Thursday, March 30, 2023

Una isla de humana hermosura


PABLO CINGOLANI

 

Recupero estos textos por tantos motivos que no me alcanzan las manos para contarlos. Son parte de la vida misma, de lo que eu considero que es la vida y su esencia, y su canto. Son parte de una obra que honraba y celebraba el hecho de vivir entre montañas -así se llama la antología aludida.

Un día, la vi publicada on line por un hermano de la vida, mi entrañable y siempre presente Alfonso Barrero Villanueva, que lo amo y lo “quero” siempre.

Contaré, simplemente, lo que precipitó que lo rescate: hoy estaba en el centro de La Paz y se largó tremenda lluvia. Se sabe: desde los arribas, todo baja, todo fluye, todo se expresa incontenible. Eran los “ríos” que se forman en las calles paceñas. Me recordaron los primeros tiempos de nuestra estancia aquí, de nuestro morar entre montañas con la Carolina y cómo nos divertíamos con ella y con el agua que baja y busca siempre su cauce, su destino.

Decía Bruce Lee, antes del final: sé agua, mi amigo (Be water, my friend)[1] y a contra ruta de don Heráclito, sentí: esta es la misma agua que yo vi bajando y fluyendo antes, hace demasiado tiempo, tres décadas atrás, pero, mi amigo, es la misma, es la misma agua, es el mismo sentimiento, es la misma pasión, es la misma vida.

Si alguien celebró lo mismo, es el Amauta, es el único e irrepetible Tata Arguedas y aquí va:

 (PC, 29/3/2023)

Una isla de humana hermosura

 

José María Arguedas

 

 

 

Siete años antes de publicar Los ríos profundos (1958), su obra mayor, José María Arguedas ―el superlativo narrador del Perú― escribió este texto sobre la ciudad de La Paz que se incluyó luego en una antología de escritos arguedianos sobre la cultura quechua publicado en Buenos Aires y que el acucioso bibliófilo que es el “Mago”, don Mariano Baptista Gumucio, incluyó en una biografía de la ciudad presentada a principios de la década de 1980. Treinta y seis años después, la joya ―que, por si acaso, no figura en la densa bibliografía de Arguedas de la Biblioteca de Ayacucho; ni siquiera la compilación hecha en la capital argentina― llegó a mis manos gracias a la generosidad de Álvaro Díez Astete. Coincido con él en la rareza sin atenuantes del hallazgo, hijo de esa personalidad literaria y cultural tan caudalosa y tan noblemente nuestra como es José María Arguedas.

 

Hombre de dos mundos, un maestro y un demiurgo anticipatorio en toda la línea expresiva de esa interculturalidad tan en boga en el presente, Arguedas vivió hasta su suicidado final esa tensión manifiesta en los Andes entre esas dos realidades que, desde los albores, desde el momento donde parió violenta y tajantemente un encuentro forzado entre cosmovisiones, no hizo más que conmover al resto del planeta. La Paz, la ciudad de La Paz que de una manera tan feliz retrata en el artículo que continua, es hija de esa contradicción del ser humano Arguedas.

 

Digo: ésta La Paz que van a leer y en la cual van a sumergirse, deleitarse y conmoverse, ya que el texto desentierra arcanos y guarda una música insondable ―tal vez deba agregar que lo considero uno, sino el texto mayor, de esta antología―, ésta La Paz es Arguedas y Arguedas, siete años antes de publicar Los ríos… es esta La Paz. Creo que, sin matices innecesarios, y con la misma pasión de lo escrito, creo, digo, que está todo dicho.

 

Quiero anotar un contrapunto vivencial personal a la vivencia arguediana, “ese vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada”, como el mismo afirmó. Es su fascinación con el paisaje de la hoyada, con esa arcilla omnipresente, esa especie de alfombra geológica, poblada por las formas más extrañas que la imaginación pueda concebir, que comienzan a desenrollarse desde los bordes del altiplano y en la secuencia visual llevan a los ojos a posarse siempre en el pétreo y colosal Illimani.

 

Esa fascinación es la mía y tenía un ámbito privilegiado de reconocimiento ―que la modernidad, la urgencia de los nuevos moradores por ocupar terrenos para levantar sus casas, y hasta la proliferación de cementerios privados, ha degradado ya, casi sin remedio― y un nombre: Llojeta.

 

Cuando arribé a esta urbe insensata, las bohemias lenguas decían que allí tumbas tenían los dos poetas malditos muertos de la ciudad: mi homenajeado Jaime Sáenz y una especie de alter ego, joven y malogrado en un infame accidente automovilístico: Guillermo Bedregal. No lo se. Lo que me consta son mis interminables travesías, a cualquier hora, pero sobre todo a la noche y de madrugada, recreando, divagando, ensoñándome en esas imposibles secciones de una urbe.

 

Parafraseando a Sáenz, y de seguro lo estoy repitiendo: era la maravilla no sólo de vivir entre montañas (el título que reúne todos estos escritos), sino con las montañas adentro, incrustadas en la ciudad, parte de su personalidad, rasgo distintivo de su alma. Los demonios y los ángeles gredosos de Llojeta compartían conmigo: se situaban a tres cuadras de mi casa.

 

Un día llegó un amigo entrañable que deseaba despedirse de Sudamérica, ante una beca conseguida para estudiar en Europa. Pasó por La Paz para saludarme y proseguir viaje hasta Macchu Picchu. El concepto era: “no me puedo morir, sin ver la ciudadela”. Traté vanamente de convencerlo de que no era necesario. Sin ningún afán comparativo, sólo existencial, le dije que no debía ir tan lejos para ver algo que imprimiese y sintetizase América del Sur en su corazón y sus ojos al-borde-del-desarraigo. No me hizo caso, pero cuando volvió del Perú, le propuse el hallazgo: caminar trescientos metros desde mi morada en el más rancio Sopocachi ―uno de los barrios más emblemáticos de la ciudad de La Paz― y develarle un misterio demasiado profundo, un paisaje desmesurado de aluviones incontenibles y formas inasibles, un algo increíble que sólo podía concebirse viéndolo. Mi amigo aceptó a regañadientes, con la carga genética que traemos al mundo en nuestra Buenos Aires natal, esa que dicta que ya casi lo vimos todo porque nacimos para verlo por algún designio inexplicable, en fin: la mayoría sabe cómo son los porteños. La cosa es que fuimos y previamente, a la vuelta, en una tienda de la calle Muñoz Cornejo, compré una petaca de trago para ayudar a digerir la revelación. Caminamos las tres cuadras de rigor conversando animadamente y mi amigo no advirtió que dejamos atrás la línea de las construcciones (un motel y un edificio de tres pisos habitado por militares), y trago va, palabras vienen, le dije, parados al borde de un abismo: ahora, mirá donde estamos.

 

Una delirante superposición de catedrales de arcilla se alzaba delante de nosotros. El trazo gótico de un Artaud cósmico se expandía en una sucesión inexplicable, un aluvión de sensaciones que no cuajaban con la idea de “vamos a pasear por el barrio”. Era noche clara y la vista desviada hacia el sur, hacia donde te corre la línea en fuga de esas casi alucinaciones minerales, desembocaba, invicto y radiante, en el Illimani. Era demasiado y era Llojeta, allí donde la ciudad se volvía un mundo inexplicable, un cosmos inasible que, si no lo leías con el corazón en la mano, estabas muerto.

 

Mi amigo entendió por qué ese mi deseo de que desistiera de su aventura peruana. Mi amigo comprendió que estaba parado frente a uno de los lugares más extraños de la galaxia. En otras ciudades, en esos rincones, ponen supermercados, cárceles o zoológicos, que en el fondo son lo mismo. En La Paz, las montañas componen la más arrolladora sensación de estar vivo, y de que vivir vale la pena.

 

José María Arguedas es una potencia expresiva. Un volcán literario sudamericano y universal. Su texto sobre La Paz cala tan hondo que la mejor manera de honrarlo es leyéndolo, una y otra vez.

 

* * *

La aparición de la ciudad de La Paz ante el viajero es quizás el más bello e impresionante espectáculo que el hombre americano moderno puede ofrecer en el Nuevo Mundo.

¿Cómo es posible que esta aparición sorprenda al viajero después de haber andado bajo los cielos de altiplano que no dejan descansar al corazón con su abrumadora y a veces tenebrosa hermosura? El viajero sensible pasa cerca de los nevados cuya faz cambia constantemente a causa de la luz de las nubes; cruza el lago verde oscuro que brilla con resplandor religioso; atraviesa el altiplano cuyo silencio bebe incansablemente; y llega al Alto de La Paz, conmovido hasta el mayor extremo, en ese estado de gozo y exaltación que sólo se alcanza cuando la naturaleza ha estrujado el corazón humano con su máximo poder. La imagen del paisaje se ha hundido en el ser; y el hombre llega al Alto de La Paz con un mundo de aguas y de cielos, de llameantes montañas y vibradora luz en lo interior.

Así, en tal extremo de enardecimiento, el viajero es sorprendido por la ciudad de La Paz. Desde el borde cortado del altiplano se contempla en una hoyada increíble la sonriente y épica ciudad. Ella, su luz inolvidable, sus dulces árboles, las torres y dentadas murallas de greda que la circundan, calman e iluminan el alma del viajero. El lenguaje profundo de la gran ciudad produce una especie de ordenamiento interior. Los hirvientes y desgarradores paisajes de los Andes agitados por las tormentas de verano que el viajero contempla, se aquietan, toman un lugar claro en la memoria, a la vista de la ciudad.

Es el hombre americano, el hombre de Bolivia, quien ha convertido el caótico suelo, un campo atormentado que se afirma fue el cráter de un volcán, en una bella residencia, en una ciudad cuya hermosura es el fruto del poder humano para aplacar a la naturaleza y convertir sus lados aún feraces en canto eglógico.

La Paz contiene, en ese sentido, un símbolo, una significación especial y entrañable para los hombres del Nuevo Mundo.

Como el Cuzco, sigue en el lugar donde el hombre americano antigua la fundó, ¿Por qué no la cambiaron de sitio los conquistadores? Los españoles bajaron a sus valles, a las orillas de los ríos, las ciudades que ellos encontraron en las cumbres o en los muy escarpados lugares. Sin embargo, a la antigua e importante Chuquiago la dejaron entre varios torrentes, sobre el terreno más difícil; teniendo hacia el sur esas formaciones de greda tan extrañas, tan estériles, que en los tiempos de la conquista debieron ser contempladas con supersticioso terror.

El conquistador debió dejarse exaltar por el épico propósito de dominio de la naturaleza; tarea exigente como la que él prefería. Debió sufrir también las mismas transformaciones de espíritu que el viajero actual cuando descubre la ciudad, como una isla de humana hermosura, después de haber trotado por la excesiva meseta donde los ojos y el corazón soportan demasiada carga. ¿Cómo podría nutrirse esa frágil planta junto al gran lago, las altísimas montañas y el fulgurante o tormentoso cielo que exige del hombre el más bravío corazón?

El conquistador debió construir su morada en Chuquiago porque, a pesar de todo, era un lugar adecuado para su característico espíritu de luchador.

Luego fue tarea común de indios, mestizos y españoles seguir domeñando el suelo difícil para abrir calles y plazas en las escarpadas y rotas laderas.

Hoy, esa admirable tarea se ha acrecentado, y es la más semejante a la del hombre antiguo, de todas las obras que el americano actual ha emprendido. Me refiero naturalmente al hombre de cultura latinoamericana.

El antigua hombre de los Andes sudamericanos, especialmente el de Tiahuanacu y el de Tahuantinsuyu, construyó sus ciudades con un sentido religioso en que la belleza excepcional del paisaje fue el motivo inspirador dominante, ¿En qué lugar se ve, se escucha y se bebe más intensamente la hermosura del cielo y de la tierra? Allí debe vivir el hombre, porque esa contemplación purifica y alienta.

El Illimani cambia de semblante desde la aurora hasta la noche y está siempre presente en el hombre de La Paz. Aún es de tipo sagrado esa presencia. El visitante sufre la misma conquista. Todos volvemos la cara hacia la gran montaña, que no es severa, como los nevados que se contemplan desde cerca, sino que brilla con blanda y acariciadora luz lejana, en la que, sin embargo, el misterio existe y se transmite. ¿Cuántas tiendas, establecimientos populares, fábricas, camiones e instituciones llevan su nombre?

Es posible que algunos paceños muy occidentalizados hayan roto, para su desventura, su maravilloso vínculo con el Illimani. Pero la multitud y el hombre sensible no perderán jamás la amorosa comunión con ese noble ser majestuoso. El es, principalmente, quien convierte en paceños a los forasteros, disolviendo los humanos artificios.

Luego esas formaciones de greda, altísimas, que circundan la ciudad. La erosión ha gastado los montes, los contrafuertes que bajan desde el altiplano ha formado unos gigantes de arcilla, extrañamente enhiestos, a veces ensombrerados con inmensas piedras. Esos tipos rodean la ciudad, torrente abajo, a la manera de un ejército desordenado e inexplicable. Una tropa de ellos se ha reunido, en la dirección del Illimani, a media distancia y forman el llamado “Alto de las Ánimas”. En inolvidable contraste con los árboles y los sonrientes campos sembrados, otras raras formaciones dan a la ciudad un penetrante aire de encantamiento.

El boliviano actual acrecienta y embellece su capital con un sentido y un esfuerzo que tiene que ser diferentes al de los hombres de otros países. No es igual construir en México y en Lima que en La Paz. La tarea de los paceños nos recuerda entrañablemente, como ya dijimos, la religiosa dedicación al trabajo del hombre del Tahuantinsuyu. He ahí el ejemplo vivo de cómo deben crear y hacer los hombres que heredamos el quebrado suelo del Tahuantinsuyu. Es una leyenda engañosa y negativa la de la opulenta riqueza natural de nuestros países. Heredamos el suelo más difícil, el más rebelde y duro de las Américas. Suelo que requiere la mayor dedicación al trabajo; suelo para héroes y no para holgazanes. Ni las montañas de faldas que son casi precipicios, ni los desiertos de la costa, ni la selva, ni las pampas inclementes y heladas de la puna producen si el hombre no las domina recurriendo a su máximo aliento. El hombre antiguo convirtió, por eso, el trabajo en sagrada obligación. La ociosidad era la imagen de la muerte.

El paceño que convierte en risueños barrios las oquedades y barrancos del suelo sobre el cual extiende cada vez más su morada; el ciudadano de La Paz que construye edificios y avenidas en ese campo que era inclemente y rebelde, casi inconcebible para la gran ciudad, ha heredado el coraje, la capacidad de convertir el abismo en jardín, la roca en luminosa muralla, del hombre antiguo de esta parte de América.

¿Es por este significado tan hondo de la ciudad que quienes alguna vez vivieron en ella no la olvidan?

El “Korilazo” Gómez Negrón, un admirable charanguista de Chumbivilcas, que murió hace poco en el Cuzco, víctima de sus incansables y jamás concluidos peregrinajes artísticos, recordaba a La Paz con el mismo fervor que a su lar nativo; Alicia Bustamante, Carlos Sánchez Málaga y Roberto Carpio la añoran con exaltado sentimiento; Arturo Jiménez Borja habla de ella calidamente; Federico Schwab, el bibliófilo y hombre cabal que cruzó varios océanos y continentes y vivió en el África y en el Chaco, considera su estancia en La Paz como el tiempo en que vivió más ilimitada y gozosamente.

Tan solo una mitad de mi experiencia de La Paz he intentado expresar en este breve trabajo. Me falta hablar de La Paz como incomparable crisol de fusión de las culturas occidental y americana. Con impaciente deseo trataré de hundirme en ese cautivante mundo humano. Muy pronto y con mayor dedicación, trataré de dar testimonio de ese otro aspecto, acaso más difícil de analizar.

 

La ciudad de La Paz. Una visión general y un símbolo se publicó por primera vez en el periódico La Prensa de la ciudad de Lima, el 18 de febrero de 1951 y luego fue incluido en el libro Señores e Indios editado por Calicanto, en Buenos Aires, 1976. La versión fue tomada del libro La Paz, una ciudad indómita de Mariano Baptista Gumucio (Colección Juvenil de Biografías Breves, Biblioteca Popular Boliviana de Última Hora, La Paz, 1981)

 




[1] “Virá que eu vi/ Tranquilo e infalível como Bruce Lee (…)” Caetano Veloso: Um indio.

 

Wednesday, March 29, 2023

El San Petersburgo revolucionario de André Biely


ARIANE DÍAZ

 

La novela Petersburgo fue comparada con el Ulises de Joyce o En busca del tiempo perdido de Proust, tanto por su experimentación con la lengua, su investigación sobre la subjetividad del protagonista y su espíritu vanguardista. Sin embargo, fue mucho menos conocida y difundida en nuestra lengua.

Escrita por el simbolista André Biely entre 1913 y 1914, y ambientada unos meses después del estallido de la revolución rusa de 1905 que tuvo como eje a esta ciudad, nos brinda un magnífico panorama de la vida urbana en una época convulsionada que enfrentará al padre y al hijo de una familia, los Ableujov, pero también a los distintos sectores sociales en conflicto en el trazado mismo de la ciudad.

El padre, funcionario encumbrado de la autocracia, trajina cotidianamente el centro de la ciudad y encuentra que el recorrido de la avenida Nevski, que termina en un cuadrilátero rodeado de edificios centrales como el Palacio de Invierno o el Almirantazgo, tiene para él un efecto “sedante”. En cambio los sectores donde estaban las barriadas obreras (las islas) que habían desafiado al Zar, se le presentaban como “mohosas”, “brumosas”, siempre ocultas tras la niebla. Su aspiración es poder “trazarle avenidas” a esas islas asimétricas, imponer su “orden” a lo que siente como amenazante, contener con la planificación urbana a esos “puentes negros” que desde las islas se ciernen como amenaza sobre la ciudad.

La avenida Nevski es uno de los lugares claves de esos trazados y, podríamos decir, particular expresión de lo que en Historia de la Revolución rusa Trotsky definiera como el “desarrollo desigual y combinado” ruso que incubaba posibilidades revolucionarias: calle moderna y mercantil, principal arteria de la ciudad, combinaba varios de los principales edificios estatales del régimen zarista con el tránsito comercial moderno; allí se cruzaban los obreros en sus idas y vueltas al trabajo y los sectores acomodados en sus paseos comerciales y de sociedad. Marshall Berman, en Todo lo sólido se desvanece en el aire, tomará esta avenida como símbolo central de su análisis de la “modernidad subdesarrollada”: es un espacio aparentemente “libre” donde todos transitan y se mezclan, pero que por eso mismo hace más notoria las diferencias y contradicciones entre las clases que constituyen esa sociedad. Berman menciona otro medio de circulación particularmente moderno, los escritos impresos, que en vez de “reunir” a las personas hacen más evidente el abismo entre ellas. Una experiencia tal parece experimentar el personaje del padre, quien percibe que sus “papeles oficiales” con órdenes gubernamentales no llegaban a destino, mientras sí circulaban por la ciudad “otros papeles” (panfletos revolucionarios) que mostraban que la amenaza, a pesar de haber sido derrotada, seguía latente.

Ejemplo para Berman de esta particular forma de modernidad, el conflicto anidaba en esa ciudad hacía ya largo tiempo: es el que surge entre la “modernización desde arriba” que había querido imponer Pedro El Grande construyendo “como ventana a Europa” una ciudad moderna donde no podía construirse nada (San Petersburgo se asienta en lo que fueran pantanos), lo que le da su trazado simétrico y planificado de antemano (a diferencia de las ciudades que muestran en su traza las modificaciones que se fueron superponiendo en su historia); y la “modernización desde abajo” que, a lo largo del siglo XIX y XX, se va a querer imponer en distintos intentos revolucionarios que, aunque fallidos, van abriendo camino y finalmente estallan en 1905.

A mediados del siglo XIX, Dostoyievsky declaraba en “Apuntes del subsuelo” que “Es una desdicha habitar Petersburgo, el lugar más abstracto y premeditado del mundo”. Biely, como señala Berman, viene a continuar esta tradición pero, a la vez, a entreabrir una nueva. Por un lado, sus descripciones retoman autores bien conocidos de la literatura rusa: hay referencias al Eugenio de “El jinete de bronce” de Pushkin y descripciones de “narices” y otras partes del cuerpo fragmentadas que evocan el relato “Nevski Prospekt” de Gogol. Pero el ambiente fastamagórico que presenta Petersburgo y los recursos experimentales que utiliza su autor son la única forma que encuentra Biely de lograr un efecto realista en la situación de principio de siglo XX. La novela introduce así varios cambios respecto a la tradición literaria moderna previa: no tiene una “voz narrativa unificada”, presenta “saltos, atajos y montajes”, y no se priva de desarrollar reflexiones paraficcionales. Esto último, que no es novedoso en sí mismo (está ya en Quijote, por nombrar un ejemplo), da cuenta de una necesidad de explicitar los propios procedimientos y definirlos respecto a tradiciones anteriores, rasgo que dominará el terreno literario ruso en el siglo XX y que cobrará fuerza especialmente en las corrientes vanguardistas, que ya para ese entonces estaban produciendo en Europa y también en Rusia.

Pero no es solo al padre de espíritu simétrico al que la ciudad, símbolo de una situación que no alcanzaba a distinguir bien pero que percibe amenazante, se le presenta de forma “brumosa”. Nikolai, el hijo del funcionario que se relaciona con círculos opositores al régimen y que tiene como misión ponerle una bomba a su padre, no es miembro de esas masas oprimidas puestas en movimiento. Los acontecimientos parecen ser también confusos para él. Aunque no las percibe como una amenaza, en sus recorridos por la ciudad las masas se le presentan difusas y nunca de frente; a lo lejos a veces escucha una marcha, pero nunca llega a cruzarse con ella. Y a pesar de que después de 1905, incluso con una derrota de por medio, las organizaciones revolucionarias lograron cierta legalidad y publicidad de sus ideas, la intriga de la novela está construida sobre la poca claridad de ideas o propósitos de la organización revolucionaria con la que Nikolai se relaciona.

Se trata, claro, de una novela, y el aspecto ambiguo y conspirativo puede ser sin duda literariamente productivo. Pero si la dinámica urbana que construye la novela podría darnos una buena imagen de esa San Petersburgo revolucionaria, en el plano político, como analiza Berman, la fantasmagoría que se describe en Petersburgo no responde a la situación abierta en 1905. Los sucesos de ese año habían significado una mayor clarificación de las relaciones entre las clases con la reacción del gobierno frente al 9 de enero, la decepción de las masas respecto a su Padrecito Zar, y las múltiples acciones de masas que se sucedieron durante todo el año. De hecho, la efervescencia no había terminado para octubre de 1905: a poco de terminadas las huelgas más grandes en San Petersburgo –otras, reducidas, se mantenían–, en Moscú estalló otro ciclo de huelgas. Se había extendido también al campo la efervescencia política. Tanto es así que Lenin no definió que era el momento de “retroceder” sino hasta 1906. Fue la disparidad de tiempos entre estas explosiones que impidieron al movimiento derrocar entonces al zar.

El relato de Biely elige no dar noticia de una novedad que caracterizaba a esa ciudad entonces, una nueva forma de lucha e institución surgida en 1905: las masas no sólo empezaron su embestida contra el zarismo a plena luz del día y masivamente, sino que constituyeron instituciones que expresaban “su” poder, paralelo y enfrentado, con el régimen zarista: los soviets, invención de los obreros y masas petersburguesas. Las características que Biely les otorga parecen ser más propias de una visión aún romántica de la inteligentsia populista rusa, en muchos casos proveniente de las clases altas, que de las desordenadas islas de San Petersburgo. Sin embargo capta muy bien que el enfrentamiento estaba planteado, y sabemos que ellas triunfarían 12 años después.

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De LA IZQUIERDA DIARIO

 

 

Tuesday, March 28, 2023

La hermana de la mina


MAURIZIO BAGATIN

 

Colquiri, años setenta, la dictadura de Banzer y las radios mineras son la síntesis del país. Desde una ventana improvisada sale la música que acompaña a los jóvenes mineros, Los Ovnis de Huanuni, rock y neumoconiosis. Extracción de minerales casi como en el medioevo y brutales dictaduras, jesuitas tercermundistas (los bolcheviques del Vaticano, decía Octavio Paz) que van reclamando justicia y líderes de toda las posibles izquierdas armando sindicatos. Con un enorme bolo de coca entran al infierno diario y a la salida tienen aún fuerza y tiempo para reunirse, organizarse, luchar. Karina empieza narrándonos todo esto y mucho más, mientras disfrutamos de un charquekán en un agachadito en El Alto, son las cuatro de la tarde y el sol ya otoñal está mirando el horizonte altiplánico, muy pronto se deslizará detrás del Illimani. La escuchamos.

 

Todas aquellas familias mineras sobreviven con la única riqueza que tienen, un número de hijos que nunca es menor a la media docena, muchos carbohidratos, coca y alcohol y las fiestas. Hernán era el bicicletero de mi barrio, con ocho hijos y una mujer acabada a los 45 años llegaron a Cochabamba, provenientes de Atocha; él era un trabajador increíblemente habiloso, con un destornillador y un alicate en las manos te arreglaba cualquier cosa, una radio, una bicicleta, una licuadora, soldaba los imposible y te iba instalando toda una conexión eléctrica de una vivienda. Un día me dijo que dos de sus hijos ya eran profesionales, los dos ingenieros, uno industrial y el otro civil: “Y ninguno de los dos sabe soldar y tampoco agarrar una amoladora o un taladro en las manos…”. “En la Comibol teníamos una excelente preparación, hasta los Mauser del ’52 sabíamos desarmar y armar, perfeccionándolos…”, me sigue contando.

 

A los siete años la hermana de Karina fue raptada y llevada a Santa Cruz de la Sierra por su “maestro” de colegio - nadie se acordaba siquiera el nombre del “maestro” - y de inmediato empezaron las búsquedas, consultando parientes en La Paz, en Oruro, viajando hasta Cochabamba, pero de ella ni la sombra, nos cuenta Karina que la vida siguió y con muchos hermanos y hermanas, primos, sobrinos alrededor, aunque tristemente, uno va poniendo en el olvido también la desaparición de una hermana. Y los años transcurren.

 

“MI papá nunca perdió la esperanza, en cuanto a mi mamá, ella, como todas las mujeres, sabemos ocultar mejor el dolor”. Se acomodaron en Cochabamba, consiguieron trabajo y un lotecito donde construir una pequeña vivienda, es la historia de miles relocalizados en este país. Karina creció y ya bachiller se anima en ir a un programa televisivo en el cual ayudan en la búsqueda de parientes, amigos y vecinos desaparecidos; graban el programa que vendrá difundido también en los canales regionales del canal televisivo en La Paz, Oruro, Santa Cruz y Tarija.

 

El padre de Karina fue perseguido durante la dictadura, su vida era siempre en fuga, volviendo solo para dejarle otro hijo que cuidar a la pobre mujer, que en dos precarios ambientes llevaba adelante la entera familia. Once fueron los que la fuerte mujer parió, y seis de ellos no lograron alcanzar la edad escolar. Se acuerda muy bien Karina que a la muerte de Banzer el padre bailó, y fue una de las raras veces que ella y sus hermanos y los demás parientes lo vieron bailar, una de las pocas veces que finalmente lo vieron feliz.

 

Después de algunos días de haber aparecido a la televisión, una llamada telefónica desata el llanto a todos los familiares reunidos. Una voz tímida revela ser la de la hermana que desde hace veinte siete años están buscando. Llama desde Santa Cruz, ahí fue por algunos años la empleada de una familia ricachona, hasta el día que otra persona más listo del “maestro”, engatusándola, se la llevó al Beni, hasta la edad de veinte años, luego conoció a un hombre y con el regresó a Santa Cruz. Ahora ya tenía formada una familia, hijos, hijas, un marido flojo y 27 años sin ver a sus padres.

 

“Historias como esta deben haber miles, aquí y en la China”, nos dice Karina mientras se sirve más llajwa en la papa y en el huevo duro del charquekan. El sol ya está detrás del Illimani, sonríe y nos mira contenta de habernos contado esta parte de su vida. Salimos del agachadito y subimos a la pasarela para cruzar La Ceja y dirigirnos hacia el aeropuerto de El Alto. Desde lo alto de la pasarela saco unas fotos al hormiguero humano que seguramente sabe hacia dónde se está dirigiendo. Siempre en movimiento, el ser humano asume siempre saber dónde está yendo, menos la hermana de Karina, aquella vez que fue raptada por su “maestro” y llevada a otra vida, sin saber que después de veinte siete años, la perseverancia de Karina permitirá que se reúna a su familia.

 

24 de marzo 2023

Imágenes: Una mina en Colquiri y Los Ovnis de Huanuni


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De PLUMAS LATINOAMERICANAS, 25/03/2023

 

Friday, March 24, 2023

Volin y la Revolución Rusa


IGNACIO DE LLORENS

 

Vsévolod Mijáilovich Eichenbaum Volin (Tichvin, Rusia, 1882 – París, 1945) fue un destacado anarquista. Creador de los soviets en 1905, sufrió presidio en Siberia, de donde consiguió escapar para continuar desde el exilio primero en Francia y luego en Estados Unidos, la lucha contra el zarismo. Después de la revolución de febrero de 1917 regresó a Rusia y se consagró a la lucha libertaria en defensa de los soviets libres. Creó la organización Nabat con la pretensión de unir los diversos sectores que componían el movimiento anarquista ruso. Participó como encargado cultural del movimiento majnovista. Detenido por los bolcheviques consiguió escapar al fusilamiento al que le condenó Trotsky. Encarcelado en la prisión de Buitisky de Moscú, formó parte del grupo de anarquistas que en 1921 cambiaron la cárcel por el exilio gracias a las presiones de delegados obreros internacionales, especialmente movilizados por Gastón Leval, representante de la CNT.

De nuevo en el exilio colaboró en la prensa libertaria, escribió folletos, poesía y lo que fuera ser su gran obra, La revolución desconocida, que apareció póstumamente (1947), el mejor libro sobre la revolución rusa.

La excelente revista libertaria francesa Itineraire dedicó en 1996 un número a glosar su figura y obra. El presente artículo fue publicado en esa ocasión.

La etimología del término historiador es la de testigo. No obstante, en pocas ocasiones el testigo puede remontar la propia contingencia para unir sus vivencias a análisis y reflexiones sobre lo vivido. A su vez los historiadores profesionales acostumbran a elaborar sus estudios apartados de la inmediatez de los hechos, con lo cual se les suele escapar la voz de los acontecimientos mismos.

El caso de Volin y su obra La revolución desconocida es, en este sentido, excepcional. Protagonista directo del proceso revolucionario ruso desde 1905, como participante en el domingo sangriento y en la creación del primer soviet, hasta 1921, en que es expulsado de Rusia a perpetuidad, Volin reúne en su libro vivencias y análisis, documentos y anécdotas personales, esbozos biográficos,  relatos de acontecimientos políticos, retratos psicológicos y debates ideológicos. Se trata, pues, de una obra vasta y compleja.

El testimonio de Volin, no obstante, no tiene una intención autobiográfica. Al conocer otros datos de la vida del autor por otras fuentes, podemos calcular cuantas y cuan interesantes cosas pudo haber contado sobre sí mismo y, sin embargo, omitió. El testimonio personal queda como ilustrativo particular de lo general narrado y como dador de credibilidad. Al historiador, el que estuvo «ahí» y luego lo cuenta, según la acepción del término griego, no le guía otro propósito que el de describir los hechos desde la visión de quien los conoce por haberlos vivido, por hallarse inmerso directamente en ellos. El subjetivismo queda matizado por el análisis y por los documentos.

Volin cede el protagonismo de la narración a quienes fueron realmente los protagonistas: los obreros y campesinos rusos, a los que, sin embargo, se les escamoteó ese protagonismo para acabar sometiéndolos a un nuevo despotismo. La historia oficial, como se ha dicho en muchas ocasiones, es la historia de los vencedores. Contra esos anales capciosos del poder ofrece Volin, desde su destierro y marginación, la historia de la revolución que pudo haber sido y no fue, la revolución truncada y derrotada, la historia de la revolución desconocida.

Una teoría del cambio social

El postulado de la autoemancipación popular constituía desde tiempos de la Primera Internacional, el núcleo de la estrategia política libertaria, Esta concepción del protagonismo directo y autónomo de la población en el proceso revolucionario era la base de la actuación antiautoritaria y, a su vez, la condición sine qua non de la misma. Salvo en la efímera experiencia de la Commune, no había podido expresarse como estrategia consciente y activa hasta la revolución de febrero de 1917 en Rusia. Todo el esfuerzo de Volin será mostrar cómo se dio un proceso revolucionario de destrucción de la sociedad zarista y cómo, en cada momento, la opción bolchevique venía a reconstruir un orden estatal, jerárquico sectario y represivo en un contexto revolucionario de suyo horizontal, participativo y libre.

La revolución, en la interpretación del libertario alemán Gustav Landauer, es el momento de la utopía entre dos topías.1 Entre la topía del ancien Regime zarista y la nueva topía del orden totalitario soviético se sitúa el momento revolucionario libertario. La revolución, sea cual sea, es siempre obra del pueblo no de un partido, de una vanguardia iluminada.2

La filósofa Hannah Arendt, en su investigación sobre el fenómeno de la revolución precisa que: «Sólo estamos autorizados para hablar de revolución cuando está presente este Pathos de la novedad y cuando ésta aparece asociada a la idea de libertad.3 Es obvio que en el caso de la revolución rusa se dan estas características, entre otras, que determinan y definen el hecho revolucionario, pero pocos son los textos donde de una manera más nítida se muestre ese Pathos revolucionario que en la obra de Volin. Como antes había hecho Kropotkin al estudiar la revolución francesa y luego harán Daniel Guerin, también sobre la gran revolución, da preeminencia al factor popular, a la corriente social que emerge en el momento revolucionario y se proyecta en la elaboración de formas de relación, gestión y convivencia social distintas, todas ellas transidas y orientadas por la idea de libertad, cuya fidelidad permite establecer el criterio revolucionario. Cuando el pueblo irrumpe en la historia para hacerse con las riendas de su propio destino es cuando nos hallamos en presencia de un hecho fehacientemente revolucionario. La institucionalización de un nuevo poder estatal en lugar de unas organizaciones sociales fieles a ese momento de utopía revolucionaria es lo que acaba matando a la revolución. Esta es la lección que brillantemente expone Volin, la concepción libertaria del cambio social.

Desde esta perspectiva La revolución desconocida muestra los momentos en los que el pueblo asumió directamente las tareas de organizar la sociedad. Para ello nos describe el autor con lujo de detalles los esfuerzos de los campesinos y obreros rusos para auto organizar cooperativas, sindicatos, comunas, soviets… Ahí estaban los cauces en los que se proyectaba la sociedad libertaria. Frente a ellos sitúa Volin con precisión las iniciativas de los bolcheviques para someter y maniatar esas organizaciones populares bajo las instituciones del nuevo Estado que acabará con ellas.

Si la verdadera revolución fue truncada se debió, en opinión de Volin, a la «insuficiencia en la destrucción» del régimen zarista y de los valores y atavismos dominantes. Con el andar del tiempo se vio que lo peor fue la pervivencia de la «idea política». Después de la revolución el pueblo volvió a confiar en un partido, en unos dirigentes, aceptó la existencia de unos nuevos amos. No obstante, cuando resultó evidente la traición de los valores revolucionarios perpetrada por los nuevos zares, ya no fue posible cambiar el curso de los acontecimientos. La política absolutista y represiva acabó con la revolución. La enseñanza de la revolución rusa resulta, pues, obvia: «Para que el pueblo esté en condiciones de pasar del trabajo esclavo al trabajo libre –escribe Volin–, debe, desde el comienzo de la revolución, conducirla por sí mismo, con toda libertad e independencia. Sólo así podrá, concreta e inmediatamente tomar en sus manos la tarea que ahora le demanda la historia: la edificación de una sociedad basada en el trabajo emancipado».4

La revolución y los movimientos sociales

El régimen salido de la revolución queda caracterizado por Volin como «capitalismo de estado». De hecho, cuando escribe La revolución desconocida, a finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta, no se había abierto camino todavía el término totalitarismo. Luego se irá viendo que el totalitarismo tenía dos rostros: el nazi-fascista y el comunista. Volin había apuntado ya esta identidad básica entre ambos regímenes en su folleto Le fascisme rouge (1934).

El régimen bolchevique podía ser aludido como capitalismo debido a que el sistema de explotación se traspasaba del empresario particular al Estado, que se acabó convirtiendo en patrón único: «un capitalismo de Estado más abominable aún que el capitalismo privado».5 No se trata de un Estado obrero, sino de un Estado patrón. Volin se refiere, asimismo, a los nuevos privilegiados del régimen, los miembros y funcionarios del partido, los burócratas, lo que años después Milovan Djilas denominará sin ambages la nueva clase dirigente y posteriormente se conocerá como la nomenclatura.

Para que todo este proceso de creación de un nuevo Estado pudiera darse fue necesario evitar que la revolución siguiera su curso insurgente y autónomo, hubo que acabar con las organizaciones populares revolucionarias. Contra el nuevo poder surgieron resistencias múltiples y diversas. Volin describe y analiza los dos movimientos más importantes: la rebelión de Kronstadt y la makhnovitchina.

El trato dispensado por los bolcheviques a sus opositores fue el mismo en todos los casos: la represión arbitraria y brutal se tratase de oficiales blancos, funcionarios zaristas, campesinos insurrectos o marinos revolucionarios. Los movimientos sociales revolucionarios contra el poder bolchevique fueron aniquilados sin concesiones, pero además se silenció su recuerdo. Las voces de los anarquistas que denunciaron los hechos (E. GoldmanA. BerkmanR. Rocker, los anarquistas rusos…) no salieron, apenas, del contexto anarquista internacional. De este modo, treinta años después de la revolución, cuando se publicó la obra de Volin, en 1947, dos años después de la muerte de su autor, los hechos narrados seguían siendo desconocidos.

Desconocidos y tergiversados. En efecto, cada quien intentará salvar del naufragio revolucionario sus propios muebles. Trotsky, copartícipe con Lenin de todas las medidas dictatoriales que llevaron a la aniquilación de los valores revolucionarios y a la instauración de la política de terror sistemático, protestará enérgicamente contra Stalin cuando éste le aparte del poder y le obligue a exiliarse. Desde entonces marxistas no ortodoxos imputarán al camarada Stalin todos los males de la URSS. Volin, también en esto, se muestra clarividente y tajante. Stalin no hizo más que poner el pie en la huella dejada por Lenin y Trotsky: «el stalinismo fue la consecuencia natural del fracaso de la verdadera Revolución, y no inversamente; y tal fracaso fue el fin natural de la ruta falsa en que el bolchevismo la empeñó. Dicho de otro modo: la degeneración de la revolución extraviada y perdida trajo a Stalin, no Stalin quien hizo degenerar a la revolución.6

La revolución española, un epílogo

Volin tuvo ocasión de asistir a otro proceso revolucionario veinte años después de la revolución rusa. Cuando los militares fascistas se levantaron contra la segunda República española y se dio origen a la revolución y la guerra civil, se tuvo ocasión de poner en práctica las concepciones libertarias, A diferencia de Rusia, en España el movimiento anarquista era el mayoritario, tras cerca de ochenta años de propaganda y luchas ininterrumpidas. Volin fue designado director del periódico L’Espagne antifasciste, órgano de expresión de la CNT-FAl en los medios internacionales. Desde un comienzo Volin fue aconsejando a los compañeros españoles que no repitieran los errores de los revolucionarios rusos, que demolieran la idea política. Mientras en Rusia no se puedo acabar completamente con el Estado y éste acabó con la revolución, en España –exponía Volin–, donde se acabó inicialmente con el Estado por la fuerza de las masas libertarias, no debía permitirse que éste renaciera para que no sucediera lo mismo que en Rusia.

Al ir pasando las hojas de los números de L’Espagne antifasciste no podemos menos que imaginarnos a Volin en la penosa tarea de intentar aconsejar a los anarquistas españoles que no hicieran ninguna concesión al Estado; pero, sin embargo, constatando día a día cómo sus observaciones eran desoídas o no llegaban, y cómo una vez más la revolución no acababa de romper el orden estatal, cuya reconstrucción llevaría fatalmente al aniquilamiento de la misma. La teoría del cambio social anarquista que tan nítidamente pudo constatar y fundamentar Volin en el proceso revolucionario ruso halló su confirmación en la revolución española, un epílogo a la revolución desconocida.

NOTAS

1. Véase Gustav LandauerLa revolución. Ed. Proyección, Buenos Aires, 1961.

2. El delegado de la CNT española al congreso de la III Internacional celebrado en Moscú, en 1920, intervino en una de las sesiones para salir al paso a la idea expuesta por Trotsky y Lenin según la cual el partido bolchevique había hecho la revolución. Pestaña les replicó: «Un partido no hace una revolución; un partido no va más allá de organizar un golpe de Estado, y un golpe de Estado no es una revolución». Ángel PestañaInforme de mi estancia en la URSS. Ed. Zero, Madrid, 1968, pp. 29 y 30.

3. Hannah ArendtSobre la revolución. Ed. Revista de Occidente, Madrid, 1967, p. 41.

4. VolinLa revolución desconocida, Ed. Campo abierto, Madrid, 1977, vol. I, p. 131.

5. Ibíd. Vol. II, p. 25.

6. Ibíd. Vol. II, p. 59.

Publicado en Polémica, n.º 64, junio 1997


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De POLÉMICA, noviembre 2013

Saturday, March 18, 2023

"Ahora o nunca", de Miguel Sánchez-Ostiz


JOSÉ MANUEL LÓPEZ MARAÑÓN

 

« Ahora o nunca«, desapacible e intenso libro, recoge un annus horribilis en la vida del novelista, poeta y ensayista Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950): el de 2016. La escritura veloz y lanzada puramente al fluir de la expresión –que caracteriza la prosa de un diario íntimo– resulta una inmejorable manera para aflojar las ligaduras o distender ligamentos luego de la concentración que implica la obra de ficción (y la de no ficción; también la vida).

Alternando el diario con las correcciones de la novela Las pirañas (para ser reeditada) y de Chuquiago, deriva de La Paz, texto dedicado a su añorada capital boliviana (La línea del horizonte, 2018), y también con los artículos para Cuarto Poder y Diario de Noticias, cuando Miguel Sánchez-Ostiz se ocupa de las entradas de su dietario lo hace desde unas congojas y angustias, que –él mismo reconoce– son producto de la depresión. Desde que leímos a Kafka y a Pavese sabemos que la relación entre el suicidio y la escritura de un diario es íntima; sin llegar a tales extremos sí hay que decir que las páginas de Sánchez-Ostiz se convierten en testimonio de un superyó tiránico y muy inclemente a través del cual se reprende, sin pausa, a sí mismo.

Con motivo del obligado traslado del suegro a una residencia de mayores en Biarritz (amargas reflexiones sobre el olor a vejez y a muerte, a excrementos y encierro, llegar a esa especie de corredor de la muerte –desposeído de todo y sin esperanzas– son motivo recurrente), a sus sesenta y seis años, Miguel Sánchez-Ostiz reflexiona amarga y lúcidamente sobre la irremediable ancianidad que acaba deviniendo en decrepitud.

Entendida como una acumulación de pasado, la vejez se presenta de manera informe y repetitiva. Hacer trabajar a la mente enfrascándose en el simultáneo faenar sobre varias obras parece ser una salida para el autor de La nave de Baco; él lucha valientemente por no ser uno de esos escritores que al acercarse la vejez, o tras un exceso de producción, ven cómo decae su talento.

Asqueado de la vida social, en especial del mundillo literario (que lo repugna ya, evitando con minuciosidad todo lo que hacia él lo arrastre), la misantropía de este maldito rural del Baztán al que aquejan dolores físicos de todo jaez (cirugías dentales, dolores en hombro y articulaciones, dedos anquilosados y –como final de fiesta, como consecuencia de un absurdo accidente– quemaduras de segundo grado en manos y pierna izquierda), su misantropía, decíamos, se ve acentuada cuando constata cómo autores mediocres alcanzan una posición de genio, bien por la mediocridad de sus colegas, entre los que ningún artista superior es capaz de mostrar lo que es el verdadero talento, bien por la mediocridad del público, incapaz de comprender a una individualidad extraordinaria.

«Ese viejo público de domingo y día de fiesta por la tarde, el viejo público de señoras y señores cuya aprobación o desaprobación, de manera menos deliberada que la censura franquista pero igual de eficaz, tanto ha contribuido a pervertir y depauperar la creación en nuestro país», escribió Jaime Gil de Biedma, a cuya lectura recurre Miguel Sánchez-Ostiz para sentirse menos solo.

Para arrancar a su yo de ese continuo pasar que es el tiempo, y mostrarlo en todo el secreto que lleva dentro de sí, Sánchez-Ostiz saca fuerzas la mañana siguiente para seguir haciendo lo que ha hecho la víspera –y desde hace ya tiempo–, saca fuerzas para ese trajinar absurdo, para esos mil proyectos que nunca salen, esos intentos por escapar de la necesidad agobiante, intentos siempre abortados, y todo ello para convencerse una vez más de que el destino es invencible, de que hay que volver al tajo con la angustia del día siguiente y cada vez más precario, más sórdido…

«Estoy muy resignado a trabajar toda mi vida como un negro, sin esperanza de recompensa alguna. Es una úlcera que me arrasco, eso es todo. Tengo más libros en la cabeza de los que tendré tiempo de escribir de aquí a mi muerte, sobre todo al ritmo que voy». Esto se lo contaba Flaubert a Louise Colet, y en esta época, tan marcada por la sobreproducción, la aceleración vertiginosa de los libros en las librerías, su escasa vida (y su lógica consecuencia: la descatalogación sistemática), resulta de plena actualidad. Tras leer Ahora o nunca pocas dudas me quedan de que su autor haga suyas estas frases.

En lugar del insoslayable paso del tiempo cotidiano Sánchez-Ostiz ensaya con la posibilidad de desandar el tiempo vivido o de propulsarse a un tiempo por vivir, en un ir y volver que ensanche su experiencia y su sensación de existir en otros tiempos, de darse la posibilidad de evadir las exigencias intolerables del presente. Nada tiene que ver ese tiempo con el tiempo regido por los hitos de la vida campesina, esa vida sometida a ritmos cíclicos de los que emana cierta sensación de orden y concierto del universo. El tiempo de Miguel es el tiempo de una aceleración ajena a sus ritmos biológicos o a cualquier régimen estacional, porque su motor es el de una competición que no conoce tregua, menos aún en un universo digital abierto las veinticuatro horas del día durante los siete días de la semana que le demanda un permanente estado de alerta.

El gran hombre llega a su tiempo, o a un tiempo que solo le pertenece a él. En cuanto al tiempo de su país, él lo retrasará o lo adelantará a su antojo.

«¿Existe algo más vacío / que el cajón donde / uno solía guardar el opio?» Se preguntaba Leonard Cohen y Miguel Sánchez-Ostiz le responde, desde la vida: «Sí, la memoria cuando es un cuarto oscuro en el que refugiarse aovillado».

El año acaba donde empezó, en Arraioz–Baztán, a 31 de diciembre de 2016–, y son muchos los asuntos que Sánchez-Ostiz deja pendientes. «Era ahora o nunca, y ha sido como he podido, es decir, como siempre, porque a más, te propongas lo que te propongas, no llegas». Un diario que corta el aliento.

 

[Fuente: http://www.todoliteratura.es]

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De SEPHATRAD, blog de Isac Nunes, 14/03/2023

La historia en una carta


MAURIZIO BAGATIN

 

Dijo Lenin que “si no eres parte de la solución, eres parte del problema”. Ahora no es que se necesite sacar refranes bolcheviques para recordarnos como eran aquellos años, pero ayuda un poco en descifrar lo bueno, lo malo y lo feo de aquellos años. Y sobre todo, demostrar el abismo entre aquella época y la que estamos viviendo ahora.

Me encuentro con un pequeñísimo recorte de periódico de unos 5 X 10 centímetros, es de EL DIARIO de Oruro, del 1965 o 1966, solo se lee: “Oruro, 30 (EL DIARIO), por teléfono”. Y podemos ir imaginando al corresponsal que desde un bar, una casa o un refugio clandestino, va dictando la nota de prensa al responsable de su publicación. Ni chasky, ni internet, un periodismo de trinchera, acción y riesgo. Notas breves y puntuales, “tocata y fuga” para ser sin aparecer, llegar a quienes se quiere llegar.

“Mario V. Guzmán Galarza, Corresponsal de Prensa”, firma la carta enviada desde México D.F. el 10 de junio 1965 y dirigida a Juan Lechín Oquendo, exiliado en Asunción, Paraguay. Envía saludos a los otros exiliados, a Ñuflo Chávez, Héctor Cossío, Ramiro Villarroel, Enrique Valverde, a Daniel Saravia y a todos los viejos amigos. Es una misiva con sabor a lejanía eterna que va mezclándose a mucha esperanza y “con el espíritu renovado para librar nuevas luchas por la liberación nacional”. ¡Qué tiempos aquellos! Medio siglo fue llevándose esencia y sustancia, las medulas de nuestra evolución. Sigue la carta con un cuestionario de dos hojas adjunto, dirigido al mismo Lechín, pidiendo le conteste para así publicarlo en esta capital. Se despide con un abrazo y un saludo cordial para todos los dirigentes sindicales. Una carta en papel copia, con aparentes manchas de café, una dirección anotada con bolígrafo en un borde (el nombre de un hotel y, tal vez, del barrio donde está ubicado), la firma sobria del remitente, 24 preguntas de cuestionario y una, la pregunta 25, puesta después del agradecimiento, de la fecha y el lugar de envío, y en la cual pregunta: “¿Cree usted que las milicias de trabajadores mineros y fabriles entregarán sus armas a la junta militar? ¿En caso contrario se ha dispuesto la resistencia?”.

Desde Asunción, Paraguay, en fecha 24 de septiembre (¿del 1964?, ¿del 1965?), otro documento que hoy escribe la historia en una página. Parece ser un texto escrito mientras uno está escapándose de una persecución, en fuga de alguien que, persiguiéndolo, ya debe estar muy cerca. En la nota, el doctor Enrique Valverde, exiliado boliviano y secretario político de Juan Lechín Oquendo, reitera a United Press que “Lechín está en Bolivia” - pero declina dar detalles sobre la vía utilizada para su reingreso subrepticio en el país- y ya está al frente del Partido revolucionario de la izquierda nacional.

Otra misiva desde el frente, en una época así tan lejos y así tan cerca. Papeles que uno va guardando por toda su vida y un día llega alguien y va escogiendo, algunos se van para el reciclaje o con el basurero del lunes, otros van creando la historia en una carta.

17 de marzo 2023

Imagen: El pequeñísimo recorte de periódico 

Thursday, March 16, 2023

Diario de Corea


EMILIO LOSADA

 

Porque “Hay un hambre de intemperie en las rodillas del tiempo, y marca el compás de tus labios un reloj que huele a macho incapaz de conservar su especie”. Porque “… contigo siempre pierdo. Desde que te conocí me supe perdido por siempre”. Porque “Huele a saliva tu vientre, me sabe a polifonía tu madrugada y entre los lirios en que bordan acequias tus labios me derramo sin pretender ningún mañana”. Porque “Le separo las nalgas a Corea para mejor explicarme la perfección imperfecta de la vida que me resta”. Por las maravillosas páginas 38 y 39 (¡qué hijo de puta!). Porque “Sabe tu savia a sabiduría breve y entre tus labios se vocaliza el fin de la especie”. Por la página 72. Brutal. Porque “Eres el incendio de todos los hogares, y en tu vientre aúllan niños calcinados con nombres que yo aprendo a bautizar despacio”. Porque “Y es que podría escribirte durante lo que me resta de vida. Porque escribirte es, aún, habitarte, y sé que pronto me cerrarás la puerta de todas tus habitaciones”. Porque “Caminamos hacia su buhardilla despacio, como calibrando cada paso, como esparciendo migas de pan sobre el asfalto, sabedores de que uno de los dos deberá tomar el camino de vuelta”. Porque “Corea solo desea abandonar la fiesta y yo ya solo puedo ejercer de excusa perfecta”. Porque uno podría transcribir aquí Corea de cabo a rabo y sería el más poéticamente justo de los piratas. Por la incorrección con clase, entreverada y sumaria a la vez; por la desaforada histeria y la maldad bien entendida. Porque follar bien y sucio es el más satisfactorio de los actos terrenales posibles, qué coño. Por el final… Qué pasada de final, leñe. Porque no es necesario encabalgar para hacer poesía (que hay que decirlo todo). Y porque, hablando de poesía e histeria, la guinda a esta grandiosa tropelía la coloca, como la que no quiere la cosa, la número uno en la encomienda: la divina Julia Roig. En fin, ahí es nada.

https://versatileseditorial.es/.../diario-de-corea-pablo...

24/01/2022

Sunday, March 5, 2023

Cortázar, Quilapayún, Pablo Mendieta Paz y la Canción Francesa


PABLO MENDIETA PAZ

 

Querido Claudio:

A propósito de modificaciones de textos en canciones u obras, el compositor chileno Luis Advis escribió en letra y música, en 1969, la extraordinaria Cantata Santa María de Iquique, reveladora de un talento y genio exquisitos del músico y escritor chileno. La obra fue originalmente grabada en estudio por el magnífico grupo Quilapayún, y se constituyó en obra mayor del repertorio latinoamericano de música de protesta. Exiliados estos, luego del golpe de Pinochet, se asentaron en París junto a un numeroso contingente de músicos, escritores, cineastas, etc., que se congregaron en la capital del mundo a la espera de que la situación en Chile retomara su cauce político popular (lo cual, claro, no ocurrió). Sin entender por qué, a pesar de la fama y éxito que les deparó la cantata en el viejo mundo, a los integrantes de Quilapayún se les ocurrió un mal día que, con Cortázar ahí, también asilado, podrían hacer una nueva grabación de la obra, pero con el texto modificado por el escritor argentino??? Enterado de esto, Advis, quien pudo permanecer en Chile, colérico por la actitud de Quilapayún, y por la “inaceptable intromisión” de Cortázar, había dicho: “No me gusta que corrijan mis textos sin preguntarme, además de que en ninguna parte yo uso la palabra pueblo como la usa Cortázar. Estaba tan molesto con ese señor que le iba a escribir una carta, pero no lo hice porque al mes siguiente murió”.

Si uno revisa la versión de Cortázar, indudablemente que el sentido de las partes corregidas se distancia a la legua de la inspiración de Advis. No hay encuentro con la música, por muy pocas modificaciones que el hombre de Rayuela hubiera hecho al texto. Una anécdota que siempre leo y releo. 

Una vanidad personal, a propósito: cuando gané el concurso de la canción francesa aquí en Bolivia y me mandaron a París a representar al país en el Festival Latinoamericano de la Canción Francesa, el grupo que acompañó a cada artista fue precisamente Quilapayún. No olvido la emoción que me embargó. Ellos, los admirados Quilapayún, rasgaron sus guitarras y charangos y dejaron volar sus instrumentos de viento en fantásticos y elevados arreglos de música fusionada. Una experiencia que guardo como gema preciosa, pese a su incomprensible, y no poco repudiable actitud (de Quilapayún) con Luis Advis. 

Una historia de capítulos disímiles. La comparto con todo gusto y complacencia contigo, querido amigo. (Compartirla con otros podría, tal vez, calificarse de pedantería, tal como suele ocurrir). Contigo, por supuesto que no. Un fuerte abrazo!

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Imagen: Santa María de Iquique, Cantata popular