Wednesday, November 11, 2015

El explorador que miraba y no veía


ANDER IZAGIRRE

El explorador Abbadie levantó un castillo tintinesco en la costa de Hendaya, repleto de tesoros africanos y mensajes enigmáticos en los catorce idiomas que hablaba. Un hueco atraviesa las paredes del castillo y la biografía entera de Abbadie, un hueco acompañado por un lema: «No vi nada, no aprendí nada».
El porteador Bitawligne subía la montaña canturreando lamentos: ¡Ay, pobre de mí! ¡Mi patrón camina hacia las nubes! ¡Ay, madre mía, acaso me pariste para que yo caminara hacia las nubes!
Era el 13 de mayo de 1848 y los demás porteadores se habían plantado unas horas antes, asustados por la nieve, en el borde de los precipicios de esa montaña altísima a la que nadie subía jamás: era el territorio de los espíritus. En la cima se adquirían conocimientos poderosos pero el acceso estaba prohibido a los humanos. Bitawgline seguía, qué remedio, al Abba Diya, al padre del caballo blanco, hombre sabio, brujo europeo. Al Abba lo recibían en las cortes abisinias, le pedían bendiciones y trucos de magia, le pedían que adivinara el futuro, que hiciera de embajador para llevar a las hijas de los reyes a casarse con los hijos de reyes enemigos, le regalaban esclavos para sus expediciones misteriosas por el país.
El Abba Diya era Antoine d’Abbadie, explorador, cartógrafo, físico, astrónomo, etnógrafo, lingüista, nacido en Dublín en 1810, de madre irlandesa y padre vascofrancés. Y sí: perseguía un conocimiento que solo podía obtenerse en la cumbre del monte Bwahit.
Pero ese conocimiento le fue prohibido. Las nubes le impedían ver nada, ningún otro punto en las montañas, ningún horizonte para hacer sus triangulaciones y seguir cartografiando la cordillera etíope del Simen. Con una bruma tan espesa, el sextante y el teodolito que había acarreado Bitawgline hasta la cumbre no servían de nada. Abbadie le ordenó que encendiera un fuego y pusiera un cazo de agua a calentar. Luego sacó el hipsómetro de su estuche: un termómetro especial para sumergirlo en agua hirviente. El agua hirvió a 85,5 grados, así que Abbadie dedujo que la cima del Bwahit alcanzaba los  4 600 metros. En realidad mide 4 437 metros y es la tercera montaña más alta de Etiopía. Dos días después Abbadie escaló el techo del país: el picoRas Dejen, a 4 553 metros. Se entusiasmó. No por ningún afán deportivo: simplemente, en el monte más alto de Etiopía, esa tarde, no había tantas nubes. Pudo medir un tour d’horizon casi completo, una panorámica en la que determinó varios puntos lejanos con sus alturas.
Como temían los porteadores abisinios, la ascensión de Abbadie a las cumbres desató una maldición. El explorador estaba fascinado por los pueblos abisinios, pasó allí diez años, escribió el primer diccionario de la lengua amárica con quince mil términos, cartografió doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados —el equivalente a media península ibérica—. Los diez mapas de Etiopía fueron su aportación más perdurable a la ciencia, casi la única que no se desmoronó con el paso de los años. Pero esos mapas vinieron de maravilla a los generales del ejército italiano en su primera invasión de Abisinia, en 1895. «Debieron de ser muchos más los abisinios que murieron víctimas de los mapas de Abbadie que los que él pudo salvar del hambre y la enfermedad financiando las misiones», escribió su biógrafo Iñigo Sagarzazu.
Antoine d’Abbadie emprendió una de las exploraciones más apasionantes del siglo XIX, puso en marcha experimentos ingeniosos, hizo miles de observaciones, casi todo le salió mal. Aprendió que la mayoría de las veces no se ve nada, no se aprende nada.

Abdullah, luz del castillo
El castillo de Hendaya le salió bastante bien. Abbadie pasaba ya de los cincuenta años, quería un refugio en el que retirarse del mundo y de sus lecciones amargas, pero también una biblioteca y un observatorio en los que seguir su investigación minuciosa para entender el funcionamiento del universo. Compró terrenos en el promontorio de Santa Ana, en Hendaya, en unos prados costeros que terminan de golpe, en el borde de unos acantilados que se desploman cincuenta metros hasta el mar. Es el último promontorio de los Pirineos antes de desaparecer bajo el Atlántico. Y fue el último intento de Abbadie por encontrar algunas verdades antes de que todos sus descubrimientos fueran desmentidos y fueran desapareciendo, línea a línea, en cada nueva edición de las enciclopedias.
El arquitecto Violet le Duc le construyó un castillo neogótico y Abbadie añadió los toques africanos: unas palmeras esmirriadas que sufren con el salitre cantábrico, unos cocodrilos, elefantes y serpientes que se han adaptado mejor —porque son de piedra—. La serpiente repta por una de las paredes traseras, los elefantes vigilan desde las esquinas, dos cocodrilos flanquean las escaleras de la entrada. En el dintel del castillo, entre tréboles irlandeses, una inscripción gaélica dice Cead mile failte («cien mil bienvenidas»). Junto a la puerta hay un hueco en la pared, de unos veinte centímetros de diámetro, ahora condenado con cemento, y una inscripción en euskera que apunta al primer misterio de este castillo: Ez ikusi, ez ikasi («no ver, no aprender»). Abbadie vio mucho, vio muchísimo, vio tanto que comprendió que había muchísimas cosas que no conseguía ver.
En el vestíbulo del castillo, nada más entrar, tampoco se ve mucho. Las paredes están pintadas de negro, con esmaltes de azul y oro, y la luz solo llega a través de unas vidrieras muy altas. Abbadie nunca quiso instalar ese invento moderno de la luz eléctrica. Era científico, era inventor, pero también era un romántico, un orientalista decimonónico, y la luz de las antorchas le evocaba los tiempos duros y felices de las aventuras africanas.
Una escalera majestuosa lleva a la planta superior, donde la luz de las vidrieras ilumina ocho frescos murales con temas abisinios: la partida del guerrero, la comida del príncipe, las mujeres elaborando pan, los niños en la escuela, la pantera acechando a los antílopes… Son escenas sencillas, muy limpias, de líneas nítidas y colores planos, con un aire de cómic, casi parece que Tintín va a asomarse entre los personajes en cualquier momento.
En lo alto de la escalera aparece uno de esos buenos y humildes ayudantes, esos pequeños nativos que Tintín salvaba de alguna injusticia y que luego lo acompañaban durante el resto de la aventura. Abbadie también tuvo el suyo: Abdullah, «un bellísimo niño de seis años» que un rey etíope le regaló como esclavo. Abbadie le dedicó la estatua que corona la escalera de honor, la estatua de un joven abisinio que levanta una antorcha —ahora, ay, una lámpara eléctrica— y que ilumina la entrada al castillo. Abbadie siguió las rutas de los mercaderes de esclavos por el mar Rojo, habló con los cautivos, escribió sus historias y las contó después en los salones europeos, donde defendía la abolición de la esclavitud. Al pequeño Abdullah se lo trajo al País Vasco, donde vivió hasta los diecieste años. Luego el mozo se escapó a vivir sus aventuras, se alistó como zuavo —que, además de un insulto habitual del capitán Haddock, es el nombre que se les daba a los argelinos enrolados en el ejército francés—, participó en las batallas de Magenta y Solferino, anduvo por los circos de Francia rompiendo cristales con su voz aguda —lo cual hace sospechar que lo castraron de niño, como a tantos eunucos de las cortes orientales—, acumuló deudas jugando a cartas, se metió en peleas, escribió un arrepentimiento a Abbadie y murió fusilado mientras participaba en la insurrección de la Comuna de París en 1871.
La antorcha que portaba la estatua de Abdullah era la única arma que empleaba Abbadie durante sus viajes: para espantar a los leones. Llevaba armas de fuego en su caravana, pero solo para cazar, nunca para apuntar a una persona.
A los setenta y un años, en el tramo final del camino, Abbadie impartió en Venecia una conferencia titulada Credo de un viajero viejo. Dio algunos consejos: aprender el idioma del país (no nos podemos fiar de los intérpretes), viajar sin armas (a un viajero armado lo matarán por la espalda, es mejor el bastón de caminante), olvidarse de las costumbres europeas (no hay que lavarse a diario, nada de comida ni ropa occidental), viajar sin prisas (mejor aún: viajar despacio).
A los veintiséis años, en el principio del camino, puso los cimientos del resto de su vida. Aquel año le cundió mucho. Publicó con Chaho los Estudios gramaticales de la lengua euskariana, viajó a Brasil para medir las variaciones del magnetismo terrestre, y se hizo muy amigo de un hombre que subió corriendo a su mismo barco transatlántico, un fugitivo «sin sombrero y sin equipaje»: el futuro emperador Napoleón III. También se entrenó para su gran expedición africana. Nadaba en el mar de Biarritz, caminaba durante horas, dormía al raso en la montaña de Larrún, practicaba tiro y esgrima, seguía una dieta estricta de huevos y legumbres. Leía, leía, leía: relatos de exploraciones, manuales de geodesia, informes arqueológicos, estudios sobre el origen de los negros. Quería abarcarlo todo. Pero, por encima de todo, perseguía un sueño: descubrir las fuentes del Nilo.

Vengo a respirar el aire de vuestras montañas
Abbadie viajaba despacio, sí. En octubre de 1837 desembarcó en Alejandría, donde ya estaba su hermano Arnaud. En El Cairo pasaron dos meses organizando la caravana, contratando guías, eligiendo dragomanes, comprando camellos, empaquetando fardos de cien kilos en los que llevaban, por ejemplo, caftanes de seda azul, turbantes, camisas, calzoncillos, pantalones turcos, pantalones de terciopelo, morfina, ungüento mercurial, mechas para las lámparas, brújulas, binoculares, cuchillos y una biografía de James Bruce, el escocés que se pasó doce años buscando las fuentes del Nilo. Para aguantarse la impaciencia y distraerse, Abbadie subió a la pirámide de Keops y desde arriba tomó las primeras mediciones geodésicas. No era época de selfis.
Antoine y Arnaud bebieron un trago del Nilo y se prometieron beber otro trago en las fuentes del río. Les iba a costar un rato: nueve años y tres meses.
El viaje se alargó tanto, entre otras cosas, porque al cabo de dos años Abbadie confirmó que sus mediciones no cuadraban de ninguna manera: el subsuelo volcánico de Etiopía imantaba las agujas de sus instrumentos geodésicos. Aquello era un desastre. Así que se volvió a casa a por otros aparatos más fiables. Y se pasó dos años deambulando por Europa, reuniéndose con científicos para que le prestaran los instrumentos más avanzados, dando conferencias en París, Londres y Roma, recibiendo homenajes y medallas, incluso reuniéndose con el papa Gregorio XVI para hablar del mitológico reino cristiano del Preste Juan, que Abbadie esperaba encontrar en alguna parte de Etiopía. Luego volvió a África, a reencontrarse con su hermano y reanudar la expedición.
Durante la marcha, Abbadie anotó cuál era la composición de las rocas, hasta dónde se extendían los palmerales, qué aspecto tenía la orina de los camellos; escribió que el pueblo de los duhul se dedicaba a pescar perlas en el mar Rojo, que los jayto solo comían carne de cocodrilo, que el manjar más apreciado por los waea en las grandes ocasiones eran los pechos de mujer asados. En el puerto de Yeda, donde confluían miles de peregrinos camino de La Meca, apuntó: «Desde la cisterna hasta la puerta de la ciudad, he medido con pasos 300 metros, y luego 562 hasta la casa de Malim Yusuf».
Aquel blanco que curioseaba por todos los rincones despertó recelos. Y la expedición se convirtió en un juego de la oca, plagado de casillas trampa. Se le echaron encima los guerreros que cobraban peaje a las caravanas de mercaderes, y Abbadie se negó a pagar porque él no era un comerciante: el grupo tuvo que pasar dos meses acampado junto a una charca, rodeado de hienas, hasta que consiguieron un salvoconducto. El gobernador inglés de Adén ordenó capturar a Abbadie, acusado de ser espía francés, y el pobre emprendió una huida loca de puerto en puerto. Escribió que prefería estar entre bárbaros que entre ingleses. El príncipe de Tigré, que acababa de descuartizar a seis monjes protestantes, dio audiencia a los hermanos Abbadie para decidir qué hacer con ellos. Arnaud hizo la siguiente presentación: «El hombre pálido es mi hermano. Él estudia los aires, las aguas y las estrellas. Yo, por mi parte, vengo a respirar el aire de vuestras montañas, a beber el agua de vuestras fuentes y a buscar amigos entre vosotros». Añadieron unos trucos con agua efervescente de Seltz y con un cronómetro, y la cosa funcionó. El príncipe les dio escolta para el tránsito por sus territorios.
A las fuentes del Nilo, a las supuestas fuentes del Nilo, llegaron el 19 de enero de 1847. Habían remontado el cauce a través de las selvas ecuatoriales, hasta encontrar una cascada que caía del monte Bora, a 2 650 metros de altitud. Allí plantaron la bandera francesa. Mandaron cartas a las academias científicas y a las autoridades de París para comunicar el descubrimiento, y al regreso recibieron medallas, fiestas, honores. Duró poco. Otros exploradores, sobre todo los británicos, cuestionaron la reivindicación de Abbadie: lo que él había descubierto eran las fuentes del Nilo Azul, que vale, que no están mal, pero el Nilo Azul es un afluente del Nilo, que en realidad nace en el lago Victoria.

La vida pasa como el humo
Del Nilo queda poca huella en el castillo de Abbadie: los cocodrilos de piedra que custodian la entrada y el libro Lo que yo he visto, que el explorador escribió a los ochenta y dos años, porque al final algo sí que vio. En ese libro, con una irritación evidente, se preguntaba por qué la longitud debe ser el criterio para decidir cuál es el río principal y cuál el afluente, por qué no el caudal, las crecidas o la altitud; y seguía, bastante picado, preguntando por qué había que dar la razón siempre a los británicos, esos arrogantes que iban por el mundo eliminando los nombres nativos de las montañas, los ríos y los lagos, para imponer los suyos, esos avasalladores que llamaban Victoria a treinta lugares del planeta. Si aquel gran lago era de verdad la fuente del Nilo, como decían los británicos, en fin, había que ser ridículo para llamarlo Victoria.
«La vida pasa como el humo», dice una inscripción en latín en la chimenea del gran salón del castillo. En las vigas, un verso en inglés de Buchanan invita a la calma, el silencio, el sueño.
Así se fue enroscando el viejo Abbadie en su castillo, encogido por los cansancios y las decepciones, en este refugio con escaleras de caracol, puertas secretas detrás de las camas, torres, sótanos, pozos. Se encogió en la nostalgia del salón árabe, del fumadero de cachimba, de la habitación de Etiopía, la habitación de Jerusalén, la habitación del emperador Napoleón III —que iba a venir a poner la última piedra del castillo y nunca vino: queda el hueco de esa piedra en un balcón—. Imagino a Abbadie caminando despacio por los pasillos sombríos, mientras su mente evoca las pisadas en la nieve etíope, mientras suena «This is the end», de The Doors —perdón—; lo imagino caminando entre los escudos africanos y las cornamentas colgadas en las paredes, entre armarios chinos, butacas tapizadas con sedas indias, chimeneas de mármol negro, estatuas de santos, jarrones de porcelana, la carabina cuyo disparo defectuoso le dejó ciego durante meses en Etiopía y Arabia.
En el comedor, entre sus paredes forradas de cuero de búfalo, Abbadie debió de distraerse a veces ordenando las sillas. Cada una lleva una letra del alfabeto amárico bordada en el respaldo. Y cuando se colocan todas las sillas alrededor de la mesa, en un determinado orden, componen una frase: «Que no haya un traidor entre nosotros».
En el comedor a veces volaba un pajarraco insolente. Virginie de Saint-Bonnet, la esposa de Abbadie, se paseaba con una cacatúa calva en el hombro, de nombre Coco, que se lanzaba sobre la mesa cuando los sirvientes traían las bandejas con la comida. Virginie se excusaba con los invitados: «Perdonen a Coco, es un alma del purgatorio». Y la cacatúa repetía a gritos: «¡Purgatorio, purgatorio!».
La habitación de Virginie tiene un balconcito privado, que cuelga sobre la capilla de la planta inferior, para que ella siguiera la misa desde la altura. Los Abbadie escribieron al papa Pío IX para pedirle este privilegio, y lo obtuvieron. En el tocador de Virginie hay un huevo fosilizado del extinto pájaro elefante de Madagascar. Y en las vigas del cuarto hablan otros versos en alemán: «Triple es el paso del tiempo. Dudando y misterioso, el futuro viene hacia nosotros. Rápido como la flecha, el presente huye. Inmutable y eterno, el pasado permanece».
Abbadie murió en París, a los ochenta y siete años, aferrándose al pasado. Quiso morir en la misma casa en la que había muerto su idolatrado Chateaubriand. Cuando Abbadie era adolescente, un adolescente aplicado, apasionado por la química y la astronomía, solo faltó a la escuela una vez. Una noche, cuenta su biógrafo Sagarzazu, sufrió una infección lacrimal de tanto llorar por la novela Les Natchez, y al día siguiente tuvo que quedarse en la cama. Era una novela de Chateaubriand sobre los indios norteamericanos natchez, una historia romántica, un relato aventurero en paisajes majestuosos, el mundo noble en el que Abbadie quiso vivir.

El hueco taponado
A Antoine en 1897 y a Virginie en 1901 los enterraron en una cripta bajo el altar de la capilla. Fue el último hueco cerrado en el castillo.
El penúltimo hueco es el que se ve, taponado con cemento, junto a la puerta de la entrada. El hueco redondo que lleva el lema «No ver, no aprender». Ya dentro, en el vestíbulo, la pared de enfrente tiene otro hueco igual. En la siguiente estancia, junto a unas escaleras, hay otro hueco en otra pared. Los huecos están alineados. Y si seguimos la línea, encontraremos más huecos que atraviesan los muros del castillo hasta el observatorio.
Este observatorio fue la última trinchera de Abbadie. Se refugió aquí en Hendaya, rumió sus decepciones, pero nunca se rindió. Pasó temporadas en París, presidiendo la Academia de las Ciencias. Viajó a Noruega, Castilla y Argelia para observar eclipses y estudiar la composición del sol. Con setenta y dos años se fue a Haití para estudiar el paso de Venus delante de la estrella. Con setenta y cuatro años recorrió de nuevo el Mediterráneo y Oriente Próximo. Volvía siempre al castillo de Hendaya, que no es la cueva de un ermitaño que se aleja del mundo: está diseñando para seguir profundizando en el universo. Tiene una biblioteca de dos alturas, con olor a cuero, madera y pergamino, en la que reunió diez mil obras científicas y literarias, incluida la mejor colección de libros en euskera —Abbadie también fue el patriarca del renacimiento cultural vasco: publicó estudios sobre la lengua, organizó certámenes culturales en los pueblos, pagó escuelas, apadrinó a los escritores más brillantes—. Y junto a la biblioteca está el observatorio, el espacio más amplio y diáfano del castillo.
Allí está el telescopio meridiano: Abbadie abría la trampilla del techo y observaba el paso de las estrellas por el meridiano de su castillo, anotaba sus coordenadas y trazaba, poco a poco, una cartografía celeste.
Allí está también el tubo vertical y transparente, con un rayo láser verde en su interior, un aparato moderno que recuerda otro de los grandes empeños fracasados de Abbadie: fijar la línea vertical, observar sus movimientos y así estudiar los desplazamientos de la corteza terrestre a causa de los microterremotos, las influencias de las mareas, de la luna, del sol. Abbadie construyó aquí mismo una nadirane: una torre de cemento de ocho metros de alto, con un hueco por el que caía un hilo de plomo (digamos: el abuelo del rayo láser actual). En el fondo del pozo, el hilo de plomo se hundía en un baño de mercurio. Cualquier movimiento de la tierra inclinaba ligeramente el líquido. Y así el mercurio reflejaba la imagen del hilo con una ligera inclinación respecto del propio hilo: Abbadie medía esos ángulos. Hizo tres mil observaciones, captó seísmos minúsculos, imperceptibles. También detectó cierta regularidad de las inclinaciones del mercurio relacionados con las mareas, pero a menudo interferían otros movimientos de origen desconocido para Abbadie, que le chafaban las medidas. Podían ser desplazamientos mínimos del terreno, aguas subterráneas, quién sabe. Y los experimentos se estropearon del todo con la llegada del ferrocarril a Hendaya: las vibraciones del tren trituraban las medidas y los nervios de Abbadie.
¿Y por qué mandó perforar todas las paredes del castillo, con esos huecos alineados desde la entrada hasta el observatorio? Porque quería enfocar con un telescopio la cumbre del monte Larrun, el punto más alto y lejano que se puede ver desde el castillo. El observatorio está en el extremo noroeste del edificio, el monte queda hacia el sureste, así que, para mirarlo con el telescopio, Abbadie perforó los muros con esos agujeros alineados y revestidos de nácar. Quería medir la refracción: un rayo de luz cambia ligeramente su dirección cuando atraviesa medios de distintas densidades (el agua, el aire frío, el aire caliente…). Quería probar que el monte Larrun está en un punto y que nosotros, desde lejos, lo vemos en otro punto, un poco movido por las distorsiones de la atmósfera. Y quería medir esa diferencia. Pero le salió mal: al atravesar todos esos huecos, durante tantos metros, las ondas de la luz sufrían la difracción, se desviaban, proyectaban una imagen borrosa y oscura, más borrosa y más oscura después de cada hueco. Y al final, en el telescopio, Abbadie ya solo veía una mancha negra.
Mandó tapar el agujero de la entrada con cemento y talló la frase «Ez ikusi, ez ikasi». No vio, no aprendió. Nunca dejó de mirar.

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De JOT DOWN, 10/2015

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