José María Herrera
Hasta hace poco se pensaba que los intervalos de ceguera que suelen padecer los exploradores polares a la vuelta de sus viajes eran consecuencia de la larga exposición a la nieve. El descubrimiento en 2006 de dos cajas de Mackinlay sepultadas en los hielos antárticos ha extendido cierta duda entre los oftalmólogos. La ciencia está preocupada, y eso que sabemos cómo arribaron allí las cajas. Su propietario, sir Ernest Shackleton, las abandonó el día que renunció a ser el primer hombre en pisar la coronilla del hemisferio sur. Le faltaban ciento ochenta kilómetros para la meta y algo nutritivo que echarse a la boca.
Aunque nuestro héroe llegaría a saber qué es un casquete polar, la historia de la exploración no lo recuerda ni por ello ni por su sonado adulterio con la actriz americana Rosa Lynd, sino por la épica expedición del año 1914. Entonces no se entendió bien el objetivo del nuevo viaje —la carrera la había ganado ya Amundsen- y algunos insinuaron que el aventurero obraba poco patrióticamente al cambiar las asfixiantes trincheras de la Guerra Mundial por los baldíos glaciares de la Antártida, pero hoy sabemos que lo que le movía era un fin superior: recuperar las cajas de Mackinlay abandonadas años atrás. ¿Tan valiosas eran? Vaya usted a saber. Lo cierto es que Shackleton debía tener algún interés especial cuando, a pesar de las enormes dificultades que se vio obligado a vencer para sobrevivir a la aventura (la pérdida del barco, mal llamado Endurance, destruido por los hielos, y el larguísimo periplo de regreso, en trineo y en bote), volvió a repetir el intento en 1921, poco antes de su muerte.
La semana pasada los noticiarios informaron de que dos arqueólogos estaban a punto de salir para la Antártida con la pretensión de recuperar las cajas de whisky del británico. La noticia me desasosegó. Estoy seguro de que en una gota de buen escocés perdura la esencia de la época que lo elaboró, pero hay que haber contraído un malísimo matrimonio para organizar semejante viaje sólo por confirmarlo. ¿Acaso la Antártida no es varias veces mayor que la península ibérica?, ¿y no es verdad que las cosas allí no se quedan quietas en un lugar, sino que se desplazan junto con ellos? Entonces, ¿cómo van a encontrar las botellas?
La Sociedad Neozelandesa para la Conservación del Patrimonio Histórico de la Antártida, patrocinadora de la expedición, considera una prioridad científica dar con el whisky de Shackleton. Desconozco los motivos por los que Nueva Zelanda dispone de una institución tan exótica como esa, pero con o sin su patrocinio me cuesta creer que haya gente capaz de arriesgar el pellejo por un Mackinlay de cien años, quizá ni siquiera por un barril de Old Mortality. En cambio allí, tratándose de asuntos antárticos, abundan los voluntarios. Y el dinero. Eso dicen al menos quienes conocen el precio del complejo instrumental que portan consigo los arqueólogos. Se trata, por lo visto, de evitar causar daños al género. Imaginen si nuestros muchachos aciertan a encontrarlo —esto resulta tan poco probable como tropezar en el desierto con un letrero anunciando un despacho de bebidas- y, debido a la precipitación o a la tiritera, lo destruyen de un martillazo. La ilustre institución promete, además, restaurar las cajas y su contenido (¿restaurar?, ¿qué quiere decir en este contexto la palabra “restaurar”?) y devolverlas acto seguido al sitio donde aparecieron, de acuerdo con los tratados internacionales de conservación de la Antártida. Yo no voy a poner en tela de juicio las intenciones de una organización tan seria, pero: ¿en verdad alguien puede creer que dos tipos recorrerán miles de kilómetros en busca de un whisky centenario sin darle un solo trago porque es un bien histórico?, ¿no habrá en todo esto, si me permiten la descabellada sospecha, algún secreto difícil de ocultar?
El Polo es el lugar más inhóspito de la Tierra. Gélido como el cristal e impávido como una máscara mortuoria, comparte con el desierto (e internet), el insólito privilegio de impedir materialmente la propiedad, sustancia de la vida social humana. La presencia de un objeto con nombre y apellidos, un vestigio incrustado en las masas heladas, capaz de convertirse en pretexto reivindicativo, suscita inquietud. Los amantes de la Antártida preferirían que ésta continuara siendo lo que siempre fue: un territorio sin historia y, por tanto, sin patrias ni fronteras; un lugar en el que nadie se sienta en casa, pero en el que tampoco nadie sea extranjero, como después de la alianza de las civilizaciones. Este tal vez sea el motivo por el que los abogados de la civilización planetaria la han adoptado como símbolo y también la razón por la que urge encontrar las botellas de Shackleton: hay que impedir que algún desaprensivo las destape y haga salir sin querer el espíritu posesivo, terrateniente de su época.
De El Imparcial (España), 05/12/2009
Foto: El Endurance atrapado en el hielo/Fotografía de Frank Hurley
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