, para bien o para mal, me trepanaron. Recuerdo la culpa palpitando entre los dedos del católico educando antes de utilizarlos para soltarnos un sopapo. Pequeños diablos, nos decían, a quienes contrariábamos su caminar con rodillas impolutas hacia un Gólgota dorado. Porque Cristo nació en nuestro subconsciente, por más trapos manchados de su pesar con que nos pretendan deslumbrar. Cristo nació de un falso milagro cuando lo milagroso, realmente, es eyacular malas semillas en el abismo de una mirada que logra que la realidad sea nada. Pero, ¿y Belcebú, ese demonio que anida, desde tiempos inmemoriales, en el ser humano? ¿De dónde nació si no de nosotros? Satán es anatema y sus pezuñas encabritan a las hembras cuando arremolinan entre los dedos su perfil barbado. Yo le contemplo y lo envidio cuando comprendo que sólo puedo asesinar con verbos y no quiero, que no hay más cuello a rebanar que el que sueña mi lengua cuando no se sabe expresar. Algo parecido, ese que llaman diablo mientras cientos de chiquillos reciben en los pulgares de sus neuronas latigazos de centímetros que no miden más que la capacidad de mermar lo que significa sentirse vivo. 

Emilio ha regresado a su silencio y yo entro en la cama, Cave de fondo hasta que acabe el CD, buscando tu piel, hijo. Buscando piel. Buscándome la piel. 

_____

De POSTALES DESDE EL HAFA, blog del autor, 06/12/2024

Tuesday, December 3, 2024

Los viajes y los panes


GEOVANNYS MANSO

 

Las maletas están listas. Me he bañado y me he puesto la ropa “para viajar”.

Reviso cada detalle: pasaporte, boleto, teléfono, cargadores, un libro de Leila Guerriero y otro de Borges, para leer en las sucesivas salas de espera. Nada como una sala de espera para abrir un libro y esperar, esperar, esperar…

“Huelo a avión”, como decimos en Cuba. Hay algo inminente, inevitable, flotando en el aire.

Almuerzo, bebo café, salgo al patio, fumo. El taxi está por llegar.

El día anterior salí a caminar. Me acerqué al río Almendares, que no es mi río, pero igual me recuerda el río Sagua la Chica, que sí es el mío.

Observé sus aguas apacibles y me despedí, levemente, de todos esos territorios.

Mi madre anda en la cocina. El taxi está por llegar. Me dice que me ha preparado dos panes con mortadela y queso, por si el hambre aparece. Los ha tostado. Los ha envuelto, con sus manos, que antes fueron las manos de una costurera.

Le digo que muy posiblemente no me los comeré. Siempre puede más la ansiedad que el hambre. Los escáneres, los controles, las cámaras, los posibles excesos de equipaje y la nula posibilidad de pagar un kilo o dos más. Todo eso me conduce al humo, a la nicotina, pero no a la tibieza de un pan.

Ella insiste: “No dejes de comerte los panes. Estás más flaco que Juan Primito”.

Le digo que sí, solo para calmarla.

El taxi llega. Nos despedimos, levemente, sin dar tiempo ni a media lágrima.

En el aeropuerto de La Habana todo fluye de un modo casi angelical y, sin darme cuenta, estoy “del otro lado”, aguardando la salida de mi vuelo.

También, sin darme cuenta, estoy sobrevolando el Golfo de México.

También, sin darme cuenta, el avión desciende y el capitán advierte que, en breve, estaremos arribando a Mérida.

Allí, en Mérida, todo es aún más angelical, más apacible. A la brevedad de unos segundos, ya estoy con mi equipaje de mano acercándome al área donde recogeré mi maleta. Es un largo pasillo iluminado, con señalizaciones diversas. Pequeños detalles que te advierten que “eso” no es Cuba.

Estoy eufórico, a pocos metros de abrazar a mi esposa, cuando un perro se acerca a mí y comienza a oler con cierto énfasis canino mi maleta de mano. La huele, ladra. Ladra, la huele. Y yo quedo, literalísimamente, petrificado.

El oficial, que está al otro extremo de la correa, me pregunta si llevo algún alimento en la maleta.

“¿Alimento? ¿Yo…? No, oficial…, solo algunos libros y mis proyectos literarios y algunas fotos y el cable de…”

Entonces recuerdo los panes de mi madre. Y le explico… El oficial coloca en mi maleta un listón amarillo que advierte: PENDIENTE DE REVISIÓN, o algo semejante.

El perro, que al parecer es fanático de la mortadela y el queso, ladra, huele y mueve la cola.

Tras recoger la otra maleta, termino frente a un grupo de oficiales que me esperan en una mesa. Gentilmente me piden que abra el equipaje de mano. Una vez más, les explico: mi madre, los panes, la mortadela, el queso, que estoy más flaco que Juan Primito y sus manos, que antes fueron las manos de una costurera…

Encuentran los panes. Confirman que contienen mortadela. No es el queso lo preocupante, sino la mortadela.

Confiscan los panes. Revisan, por si poseo algún otro alimento. Solo libros, enfatizo. Libros y más libros: poemas de Sigfredo Ariel, de Raúl Hernández Novás, el Diario de Campaña de José Martí, El siglo de las luces de Carpentier, La isla en peso de Virgilio Piñera y una postal, hecha a mano por mi hija, un Día de los Padres, donde advierte: ERES EL MEJOR PAPÁ DEL MUNDO.

Quisiera comerme los panes, allí, frente a los oficiales. Decirles que ella y sus manos —que ayer fueron las manos de una costurera— los hicieron para mí, con toda esa enorme ternura que se deposita en los hijos que se alejan.

Entonces advierto que no podré recuperarlos. Que los he perdido. Que tendré que esperar no sé qué tiempo, no sé cuántos días, no sé cuántas estaciones, para volver a tener, frente a mí, unos panes preparados por esas manos que antes se adentraban en la tela, el hilo, las agujas, los pedales, la máquina Singer, los dobladillos, los alfileres y el dedal.

Sospecho que viajar, también, es perder.

Sospecho que viajar, también, es abandonar lo último que las manos de tu madre han tocado.

¿A qué extraño crematorio habrán llevado los panes de mi madre?

En todo eso pensaba cuando se abrió una puerta y allí me esperaba un abrazo, una tibieza, un raudo sentimiento de piedad.

_____

De HYPERMEDIA MAGAZINE, 27/11/2024 

Monday, September 9, 2024

Un pensamiento y una fotografía de mi madre


JULIA ROIG

 

Ser capaz de dilatar un recuerdo hasta envolverse en él. Habitar el pensamiento de esa mujer sentada en la entrada de una casa que nunca he visitado. Saber de qué se llenaba el infinito en el que su mirada se perdía. Sí sé que sus manos siempre están calientes porque la mías siempre están frías. Sé que en una de las muchísimas mudanzas se extravió su libreta de autógrafos y que solo se salvó el de Shirley Bassey y un par más en hojas sueltas. Sé que la rúbrica del dolor viene en letra pequeña hecha con bisturí en la nuca del ayer y así aprendemos a deletrear el daño mentalmente. Pienso en ese exacto momento en el que una celebridad escribe su nombre en un papel para ti. Pienso en si queda el recuerdo de una mano zurda o un apretar determinado de la pluma. Imagino que ese nombre alberga una ilusión, una espera, una noche que empezó al despertar. Pienso en lo que significa escribir muchas veces el nombre de alguien. Una invocación. Un mantra. Un exorcismo. Un esculpir las palabras en el tronco de un árbol, la puerta de un baño, un muslo desnudo, un pupitre antiguo o la arena de una playa.

Le digo: habitaste un cuadro de Hopper sin saberlo.

Contesta: a veces ya no sé quién fui.

MDN

En la imagen Ella, Carole Descripción: ❤️

_____

De MIS DESASTRES NATURALES, blog de la autora


Oscuridades


JAVIER QUEVEDO ARCOS 
          

 

Hay oscuridades que exaltan y oscuridades repelentes. Basta, por ejemplo, con leer una página cualquiera de Heidegger o Derrida para saber que son unos cuentistas, gentes que envuelven en una nube gaseosa sus perogrulladas para camelar al incauto. Lo bueno con el lenguaje filosófico es que sólo requiere un poco de paciencia para desmontar los «fake». Si usted es lo bastante joven y ocioso para desperdiciar, como yo hice, un puñado de horas, meses o años en destripar «Ser y tiempo» o «De la gramatología», obtendrá una satisfacción muy parecida a la de un policía que desmonta una red de falsificadores. Pero si usted confía en algún buen policía del pensamiento, quizás sea mejor que pase de timadores y se dedique directamente a leer lo que merece la pena, por ejemplo, George Steiner, Giorgio Colli, Jorge Luis Borges, por sólo mencionar a los Jorges.

Con la literatura, donde importa tanto lo que sugiere como lo que denota, la cosa se complica. Es preciso leer de oído al principio, y quizás durante mucho tiempo, y quizás siempre, antes de decidir si un autor merece la pena. El argumento de autoridad (la recomendación de un crítico, escritor, profesor, amigo de respeto) puede valer sólo al principio, para localizar más rápido a alguien, pero si no pasa la prueba de fuego de una primera lectura, no servirá de nada. Yo, por ejemplo, descontando a Cortázar, Borges y alguno más, nunca pude con el boom latino, por mucho que me lo recomendaran. No me iba su ritmo, como no me va la salsa. En cambio, Joyce, Proust, Kafka, Rimbaud, Eliot, Pound… me conquistaron a primera escucha, deposité mi fe ciega en ellos en pleno bachillerato, mucho antes de saber lo que decían sus libros. Comprenderlos era secundario; uno se dejaba arrullar por su música, como un niño de cuna reacciona a las entonaciones de los padres, antes de entender el significado de lo que hablan.

¿Cómo renegar de la oscuridad, cómo no confiarse a ella? Todo es oscuridad al principio, cuando nuestra inteligencia adolescente sólo ilumina un mínimo tramo del camino por recorrer. Contamos con Verne, Hergé, Poe, Dickens, Stevenson y otros genios benéficos, pero, tarde o temprano, sabemos que tendremos que desprendernos de esos flotadores y empezar a nadar en mar abierto, donde no hacemos pie. Quien pide claridad a toda costa, pide en realidad «su claridad», exige que el mundo se reduzca a los estrechos límites que él domina, como esos antiguos que reducían la tierra a lo conocido por ellos, rellenando el resto del mapa con monstruos. Sin embargo, no por eso el resto del mundo inexplorado dejaba de existir, de bullir de vida fascinante. Nuestra claridad no cubre ni una mínima parte de lo que hay y, por mucho que nos empeñemos, la realidad seguirá proliferando fuera de ella.

Buena parte de la poesía contemporánea, desde Rimbaud, pertenece al reino de las sombras y, por mucha exégesis que se le aplique, jamás saldrá de ahí. Debemos aceptarlo o rechazarlo. Hace ya tiempo que el arte en general (también la música y la pintura) sufrió un cisma entre el creador y su público del que nunca se ha recuperado. El arte «pompier» regresa una y otra vez para contentar a las masas que no tragan a Picasso, Schönberg, Celan o Joyce. Tiene mal arreglo y, a estas alturas, me la suda. Yo disfruto «escuchando» poesía que no entiendo, como disfruto escuchando música cantada en un idioma que desconozco. Cuando a los quince, con mi francés autodidacta, leí «Elle est retrouvée. / Quoi? – L’Eternité. / C’est la mer allée / Avec le soleil», sentí el mismo pelotazo que al escuchar «A mera yinsou barrum kuinin Menfis», primera línea de un «Honky Tonk Women» que entonces no comprendía. Hoy sigo sin comprender buena parte de Wallace Stevens, Jaccottet o Bonnefoy y no me importa; me vale con su música.

Con la prosa, en cambio, incluso la que tiene más fama de ilegible, todo es cuestión de paciencia y sigue siendo válido el consejo que dio Faulkner a los que no le entendían después de leerlo dos o tres veces: que le leyeran cuatro veces. Casi siempre, es sólo nuestra pereza y desidia la que convierte en difíciles a algunos autores. Proust, por ejemplo, es transparente, no hay la menor vaguedad, indefinición o misterio en lo que escribe, todo es tan cristalino como en Descartes, por más que la longitud de sus frases sea como la transposición de esa inspiración interminable con la que soñamos todo asmático. En Céline, por el contrario, lo arrebatador es el jadeo entrecortado, como el del que se lanza a la carrera contra la trinchera enemiga. Dime cómo escribes y te diré cómo te gustaría respirar…

El propio Proust, que abominó toda su vida de lo brumoso, terminó aceptando una medida de oscuridad, no como misterio trinitario, inextricable, ante el que uno debe rendirse sin más, sino como desafío intelectual. En 1896, con veinticinco años, publicó «Contra la oscuridad», un artículo dirigido contra el simbolismo, la doxa de aquellos años. A Proust le molestaba no sólo la retórica (las «princesas», las «melancolías», los «pavos reales»), sino, sobre todo, la «doble oscuridad» de ese simbolismo terminal, tan alejado de la claridad de su amado Baudelaire: la oscuridad de ideas e imágenes, y la oscuridad gramatical. Proust carga contra la vaguedad, lo abstracto, lo alegórico de los simbolistas, más que contra lo incomprensible; admite el fondo oscuro de la vida, que no hay por qué replicar en la oscuridad del lenguaje literario, y pone el ejemplo de «Macbeth», como una obra que enfrenta el misterio sin competir con la metafísica, con la que la literatura nada tiene que ver. Además del «poder de estricta significación», el lenguaje poético goza de un «poder de evocación», una «suerte de música latente» de la que carece el lenguaje filosófico y «que el poeta puede hacer resonar en nosotros con una dulzura incomparable». Pero la verdadera bestia negra de Proust, más que lo oscuro, es lo vago y lo difuso, lo que carece de individualidad: «En las obras como en la vida, los hombres, por más generosos que sean, deben ser fuertemente individuales». «Que los poetas se inspiren más en la naturaleza», concluye, «donde, si el fondo de todo es uno y oscuro, la forma de todo es individual y clara».

Del «fondo oscuro y la forma clara» de su juventud, Proust pasará a admitir que también la forma puede ser desconcertante. En un prólogo de 1920 a un libro de Paul Morand, que luego retomará casi verbatim en «Le Côté de Guermantes» (el tomo tres del Tiempo perdido), escribe el francés: «… de tiempo en tiempo surge un nuevo escritor original […] Este nuevo escritor suele ser bastante fatigoso de leer y difícil de comprender, porque une las cosas mediante nuevas relaciones. Le seguimos hasta la primera mitad de la frase y ahí nos rendimos. Y sentimos que es sólo porque el nuevo escritor es más ágil que nosotros». En su versión de «La parte de Guermantes» será más explícito: «un nuevo escritor comenzó a publicar obras en que las relaciones entre las cosas resultaban tan diferentes de las que las enlazaban para mí, que no comprendía casi nada de lo que escribía […] Yo sentía, sin embargo, que no es que la frase estuviese mal construida, sino que yo no era lo bastante fuerte y ágil para seguirlo hasta el final […] Y no dejaba de sentir por ello hacia el nuevo escritor la misma admiración que un niño torpe, que siempre saca cero en gimnasia, hacia el compañero más deportista». Y concluye, desprendiéndose de su creencia de juventud: «Desde entonces admiré menos a Bergotte [el Anatole France, que fue su maestro], cuya limpidez me pareció insuficiencia». El Proust de madurez no se resigna, sin embargo, a la oscuridad, sino que la contempla como una especie de iniciación a una nueva claridad, como una especie de operación dolorosa a que nos somete un oculista para curarnos de nuestra falta de visión: «Cuando ha terminado, el especialista nos dice: “Ahora mire”. Y hete aquí que el mundo (que no ha sido creado una vez, sino con la misma frecuencia que surge un artista original) se nos aparece enteramente diferente del antiguo, pero perfectamente nítido […] Tal es el nuevo y efímero universo que acaba de ser creado. Durará hasta la próxima catástrofe geológica que desencadenará el nuevo pintor o escritor original».

El nuevo escritor original cumple la misma función en Proust que la mujer desconocida de paso: reaviva nuestro deseo estragado por un exceso de conocimiento, pero sólo hasta que el nuevo misterio haya sido desvelado. El Proust maduro, que siempre había amado la claridad, se aviene a una porción inevitable, aunque provisional, de oscuridad, de andar a ciegas hasta dar con el interruptor de la luz. Un universo de fogonazos hasta el apagón total. «En la noche dichosa / en secreto que nadie me veía / ni yo miraba cosa / sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía».

_____

Del muro de Facebook del autor, 27/08/2024