ANDER IZAGIRRE
Don Hilarino
es la única persona que tiene teléfono móvil en Chontecomatlán, un pueblo de 400 habitantes. Se empeñó en
comprarlo. No puede hablar con nadie, porque la cobertura no llega a este
rincón de la sierra, pero él habla y habla sin parar con el teléfono en la
mano.
Don Hilarino
apunta a un árbol con la pantalla, se pone a grabar y dice:
-Ijltaa a ek
guishanajl.
Apunta a una casa
y dice:
-Ijltaa ley
nejujlk.
(Ésta es mi
casa).
Sigue caminando,
sigue apuntando, sigue diciendo:
- Ijltaa
lane ajlbae jlijuala gahi.
(Este camino
lleva al siguiente pueblo).
Don Hilarino
Torres Mendoza -campesino de 56 años, sombrero de paja, barba mechada de canas-
graba frases en chontal de Oaxaca. Es una de las 68 lenguas -con sus 364 variantes dialectales- que todavía se hablan en México. Todavía: porque 187 de esas variantes
están en riesgo medio, alto o muy alto de desaparición, según los datos del
Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI). El chontal que habla don
Hilarino es uno de los idiomas que ya parecen condenados. Sólo quedan unos
3.500 hablantes, que usan tres dialectos distintos, viven desperdigados por las
sierras y tienen en su mayoría más de 50 años.
Don Hilarino está
allá, en medio del oleaje de cordilleras verdes y nubosas, y no para de
levantar su teléfono y de grabar frases en chontal.
-Este hombre es
asombroso -dice Salvador Galindo-. Nosotros llegamos acá para recoger
testimonios en chontal y para proponerles un método de revitalización del
idioma. En algunas comunidades nos reciben con un poco de desconfianza. Pero
en Chontecomatlán enseguida se nos acercó don Hilarino, nos dijo que estaba muy
contento por nuestra visita y nos enseñó un montón de vídeos.
Había un
problema.
-El hombre no se
maneja muy bien con el teléfono. Nos enseñaba un vídeo y luego sin darse cuenta
lo borraba. ¡Cuánta información habrá borrado porque le da al botón que no es o
porque ya no tiene sitio en la memoria!
Con su teléfono,
Don Hilarino intenta salvar los restos de una eliminación sistemática
que él vivió de niño:
-Qué pasaba
entonces, pues que los maestros te prohibían hablar en chontal. Te decían: si
tú hablas tu chontal, te voy a dar tu... -hace el gesto de un puñetazo-.
Nosotros pues ya no platicábamos. Yo no dejé de hablar el chontal, pero los
niños de ahora ya no lo usan. Ahorita queremos rescatar la lengua pero qué
pasa, que no hay recursos, que el Gobierno no ayuda a enseñar la lengua
chontal.
Antes enviaron
a maestros que prohibían el chontal, ahora no envían a maestros que ayuden
a recuperarlo.
El maestro
Galindo hace lo que puede. Tiene 45 años, la cara ancha zapoteca, el pelo
negro, revuelto y denso, siempre una sonrisa que a ratos parece melancólica y a
ratos irónica. Trabaja para el Centro de Estudios y Desarrollo de las
Lenguas Indígenas de Oaxaca (Cedelio), un organismo gubernamental, y cada
año recorre decenas de miles de kilómetros por las sierras y los valles,
visitando a las comunidades más lejanas.
Oaxaca es un
territorio muy montañoso, con valles profundos, remotos y aislados que cobijan
la mayor diversidad lingüística de México. En Oaxaca hay 18 grupos étnicos
-mixtecos, zapotecos, triquis, mixes, chatinos, chinantecos, mazatecos...-,
que hablan 16 idiomas indígenas con docenas y docenas de variantes.
El mixteco tiene 81 variantes, muchas de ellas ininteligibles entre sí; el
zapoteco tiene 62, y sigue la lista.
En junio de 2016,
Galindo recorrió las pistas de tierra de la cordillera Chontal, por bosques de
pinos y encinas, para devolver un tesoro a su lugar de origen: unos discos
compactos con 17 horas de grabaciones que el lingüista estadounidense
Paul Turner había hecho con hablantes de chontal en 1967. Esas grabaciones
quedaron olvidadas durante décadas, hasta que el arqueólogo histórico Danny
Zborover las encontró en la biblioteca de la American Philosophical Society, en
Filadelfia. Zborover y su colega lingüista Aaron Sonnenschein contactaron con
Galindo, quien los guió por los 16 pueblos en los que se habían hecho las
grabaciones.
-El regreso fue
muy interesante -dice Galindo-, porque sirvió para observar los cambios de una
lengua tan pequeña como el chontal en medio siglo. Bueno: sirvió para
ver el retroceso.
-En algunas
comunidades, como la Candelaria, la mayoría de los adultos aún hablan chontal,
y muchos jóvenes también. Se oye en la calle, en las casas, en las reuniones
municipales... -dice Sonnenschein-. Pero en otras, como Santa María Ecatepec,
se perdió mucho. Hablan casi todo en español.
Sonnenschein y
Zborover repartieron a los vecinos docenas de copias de las grabaciones de
1967, y de paso hicieron encuestas: ellos decían palabras y frases en
español, y los entrevistados las traducían al chontal. Con muchas más
lagunas en 2016 que en 1967.
-Incluso
encontramos a una de las personas que Turner entrevistó y que ahora tiene 79
años -dice Sonnenschein-. Fue una entrevista muy triste, porque él ya casi no
usa la lengua, y no fue capaz de responder a las preguntas que sí respondía
medio siglo antes.
-El hombre ni se
acordaba de que le habían hecho la grabaciones en 1967 -dice Galindo-, pero
cuando escuchó su voz, se echó a llorar. ¡Medio siglo! Él mismo se escuchaba
respondiendo a las preguntas cuando era joven, y entonces se acordaba: «¡Ah,
sí, es verdad, se decía así!». Pero fue muy triste. En el pueblo ya casi no
hablan la lengua.
Sonnenschein
quiere mantener alguna esperanza -«si los jóvenes se animan, si las
comunidades hacen el esfuerzo, si las organizaciones como Cedelio
apoyan...»-, pero dice que la lengua chontal está en riesgo alto de extinción.
-Esas comunidades
perderán una manera de ver el mundo. La Humanidad perderá una manera de
ver el mundo, unas palabras, unos matices, unas historias, unas
literaturas.
Galindo fue
maestro de Primaria en varias escuelas indígenas de Oaxaca. Ganó una beca para
irse un año a la Universidad de Arizona, donde estudió métodos de enseñanza
adaptados a la diversidad cultural, y ahora aplica esas ideas con sus colegas
del Cedelio. Viajan a las comunidades indígenas, proponen programas
para revitalizar sus lenguas -programas que han tenido éxito con
lenguas nativas de Estados Unidos y Canadá, pero que también tuvieron mucho más
apoyo institucional-, o al menos intentan registrar aquellos idiomas condenados
a la extinción.
Sienten urgencia:
los idiomas se pierden a chorros y ellos intentan conservarlos en cestos con
agujeros.
-Queremos comprar
grabadoras y computadoras, queremos dar cursos de formación a los hablantes más
comprometidos -dice Galindo-. Son ya muy mayores, no han transmitido la
lengua a las siguientes generaciones, pero algunos al menos tienen el
interés de registrar lo que saben. Pero no tenemos ni dónde guardar ese
material: en el Cedelio no tenemos servidores de almacenamiento. Nos dejan sin
presupuesto, nos dejan fuera hasta de los organigramas oficiales.
México es uno de
los países con mayor diversidad lingüística de todo el mundo.
-Pues al Gobierno
no le importan nada nuestros idiomas.
En la
carretera. Los
trabajadores del Cedelio sólo tienen una furgoneta para recorrer los 93.000 km2
del Estado de Oaxaca -un territorio mayor que Andalucía. A veces, como hace hoy
Galindo, usan su coche particular. Salen de expedición para dos, tres o cuatro
días, porque en los caminos de las montañas y las selvas nunca saben
cuánto durará el viaje ni dónde van a dormir. Siempre hay alguien que los
acoge, pues han tejido una red de amistades.
-Es muy
importante ir a los pueblos. Somos una institución pública, financiamos
proyectos, talleres, publicaciones, pero los trabajadores nos
implicamos personalmente, trabajamos mano a mano con los maestros indígenas,
los alcaldes, los hablantes. Llegas a una comunidad en la sierra, a 12 ó 15
horas de la ciudad de Oaxaca, te viene un abuelito y te dice: no me puedo creer
que vengan desde la capital a preocuparse por nuestra lengua. Eso les anima.
Galindo tenía
pendiente una ruta por varias comunidades de la Sierra de Juárez y ya no quiere
retrasarla más.
Por eso sale a
las ocho de la mañana desde Oaxaca con su coche. Toma la carretera 175, que se
dirige al norte y se cuela por un desfiladero: es la entrada a la sierra, entre
las primeras colinas secas, cubiertas de matorrales y encinas. La carretera
-trazado sinuoso, pendientes muy empinadas- presenta un estado magnífico en sus
primeros 50 kilómetros: asfalto nuevo, rayas de pintura amarilla reluciente,
señales reflectantes en cada curva.
-La carretera
está de lujo hasta Guelatao, porque es el pueblo en el que nació Juárez.
El zapoteco
Benito Juárez: presidente mexicano en el siglo XIX, resistente contra el
invasor francés, modernizador de la República, benemérito de las Américas.
-Las autoridades
van todos los años a Guelatao, en el cumpleaños de Juárez, a hacer sus
discursos, con las marchas, los himnos, las banderas y todo eso, así que la
carretera la mantienen perfecta.
A partir de
Guelatao, la carretera sigue trepando por la sierra y se convierte en un camino
cada vez más estrecho, con baches cada vez más profundos, hasta que desaparecen
las últimas ronchas de asfalto y ya solo queda un camino traqueteante de tierra
apisonada. Por lo visto, en las comunidades más altas de la sierra
debería nacer un presidente de México para que les asfaltaran la carretera.
El Estado
mexicano sí extendió otras infraestructuras por estas montañas: los Centros
de Integración Social (CIS), internados en los que estudian los jóvenes de
la región. En la Sierra de Juárez hay dos: uno en Guelatao y otro más arriba,
en Zoogocho.
-Los crearon en
la década de 1940, para incorporar a los pueblos indígenas al Estado-nación
mexicano. Hacían dos cosas: castellanizar a los jóvenes y enseñarles oficios,
carpintería, electricidad, mecánica... -explica Galindo.
En Guelatao, los
pabellones del CIS -dormitorios, talleres y aulas para unos 200 alumnos
indígenas- están junto a una laguna. Dicen que en esa laguna un borrego cambió
la historia de México en 1818.
El borrego se
escapó de su rebaño, cayó al agua y se ahogó. El pastor era un huérfano de 12
años, de nombre Benito Juárez, y cuenta la leyenda que decidió huir a la ciudad
de Oaxaca para evitar la bronca de su tío. El propio Juárez escribió
que no, que él se marchó porque en la sierra estaba condenado al analfabetismo
y a la miseria: en Guelatao no había ni escuela, y él, hijo de «indios de
la raza primitiva del país», no sabía leer ni escribir. En Oaxaca estudió y
estudió y estudió, se abrió paso entre el racismo y el clasismo, aprendió
castellano, latín, inglés y francés, se graduó como abogado, defendió a
indígenas en los tribunales, empezó una carrera política que lo llevó a la
presidencia.
Siempre fue
obvio: no había modo de prosperar en la sociedad mexicana sin hablar
castellano. La historia de Benito Juárez sirvió para expresar eso mismo
pero con enfoque positivo: los indígenas podían llegar a lo más alto, incluso a
la presidencia, siempre que estudiaran castellano.
Complejos. Mis padres hablaban zapoteco entre
ellos, pero con los hijos se pasaban al castellano. Era la lengua con la que
podríamos estudiar y tener mejores empleos -dice el maestro Andrés Domínguez,
de 48 años, en el pueblo serrano de Zoogocho-. Ahorita tenemos otra
sensibilidad, queremos conservar el idioma, pero tú hablas en zapoteco
a los adolescentes y te contestan en castellano, porque se avergüenzan. Es
la lengua de los campesinos, de los pobres, la que se habla en casa pero no
fuera.
Zoogocho está en
el corazón de la Sierra de Juárez, a 1.500 metros de altitud, entre montañas
cubiertas de pinos, ocotes, madroños, cedros y encinos. Sus habitantes
despejaron unas pocas tierras para cultivar unas huertas y criar animales.
-Antes el pueblo
vivía de la agricultura -dice el maestro Domínguez-, pero ahora el ingreso
principal son las remesas que mandan los emigrantes desde EEUU.
La sierra se
despuebla rápido. El censo de 2010 dice que Zoogocho tenía 368
habitantes; en Los Ángeles (California) vive una comunidad de más de 1.500
zoogochenses, que fueron emigrando desde hace más de medio siglo. Los
emigrantes y algunos de sus hijos siguen hablando zapoteco: dicen que si el
idioma se salva, se salvará en los barrios de California y no en las sierras
oaxaqueñas.
El inglés. Dos chicas de 16 años se me acercan en
la plaza porque tengo pinta de gringo.
-Do you speak
English?
Les digo que yes,
a little bit, pero que hablo mejor español. Se decepcionan un poco. Insisten:
¿no podríamos hablar un poco en inglés, just five minutes? Lo
estudian en el colegio, ven películas en la computadora, me dicen, pero acá
nunca tienen ocasión de hablarlo.
-Vale, de acuerdo. Why are you learning English?
-Because we want to visit the United States y because el
English suena muy chido.
En extinción. Quedan siete personas que hablan
ixcateco.
Los siete saben
-y nadie más- que chuquiji significa plátano, que uxandu
xje es jaguar y que namitsi es abuelo. Los siete
viven en Santa María Ixcatlán, un pueblo de 500 habitantes en la Sierra Madre
del Sur, a 150 kilómetros de la ciudad de Oaxaca.
Al ixcateco le
pusieron todo el empeño. Los del Cedelio recopilaron un vocabulario,
colocaron señales escritas en ixcateco en las calles, en los edificios, en
los lugares públicos, incluso trajeron a finales de 2016 a la doctora Leanne
Hinton, de la Universidad de California, para que explicara su método
maestro-aprendiz, que pone a trabajar juntos a viejos y jóvenes y que ha
servido para revitalizar pequeñas lenguas indígenas en Estados Unidos.
¿Qué
posibilidades de supervivencia tiene una lengua con siete hablantes?
-Sinceramente,
ninguna -dice Galindo-. En los últimos años invertimos dinero, tiempo, el
esfuerzo de muchas personas, pero se siguen perdiendo hablantes. Los siete sólo
hablan el idioma cuando los reunimos nosotros.
Me cuenta un
lingüista -exigiendo anonimato- que a los hablantes del ixcateco les queda un
último interés por su lengua:
-Los ancianos
empezaron a pedir dinero a cambio de palabras. Veían que llegaban
lingüistas extranjeros que querían hacer vocabularios, así que empezaron a
cobrarles: 40 pesos [unos dos euros] por cada palabra. Luego subió la
cotización, llegaron a 70.
Un jornalero gana
150 pesos diarios: el precio de dos o tres palabras. Con el vocabulario puesto
a la venta, el lingüista sospecha que los ancianos a veces colaban algunas
palabras inventadas. Y, evidentemente, no les interesaba que creciera el
número de hablantes: no querían competencia.
Galindo conoce
estos fenómenos:
-En algunas
comunidades hay una especie de proveedores oficiales. Cuando llega un
investigador, siempre tiene que pasar por esas personas. A veces los estudios y
los proyectos se deforman, porque hay interés económico pero no hay un
interés cultural verdadero. Nosotros nos negamos a entrar en subastas. Si
la propia comunidad no tiene interés por revitalizar la lengua, si sólo es un
programa de las instituciones, fracasará seguro.
Galindo quiere
ser justo con los hablantes ixcatecos.
-De verdad que
hacen un esfuerzo titánico. Ahí están doña Juliana, don Gregorio, don Pedro,
don Cipriano. O la hija de don Cipriano, Rosalía, que tiene treinta y pico años
y es la hablante más joven. Nos reunimos con ellos, intentamos organizar
talleres, pero ya son mayores, están cansados, no tienen la energía para
dedicarse a la enseñanza. Vamos con ellos a la escuelas a enseñar un poco de
ixcateco, pero los niños no tienen interés.
En el día a día
nadie habla el idioma.
-Pues qué le
vamos a hacer. Registramos todo lo que podemos, para que quede la memoria, pero tendremos
que pensar en la ceremonia fúnebre del ixcateco.
Consecuencias. ¿Qué se pierde cuando se pierde una
lengua?
Para el lingüista
estadounidense Christopher Moseley, «cada idioma es un universo mental
estructurado de forma única, con unas asociaciones, unas metáforas, un
vocabulario, un sistema fonético, una gramática y un sistema de pensamiento
exclusivo».
¿Qué se perderá
con el ixcateco?
-El ixcateco es
como una isla -dice Galindo-. En una región de lenguas mixtecas y chocholtecas,
es una lengua distinta, una rareza que va a desaparecer. Me parece interesante
su relación con la geografía y con la naturaleza. El pueblo está en la reserva
de la biosfera Tehuacán-Cuicatlán, en una zona montañosa con comunidades
aisladas. Por eso ha sobrevivido el idioma hasta ahora, por el
aislamiento. Es la única lengua que tiene nombres para algunas plantas
endémicas de esas montañas. Cuando se pierda, se perderá esa parte del
conocimiento, esa interpretación particular de una parte del mundo.
En el mundo
antiguo de valles aislados, de grupos humanos con muy poco contacto, abundaban
los idiomas. En un mundo de comunicaciones cada vez más fáciles y veloces,
parece obvio que esa variedad se reducirá.
-Las personas
seguirán interpretando el mundo, seguirán nombrándolo -dice Galindo-. Algunas
lenguas mueren pero las culturas siguen desarrollándose y adaptándose,
siguen viviendo.
Las clases. Zoogocho sigue viviendo. En cuanto
entramos al pueblo, suenan trompetas.
El nombre oficial
es San Bartolomé Zoogocho. A todos los pueblos indígenas les añadieron un
santo: Chontecomatlán es Santo Domingo Chontecomatlán, Zoogocho es San
Bartolomé Zoogocho, Yatzachi es San Baltasar Yatzachi, y así todos. Celebran
las fiestas de esos santos con mucha veneración y mucha parranda.
Las trompetas de
Zoogocho no son -hoy- por ninguna parranda. Están llamando a clase a los
alumnos del Centro de Integración Social.
-Los CIS ya no
son centros de castellanización, pero mantienen su nombre -dice Galindo-.
Integración social: como si los indígenas no fuéramos parte de la
sociedad. Y les queda algo de ese espíritu de adoctrinamiento, de
disciplina fuerte, una educación de estímulo y respuesta automática. ¿No
oíste el toque de trompeta? Era la llamada para comer. Les gusta mucho esto de
los toques de trompeta para llamar a clase, para salir a comer, para el recreo,
para todo.
En el patio de la
escuela, unos 60 chicos y chicas -casi todos vestidos con vaqueros y camisa
blanca- se han agrupado para escuchar los avisos. Dos profesores explican los
cambios en las clases, dan una pequeña bronca a los impuntuales, otra bronca un
poco mayor a aquellos grandotes que anduvieron burlándose de unas niñas
pequeñas.
Los carteles de
la escuela están escritos en tres idiomas: español, ayuuk y
zapoteco.
-Tenemos un
compromiso con las lenguas indígenas -dice el maestro Andrés Domínguez-.
Editamos algunos libros bilingües, en español y en zapoteco, con cuentos y
leyendas de la comunidad. También enseñamos la escritura. Y tenemos
profesores zapotecos, pero al internado vienen alumnos de otros valles, que
hablan zapoteco de variantes muy distintas, o alumnos mixtecos, mixes,
chinantecos... No podemos atender a toda esa diversidad. Al final la lengua
común es el castellano.
Los CIS ya no son
centros de castellanización: tampoco hace falta.
Este internado de
Zoogocho ofrece una especialización en estudios musicales. La banda ha
hecho giras por Oaxaca, por otras regiones de México, por Estados Unidos.
Muchos de sus antiguos alumnos tocan ahora en bandas profesionales o dan clases
en los conservatorios de las ciudades. O, como Víctor Reyes, un zapoteco de 32
años, vuelven al centro como profesores.
-Los músicos de
la banda hablamos idiomas distintos, a veces cuesta un poco entenderse
porque tenemos costumbres distintas. Pero nos adaptamos. Una banda es justo
eso: un grupo de gente distinta que se entiende con el idioma común de la
música, para crear algo juntos.
Sombras. Galindo conduce el coche monte arriba y
monte abajo, monte arriba y monte abajo. En una ladera aparece un puñado de
casas desperdigadas.
-Es un pueblo
fantasma -dice.
Y que allí vive
su madre.
El pueblo de
Yatzachi está en el borde de unos barrancos que se desploman a un valle
profundo, que ya está en sombra a las cuatro de la tarde. Al otro lado del
valle, en unas montañas cubiertas de pinos, se ven aldeas construidas en los
rellanos de las cumbres y en terrazas inverosímiles. Da la impresión de que
bastaría un estornudo para que las casas se derrumbasen monte abajo hasta caer
al río. -Al otro lado viven los mixes. En este estamos los zapotecos -dice
Galindo.
Y que los zapotecos
jóvenes ya no hablan el idioma.
Vemos a un hombre
viejo por los caminos de Yatzachi y a nadie más. Quedan unos 180 habitantes,
porque la mayoría emigró: algunos se fueron a la ciudad de Oaxaca, otros se
marcharon a California. Hay más nativos de Yatzachi en cuatro calles de
Los Angeles que en el propio Yatzachi. La mayoría de las casas son de
ladrillo y hormigón, están sin pintar, o a medio pintar, o a medio terminar, o
medio abandonadas, o abandonadas del todo. Entre las casas y las casetas, entre
las parcelas reconquistadas por los matorrales, se alza una iglesia
sorprendente: enormes muros de piedra, cúpulas rojas con ribetes blancos,
aspecto de alcázar que vigila el valle.
-Ya no viene ni
el cura. Siempre le digo a mi madre que deberíamos convertir la iglesia
en biblioteca -dice Galindo.
Su madre vive en
una de las pocas casas de adobe que resisten en pie. Nos espera en la puerta:
doña Rebeca Llaguno, 60 años, una mujer chiquita de movimientos muy vivos, pelo
blanco recogido en una coleta, camiseta gris, vaqueros, sandalias. Es maestra
jubilada.
-Cuando veo a
alguien por la calle, me alegro mucho -dice-. ¡Todavía hay gente en mi
pueblito!
Nos sienta a
Salvador y a mí en una mesa de la entrada y nos saca una jarra de agua de
maracuyá. Luego se mete en la cocina a preparar tortillas de maíz, frijoles y
quesadillas.
-Este pueblo se
va a pique -dice doña Rebeca-. Los jóvenes se marchan a la ciudad, y
cuando vuelven es para llevarse a sus padres. Yo no quiero irme a la
ciudad, allá la gente se cruza por la calle y ni se dicen nada. Como puros
animalitos.
-¿Y qué hace
usted durante el día?
-Tengo dos
pollos, arranco hierbas, visito a algunos vecinos que ya no pueden caminar, les
hago la compra cuando viene la camioneta de los abarrotes.
Doña Rebeca no quiere
moverse, pero no porque le haya faltado ese gusto: poca gente habrá recorrido
como ella las sierras de Oaxaca hasta sus rincones más remotos. Fue
profesora de escuelitas indígenas toda la vida. Recuerda los tiempos en los
que llegaba a esas comunidades, sin carreteras, sin luz, sin agua corriente,
donde los chamaquitos iban a la escuela desnudos, donde daba clases en una
lengua que no se podía escribir.
Que decían que no
se podía escribir.
Después de
servirnos las tortillas, doña Rebeca entra en su cuarto y vuelve con un librito
amarillento de 1985. Es el alfabeto zapoteco que ella elaboró, junto a
otros cuatro maestros y lingüistas, y que sirvió para empezar una escritura
común de la lengua zapoteca: una joya.
Antes usaban ese
alfabeto en la escuelita del pueblo. Ahora no hay escuelita: no hay niños. Y
los pumas bajan del monte cada vez más a menudo, dice doña Rebeca.
-Bajan... ¿al
pueblo?
-Sí. Como cada
vez hay menos personas, los pumas bajan con más confianza. Se pasean por la
calle. Los vecinos tienen sus encierritos de ganado, 10 ó 15 ovejas, y viene el
puma y las mata a todas. Se come dos, pero las mata a todas.
Cuando era niña,
recuerda doña Rebeca, los maestros castigaban a los alumnos si hablaban
zapoteco.
-Nos ponían una
multa de 50 centavos si nos escuchaban: eso era el jornal que ganaba mi padre
por todo un día de trabajo en el campo. Si veíamos a un maestro por la
calle, nos escapábamos por el miedo de que nos oyera hablar en zapoteco.
Cuando venían y nos preguntaban en español, nos quedábamos mudos. Así nos
fuimos quedando muditos.
Al despedirnos,
me regala el alfabeto y me pide que se lo enseñe a la gente. Porque no: no
todos quedaron muditos.
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De PAPEL (EL
MUNDO/España), 29/08/2017