Siempre he admirado al presidente Chávez y por eso sentí pavor cuando Juan Manuel Santos lo declaró su nuevo mejor amigo. No es por criticar, pero cualquiera sabe el peligro que encarna volverse amigo del presidente Santos. Miren al pobre Uribe, a quien acaban de reabrirle un juicio innecesariamente, porque cualquiera sabe que Uribe ya perdió el juicio. Y miren al buen Chávez, casi alma bendita, protoespíritu en trance sobre cuya muerte se especula todos los días en las redes sociales.
Hace apenas unos meses cantaba victoria sobre su cáncer de recto y se enfrentaba a los dos retos más grandes de su presente: propagar la gran revolución socialista por toda Latinoamérica y evitar la pañalitis. Pero todo es frágil, amigos, y esta vez ni siquiera pudo posesionarse; y hoy por hoy no es claro quién heredará, ya no digamos sus banderas, sino su sudadera, al menos, que será exhibida en el gran museo bolivariano cuando sea menester –dios quiera que no– honrar su gloria.
Hace apenas unos meses cantaba victoria sobre su cáncer de recto y se enfrentaba a los dos retos más grandes de su presente: propagar la gran revolución socialista por toda Latinoamérica y evitar la pañalitis. Pero todo es frágil, amigos, y esta vez ni siquiera pudo posesionarse; y hoy por hoy no es claro quién heredará, ya no digamos sus banderas, sino su sudadera, al menos, que será exhibida en el gran museo bolivariano cuando sea menester –dios quiera que no– honrar su gloria.
Aún me parece verlo, enérgico y sobrepuesto a su primera operación. “Este hombre está hecho con la materia de los inmortales”, me dije: “Como el ave Fénix, como Bolívar: como José Galat”. La única queja que emitió cuando se enteró de su enfermedad era conmovedora y humilde: “Dame tu corona, Cristo, dámela, que yo sangro”, imprecaba, ante un Juan Fernando Cristo estupefacto que no tuvo más remedio que ir al odontólogo, efectivamente, para cederle una corona al comandante.
Sin embargo, Chávez resurgió de sus cenizas y se lanzó a las elecciones con más vigor que nunca. “¡Grande, Chávez! –exclamé frente al televisor–: ¡se creció en la enfermedad!”. Y lo decía literalmente: estaba muy crecido, especialmente en el abdomen. La plaza en que inscribió su aspiración parecía a punto de reventar, al igual que su papada. En ese entonces persiguió, con razón, al canal Globovisión, cuyo nombre parecía una burla al tamaño de sus cachetes, y recibió con agrado la blusa de Pipona´s que Santos le envió como gesto de amistad entre los dos países.
Pese a todo, los analistas presagiaban que el comandante iba a verse afectado por la inflación del país. Pero –gloria a dios– sucedió lo contrario: fue el país el que se vio afectado por la inflación de Chávez, y el comandante resultó reelegido. No le hizo mella la escasez de productos que reinaba en Venezuela; ni siquiera el anuncio de que se había agotado el papel higiénico: recursiva, la gente se limpiaba con lo que podía, incluyendo a los líderes chavistas, que lo hacían con la Constitución: finalmente, la Constitución es un mero formalismo.
Resultó reelegido, sí, pero la vida es frágil. Y ahora corren rumores de que el comandante es un precadáver que esconden en La Habana. Algunos afirman que su salud es estacionaria; que incluso ha perdido la conciencia. Pero son malintencionados comentarios de la oposición: la verdadera noticia, en ese caso, sería que alguna vez la tuvo.
Como resultaría paradójico que la ausencia del comandante desate una lucha intestina –ahora que de luchas intestinas él mismo nada quiere saber–, aprovecho este espacio para lanzar una petición al pueblo venezolano: mi petición es que acepten lo que dijo el Tribunal Supremo de Justicia y hagan de cuenta que no sucede nada. Permitan que el comandante siga ejerciendo la Presidencia como está. La salud, si uno lo mira bien, es un mero formalismo. No es necesario que el presidente esté sano. Aún más: no es necesario que esté vivo, como en el caso de Fidel. Chávez puede gobernar su país ya no digamos en estado de sitio, sino incluso en estado de coma.
Seamos francos: ninguno de sus herederos le llega a los talones. Maduro está muy biche, si me celebran el juego de palabras. Y un país que pretenda ser serio no puede permitir que lo gobierne alguien llamado Diosdado Cabello: ¿a quién se le ocurre llamarse de semejante manera? ¡Parece el anuncio de un milagroso remedio capilar! ¿Por qué no lo llaman Regaine, directamente? ¿Quién será el nuevo embajador, el exmagistrado Valencia Copete, acaso? ¿No parece todo una tomadura de pelo? ¿Dónde estaba Cabello cuando el comandante se quedó calvo en la quimioterapia?
Me dirán que alguien que tiene un pie en el más allá no puede ejercer el poder. Pero Navarro Wolff también tiene un pie en el más allá y es de lo mejorcito de la izquierda. Y si es verdad que Chávez necesita estar conectado a un aparato para sobrevivir, qué mejor que ese sea al aparato estatal, que él mismo se encargó de remodelar a su justa medida.
Nadie puede negarlo. En estos momentos el comandante al fin se comporta como un estadista: luce sereno y calmo, como nunca. No da alocuciones eternas; no enriquece amigos; no entona joropos ni comenta sus problemas estomacales en la mitad de un discurso. No persigue medios de comunicación ni abraza guerrilleros; no expropia empresas ni amedrenta opositores. Estamos, amigos, ante el mejor Chávez. Permítanle continuar en ese estado. Me dirán que no está en sus cinco sentidos: nunca lo estuvo. Me dirán que es posible que haya muerto: no importa. De todos modos él siempre se creyó un mandatario del otro mundo. Y estar vivo, en el fondo, también es un mero formalismo.
De SEMANA, 12/01/2013
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