Leonardo Tarifeño
En marzo de 2003, el periodista Jon Lee Anderson llegó a Bagdad con la misión de contar la guerra de Irak para la revista The New Yorker . Los bombardeos a la capital caían junto con la noche, y cada mañana Anderson recorría los hospitales de la ciudad para ver las consecuencias humanas de lo que el ejército de su país producía ataque tras ataque. Mientras él recogía los dolorosos testimonios de los heridos, la mayoría de los corresponsales de Estados Unidos viajaban al amparo de las fuerzas invasoras e informaban justo aquello que la jefatura militar quería difundir. Captadas y transmitidas a distancia prudencial por la televisión, las bombas parecían fuegos artificiales de un festejo perverso y lejano. El brillo de esos reflejos ocultaba la agonía multiplicada que Anderson veía en sus recorridas matinales, y a su manera también marcaba la indeleble frontera entre periodismo y propaganda.
Aun en las peores condiciones imaginables, Anderson ponía en práctica la defensa de la independencia periodística y orientaba su trabajo hacia la comprensión de una tragedia que no podía entenderse sin darles voz a las víctimas. El resultado fue La caída de Bagdad (Anagrama), un extraordinario relato, audaz y polifónico, donde no es difícil advertir ecos de las coberturas de otras guerras que el mismo periodista realizó en El Salvador y Afganistán. En la misma línea, en los años 90 Jon Lee viajó por Liberia, Angola, Somalia y Libia para escribir algunas de las crónicas reunidas en La herencia colonial y otras maldiciones (editado en México por Sexto Piso), un notable retrato del continente que él conoció de primera mano durante su adolescencia. Por esas escalofriantes páginas desfilan Muammar Khadafi, el temible dictador liberiano Charles Taylor y otros personajes embriagados de poder. La herencia colonial exhibe con detalle el catálogo de abusos de cada uno de ellos, y ubica al periodista en una áspera zona de nadie donde la valentía temeraria convive con la aspiración de objetividad.
-Vivimos en un mundo en el que nadie se asombra de ver a un niño pedir comida en la calle. ¿Qué debe hacer el periodista para que las historias extraídas de la realidad traspasen ese umbral de tolerancia?
-Para conmover al lector debemos confiar en la mística que crea la escritura de cada autor, a través de ella el lector aceptará o no conmoverse con un personaje o una situación. En cuanto al asunto más técnico del periodismo, yo hace mucho tiempo descubrí el siguiente truco. A veces, durante una entrevista el entrevistado controla el escenario y te dice lo que le da la gana. En ese caso, si uno ve que él tiene fotos donde hace jet ski , o muchos niños, o un diploma de los Rosacruz, hay que avanzar por ahí. Las muestras de la vida íntima dicen mucho, y las respuestas están donde el personaje se convierte en persona.
-La cercanía permite entender mejor al otro. ¿Romper el molde de una conversación pautada también rompe el molde de lectura y sorprende al lector?
-Bueno, es una apuesta. Para mí, en ese esfuerzo siempre se logra algo. A lo mejor, la ruta a la verdad es paralela a aquella que uno creía la más adecuada. Quizá no vuelvas nunca al carril original, y sobre esa ruta paralela encuentres todo un horizonte nuevo. Y ahí está el tesoro escondido, digo yo. Ahí es donde encontramos historias muy reveladoras.
-En La herencia colonial , así como en muchos de sus libros y crónicas, hay víctimas y victimarios retratados con notable equilibrio. ¿Cuál es el mayor peligro narrativo que encuentra a la hora de describir a esas personas?
-En el caso de las víctimas, el retrato es muy difícil porque nos generan muchas reacciones de piedad, misericordia y pena. Lo peor, creo, es que inconscientemente sentimos que son inferiores a nosotros. Las menospreciamos. Y, tal vez para compensar esa horrible sensación, las llenamos de virtudes. Pero la verdad es que ser víctima no es ninguna virtud. Hay muchos periodistas que, a mi juicio, pecan al tratar de crear virtud en la víctima. Yo, en lo personal, rechazo eso.
-Sería convertir a la víctima en alguien exótico.
-Supongo que sí. Pero, además, es una estrategia narrativa que esconde una actitud de condescendencia. Por ejemplo, supongamos que debemos contar la historia de una mujer violada. Ella me da mucha pena, pero eso no la hace buena. ¿O qué ocurriría si esa mujer violada es una persona difícil, moralmente compleja y cuestionable? ¿Entonces ya deja de ser una víctima, sólo porque no puedo mostrarla como alguien virtuoso?
-Lo que dice evoca la que para Ryszard Kapuscinski es la primera obligación del periodista: comprender al otro. ¿De qué depende, en nuestra formación, la capacidad para entender a los demás y evitar el "pintoresquismo" a la hora de contar sus historias?
-Depende, creo, de vivir la vida, conocer la calle... Hay muchos chicos que salen de familias bien, estudian Ciencias de la Comunicación y terminan en el periodismo. Pero no han tenido mucha calle y jamás tuvieron la posibilidad de traspasar los límites impuestos por su clase social. Lograr eso es algo fundamental. No espero que un crítico de cine tenga calle, aunque no le vendría nada mal, pero en el caso del periodista es muy importante, porque sólo así aprende a sentirse en el pellejo de los otros.
-¿Ése es su caso?
-Sí, aunque no me gusta ponerme como ejemplo. Durante dos temporadas, en Kentucky, corté tabaco junto con gente muy pobre. Es un trabajo muy duro, dado que te pagan según la cantidad de palos de tabaco que cortas en un día. Para poder comer, tuve que aprender de gente iletrada que lo hacía mucho mejor que yo. En Honduras fui machetero, aprendí a utilizar cayuco para pescar en alta mar, a bajar cocos. Esas cosas son muy buenas para nosotros: ahí aprendemos humildad y modestia ante los demás. Porque, por cierto, en el periodismo dependemos de ellos. Y claro, tienen trabajos que a lo mejor despreciamos. O vienen de castas que conscientemente despreciamos o desconocemos porque, ¿para qué les vamos a hablar, si son iletrados? En mi vida yo he aprendido mucho de gente no letrada. Podría hablar horas y horas sólo sobre este punto, creo que es la clave de todo.
-¿Para entender a los demás hay que emocionarse con ellos?
-Creo que es importante dejarse llevar y animarse a sentir lo que sienten los demás. Es algo que aprendí en 1985, el día del gran terremoto que destruyó la ciudad de México. Llegué al DF a la noche, el sismo había ocurrido a la mañana. La ciudad todavía temblaba mientras yo caminaba por la avenida Reforma. En las noticias se recordaba que seis escuelas públicas de educación primaria habían colapsado porque los cimientos eran de materiales más baratos de los que debían haber sido utilizados para la construcción antisísmica. Detrás de ese derrumbe había robo, corrupción. Algunas de esas escuelas eran de seis pisos y cuando colapsaron aplastaron a decenas y hasta centenares de niños adentro. Nunca me voy a olvidar de que, acercándome a una de ellas, como a las dos o tres de la tarde del día siguiente, había un montón de bancos de las aulas de los niños afuera, en la plaza, y una mujer, vestida de luto, sentada frente a los escombros de una escuela. Yo era muy joven y sentí la necesidad de acercarme y preguntarle algo, era lo que me habían pedido que hiciera. Y me acerqué, sin querer hacerlo, pero sintiéndome obligado por el oficio, sin pensar mucho en lo que hacía. Ella se volteó y me dijo "buitre". Fue un latigazo, me dijo "buitre" y no sé cuántas cosas más. A partir de entonces tomé conciencia de que la prioridad era ser sensible a la situación. La escena de su dolor llenaba toda esa plaza, no era necesario nada más.
De ADN Cultura/La Nación (Argentina), 28/12/2012
Foto: Portada de La caída de Bagdad, de Jon Lee Anderson
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