Por Mario Vargas Llosa
La noche del 3 de
marzo pasado, cuatro "neonazis" chilenos, encabezados por un matón
apodado Pato Core, encontraron tumbado en las cercanías del Parque Borja, de
Santiago, a Daniel Zamudio, un joven y activista homosexual de 24 años, que
trabajaba como vendedor en una tienda de ropa.
Durante unas seis
horas, mientras bebían y bromeaban, se dedicaron a pegar puñetazos y patadas al
"maricón", a golpearlo con piedras y a marcarle esvásticas en el
pecho y la espalda con el gollete de una botella. Al amanecer, Daniel Zamudio
fue llevado a un hospital, donde estuvo agonizando durante 25 días, al cabo de
los cuales falleció por traumatismos múltiples debidos a la feroz golpiza.
Este crimen, hijo de
la homofobia, ha causado una viva impresión en la opinión pública no sólo
chilena, sino sudamericana, y se han multiplicado las condenas a la
discriminación y al odio a las minorías sexuales, tan profundamente arraigados
en toda América latina. El presidente de Chile, Sebastián Piñera, reclamó una
sanción ejemplar y pidió que se activara la dación de un proyecto de ley contra
la discriminación que, al parecer, desde hace unos siete años vegeta en el
Parlamento chileno, retenido en comisiones por el temor de ciertos legisladores
conservadores de que esta ley, si se aprueba, abra el camino al matrimonio
homosexual.
Ojalá la inmolación de
Daniel Zamudio sirva para sacar a la luz pública la trágica condición de los
gays, lesbianas y transexuales en los países latinoamericanos, en los que, sin
una sola excepción, son objeto de escarnio, represión, marginación, persecución
y campañas de descrédito que, por lo general, cuentan con el apoyo desembozado
y entusiasta del grueso de la opinión pública.
Lo más fácil y lo más
hipócrita en este asunto es atribuir la muerte de Daniel Zamudio sólo a cuatro
bellacos pobres diablos que se llaman neonazis sin probablemente saber siquiera
qué es ni qué fue el nazismo. Ellos no son más que la avanzadilla más cruda y
repelente de una "cultura" de antigua tradición que presenta al gay y
a la lesbiana como enfermos o depravados que deben ser tenidos a una distancia
preventiva de los seres normales porque corrompen al cuerpo social sano y lo
inducen a pecar y a desintegrarse moral y físicamente en prácticas perversas y
nefandas.
Esta idea del
homosexualismo se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las
familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación,
aparece en los discursos de políticos, en los programas de radio y televisión y
en las comedias teatrales donde el "marica" y la
"tortillera" son siempre personajes grotescos, anómalos, ridículos y
peligrosos, merecedores del desprecio y el rechazo de los seres decentes,
normales y corrientes. El gay es, siempre, "el otro", el que nos
niega, asusta y fascina al mismo tiempo, como la mirada de la cobra mortífera
al pajarillo inocente.
En semejante contexto,
lo sorprendente no es que se cometan abominaciones como el sacrificio de Daniel
Zamudio, sino que éstas sean tan poco frecuentes. Aunque, tal vez, sería más
justo decir tan poco conocidas, porque los crímenes derivados de la homofobia
que se hacen públicos son seguramente sólo una mínima parte de los que en
verdad se cometen. Y, en muchos casos, las propias familias de las víctimas
prefieren echar un velo de silencio sobre ellos, para evitar el deshonor y la
vergüenza.
Aquí tengo bajo mis
ojos, por ejemplo, un informe preparado por el Movimiento Homosexual de Lima,
que me ha hecho llegar su presidente, Giovanny Romero Infante. Según esta
investigación, entre los años 2006 y 2010 en el Perú fueron asesinadas 249
personas por su "orientación sexual e identidad de género", es decir,
una cada semana. Entre los estremecedores casos que el informe señala, destaca
el de Yefri Peña, a quien cinco "machos" le desfiguraron la cara y el
cuerpo con un pico de botella, los policías se negaron a auxiliarla por ser un
travesti y los médicos de un hospital a atenderla por considerarla "un
foco infeccioso" que podía transmitirse al entorno.
Estos casos extremos
son atroces, desde luego. Pero, seguramente, lo más terrible de ser lesbiana,
gay o transexual en países como Perú o Chile no son esos casos más bien
excepcionales, sino la vida cotidiana condenada a la inseguridad, al miedo, la
conciencia permanente de ser considerado (y llegar a sentirse) un réprobo, un
anormal, un monstruo; tener que vivir en la disimulación, con el temor
permanente de ser descubierto y estigmatizado por los padres, los parientes,
los amigos y todo un entorno social prejuiciado que se encarniza contra el gay
como si fuera un apestado. ¿Cuántos jóvenes atormentados por esta censura
social de que son víctimas los homosexuales han sido empujados al suicidio o a
padecer de traumas que arruinaron sus vidas? Sólo en el círculo de mis
conocidos yo tengo constancia de muchos casos de esta injusticia garrafal que,
a diferencia de otras, como la explotación económica o el atropello político,
no suele ser denunciada en la prensa ni aparecer en los programas sociales de
quienes se consideran reformadores y progresistas.
Porque, en lo que se
refiere a la homofobia, la izquierda y la derecha se confunden como una sola
entidad devastada por el prejuicio y la estupidez. No sólo la Iglesia Católica
y las sectas evangélicas repudian al homosexual y se oponen con terca
insistencia al matrimonio homosexual. Los dos movimientos subversivos que en
los años 80 iniciaron la rebelión armada para instalar el comunismo en el Perú,
Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru), ejecutaban
a los homosexuales de manera sistemática en los pueblos que tomaban para
liberar a esa sociedad de semejante lacra (ni más ni menos que lo que hizo la
Inquisición a lo largo de toda su siniestra historia).
Liberar a América
latina de esa tara inveterada que son el machismo y la homofobia -las dos caras
de una misma moneda- será largo, difícil y probablemente el camino hacia esa
liberación quedará regado de muchas otras víctimas semejantes al desdichado
Daniel Zamudio. El asunto no es político, sino religioso y cultural. Fuimos
educados desde tiempos inmemoriales en la peregrina idea de que hay una
ortodoxia sexual de la que sólo se apartan los pervertidos y los locos y
enfermos, y hemos venido transmitiendo ese disparate aberrante a nuestros
hijos, nietos y bisnietos, ayudados por los dogmas de la religión y los códigos
morales y costumbres entronizados. Tenemos miedo al sexo y nos cuesta aceptar
que en ese incierto dominio hay opciones diversas y variantes que deben ser
aceptadas como manifestaciones de la rica diversidad humana. Y que en este aspecto
de la condición de hombres y mujeres también la libertad debe reinar,
permitiendo que, en la vida sexual, cada cual elija su conducta y vocación sin
otra limitación que el respeto y la aquiescencia del prójimo.
Las minorías que
comienzan por aceptar que una lesbiana o un gay son tan normales como un
heterosexual, y que por lo tanto se les debe reconocer los mismos derechos que
a aquél -como contraer matrimonio y adoptar niños, por ejemplo- son todavía
reticentes a dar la batalla a favor de las minorías sexuales, porque saben que
ganar esa contienda será como mover montañas, luchar contra un peso muerto que
nace en ese primitivo rechazo del "otro", del que es diferente, por
el color de su piel, sus costumbres, su lengua y sus creencias y que es la fuente
nutricia de las guerras, los genocidios y los holocaustos que llenan de sangre
y cadáveres la historia de la humanidad.
Se ha avanzado mucho
en la lucha contra el racismo, sin duda, aunque sin extirparlo del todo. Hoy,
por lo menos, se sabe que no se debe discriminar al negro, al amarillo, al
judío, al cholo, al indio, y, en todo caso, que es de muy mal gusto proclamarse
racista.
No hay tal cosa aún
cuando se trata de gays, lesbianas y transexuales, a ellos se los puede
despreciar y maltratar impunemente. Ellos son la demostración más elocuente de
lo lejos que está todavía buena parte del mundo de la verdadera civilización.
De Gacemail. Fuente: La Nación
Imagen: Afiche contra la homofobia
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