SE OYE UN timbrazo largo, inacabable, y Reina, la cuñada de María Félix, dice: Ahí está. En la residencia de Polanco, donde una gran fachada de piedra gris limita y defiende la vida privada de la Doña, Reina es algo así como su gerente, su administradora, su ama de llaves y consejera y secretaria ejecutiva: todo al mismo tiempo. Reina es quien contesta el teléfono para informar a qué horas se podrá hablar con la Doña, quien vigila el trabajo de los operarios que han ido a colocar un toldo en el patio, quien vuelve a contestar el teléfono ("En esta casa llaman a todas horas –sonríe–, parece comisaría"), quien finalmente me dice: espere un momento ya no tarda en llegar. Ahí está. El prolongado timbrazo –tercera llamada en el foro de un teatro, voz de "cámara-acción" en un estudio de cine– anuncia la definitiva aparición. Son las cinco y media de la tarde, la hora exacta que fijó para la cita la señora Félix. Hasta entonces todo ha sido silencio. Pronunciadas en voz baja, las palabras amortiguan su sonido sobre la alfombra que se derrama sin interrupciones por la estancia. Cuadros de María en ésta y en aquella otra pared. María pintada por Leonora Carrington en un tríptico milagroso. María amazona y María con una serpiente enrollada al brazo izquierdo por Leonor Fini. María con un corazón de llamas ardiendo según Sofía Bassi. Una madre mexicana enrebozada (Diego Rivera 1948) amamanta a su hijo en la pared principal de la sala ¿también María?... y un poco más allá, en el comedor provenzal, los pinceles de 1964 de Lepri transformaron a María en ave, en mariposa, en pistilo vegetal que se asoma a un jardín alucinante. Ahí está la Doña, vuelve a decir Reina cuando ya se escuchan los pasos, la voz, el levísimo chirrido de una puerta. Y aquí está efectivamente la Doña; al fin.
Sin moverse un milímetro
Toda acción, María entra bajando de uno de los cuadros de Leonor Fini, o mejor: como saliendo del que Chávez Marión acaba de pintarle; sólo que hoy, en lugar del suéter y los pantalones blancos con que la vistió el artista para significar mejor ese desplante un poco reto, un mucho triunfo, María lleva pantalones azul oscuro, un suéter rojo de cuello de tortuga y botas encarnadas. La imprescindible diadema contiene la hermosa mata de pelo que Chávez Marión puso a flotar al viento, alígera. Es mi traje "del diario", dice después. Así se siente más cómoda; así anda de aquí para allá, sabiéndose bella y diciéndolo con orgullo de mujer que ha colocado en la cúspide de la fama su fama de mujer hermosa. Lo es, siempre. Indiscutiblemente.
María levanta la ceja izquierda y avanza firme por el salón de esta casa que ha decorado para ella el marqués de Beyrac, de Clardecor. Su voz, la voz de sus películas y de sus presentaciones en público resuena durante el intercambio inicial de saludos. Sólo le falta un fuete, látigo quizá, supongo, para convertirse en una doña Bárbara citadina.
¿Un coñac?; ¿un café?
María retarda la charla cuando desaparece por segundos para ir a decir algo a Reina. Regresa pronto, siempre ligera y erguida, con el mismo cuerpo joven con que hace veintitrés años saltó al primer plano del estrellato nacional. Allí se ha mantenido desde entonces, sin moverse un milímetro, dirá después, durante la plática; ¡y vaya que eso cuesta! Porque más que alcanzar el éxito, lo difícil para una actriz es sostenerse en él sin permitir que se suba y nuble la cabeza; qué importante, pero qué importante conservar lúcidos los cinco sentidos, firme la voluntad, entero el ánimo. Talento. Inteligencia. Interés por la vida.
Pero de qué manera, señora. Cómo. Cuál es el secreto; las reglas prácticas. María no responde aún. Apenas está llegando y ya llegando haciendo suya de inmediata la atención del intruso que se ha quedado sin ojos para la decoración, para los muebles, para los cuadros de María. Sólo María en persona se halla enfrente.
Y María repetirá después:
Mantenerse en la primera fila sin que nadie venga a moverme. Entera. Bien plantada y bien vestida. Eso sí, cuando vaya una fiesta, al teatro, a una recepción, me gusta ser la mejor. Desde muy tempranito, porque yo me levanto muy tempranito: a las siete y media ya estoy pintándome y arreglándome y cepillando y cepillándome el pelo, nada de sprays; si tengo que ponerme chinos que ni modo, a veces hay que usarlos, no salgo de mi boudoir, nadie me ve, ni siquiera me asomo por aquí, se me hace una falta de respeto y de delicadeza y de todo; mucho menos afuera, ¿una mujer con chinos en la calle?, ¡qué horror! ¿María Félix, con chinos?, ¡jamás! A veces, claro, cuando estoy haciendo una película, tengo que salir muy de mañana sin peinarme por exigencias de la propia filmación, pero entonces me envuelvo muy bien muy bien con una mascada hasta acá y me subo al coche. Yo no sé cómo hay señoras... Pero eso no vaya a escribirlo, por favor, no quiero ofender a nadie. Eso pienso, nada más. Y como le digo: me gusta peinarme yo misma. Alexandre de París me dio unas clases. Y ahí estoy desde muy temprano cepillándome el pelo para llegar a esa fiesta o a esa función de teatro muy derecha y muy plantosa como me enseñó mi madre desde que yo era muy chica.
Eso se trae desde la cuna. Se nace.
No, no, qué se va a nacer así. No me diga eso. Cuando uno nace no trae nada. Se nace en cueros, ¿o no? Las costumbres y los hábitos Y todo se adquiere después a pura fuerza de voluntad, de régimen, de privaciones. Se aprende. Uy, es que usted no sabe cómo era mi madre. Frenos en los dientes desde niñas y tablillas en la espalda para que camináramos derechitas: cambréate, niña, cambréate, me decía mi madre que me enseñó a andar siempre erguida y con gracia. Les pedía a las monjas de la escuela que vigilaran si habíamos llegado o no con los famosos tirantes en la espalda. ¡Yo le debo tanto!
Ahora está muy viejita, pero ahí sigue, sigue, sigue. La tengo aquí como una joya. Vive conmigo; muy bien cuidada, no faltaba más. Y ahí está, todavía la tenemos con nosotros Dios quiera que por muchos años. ¿Pero qué le estaba diciendo? Ah, que cuando aparezco en público, sí, me gusta que la gente diga: aquí está ya María: ahora sí llegó la mejor. Lo mismo en México que fuera de México. Mire: los reportajes que me hacen en el extranjero escriben: La mexicana María Félix. La mexicana, fíjese usted. Ya no soy yo únicamente, es la mujer mexicana lo que represento para ellos. Y cómo va a quedar mal la mujer mexicana, eso sí que no, cómo voy a quedar mal yo misma con mi público. No señor. Llego a París y me paso horas y horas con Marc Bohan, el de Dior, viendo qué vestido me tiene especialmente para mí y qué zapatos. Uh, me enamoro de la ropa en una forma que usted no se imagina. Es uno de mis vicios; me gustan los buenos trapos y sé cómo llevados, qué caray, muy levantada siempre la cabeza y muy segura de mí, porque ¡aquí está María Félix!, a ver qué pero le ponen, sin un detallito fuera de sitio, sin un pelito de nada: ¡a todo dar!
En el gesto de la Doña, en ese levantar un poco la cabeza enhiestando la barbilla, se repite el desplante que es desafío y postura ante la vida del cuadro de Chávez Marión. María quiere mostrarlo antes de iniciar la plática, cuando todavía es la señora Félix, intimidante y lejana. Pronto se convertirá en la Doña, y luego, al fin, en María simpática, en María cordial, charlista extraordinaria capaz de hablar horas y horas de María Félix porque prefiero hablar muy bien de mí misma, en lugar de hablar mal de la gente.
Venga, mire. Está en la biblioteca. Todavía ni lo cuelgo porque me lo acaban de traer. Venga.
¡Un partidazo!
Libros y cuadros en la biblioteca. Una mesa circular con la carpeta verde y el block para anotar gin. Libros de historia, de teatro, de filosofía, obras completas: todas en lujosa encuadernación; uno que otro en rústica. Cervantes y Freud, Sor Juana, La Fontaine, Alvarez Quintero, Balzac, Premios Nóbel, la enciclopedia Espasa Calpe. Editorial Janés, Aguilar... Un cuadro más de Leonora Carrington. Un apunte 1930 de Salvador Dalí. Vampiros de Lepri y el célebre autorretrato de Diego Rivera con una dedicatoria para María Reina de los Ángeles Félix a quien millones de gente admiramos y amamos, pero a quien nadie querrá tanto como yo. 1949.
En el lugar de honor, arriba de la chimenea y en espera del clavo: el óleo de Chávez Marión. La Doña no economiza elogios para el retrato. Siento que ésa soy yo, ¿verdad que sí?
Luego se encaminará a la sala y sobre el mullido sofá de tapiz rojo hablará de su residencia y de Alex Berger, su marido. Catipoato. Allá tenía 4,500 metros cuadrados entre jardines y árboles y mil habitaciones. Aquí sólo tiene 500 y un patio-jardín que gracias a un muro de espejos sabiamente colocado al fondo, como límite, disimula su brevedad. Pero la casa es agradable. Magnífica, diré yo.
María ha terminado acostumbrándose a ella, y además, como le dijo a Guillermo Ochoa para Novedades, no iba a cambiar una casa por un marido. Alex Berger la ha hecho feliz, indudablemente. Se adivina en todo: en la forma en que María se expresa de su vida matrimonial, en las pequeñas numerosas fotografías que de su esposo y de Quique ha distribuido por todas las habitaciones. Alex me tiene mucha paciencia. Yo soy una mujer difícil; tengo mi carácter, mi genio. Ah sí, qué difíciles somos las mujeres y qué difícil debe ser para el hombre aguantar nuestros caprichos y nuestros malos ratos. Pero yo también le tengo paciencia a él, no se crea que no. Por ejemplo, me molesta el olor del puro, y lo más fácil sería poner mala cara; pero yo me digo: María, es mejor que lo fume aquí en su casa a que vaya a fumarlo a otra parte. Claro. ¿No tengo razón? Muchas mujeres no lo entienden y pobrecitas. Hay que saber ceder. Por eso mi hijo y yo dejamos Catipoato a pesar de todo lo que nos gustaba. Siempre he pensado que quien da el pan da la ley. Aunque cuando me casé con Alex se atrevieron a decir, sí, sí, lo dijeron, figúrese nada más, dijeron que yo me había casado por su dinero, por interés. Me dio mucha rabia y furiosa me encerré en mi cuarto para hablar conmigo misma como me recomendó un amigo hindú al que yo quería mucho. El ya murió, pero conservo sus cartas y no olvido sus consejos valiosísimos. Cuando te sientas mal, me decía mi amigo hindú, enciérrate en tu cuarto y habla contigo misma en voz alta. Y así lo hago, frente al espejo. Aquella vez, furiosa, me preguntaba: a ver, María, ¿es cierto que te casaste por interés? Nadie podía oírme, me lo preguntaba con toda sinceridad porque luego puede haber sentimientos escondidos dentro de uno y me veía en el espejo pensando en todo lo que soy y cómo soy. Pero vaya, si no estoy fea, soy guapa, muy guapa, tengo cartel, fama; no estoy bizca, ni tuerta, tengo mi sitio, gano buen dinero, cómo voy a haberme casado por interés. Soy un gran partido para cualquiera. Claro que sí. ¡Pero si pensándolo bien soy un partidazo!, ¿a poco no?, ¿no le parece que soy un partidazo? ¡Están locos! ¡Qué me voy a haber casado por interés ni qué nada!
Así hablará la Doña durante la charla que está por iniciarse. Catarata de palabras, incontenibles, matizadas unas veces por el ademán de sus manos siempre inquietas, expresivas; otras por las cejas arriba y abajo; por la mirada que desciende y se recoge, como retrocediendo, para dar oídos al interlocutor. Los dedos índice y pulgar de María se unen de pronto y trazan un fugaz pincelazo en el aire. Sus uñas se vuelven contra ella para señalarla en un ademán que las dos manos dibujan en forma simultánea, mientras sus piernas buscan continuamente una nueva posición. Ahora están aquí, rumbo a la mesa de centro, extendidas. Ahora cruzadas: la derecha sobre la izquierda, la izquierda sobre la derecha. Ahora se separan y se doblan a la manera de un buda. Ahora está de pie.
Impresionante flexibilidad la de esta Doña ágil y elástica capaz de doblar sus dedos hacia atrás hasta hacer que las uñas toquen el dorso del antebrazo. Mujer que es toda nervio, corriente eléctrica, chispa, llama, incendio. No, gracias, no fumo. Muchos periodistas han quedado boquiabiertos con sus respuestas. Queriendo presumir de audaces, groseros muchas veces, han asaltado a María con preguntas que no pueden reproducirse en letras de molde. Pero el ingenio de la actriz los ha derrotado. Con un par de palabras, una frase, una rápida contestación, los ha detenido en seco. En México, en Buenos Aires, en Caracas...
Eso se trae desde la cuna. Se nace.
No, no, qué se va a nacer así. No me diga eso. Cuando uno nace no trae nada. Se nace en cueros, ¿o no? Las costumbres y los hábitos Y todo se adquiere después a pura fuerza de voluntad, de régimen, de privaciones. Se aprende. Uy, es que usted no sabe cómo era mi madre. Frenos en los dientes desde niñas y tablillas en la espalda para que camináramos derechitas: cambréate, niña, cambréate, me decía mi madre que me enseñó a andar siempre erguida y con gracia. Les pedía a las monjas de la escuela que vigilaran si habíamos llegado o no con los famosos tirantes en la espalda. ¡Yo le debo tanto!
Ahora está muy viejita, pero ahí sigue, sigue, sigue. La tengo aquí como una joya. Vive conmigo; muy bien cuidada, no faltaba más. Y ahí está, todavía la tenemos con nosotros Dios quiera que por muchos años. ¿Pero qué le estaba diciendo? Ah, que cuando aparezco en público, sí, me gusta que la gente diga: aquí está ya María: ahora sí llegó la mejor. Lo mismo en México que fuera de México. Mire: los reportajes que me hacen en el extranjero escriben: La mexicana María Félix. La mexicana, fíjese usted. Ya no soy yo únicamente, es la mujer mexicana lo que represento para ellos. Y cómo va a quedar mal la mujer mexicana, eso sí que no, cómo voy a quedar mal yo misma con mi público. No señor. Llego a París y me paso horas y horas con Marc Bohan, el de Dior, viendo qué vestido me tiene especialmente para mí y qué zapatos. Uh, me enamoro de la ropa en una forma que usted no se imagina. Es uno de mis vicios; me gustan los buenos trapos y sé cómo llevados, qué caray, muy levantada siempre la cabeza y muy segura de mí, porque ¡aquí está María Félix!, a ver qué pero le ponen, sin un detallito fuera de sitio, sin un pelito de nada: ¡a todo dar!
En el gesto de la Doña, en ese levantar un poco la cabeza enhiestando la barbilla, se repite el desplante que es desafío y postura ante la vida del cuadro de Chávez Marión. María quiere mostrarlo antes de iniciar la plática, cuando todavía es la señora Félix, intimidante y lejana. Pronto se convertirá en la Doña, y luego, al fin, en María simpática, en María cordial, charlista extraordinaria capaz de hablar horas y horas de María Félix porque prefiero hablar muy bien de mí misma, en lugar de hablar mal de la gente.
Venga, mire. Está en la biblioteca. Todavía ni lo cuelgo porque me lo acaban de traer. Venga.
¡Un partidazo!
Libros y cuadros en la biblioteca. Una mesa circular con la carpeta verde y el block para anotar gin. Libros de historia, de teatro, de filosofía, obras completas: todas en lujosa encuadernación; uno que otro en rústica. Cervantes y Freud, Sor Juana, La Fontaine, Alvarez Quintero, Balzac, Premios Nóbel, la enciclopedia Espasa Calpe. Editorial Janés, Aguilar... Un cuadro más de Leonora Carrington. Un apunte 1930 de Salvador Dalí. Vampiros de Lepri y el célebre autorretrato de Diego Rivera con una dedicatoria para María Reina de los Ángeles Félix a quien millones de gente admiramos y amamos, pero a quien nadie querrá tanto como yo. 1949.
En el lugar de honor, arriba de la chimenea y en espera del clavo: el óleo de Chávez Marión. La Doña no economiza elogios para el retrato. Siento que ésa soy yo, ¿verdad que sí?
Luego se encaminará a la sala y sobre el mullido sofá de tapiz rojo hablará de su residencia y de Alex Berger, su marido. Catipoato. Allá tenía 4,500 metros cuadrados entre jardines y árboles y mil habitaciones. Aquí sólo tiene 500 y un patio-jardín que gracias a un muro de espejos sabiamente colocado al fondo, como límite, disimula su brevedad. Pero la casa es agradable. Magnífica, diré yo.
María ha terminado acostumbrándose a ella, y además, como le dijo a Guillermo Ochoa para Novedades, no iba a cambiar una casa por un marido. Alex Berger la ha hecho feliz, indudablemente. Se adivina en todo: en la forma en que María se expresa de su vida matrimonial, en las pequeñas numerosas fotografías que de su esposo y de Quique ha distribuido por todas las habitaciones. Alex me tiene mucha paciencia. Yo soy una mujer difícil; tengo mi carácter, mi genio. Ah sí, qué difíciles somos las mujeres y qué difícil debe ser para el hombre aguantar nuestros caprichos y nuestros malos ratos. Pero yo también le tengo paciencia a él, no se crea que no. Por ejemplo, me molesta el olor del puro, y lo más fácil sería poner mala cara; pero yo me digo: María, es mejor que lo fume aquí en su casa a que vaya a fumarlo a otra parte. Claro. ¿No tengo razón? Muchas mujeres no lo entienden y pobrecitas. Hay que saber ceder. Por eso mi hijo y yo dejamos Catipoato a pesar de todo lo que nos gustaba. Siempre he pensado que quien da el pan da la ley. Aunque cuando me casé con Alex se atrevieron a decir, sí, sí, lo dijeron, figúrese nada más, dijeron que yo me había casado por su dinero, por interés. Me dio mucha rabia y furiosa me encerré en mi cuarto para hablar conmigo misma como me recomendó un amigo hindú al que yo quería mucho. El ya murió, pero conservo sus cartas y no olvido sus consejos valiosísimos. Cuando te sientas mal, me decía mi amigo hindú, enciérrate en tu cuarto y habla contigo misma en voz alta. Y así lo hago, frente al espejo. Aquella vez, furiosa, me preguntaba: a ver, María, ¿es cierto que te casaste por interés? Nadie podía oírme, me lo preguntaba con toda sinceridad porque luego puede haber sentimientos escondidos dentro de uno y me veía en el espejo pensando en todo lo que soy y cómo soy. Pero vaya, si no estoy fea, soy guapa, muy guapa, tengo cartel, fama; no estoy bizca, ni tuerta, tengo mi sitio, gano buen dinero, cómo voy a haberme casado por interés. Soy un gran partido para cualquiera. Claro que sí. ¡Pero si pensándolo bien soy un partidazo!, ¿a poco no?, ¿no le parece que soy un partidazo? ¡Están locos! ¡Qué me voy a haber casado por interés ni qué nada!
Impresionante flexibilidad la de esta Doña ágil y elástica capaz de doblar sus dedos hacia atrás hasta hacer que las uñas toquen el dorso del antebrazo. Mujer que es toda nervio, corriente eléctrica, chispa, llama, incendio. No, gracias, no fumo. Muchos periodistas han quedado boquiabiertos con sus respuestas. Queriendo presumir de audaces, groseros muchas veces, han asaltado a María con preguntas que no pueden reproducirse en letras de molde. Pero el ingenio de la actriz los ha derrotado. Con un par de palabras, una frase, una rápida contestación, los ha detenido en seco. En México, en Buenos Aires, en Caracas...
Desde luego no lo digo por usted, pero es muy molesta la actitud de muchos periodistas que...
No, en realidad yo no soy periodista...
Minutos después, a medida que la charla avanza, la voz grave de María se va musicando aunque sin perder sonoridad. En ningún momento hay falsa impostación. Su lenguaje es fresco, brota salpicado de expresiones populares y refranes. Toco madera, poniendo sus dedos debajo de la mesa, cuando lo que dice pudiera convertirse en alguna calamidad. Ni lo mande Dios. Es graciosamente supersticiosa. Emplea palabras como trapos, relajo, tembeleque, tiliches, tacuche, greñas, chácharas; giros como ajustarse las pretinas, poner el ojo pelón, una señorona encopetada. Cree en la magia. Lee la revista Planeta. Colecciona porcelanas. Y ama la vida. Sobre todo eso: ama la vida.
Lo dice y lo repite, otra vez porque en ese amor por la gente, por las cosas, por las obras de arte, se apoya –afirma– su incansable, sorprendente vitalidad. No solamente Alex, Quique y Reina lo saben, sino las personas que trabajan a su servicio, sus criados. Pero no los llama criados, son sus colaboradores. Gente que sabe que la Doña es inflexible en sus órdenes, que la Doña no disculpa la falta de limpieza, que la Doña no soporta la desorganización. Y sus sirvientes –sus colaboradores– la quieren, nunca se van. (Yo tengo un gran respeto por el trabajo de los demás). Raúl, por ejemplo, una especie de hombre equipo que lo mismo hace de mayordomo que de electricista o carpintero, ha estado a su servicio catorce años. María lo llama cariñosamente mi tigre Raulete, mi tigre de Bengala; qué haría sin él, dice; es maravilloso. Y Raulete serio, serio, siempre serio, sonríe con timidez.
No gracias, no fumo. Mi tilichero.
Dejé de fumar, va usted a ver, precisamente el tres de diciembre de 1962. Y no se crea que por cuestión de salud, ni por una promesa ni por nada, sólo para ponerme a prueba yo misma, para medir mi fuerza de voluntad. Antes llegaba a fumarme tres cajetillas diarias y ahora ya ve, ni un solo cigarro desde hace tres años y pico. No sé qué sabor tiene el whisky... Porque todo, todo, todo se consigue a pura fuerza de voluntad. Tienes que hacer esto, María, y lo hago. Una actriz como yo no puede mantenerse en la primera fila durante veintitantos años si no es a base de sacrificios que luego ya ni sacrificios resultan. A mí hábleme de un gran filete, todo grasoso, y puf, no lo tolero ni en la imaginación. Mi dieta es rigurosa, nada de grasas y harinas; al mediodía: dos huevos cocidos, un plato de carne asada con alguna verdura, y dos o tres guayabas que son muy alimenticias y muy sabrosas: para mí no hay mejor fruta que mis guayabas totonacas. Pero claro, no bebo agua durante las comidas. Los domingos hago una excepción y mando a descansar la dieta. Como lo que se me antoja. Es mi día libre.
María sale de la biblioteca rumbo a la sala donde habrá de ocurrir la conversación. Ya no necesita del fuete de doña Bárbara porque ahora es, simple y femeninamente: María. Con ella va el perfume Joy, de Jean Patou, que la envuelve y hace perdurar su presencia en las distintas habitaciones de su casa. Por primera vez en la historia del periodismo, la Doña accederá a abrir esas habitaciones a la cámara de una revista. No sólo eso: María en persona se ocupará de disponer el extraordinario arreglo de la mesa del comedor; tenderá su cama, su célebre cama de plata diseñada por Diego Rivera con los exquisitos e increíbles encajes valencianos confeccionados a mano; permitirá la entrada a su baño de mármoles negros, a su íntimo boudoir.
Cada habitación prepara, como sonriendo, sorpresa tras sorpresa. Primero es la antesala de la alcoba: lámpara y muebles de porcelana de Meissen, dos cuadros más de la Doña pintados por García Ocejo y un gran estantero que crece hasta el techo y donde María conserva, exhibe, objetos, libros, fotos, chácharas; recuerdos de su vida y su carrera triunfal en ordenado desorden. Allí se encuentra, superviviendo, todo lo que está más cerca de su corazón. Reina lo llama La repisa de los recuerdos. Para la Doña es Mi tilichero.
Después la alcoba que la cámara de Alex Klein puede describir mejor que las palabras.
El baño. El boudoir: nuevas repisas, nuevos estanteros henchidos con porcelanas de la primera firma mundial en porcelanas: Jacob Petit, el célebre artista de principios del siglo XIX. Es difícil conseguir una nueva pieza auténtica, informa la Doña. Yo salgo tras ellas y recorro galerías de arte y casas europeas de antigüedades en busca de un Jacob Petit. Es mi vicio. Mire, mire, vea esto. Vea qué trabajo, qué primor, qué delicadeza. Fabulosos.
Cada pieza es para estarla admirando toda la vida. Por eso cuando me preguntan si me aburro yo me río. Cómo vaya aburrirme en mi casa teniendo estas preciosidades. Pero mire, mire esta figura. Y no son únicamente las porcelanas de Jacob Petit, sino los muebles de Meissen y los encajes valencianos y los recuerdos y todo lo que llena esta casa lo que le da un calor, un clima, un ambiente único de algo que vive por alguien y para alguien: una mujer de fina sensibilidad: la Doña.
Cuando era niña, me acuerdo, tenía unas postales de la Capilla Sixtina: me fascinaban los murales de Miguel Ángel. Y la primera vez que fui a Roma corrí a admirar aquellas maravillas. No pude decir nada. Me quedé así, sin moverme, y de pronto empecé a sentir que me estaban escurriendo las lágrimas... tamaños lagrimones y yo sin poder decir nada. ¿Usted conoce la galería Degli Uffizi, en Florencia? Pues allí hay un Tiziano, un retrato de un cardenal joven, con su uniforme o como se diga, al que voy a saludar cada vez que llego a Florencia. Tiene una expresión, una majestad, un señorío... es guapísimo, es un cuadro fabuloso. No qué va, yo qué voy a aburrirme habiendo tanto que admirar en el mundo. Y me gustaría que la gente supiera eso de mí. Su reportaje se podría llamar Por qué no se aburre María Félix. ¿No le parece un buen título? ¿Verdad que sí? Por qué no se aburre María Félix, y usted podría hablar de todo lo que tengo aquí en mi casa. Venga, venga para acá. Pase.
Y conducido por María, antes de dar comienzo a la plática formal, penetro en las habitaciones exclamando oh, oh, oh, ante lo que mis ojos descubren. En todo se refleja ella: sus gustos, su sentido del orden, su secreta femineidad. La señora Félix, María, la Doña, está siempre ahí, expresada en el ambiente y en los detalles de cada habitación. Al grado de que ella podría hacer suya, mejor que nadie, aquella frase de Pita Amor: "Yo soy mi casa."
De La Talacha Periodística, Ed. Diana, México. Originalmente en Revista Claudia, mayo de 1966
Foto: María Félix
Es la tercera vez que leo este relato. Muchas gracias, esta mujer era un enigma.
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