OSVALDO BAIGORRIA
En el mejor
momento de su trayectoria, Dylan Thomas (1914-1953) tuvo la pésima idea de
alardear que había bebido de más. O mejor dicho, más de lo que realmente había
bebido.
A sus 39 años, ya
era considerado por críticos de EE UU y Gran Bretaña como “el mejor poeta
inglés contemporáneo”, un “creador de lenguajes y nuevas modalidades métricas”
o simplemente “un genio”. Premiado a ambos lados del Atlántico, contaba con la
flamante publicación de sus Poemas completos, que recopilaba casi
toda su producción desde 1934, y además disfrutaba de su fama como hábil
narrador en varios géneros, desde una biografía novelada de Joyce hasta cuentos
y relatos radiofónicos, pasando por guiones cinematográficos y obras teatrales
como Bajo el bosque lácteo, que entregó a la BBC poco antes de
viajar a Nueva York para el que sería su último grand tour poético.
Hospedado en el
legendario Chelsea, el “hotel de los artistas” del Greenwich Village, famoso
por haber albergado a Mark Twain, Thomas Wolfe y Henry Miller, desde su arribo
el galés se habría quejado de dolores en el pecho y de asfixia. No lo ayudó la
contaminación ambiental de la ciudad, que entre octubre y noviembre de 1953
llegaría a niveles récord para la época. Ocurre que Dylan Thomas sufría de los
bronquios, utilizaba un inhalador para ayudarse a respirar y en esos días
probablemente ya estaba en desarrollo la neumonía que se le descubrió demasiado
tarde en el hospital. Igual cumplió con sus compromisos: leyó Bajo el
bosque lácteo al público en Cambridge, grabó la obra en Manhattan y se
preparó para representarla en el prestigioso Poetry Center de Nueva York, cuyo
director, Paul Brinnin, también era agente de ese tour literario por el cual
cobraría un 25 % de las ganancias del escritor.
Acompañado por la joven asistente Liz Reitell, quien se había convertido también en su amante, Dylan Thomas colapsó varias veces entre uno y otro ensayo, y finalmente se refugió en su habitación del Chelsea todo el tiempo que pudo, abandonando incluso la fiesta que se le hizo para su cumpleaños el 27 de octubre. Reitell lo vio tan mal que decidió llamar al médico de su familia, Milton Feltenstein, un “doctor de celebridades” que creía que todo se podía curar con inyecciones. Parece que en algún sentido lo ayudó, al principio.
Acompañado por la joven asistente Liz Reitell, quien se había convertido también en su amante, Dylan Thomas colapsó varias veces entre uno y otro ensayo, y finalmente se refugió en su habitación del Chelsea todo el tiempo que pudo, abandonando incluso la fiesta que se le hizo para su cumpleaños el 27 de octubre. Reitell lo vio tan mal que decidió llamar al médico de su familia, Milton Feltenstein, un “doctor de celebridades” que creía que todo se podía curar con inyecciones. Parece que en algún sentido lo ayudó, al principio.
En la madrugada
del 4 de noviembre, Dylan Thomas saltó de la cama, diciendo que necesitaba aire
fresco, y se dirigió a la cercana taberna White Horse. De allí volvió poco más
tarde, pronunciando sus famosas últimas palabras: “Me tomé 18 whiskies
seguidos; creo que es un récord”. Y se fue dormir. Literalmente, dijo “straight
whiskies”, que significa solos, sin hielo ni gaseosas, aunque también “uno tras
otro”. Esta es la fórmula con la que su mito de artista bebedor pasó a la
inmortalidad.
Pero la leyenda
de que el alcoholismo fue la causa de su muerte habría sido fogoneada por el
mismísimo doctor Feltenstein y por el agente Paul Brinnin. Como muestran las
investigaciones de David N. Thomas y Simon Barton en las últimas décadas,
mediante entrevistas a quienes lo conocieron y a los médicos residentes que lo
atendieron durante la internación, la causa no fue el alcohol sino un
diagnóstico equivocado y una probable negligencia médica.
A pocas horas de
su incursión por la taberna, Dylan Thomas despertó al mediodía quejándose de
que no podía respirar. Dicen que su voz estaba en tan mal estado que sonaba
casi como Louis Armstrong. Asustada, Liz Reitell volvió a llamar a Feltenstein,
quien tras revisar al paciente, llegó a la conclusión que tenía delirium
tremens debido a la ingesta de alcohol. En vez de internarlo en un hospital,
donde podía haberse descubierto la infección en los bronquios, procedió a darle
inyecciones de morfina. Cada ampolla contenía una dosis de 10 miligramos. Como
las dos primeras parecieron no tener suficiente efecto, Filtenstein le dio una
tercera inyección. Y esta habría sido fatal. Ya con 30 mg de morfina en el
cuerpo, Dylan Thomas entró en coma esa misma noche.
Cuando finalmente
fue internado en el hospital St. Vincent, los residentes de guardia descubrieron
mediante radiografías y análisis de sangre que sufría de bronconeumonía. Pero
el doctor Feltenstein seguía porfiando en que la causa del coma era etílica,
así que se dejó avanzar la infección cuatro días más hasta el 9 de noviembre.
En un examen post-mortem, se confirmó la inflamación y daño en el cerebro
causados por la neumonía que había reducido el suministro de oxígeno. En ningún
momento se observó que tuviera intoxicación por alcohol. Y también se planteó
la duda de si aquellos míticos “18 whiskies” no habían sido ocho.
De todas maneras,
la leyenda trazada por el alarde o la exageración cruzó el océano y se
desparramó de inmediato. El gran final por exceso calzó como anillo al dedo
para los agentes y editores norteamericanos y británicos, para la prensa y la
posteridad del mito bohemio del poeta galés. Pero al contrario de lo que
proclama su poema más conocido, Dylan Thomas entró dócil y gentilmente en la
última de sus buenas noches.
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De PASEO ESQUIZO, 23/12/2014
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