DANIEL MOCHER
Farinato de
Ciudad Rodrigo con huevos revueltos, café americano y Perder el juicio de
Ariana Harwicz, en la faja dicen que tiene un toque de David Lynch y a mí
también me viene a la cabeza Fogwill y sus pichiciegos, una voz dura que horada
nuestras zonas de confort, de nuevo lo oscuro y brutal emitiendo esa luz verde
fosforescente y pantanosa de rara belleza que emborracha. Verde que te quiero
verde. Verdes de la aurora boreal o de la Ofelia de Millais ahogada en el río.
Una huida claustrofóbica, un secuestro condenado al fracaso, querer ser buenos
y no poder.
La mañana
pasa lenta, tediosa barcaza deslizándose por aguas de minutos mansos y
extendidos hacia nadie sabe. Hemos montado una habitación de juegos en la que
fue morada de la hija que se marchó y no quiere ser pródiga todavía, hay que
seguir con el hueco bien presente recordando el abandono. Pasamos allí el rato
mientras Claudia da sus primeros pasos y los niños juegan juntos a construir y
destruir Imperios, Elena se inclina por una cerveza 1906 y yo por la cazalla
Cerveró, con agua y mucho hielo.
Tratamos de
imaginar cómo será la próxima casa, con suerte la definitiva, tal vez, una
chimenea es imprescindible si nos mudamos a las tierras más frías del interior,
algo de terreno para un pequeño huerto y algún árbol frutal, más de tres
habitaciones y, si es posible, un despacho para poner allí la biblioteca y
algunos objetos del pasado, como anunciaba certera aquella tienda de
antigüedades clausurada, quincalla genealógica, cosas viejas salvadas in
extremis de terminar en el vertedero, conservadas solo por su valor
sentimental. Antiguallas, trastos inservibles, pecios rescatados del naufragio
de otras vidas. Pipas de brezo, cámaras Voigtlander, mecheros antiguos y
oxidados, plumas estilográficas maltrechas, un molinillo de café y un retrato
de mi suegra pintado al óleo sobre lienzo por Constante Gil, quien fuera
propietario del mítico café Madrid e inventor del Agua de Valencia, un cóctel
de cava, zumo de naranja, ginebra y vodka. En el Café de las Horas creo recordar
que también le añaden unas gotas de angostura y algo de ambiente neobarroco.
Claudio
Ferrufino me comenta sus últimas adquisiciones librescas: Geografía de Estrabón
y La guerra de Granada, de Diego Hurtado de Mendoza. Entiendo y comparto su
alegría. Esa elección es un elogio de lo inactual, una apología de lo repudiado
y desaparecido. Un milagro. El tiempo es realmente de oro cuando lo invertimos
en todas esas cosas que para muchos desgraciados ya son inútiles e
improductivas. En pleno siglo XXI, entre guerras crecientes y barbarie
desmedida, la esperanza, un libro, cuartetos de cuerda, pinceles y aguarrás,
pan de oro, subrayar, escribir en los márgenes, la escala pentatónica o
las variaciones Goldberg, sonetos, el triple salto mortal, rosetones, capiteles,
pizzicatos, marinas, aguadas, arquivoltas, bodegones, coreografías, decorados,
telones que suben, funciones que empiezan, cuentacuentos, recitales, clases de
baile, carboncillos y otras revoluciones interiores, verdaderas.
La gran
minoría lectora como un rey Midas con lepra en un reino decadente, la humanidad
resistiendo el asedio, el arte que embellece y hace un poco más soportable este
gran absurdo azul que gira y describe órbitas elípticas alrededor del Sol. Es
un alivio encontrar a alguien con quien compartir obsesiones, compinches,
hermanos de tinta, alguien que te diga, mira, lee esto, aquí hay medicina de la
buena, piloerecciones, puñetazos y mariposas en el estómago, asombro, sacudidas
y puntos de inflexión, escapatorias, reinvenciones, canela en rama y horizontes
nuevos. Es san Jorge, 23 de abril, Día del Libro, Elena me regala Guerra y
guerra de László Krasznahorkai, como un exorcismo, guerra, odio, lo que no
debería existir, guerra y más guerra, lo que va creciendo como un hongo
venenoso por todas partes. El dragón despliega sus alas de dominio para hundir
al mundo en su sombra, el santo murió hace siglos y no se le espera, hay
demasiados inocentes muertos, el libro en mis manos, mártires alimentando a la
bestia, numerosos son también sus siervos, me hago a un lago y comienzo a leer
en voz alta, dirige su hocico hacia mí, resopla, llamaradas, todo es fuego
alrededor, tal vez pueda leer un par de líneas más, un par de palabras, se
acabó, László, 451 grados Fahrenheit.
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De LOS
PROPIOS PASOS, blog del autor, 23/04/2024
Imagen:
Tienda de antigüedades de Valencia, objetos del pasado.
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