DANIEL AVERANGA MONTIEL[1]
Yo creo que
toda novela debería partir por una idea de construcción omnívora. Su armazón,
como quien metaforizaría a la novela como un edificio, no debiera tomar en
cuenta solamente a la historia troncal y a su cosmovisión, sino también al
esfuerzo de un trabajo notorio, serio (aunque la novela sea cómica) y, al mismo
tiempo, con respeto a los lectores. Si el cuento resume la narrativa en una
cápsula inteligente y única, pues la novela la despliega en toda su
grandiosidad. Y no, no me refiero a que la novela supere las 300 páginas, como
las de Urrelo o Pasternak, sino que trate de mostrarnos, a los lectores, algo
más que una narración que vaya de A a Z.
Ejemplos
hay hasta en la sopa: “El Viejo y el mar” de Hemingway, “La Carretera” de
McCarthy, “A pleno sol” de Highsmith, “Tirinea” de Urzagasti, “Pedro Páramo” de
Rulfo y muchísimas más... Estas menciones son de novelas cortas, casi
nouvelles, así que no hay dónde perderse. Escritor, recuerda, no necesitas
atiborrar al lector de páginas y páginas y páginas para contarle algo
importante.
Basta, como
Victor Hugo fue consciente, con algunas líneas para descolocar al lector; por
ello escribió, casi inconscientemente, la última novela clásica de la historia:
“Los miserables”, la cual contiene, sin exagerar, más de 10 nouvelles en ella:
la historia de Jean Valjean, la de Monseñor Myriel, la de Cosette, la de
Fantine, la del inspector Javert, la de los Thénardier, la del pillo Gavroche,
la de Marius, la de las cloacas, la de las barricadas, la del conservador G y
muchas otras más... Así que no hay pretextos: una novela es un acontecimiento,
un despliegue de las habilidades del narrador por mostrar un mundo, un universo
único y selecto, desde donde se pueden ver aún restos de otras historias,
porque, como ya dijeron tantos literatos estudiosos y otros no tanto: la
literatura trata de imitar/representar la realidad con lo que puede, aunque
sabe muy bien que nunca logrará replicarla del todo.
Y bueno,
dicho todo esto, puedo decir que “Hayley”, el más reciente libro de Adrián Nieve,
no es una novela. De hecho, no sé qué es, si una transcripción aburrida de un
stand-up de la Geraldine O´Brien (perdón, Geral),
un guiño a los monólogos de algún filósofo amante de lingüistas inútiles o el
manifiesto sobre la muerte a partir de un psicólogo desubicado. Quizá el autor
estaba tratando de darle forma a un tema tan delicado, pero creo que había
otras formas, no necesariamente aburrir al extremo del aneurisma al lector
tradicional, si no común, al menos al lector que abre las páginas de un libro
en espera de encontrar algo más que una muchacha hablando pavadas.
¿De qué va
“Hayley”? Cinco vídeos preceden el deceso de la susodicha; los cinco vídeos son
una justificación, una explicación, una fundamentación. Ah, sí, y un epílogo
que puede matarte de desesperación, no tanto por lo que dice, sino por cómo lo
dice.
El
destinatario de los vídeos es el pobre Alejandro Callejón (¿Qué necesidad de
los autores del tercer mundo por bautizar así a sus protagonistas? Yo le
hubiera puesto Emilio Choque o Pablo Mamani, digamos; ¡pero no!, Alejandro
porque sí [nombre de telenovela, nombre de serie de televisión], y Callejón
porque es un apellido “guiño”, ya que una “muchacha alemana” no se fijaría, ni
cagando, en un Mamani, guiño guiño, pero sí en un Callejón [Fin de creepybroma#1]); digo pobre Alejandro porque no
sabe lo que le espera. La muchacha de los vídeos lo aburrirá hasta el hartazgo,
diciéndole a cada rato, por medio de los videos que se suceden del primero al
quinto como una babosa por una superficie del salar: miento no miento, soy no
soy, estoy triste no lo estoy, te amo pero te odio pero te amo, me muero pero
quizá no; soy especial y detergente y no lo soy; ah, sí, y tú, eres un cojudo
mas no tanto pero sí lo eres.
Mientras el
libro presenta los cinco vídeos transcritos, se suceden los creepyfacts, o sea, pistas generales
desde donde el autor trata de hacernos comprender por qué carajo deberíamos
leer todo esto. Creepyfacts mediante,
nos encontramos con una mentirosilla e insegura femme fatale, como casi
cualquier persona que no se preocupa por comer, sino por llenar su tiempo con
pajas intangibles. El lector podrá leerlo con interés, claro, si le llegara a
interesar al menos un poquito la bipolar de Hayley, protagonista-narradora de
los videos, pero no, no y no. El concepto de novela pierde sentido en la
tercera y cuarta líneas del texto: “Tú nunca me creíste, se te notaba en tu
cara, en tus tonos, en tu mirada especialmente”. Ya no asistimos a un intento
de recreación de una realidad, sino a un confesionario que tiene claves que
tardan en ser identificadas y, por ende, desechadas por ser tan sosas. Hayley
habla al muchachón, pero también al lector. El resto es eso. Leerla, entender
por qué se despide así, y etcétera al infinito.
Pero para
ser sinceros y no tan hijueputas, si
hay que darle crédito al esfuerzo de Nieve, es con los temas, ya que son
específicos e interesantes, a pesar de sus limitaciones verbales (¡las tildes y
los tiempos verbales no producen cáncer, correctores de estilo de 3600!): ¿cuánto
llegamos a conocer a alguien? ¿Es acaso la depresión un estado de existencia
suficiente como para suicidarse? ¿Nos merecemos leer a una depresiva y
mentirosa para comprender aquello?; las dos primeras interrogantes no se
responden, pero sí se formulan de manera repetitiva hasta el hartazgo (repito.
quizá el mejor logro del libro, si alguien llegara a terminarlo, claro). La
tercera la respondo yo como lector: No lo vale.
Diré por
qué. Son 156 páginas huecas, redundantes, petulantes, ya que, si bien Nieve
mejoró bastante a comparación de su primer libro, en este entra con tanta
confianza, que no espera que el lector le reproche por perder el tiempo con su
lectura. La temática es interesante, bastante, pero su ejecución no.
Flojera. A
eso me voy. Una novela no es el epítome de la flojera. Una novela cuenta un
argumento y “Hayley” se pasa ese requisito por la bolsa escrotal (o por el
monte de Venus), pensando que el lector le dará una oportunidad si pasa la
primera página a salvo. Pero la primera página se repite y repite y repite en
un loop de mierda que recuerda en algo a la fatídica y casi siempre mandada a
la mierda “La guerra del papel” (que yo bauticé como “La guerra del popó”),
pues imagino que únicamente los jurados y los amigos de Calatayud la leyeron
enterita, así como creo que pocos terminarán de leer “Hayley”, a pesar de su
simpleza (que no sencillez, simpleza,
tan plana como culo de aspirina y vacía como la promesa de trabajo que te hace
Homero Carvalho); así, los cinco largos capítulos y el epílogo, que es narrado
en tercera persona y que aburre más, con el paseo del Alejandro Callejón por un
cementerio, terminan por sepultar las intenciones de nombrar a “Hayley” como
una novela.
Si puedo
rescatar algo de este libro, sería el tercer capítulo o tercer vídeo, donde
Hayley nos cuenta de otras personas y por qué quiso replicarlas en su propia
vida, imitándolas, deseándolas, intentando algo que no fue al final. La cosa se
vuelve harto interesante hasta que, parafraseando a Cecilia De Marchi Moyano, la
misma Hayley “le da la espalda al lector”.
Describe la segunda vez que tuvo intimidad con su oyente, Alejandro Callejón, y
lo hace como si el pobre de Alejandro no supiera de qué está hablando ella al
final. O sea, chavos, ya sabemos que ustedes lo saben y lo hicieron, ¿hacía
falta detenerse en esos detalles, como si Hayley pensara que Alejandro es un
cojudo más [Fin de creepybroma#2]?
Lo que me
entristece en cierta medida es la ausencia de lecturas y de trabajo arduo de
los autores de la llamada “nueva generación”, que no es tal, porque están tan
alejados de una calidad narrativa, que se nota en sus primeros intentos ese
esfuerzo, esas ganas por ser leídos por terceros, de crecer, pero es como
invitar a una tortuga a trepar el árbol como el mono. No se puede, y no hablo
de razones genéticas ni morfológicas, sino que me refiero al sentido de
evolución del narrador, su preocupación por leer algo más que lo que recomienda
el canon snob. Cualquiera puede escribir monólogos, pero no cualquiera puede
convertir estos monólogos en trabajos dignos de lectura o atención (perdón otra
vez, Geral).
Yo
preferiría olvidar mis cinco días invertidos en la lectura de este libro, entre
dormirme a media frase tediosa o saltarme párrafos idénticos a otros aparecidos
páginas atrás; en cierto momento de la lectura de “Hayley” pensé en Jay Asher y
su novela “Por 13 razones”, pero se me pasó la comparación obvia, porque estaba
al borde del aneurisma por comprender que cinco capítulos sosos y un epílogo
aún más patético, no son lo que asegura su contraportada. ¿“Atrapante novela”?
No timen de esa forma, atrapante sí que fue la “Tirinea” de Urzagasti, o “La
telaraña” de Boero Rojo, o “La tumba infecunda” de Bascopé, o, permítanme citar
a los actuales, “Por nuestra Perestroika” de Suárez (¿Nieve los habrá leído
alguna vez, más allá de hablar siempre de Bolaño [o ese no era su amigo, Oscar
Martínez] [Fin de creepybroma#3]?); y atrapante no
es este solipsismo impreso, intento fallido, paja mental, que trata de movernos
la emoción pero a mí, perdón, me hizo sentir que, muy aparte de lo académico,
están confundiendo a la burla escatológica hacia el lector, como literatura.
Y una cosa
más. La tapa es preciosa, una pena que en los créditos no se mencione al autor
ni a la obra (“Muchacha con medias grises” de Egon Schiele) y sí al diagramador
[Fin de creepybroma#4]. Es decir, ni eso han hecho bien. ¿Qué pasa con esa
falta de respeto al lector exigente, a ver?
En
síntesis, un libro difícil pero si se lo termina te enseña algunas cosas (como
elegir mejores lecturas: habiendo tanto buen narrador, darle oportunidad por
segunda vez a un cuate que la cagó a la primera debiera ser un pecado, un
sacrilegio [Fin de creepybroma#5]); su temática bien podría funcionar como
cuento o ensayo, pero como novela, no che, o no, al menos en la forma que fue
concebida en esta obra.
Es que para
el aburrimiento no Hay-ley: si sucede, los lectores no perdonan.
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