Friday, November 23, 2012

Padura a sorbos (Entrevista a Leonardo Padura)

por Susel Gutiérrez y Marianela González 

Cuando apenas restan unos días para que sea todo Padura en la Casa de las Américas, el escritor cubano nos recibe en la suya. Mantilla, La Habana, espacio y germen de mil fabulaciones: las del propio creador del Mario Conde y las que ha incrustado en los lectores del mundo desde su Pasado perfecto. Antes de hablarnos de todo y de todos, nos hace un café. Minuciosamente, lo vierte en tres tazas que se van llenando hasta el límite exacto donde una no supere la otra, aunque a veces, para ello, sea necesario devolver el líquido a una mayor y volver a empezar: justo como su obra, se nos ocurre. 

El ensayista, narrador, periodista, crítico y guionista de cine no ha descuidado una sola de sus facetas desde que en los años 70 descubriera el universo de las letras en la facultad universitaria de Zapata y G; aun cuando, a veces, ha debido transitar por ellas en un ejercicio de idas y vueltas, hasta la medida justa en que se desborden y conecten, sin dejar de ser. Por esos cruces anduvieron también nuestras inquietudes, y la gracia duró esa tarde más de lo que, a sorbos, una taza de café. 

En los años setenta, para un alumno de la Escuela de Letras en La Habana, la Casa de las Américas debió ser un lugar de muchos descubrimientos. ¿Cómo lo recuerda? 

―Antes de pisar la universidad, cualquier referencia literaria que pudo haber existido en mí sería con la biblioteca del Pre de la Víbora ―aún Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, donde estudió Retamar, por cierto― que conservaba una excelente biblioteca que después desaparecería. Durante mi adolescencia fue mi única relación con la cultura, porque lo que me interesaba era jugar pelota… 

Y las matemáticas… 

―Era bueno en matemáticas, en realidad, pero decidí que no quería estudiarla porque era una carrera muy difícil. Cuando terminé el preuniversitario, tenía buenas notas y podía estudiar lo que quisiera, así que pedí Cine, Teatro y Televisión: me pareció que sería la carrera más divertida se podría estudiar. Pero no existía, había sido una asignatura que Mario Rodríguez Alemán había impartido durante dos semestres en la Escuela de Letras y, no se sabe por qué, aparecía en la lista de las carreras universitarias. Entonces dije: pues voy a estudiar Historia del Arte, y cuando llegué a matricularme supe que la carrera no abriría ese año sus matrículas. Así terminé estudiando Literatura. Todo esto, porque yo lo que quería realmente era ser periodista, y ese año también estaba cerrada la carrera de Periodismo. Esas cosas ocurren con mucha frecuencia, y lo más terrible es que deciden el destino de las personas. En mi caso, no obstante, fue para bien, porque lo que pude hacer como periodista, tal vez fue porque era filólogo. 

«Mi especialidad fue Literatura Hispanoamericana. Por supuesto, tuve que hacer prácticamente dos carreras en una: la académica y la de las lecturas que me separaban del resto de mis compañeros: Alex Fleites, Abilio Estévez, Arturo Arango... La cantidad de lecturas que yo tenía era muy inferior, y leí muchísimo en esos años. 

«Uno de los sitios a los que iba a leer y a buscar información era, por supuesto, la biblioteca de la Casa de Américas. Cuando hice mi tesis sobre el Inca Garcilaso de la Vega, en la Casa también fui a buscar muchísimas referencias y desde entonces empecé a tener una relación con gente que trabajaba allí, especialmente con las muchachas de la biblioteca. Para quienes estudiaban en la beca de al lado, que era justamente la beca de los estudiantes de Letras, aquel sitio era como la sala de estudio. Siempre se ofrecieron de esa manera, nos dieron su espacio. De aquellos años, recuerdo que empecé muy rápido a tener relación con Chiqui Salsamendi, quien atendía Prensa, y con Silvia Gil, por supuesto. Y también, muy pronto, con el equipo de la revista. Porque empecé a colaborar. 

«Terminé la carrera en julio, y en octubre pude empezar a trabajar en El Caimán Barbudo como corrector, la única plaza que había. Ya había publicado varios textos de crítica allí, siendo estudiante». 

En aquellos años, publicar en El Caimán o en La Gaceta, por ejemplo, respondía a filiaciones y perfiles muy concretos... 

El Caimán logró convertirse en la revista cultural más importante de Cuba a partir del año 79 u 80, hasta el 89 o 90, cuando se convierte en una publicación muy esporádica, casi invisible. Fue coherente con el cambio estético, ideológico, espiritual, de la década del 70 a la del 80. La Gaceta no, siguió aferrada a lo más oficial, que tenía que ver con todo aquel ambiente esquemático y ortodoxo de los 70. Con mucho trabajo, quienes estábamos en El Caimán logramos que tuviera un carácter diferente. Recuerdo que cuando estaba en la universidad, El Caimán era tan, tan de los 70, que ponían en la escalera de la facultad los paquetes de revistas para que los estudiantes se los llevaran, y nadie los recogía; es decir, no se leía. 

«A partir del año 80 empezó a venderse, porque empezó a publicar cosas diferentes. Yo trabajé allí hasta el 83. Desde un año antes, el giro en la publicación estaba siendo demasiado evidente para muchas personas, empezando por el propio director de la revista, y comenzaron a aflorar contradicciones internas que terminaron con la liquidación de aquel equipo. Y de alguna manera hubo continuidad, pero aquel equipo se difuminó. 

«Así llegué a Juventud Rebelde. Quienes nos sustituyeron en El Caimán le dieron cierta continuidad, con Oliver como director, pero ya no sería el mismo impacto. Realmente hubo ahí un cambio de pensamiento, una posibilidad de empezar a pensar de manera diferente lo que se podía hacer y decir en la cultura. Los pintores fueron los primeros que lo hicieron muy evidente, con Volumen I, y los escritores empezamos a escribir, sobre todo los que ya en esa época tenían un poco más de años: Mejides, Senel Paz… Abel Prieto y Lichi Diego, aunque eran, de la generación nuestra, un poco más viejos. 

«En todos esos años yo tuve una relación estrecha con las publicaciones, siendo primero estudiante, y luego graduado. Con la Casa de las Américas, igual. Fui colaborador de la revista muchos años, y si ya no lo soy es porque me cuesta mucho trabajo tener tiempo para escribir para revistas ―escribo menos ensayo, casi no escribo crítica; y decidí hace muchos años que lo haría solo cuando un libro cubano me interesara mucho y quisiera escribir bien de él, porque hacer crítica y ser escritor es un conflicto. 

«Así, mi relación con la Casa ha sido siempre cercana. Fui jurado del Premio Literario en un momento muy importante para mí: acababa de publicar Pasado perfecto, y de ganar el Premio UNEAC con Vientos de Cuaresma, el primer reconocimiento verdaderamente importante que tengo en mi país. Luego he estado en muchos otros espacios y actividades de la Casa. Recuerdo muy bien, por supuesto, la Semana de Autor con Rubem Fonseca y algunos encuentros muy buenos sobre literatura policial. Recuerdo también el Encuentro de Jóvenes Escritores, en el 83. Fue muy importante porque creo realmente que se pudo equiparar lo que estaban haciendo el resto de los escritores latinoamericanos con lo que estábamos tratando de hacer nosotros aquí en Cuba después de los diez años del “quinquenio gris”, cuando se hizo evidente que había una ruptura en el desarrollo de la cultura cubana en general y especialmente, de la literatura». 

Del universo de lecturas de Padura, salen siempre a la luz los grandes novelistas norteamericanos y los latinoamericanos del boom, sobre todo, junto con los principales referentes de la literatura policial. De todo ese corpus, ¿qué fue quedando cuando el joven estudiante de Letras se fue haciendo escritor? 

―Yo tengo tres universos literarios que son dos, en realidad, y a la vez, en algún momento, se convierte en uno solo. No obstante, puedo ver esos tres universos literarios como las referencias fundamentales de lo que yo necesitaba y quería leer para poder escribir como quería. 

«Uno es la novela norteamericana del siglo XX, indudablemente. Creo que los novelistas norteamericanos son los que mejor saben contar una historia, y leyéndolos, a Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Salinger, Norman Mailer... todos me dieron un entendimiento de qué cosa significa la relación con el lector. El escritor norteamericano tiene mucha conciencia de la comunicación, y a la vez en ocasiones tiene poca conciencia del estilo. Por eso creo que la conciencia del estilo la tengo más gracias a los autores latinoamericanos. 

«Mis años de estudiante en la universidad, haciendo las dos carreras a la vez, coincidieron con el momento en que más leyó en Cuba a los autores del boom: Vargas Llosa, Cabrera Infante, Gabriel García Márquez… Después descubro a Fernando del Paso, que fue una conmoción, a Cortázar, Rulfo y Carpentier por supuesto. Y con este grupo de escritores latinoamericanos que estaban vivos y actuantes todavía, tuve una noción mucho más clara de cómo quería escribir, porque las estructuras y el uso del lenguaje tienes que aprenderlas de aquellos que escriben bien en tu lengua. En eso me ayudaron mucho los autores latinoamericanos de esta etapa. Del grupo de los más jóvenes había algunos que me interesaban mucho más, como es el caso de Soriano, que murió bastante joven; pero creo que era uno de los escritores más interesantes de la generación posboom. 

«El tercer grupo sería el de los escritores policiacos, como bien dicen ustedes; pero no sólo norteamericanos, si bien Hammet y Chandler fueron el descubrimiento de que se podía hacer una novela policiaca que tuviera ese concepto estético en que te das cuenta de que estás leyendo una novela policiaca pero también estás leyendo literatura. En los propios años 60, y ya lo descubro en los 70, empieza a haber un grupo de escritores que tienen una noción mucho más literaria de lo que puede ser la literatura policial, y mucho más libre. Es el caso de Rubem Fonseca, sobre todo. Ellos, por estar justamente en la periferia de los centros dominantes de la literatura policial, que fueron Francia y los países anglosajones, tienen la capacidad de escribir sobre la violencia, la mafia, o sobre las relaciones que establece una sociedad con patrones determinados, y son mucho más literarios. También en esa época empiezan a escribir los autores de lengua española que recrean la novela policial latinoamericana o crean el neopolicial iberoamericano. 

«De esos escritores, el primero que realmente tiene una importancia para lo que yo hice después fue Vázquez Montalbán. Primero empecé a leerlo mal, porque empecé por una novela que no se desarrolla en Barcelona, y me dije: bueno, este español escribe una novela policial que no tiene nada que decirme… Yo escribía crítica de literatura policial, todavía no novelas policiacas; pero me seguían recomendando a Montalbán y busqué otra de sus novelas, Tatuajes. Cuando la leí me di cuenta de que había que leer a Vázquez Montalbán, y a partir de ese momento se convierte en una referencia muy importante para mí. 

«De alguna manera, esos tres universos confluyen porque la novela norteamericana, la latinoamericana y la novela policial dentro de esos conjuntos específicos o genéricamente diferentes, tienen muchos vasos comunicantes. Si lees a Faulkner y después a Rulfo, te das cuenta de que un poco es el mismo universo; y si lees a Rulfo y después a García Márquez, te das cuenta de que sin Rulfo y Faulkner no hubiera podido existir García Márquez; y después lees a Fernando del Paso y te das cuenta de que también hay una comunicación, es decir, que todo ese universo está muy relacionado a partir de lo que patentaron los escritores norteamericanos de entreguerras. 

«Yo, por supuesto, leí literatura europea, sobre todo leí a los existencialistas franceses: me interesaron mucho Camus y Sartre, porque tenían una visión diferente; a pesar de que no era la literatura que más me gustaba, era la manera de expresar una sociedad que sí me interesaba mucho. También ellos han sido importantes referentes, pero no tanto como los otros tres universos». 

Por estos días, se recuerda mucho en el mundo lo que fue el fenómeno del boom. ¿Cómo lo ve, a la altura de estos años? 

―Recuerdo sobre todo la relación de descubrimiento y emoción que significó para mi generación la lectura de esos escritores, en el sentido de que los veo todavía como algo muy nítido en ese momento de los años 70. Encontrábamos en esa novela latinoamericana un gran espíritu de libertad en todos los sentidos, a la hora de hacer las estructuras. Cuando leí a Vargas Llosa, y Conversación en la catedral sigue siendo un libro de cabecera para mí, en lo absoluto, me di cuenta de que la construcción literaria en esa novela es realmente impresionante. Y vi en Cortázar que la imaginación era el único espacio en el cual tenía cabida un conflicto y lo podía expresar a través de la literatura; Gabo, a través del uso del lenguaje tan creativo y tan impactante, creó una retórica que un poco lo afectó a él mismo, pues fue la retórica en la que se montaron varios escritores, como Isabel Allende. Y fue lo que le pasó, por ejemplo, a Lichi en sus primeras novelas: sus primeros libros están tan cerca de Gabo que no son de Lichi, aunque después se reencontró a sí mismo. 

«No obstante, repito, lo que hoy viene a mi mente es aquella sensación de descubrir la posibilidad de escribir violando estructuras, convenciones. Eso es lo que más recuerdo de lo que significó para nosotros elboom». 

En ese sentido, han vuelto al debate polémicas sobre lo extraliterario en la configuración del escritor. Según su experiencia con el mercado internacional del libro, quizá la más sólida entre los autores cubanos contemporáneos, ¿hasta qué medida influye lo extraliterario en la manera en que es presentado o reconocido un autor, y hasta qué medida eso puede influir en la escritura misma? 

―El contexto en que se desarrolla un escritor es fundamental para entender a ese escritor, ver cómo se proyecta y cuáles pueden ser sus intereses. Vuelvo a lo que decía de los años 70 y Cuba —perdonen que siempre vuelva a caer en Cuba, no lo puedo evitar—: es tan evidente cómo una compulsión social, puede llegar a determinar los intereses de un escritor, que se vio, por ejemplo, en el propio caso de Carpentier, que se sintió compulsado a escribir la novela de la Revolución cubana. Hay un estudio importante en aquella época, en que un importante ensayista cubano casi que demostraba que La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño, era una novela mejor que El siglo de las luces porque tenía una comprensión marxista de la realidad. 

«Ese tipo de cosas tienen que afectar al escritor, y Carpentier se convirtió además en un funcionario, en el escritor cubano por excelencia, en la representación de la literatura cubana, junto con Guillén, y eso le cayó encima hasta que quiso de todas maneras escribir la novela de la Revolución. Sufrió con esa historia casi veinte años, porque empieza desde el 73 o 74 a decir que está escribiendo una novela que se llama El año cincuenta y nueve. Y era que él sentía que su responsabilidad era escribir esa novela. Es un caso de cómo lo extraliterario y el contexto puede incidir es un autor. 

«Yo creo, sin embargo, y sigo en el caso cubano, que en los años 90 se produjo un fenómeno que definitivamente permitió a la literatura cubana volver a tener un nivel de calidad y presencia internacional que había perdido en los años anteriores, excepto los escritores que ya estaban un poco establecidos. Y es que en los años 90, por primera vez el escritor tiene la posibilidad de contratarse o tratar de insertarse libremente en el mercado internacional del libro, lo que rompió una relación que había existido durante 25 o 30 años, y que había sido determinante en la manera en que el escritor pensaba su obra. 

«Recuerdo que en los años 80, cuando escribíamos, la meta era publicar ese libro. ¿Dónde?: en Letras Cubanas. Eso hacía que desde la concepción misma de la obra, uno estuviese escribiendo para un editor que necesariamente te iba a limitar, porque representaba una política cultural pero también la relación entre una industria cultural y un estado. Todo eso hacía que el artista estuviera creando a partir de esos presupuestos. En los años 90, eso empieza a quebrarse. En ese periodo, llevabas un libro a las editoriales cubanas y te decían: llévatelo, no hay papel, no sabemos cuándo te lo van a publicar. Eso nos dio una percepción distinta de cómo podíamos escribir lo que queríamos. Y tanto los autores que se quedan en Cuba como los que se van, empezamos a tener una mayor libertad que se que volviendo de inconsciente a consciente, en cuanto al mismo acto de la creación. Empezamos a buscar temas, a desarrollar asuntos, a crear personajes que ni siquiera se nos habían ocurrido. Porque si a mí me preguntan por qué no escribíPasado perfecto o las novelas de Conde en los 80, diría: bueno, primero, porque no era capaz de escribirla; segundo, porque no tuve tiempo de escribirla; tercero, porque no me las hubiera imaginado en aquel contexto». 

Cuando habla de que no tuvo tiempo, se refiere al periodismo… 

―Así es. En los seis años que estuve en Juventud Rebelde escribí dos cuentos, porque me dediqué por completo a periodismo, hasta que en el 89 me dije: bueno, ya no puedo seguir más en esta historia porque puedo llegar a ser el periodista más leído de Cuba, pero yo no quiero ser solamente periodista, yo quiero también escribir. 

Se piensa muchas veces en Padura como escritor de novelas policiales, pero también hay otras muchas facetas, como el escritor de ensayo, de crítica y de una ficción que ha desarrollado cierto gusto por los personajes históricos marcados por la tragicidad: Heredia, Hemingway, Trotsky. Eso recuerda un nombre que ha salido varias veces en nuestra conversación, Carpentier: pensemos en el Víctor Hugues de El siglo de las luces, en el Henri Christophe de El reino de este mundo, e incluso, en el Hernán Cortés y la Malinche de la obra preterida de Carpentier, Aprendiz de bruja. ¿Qué proceso le permite esa fusión de la literatura con la historiografía? 

―En el momento en que paso a Juventud Rebelde, lo tomé como un castigo: yo estaba en la mejor revista literaria de Cuba, El Caimán Barbudo, haciendo un trabajo que me gustaba y sabía hacer; y la entrada a aquel lugar significó ser el último de la cola, y un proceso de aprendizaje del periodismo. Descubrí entonces que, si tienes una cierta capacidad para escribir, hacer periodismo es muy fácil si encuentras los puntos fundamentales para organizar una información. Y lo más importante de esos puntos es la comunicación, noción que había adquirido además con la lectura de los escritores norteamericanos y latinoamericanos. 

«En esos seis años, hice un periodismo en el que la investigación histórica y la ficción distinguían la manera de entender y hacer el texto periodístico. Uno de mis reportajes, sobre un pueblo camagüeyano que ya no existe, es una larga entrevista con un muerto. ¿Cómo se aprende a entrevistar a un muerto?: leyendo a Rulfo. Yo tenía una historia de 120 años y alguien me la tenía que contar desde un solo punto de vista: tenía que ser un muerto. Y así fue; pero sobre la base de una investigación histórica. Es decir, durante todos aquellos años, las fuentes me permitieron hacer mis trabajos: las historias de la Virgen de la Caridad del Cobre, de Bacardí, de los francohaitianos en la Sierra Maestra, del barrio chino de La Habana, de Yarini. Todo ello, historias conocidas, pero que nadie sabía cómo habían ocurrido. Tuve que buscar de maneras muy aleatorias toda la información. 

«En las novelas del Conde, lo histórico está presente, pero no tiene un peso importante. Pero ya con La novela de mi vida entré definitivamente en ese terreno, con La neblina del ayer, con El hombre que amaba los perros y, por supuesto, con la novela que estoy escribiendo ahora: Herejes. En todos los casos, no son novelas históricas, como las novelas del Conde no son policíacas: la historia y lo policíaco tienen un sentido utilitario en estas obras, pues me sirven para ver y entender el presente. Si no hago esa mirada sobre el presente, no me interesan como punto de partida. Es un trabajo con la historia que debe ser, por tanto, muy íntimo, para que me permita comprender no solo el gran proceso, sino los mínimos procesos de una gran historia. Ahí está la necesidad de revisar mucho material bibliográfico. Necesito muchos puntos de referencia para llegar a esa relación de intimidad con la historia. No soy historiador, soy novelista». 

Para contestarnos una pregunta sobre literatura de ficción, comenzó por el periodismo. De alguna manera, sus obsesiones desde el periodismo son equivalentes a las que transpiran sus obras narrativas, e incluso, a las que tienen sus personajes: la ciudad, la propia literatura, la memoria, la nostalgia, el futuro, la responsabilidad cívica del escritor... 

―Es que empecé a escribir los primeros trabajos periodísticos ―fundamentalmente, crítica literaria― en el momento en que comencé a escribir mis primeros cuentos y mi primer ensayo. Hablo del año 78 o 79, en la universidad. Nunca pude, ni quise, distinguir entre uno y otro. Incluso, lo que he tratado de hacer en el cine tiene una relación muy estrecha con este universo, y pueden verse en todo las mismas obsesiones, como bien dicen. 

¿Cómo nacen, literaria y sociológicamente hablando, los personajes de Padura? 

―A veces tienen un nacimiento muy casual, a partir de determinadas necesidades de la estructura o del argumento; otras, de una necesidad muy conceptual, como fue el caso del Conde. Necesitaba un personaje muy raro y difícil de lograr; quería una novela policial cubana que no se pareciera a las novelas policiales cubanas y que, sin embargo, fuese una novela muy cubana y que tuviese, al menos, una intención literaria. Hablo del año 90. Sería una novela donde habría un crimen, y en aquel momento, era inverosímil un investigador privado en Cuba, por lo cual solo podía ser un policía. Y para que no parecerse a otros policías, debía ser el anti policía: toda esta relación con la nostalgia, el pesimismo, el alcohol, sus relaciones con las mujeres y los amigos, una mirada inteligente, desprejuiciada y critica de la realidad cubana... Algo tenía claro: no necesitaba conocer demasiado sobre técnicas de investigación criminal, porque no quería que funcionara el personaje según esos conocimientos; sino que fuese un sujeto que, por medio de su sensibilidad, su cercanía con las personas, lograra descubrir los casos. 

«En Pasado perfecto le añado, además, la responsabilidad de cargar con la perspectiva de toda la narración. Lo que el lector va a leer ha sido tamizado por la sensibilidad, los ojos, los oídos, el olfato y el pensamiento de Mario Conde. Creo que todavía en esa novela, el personaje se resiente de una cierta rigidez respecto a lo que comienza a partir de Vientos de Cuaresma, porque a sabía que quería hacer una serie y pude distinguir con claridad sus dimensiones, sus espacios de libertad para que sus rasgos fuesen más naturales. Ese es el caso de un personaje que me ha acompañado durante siete libros, contando el que estoy escribiendo ahora. He tenido que escribir en función de su propio tiempo humano, de su evolución psicológica y hasta física». 

El hecho de que sea una serie, además, pone a funcionar la imaginación de los lectores en torno a esa evolución del personaje. En Herejes, si tiene el Conde 56 años, debe ser más nostálgico, más resabioso... 

―Imagínense que el principio de la novela es que el Conde tiene que levantarse de la cama y no quiere, porque no le ve sentido. Con los personajes que parten de la Historia, claro, es muy diferente, no solo porque no conducen una serie, sino porque la Historia te dice en líneas generales cuál fue la vida del personaje. La vida no siempre tiene situaciones de carácter dramático, de modo que uno ha de darle una dimensión novelesca; pero en el caso de los personajes de mis libros, ha sido más fácil porque esas personas sí tuvieron vidas de novela. De hecho, mi punto de partida con La novela de mi vida fue la carta que Heredia envió a su tío Ignacio justo al terminar la primera versión de su “Oda al Niágara”, donde dice en uno de los versos: cuándo acabará la novela de mi vida, para que empiece su realidad. Ahí me dije: bueno, si el propio Heredia pensaba que su vida era una novela, hay que escribirla. Por otro lado, Hemingway se construyó la novela de su vida, de una forma mucho más meditada. Eso facilita el trabajo del novelista, pero a la vez lo dificulta: no siempre las tensiones dramáticas acompañan de la misma forman. 

«Con respecto a otros personajes, uno a veces los encuentra como necesidades de un argumento o porque se necesita un personaje capaz no solo de completar el desarrollo argumental, sino además de completar las ideas que uno quiere expresar. Pero ejemplo, en La neblina del ayer, tuve un problema con Conde: con sus cuarenta y tantos años, llevaba unos diez años fuera de la policía, e iba a enfrentarse a una realidad cubana que había cambiado tanto en esos años 90, que le iba a ser difícil al Conde comprender en toda su dimensión. Mi esposa, Lucía, me dije, cuando la estaba leyendo: hay algo que Conde trata de ver en la sociedad cubana, pero no lo ve, no lo entiende… Así me di cuenta de que hay toda una parte de esa sociedad que generacionalmente estaba escondida para Conde. Nació entonces el personaje de Yoyi “El Palomo”, 15 años más joven». 

¿Tiene Padura algún Yoyi «El Palomo» personal...? 

―Esa es la ventaja de vivir en Mantilla. Cruzo la calle y en casa de mi vecino, hay tres generaciones de mantilleros. Con ellos y otros muchos, estoy siempre al tanto de las expectativas de las personas. Ese proceso me viene de cerca, por el periodismo. Cuando voy a hacer este tipo de trabajo, como el libro que estoy escribiendo, sí he tenido que buscarme orientación para saber cómo piensan personajes que son bastante más jóvenes que Yoyi. La protagonista de Herejes, por ejemplo, es una emo de la calle G: entender cómo piensan esos jóvenes es bien complicado, incluso para ellos mismos... Ahí tuve que hacer un poco de investigación de terreno, conversar con ellos. 

La dinámica entre lo local-global puede ser mucho más perceptible en este nuevo libro que en otras obras anteriores... ¿Qué encontraremos en Herejes

―Son tres historias independientes, aunque unidas por un tenue hilo conductor. Conde aparece en la primera y en la tercera. En orden cronológico, aunque no en el orden en que aparecen en las novelas, tenemos a un judío sefardí en la época de Rembrandt, en Ámsterdam, 1642-1648. Este judío que quiere ser pintor, pero le está prohibido en aquella época por la Ley Mosaica. Su herejía consiste en decidir que será pintor, de todos modos. La historia termina en Polonia, cuando este hombre tiene que huir de Ámsterdam. Aunque el personaje es de ficción, la mayoría de los que lo rodean son personajes históricos. La segunda historia ocurre entre Cuba y Miami: un judío esquenazi que llega a Cuba con ocho años, en 1938, y espera que sus padres lleguen al año siguiente en el famoso barco San Luis que traería 900 judíos a Cuba. 

«A aquella embarcación no se le permitió desembarcar en la Isla ni en Estados Unidos, y tuvo que regresar Europa, de modo que más de la mitad de aquellos judíos murieron en el Holocausto. El personaje, entonces, cuando ve lo que significaba ser judío, decide que no quiere serlo más, y que será un cubano común y corriente. Su identidad, no obstante, viene a su encuentro cuando descubre que un cuadro de Rembrandt, que es el retrato de aquel judío sefardí de la primera historia y que fue propiedad de su familia, está en una casa de La Habana. Eso cambia por completo su vida, tiene que irse a Estados Unidos y es su hijo, al cabo del tiempo, el que debe regresar a Cuba a investigar qué sucedió con su padre: para eso le pide ayuda al Conde. 

«La tercera historia es la de una joven emo que se ha perdido. Su amiga, pariente de aquel judío polaco de la segunda historia, se entera de que el Conde se dedica a estas investigaciones y le pide, también, que la ayude a encontrar a la muchacha. Cada historia se cierra en sí misma». 

El hecho de ser un escritor cubano le confiere, fuera de la Isla, una condición política casi per se; sin embargo, en Cuba y para los cubanos, Leonardo Padura es un escritor, más que un «agitador de conciencias» desde el periodismo. ¿Cómo le hace sentir? 

―He tenido una insatisfacción muy grande: el periodismo que he hecho en los últimos 17 años se ha publicado fuera de Cuba, gracias a IPS, cuando se trata en realidad de un periodismo sobre Cuba. Aquí ha tenido que esperar a ser recogido en forma de libro. En la literatura, sin embargo, digo casi todo lo que pienso, y si digo casi es porque creo que nadie dice jamás todo lo que piensa. Y esa literatura, toda, sí se ha publicado en Cuba, aunque en algunos casos, con tiradas cortas unas veces, en otras bastante grandes. Así, en unos momentos me han reconocido más como periodista y otras, como ahora, más como escritor. 

«Todo eso me crea una insatisfacción periodística, pero una gran satisfacción literaria: para los lectores cubanos, el Conde ha dejado de ser un personaje para ser una persona. Las personas me preguntan si se casó… Ese policía inverosímil se les ha hecho verosímil y cercano, justamente porque su realidad, creo, les es muy cercano. Y con el último libro, El hombre que amaba los perros, me ha sucedido lo mismo: ha sido impresionante la cantidad de personas que se han acercado para agradecerme que lo haya escrito. Eso ha sido muy importante para mí, primero porque, aunque mi editorial en Barcelona, afortunadamente se preocupa mucho por la calidad literaria, había discutido mucho con mis editores en torno a esa obra. Ellos me decían: Leonardo, estás volviendo sobre una historia que casi todo el mundo conoce; pero yo siempre defendí que en esta novela no quería ignorar ni un instante el universo cognoscitivo del lector cubano. 

«Así logramos el equilibrio entre una visión más universal entre el desarrollo de la historia y el lector cubano. Creo que funcionó. Las personas aquí han tenido ansiedad por leerlo, y por fortuna, en Cuba, los libros tienen un destino más allá de la propiedad del objeto, y la obra ha logrado transitar entonces por muchas manos. Algunos, me han dicho, han encontrado en él explicaciones para cosas que ha vivido, sentido, sufrido sin una conciencia profunda de la dimensión histórica. Por eso, aunque la sensación de trabajo no cumplido del todo sigue dejándome insatisfecho, en relación con el periodismo, puedo sentirme pleno como escritor». 


De La Ventana, portal informativo de la Casa de las Américas, La Habana, CUBA, 23/11/2012

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