Angel Berlanga
Cuarenta años atrás, a
fines de enero de 1972, Osvaldo Soriano escribió para La Opinión Cultural un
artículo al que tituló “El error de hacer reír”: trataba del apogeo y la caída
en desgracia de Stan Laurel y Oliver Hardy, el Gordo y el Flaco, emblemas y
fantasmas de su infancia. Ese fue su segundo artículo en el suplemento que
dirigía Juan Gelman: el primero se llamó “Raymond Chandler: dignidad y dolor”.
Ahí laten, pues, materiales fundamentales con los que compondría su novela
inicial, Triste, solitario y final, que publicaría al año siguiente, con un
agregado clave: el mismo Soriano como personaje. De arranque, también pues,
queda a la vista el entrecruce de “periodismo” y “literatura”, de “realidad” y
“ficción”. “La literatura argentina es muy solemne, se toma muy en serio –solía
decir Soriano–. Le falta épica y sentido del humor.”
Se sabe que a él eso
le sobraba. En las novelas y, con el correr de los años, en el periodismo
también. A comienzos del ‘74, todavía en simultáneo con su tarea de redactor en
La Opinión, Soriano empezó a escribir en Mengano: su impronta, ahí, es sobre
todo humorística. En ese quincenario firmaba como “Max Ferra-rotti” unos
artículos que tenían como protagonista al propio Ferrarotti, un periodista
metiche y atorrante que andaba en altas y turbias esferas: es el antecedente
grotesco –todavía algo verde–- de la “Llamada Internacional” que publicaba en
los veranos en este diario, con ese corresponsal que escribía por encargo sobre
el menemismo para el “Créase o no”. En las entrelíneas de estos textos quedan
bien a la vista los mecanismos de relación entre prensa, política y poder, esas
ligazones tan iluminadas hoy. Esos artículos eran pura joda sobre asuntos que
en los medios se trataban en serio, retratos y caricaturas a la vez. Eso
aparece, también, en las notas al pie sobre Jacobo Timerman en Artistas, locos
y criminales, el libro en el que recopiló, ya en los ‘80, artículos que había
publicado en La Opinión una década atrás.
Es irreverente,
Soriano. En un reportaje dijo, una vez, que se veía un poco como el chico que
tira piedras, rompe un vidrio, sale corriendo y vuelve a mirar, a ver qué pasó,
qué pasa. Le interesaba lo popular y no le interesaba recontrasofisticar sus
temas para entrar al club de los profesores sabios. Solía exagerar: un modo de
armarse, también, como personaje. En este diario fue publicando sus historias
de infancia, de centrodelantero malogrado, de su padre: los detalles de
“veracidad” pasan a segundo plano (pienso en el padre de El gran pez, de
Burton, esa vocación por la fábula, pero a lo módico). “Hace rato que mi padre
no es mi padre”, dijo Soriano en torno del que protagoniza La hora sin sombra,
su última novela, junto al “novelista perdido” que es y no es él mismo. Entre otras
historias fabulosas, Soriano ha contado que durante su exilio en Bélgica se
ganó la vida contabilizando los patos de un lago: tenía que monitorear, día a
día, que estuvieran todos. Y que como enviado de la revista Panorama vio en
1970 la pelea entre Ringo Bonavena y Muhammad Ali en la casa de un nazi en
Córdoba, donde se había refugiado el general Onganía, recién eyectado por sus
compañeros de armas.
En una librería de
usados, a fines de los ‘80, di con Cuarteles de invierno: estaba escrita por el
tipo que firmaba en Página/12. Esa novela extraordinaria y lo que hacía ese
Soriano en este diario me impulsaron bastante a largar arquitectura y a
intentar periodismo. Muchos asuntos ligados a mi oficio tienen que ver con él:
desde la adopción del gato hasta el ingreso a escribir en este diario. En otro
boliche de usados conseguí la Biblioteca de Mayo, la fuente principal de la que
se valía Soriano para reenfocar y acercar la Historia argentina. Por aquel
cuestionado anticipo de La Maga supe que estaba grave, internado en la Suizo;
estuve en la sede de Utpba, donde lo velaron, y oí a Pasquini Durán,
conmocionado, en la Chacarita, al sol impiadoso del verano en Buenos Aires.
Antes de que terminara el ‘97 trabajé en el número de homenaje que le hizo la
misma Maga y al enero siguiente, cuando se cumplió un año de su muerte, ofrecí
a este diario algunos materiales raros de él que venía juntando. Años después,
Juan Forn me ofreció trabajar en la reedición completa de su obra, que desde
2003 viene haciendo Seix Barral, y luego armé su libro de relatos futboleros,
Arqueros, ilusionistas y goleadores. Y este año, finalmente, Seix Barral
publicará otro libro en el que fue un placer trabajar: reúne unos cuarenta
artículos inéditos en libro, escritos por Soriano a lo largo de 25 años en La
Opinión, Mengano, El Periodista, El Porteño, Humor, Crisis y Página/12.
Soriano publicó en
vida siete novelas y cuatro volúmenes de recopilación de sus artículos; el
último, Piratas, fantasmas y dinosaurios, apareció en noviembre del ‘96, un par
de meses antes de morir. El libro que está por aparecer se llama Cómicos,
tiranos y leyendas y tiene unas cuantas vertientes: textos sobre las dictaduras
y los gobiernos de Alfonsín y Menem en alguna encrucijada, despedidas a
artistas recién fallecidos (Olmedo, Mastroianni), algún cuento sobre su padre,
reseñas formales e informales de libros, entrevistas en estilo directo a
Cortázar, Onetti y Quino en los años ‘70, artículos sobre el acomodaticio Pelé
y el rebelde Alí, comentarios sobre el Gatica de Favio y la versión que hizo
Olivera de Una sombra ya pronto serás, algo de Chandler y de Hammett, del
racismo y de su temprana pasión por las computadoras. Papeles dispersos que
ahora reunidos, algunos raros y otros complementarios, en muchos casos puentes entre
ficción y realidad, ensancharán la circulación de su obra y (re)encontrarán a
sus lectores. “Para no-sotros, ser escritor o periodista era la misma expresión
de un solo ser, nunca hicimos distinción de categorías”, decía Tomás Eloy
Martínez quince años atrás, cuando Soriano murió. “Tanto él como yo –agregaba–
escribimos las notas de los diarios como si fueran piezas literarias, y
nuestros modos de ver la realidad eran también modos periodísticos de ver.
Ahora en todo el mundo las barreras de los géneros han caído. En general en
América latina todos los grandes escritores han sido alguna vez periodistas,
incluyendo a Borges, por supuesto.”
En “Educación
sentimental”, un artículo que publicó en este diario en 1993, Soriano se
preguntaba: “¿Cómo hablar de nosotros, si no sabemos quiénes somos?”. Decía,
ahí, que a su biografía se la iban a inventar los gatos. “Que vendrá cuando yo
esté, muy orondo, sentado en el redondel de la luna”, remataba. Quince años,
ya, de gatos en la luna.
Fuente: Radar
Foto: Osvaldo Soriano
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