Thursday, November 15, 2012

Leonardo Favio, parte de nosotros mismos


Ramón Rocha Monroy

Con Leonardo Favio se fue buena parte de nosotros mismos. Hace como cinco años, me sorprendió durante una entrevista que vi en la TV, Favio hablando siempre con esa sencillez y bonhomía que le eran características, y de pronto dijo que sólo quería hacer un homenaje a alguien que admiraba mucho, y era nada menos que Leo Dan. “Yo quería componer una canción sencilla, al estilo de Leo Dan, y me salió esto: Hoy corté una flor / y llovía, llovía, / esperando a mi amor / y llovía, llovía…” Entonces comprendí por qué Leo Dan, Palito Ortega y Leonardo Favio se colaron en nuestra memoria y por qué sus canciones no nos abandonarán jamás.
Leonardo Favio apareció con un gran éxito: Fuiste mía un verano, y sólo mucho después supimos que era un gran cineasta, un cineasta mítico (hay que ver Nazareno Cruz y el Lobo, un lunar extraño en la cinematografía argentina), en fin, un observador que no se contentó con la epidermis de una cultura venida de ultramar, que se irradió en el subcontinente, sino que exploró el alma íntima de su país, que quizá pervive allá donde la pampa se arruga y se vuelve sierra, en el norte inmenso que limita con Bolivia.
No vimos mucho de Favio, pero ¡cómo lo cantamos! ¡Cómo imitamos su voz nostalgiosa como mugido de bandoneón! Ahí está, por ejemplo, La mujer sin cabeza, está  Aniceto, que se estrenaron el 2008 y no las vimos.
Favio le hizo decir al diablo que Nazareno interceda por él, porque se siente solo, y Alfredo Alcón hizo el resto. Quizá el demonio es nada más el pozo de soledad que todos llevamos dentro. Y Dios será pues lo contrario: el anhelo de fraternidad que nos induce a amar a nuestros semejantes. Y a los otros. Un diablo solo y triste, como lo resumió la periodista Lucrecia Martel.
Favio era un gran lector del Antiguo Testamento, en especial del Libro de Job, de donde rescataba las puestas en escena. En efecto, ¡qué manera de escenificar problemas tan grandes como la infinita paciencia de Job, la determinación de Abraham de sacrificar a su hijo, la tozudez de Moisés, un personaje kafkiano porque nunca llegó a la Tierra Prometida.
Con los mismos ojos, Favio miraba la misa como una obra de teatro. “Mirá el gran actor que era Juan Pablo II”, decía, y uno piensa lo mismo de Pío XII o de Juan XXIII. Grandes actores: el primero hierático, el segundo, un hombre bueno, tan difícil de encontrar en este valle de lágrimas.
Lucrecia Martel le dijo en una entrevista que todo Nazareno Cruz parecía una sucesión de estampitas, y a Favio le encantó esa lectura. Pero a nosotros no nos llegó mucho el cine de Favio, y sin embargo somos capaces de cantar de memoria todos sus temas. “Quiero aprender de memoria / con mi boca tu cuerpo / muchacha de abril, / y recorrer tus entrañas / en busca del hijo / que no ha de venir…” Eso es todo: la nostalgia del tango, la pureza del corazón que se desgarra mientras canta.
En Leonardo Favio había mucho de nosotros porque era un provinciano que vivió con su bisabuela en Luján de Cuyo, un cuyano, como decir un punateño o un tarateño, que se sentía protegido por las estampitas de la abuela, “como bajo el ala de una gallina”.
Cómo no recordar, entonces, al Gato Maldonado, a Radio Cultura de los años 60; al Gatito, que dirigía un programa dominical en el cual lo vi a Leo Dan a dos metros de distancia, allá en la Plaza Corazonistas. ¡Cómo nos gustaba “Celia”! Y luego de la andanada de Sui Generis y la Nueva Trova, recordamos esas letras como un acto prohibido, un recuerdo ingenuo de la infancia. Y sin embargo, gente de la estatura de Leonardo Favio lo entendía a Leo Dan y lo admiraba. Ese es el mejor legado que nos dejó, resumido en una frase de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras".

De Los Tiempos (Cochabamba), 15/11/2012
Foto: Leonardo Favio

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