La selección de
crónicas y ensayos Una experiencia del mundo (Excursiones,
2016) presenta parte de la prosa periodística de un autor que, habiéndose
iniciado en Trilce como un metafísico de la libertad y la
ruptura total de normas de la lógica y la sintaxis, durante su exilio parisino
adoptaría una concepción más plana, simplista y dogmática de la literatura y la
vida cultural.
A fines de los
años 20, en medio de la miseria, la desesperación de una Europa en crisis y en
la que ya crece el fascismo, César Vallejo sobrevivía tensionado no solo por la
necesidad económica y la denuncia de la deshumanización capitalista, sino por
el conflicto entre su lenguaje poético original y su adhesión incondicional a
la revolución rusa y al Partido Comunista de Perú, cuya célula parisina
llegaría a fundar. Su poesía se inclinará por la transparencia sin perder ritmo
ni potencia léxica, como se verá en los póstumos Poemas humanos y
en España, aparta de mi ese cáliz. Pero en su prosa exhibirá una
voluntad de “bajar línea” que lo llevará, no tanto al facilismo de lectura,
sino a repudiar experimentos semejantes a los que él mismo había desarrollado en
su primera etapa y a someterse a la doctrina oficial soviética sobre arte y
literatura en años de transición del marxismo-leninismo hacia el estalinismo.
En los artículos
“Autopsia del superrealismo”, “Contra el secreto profesional”, “Duelo entre dos
literaturas”, “Invitación a la claridad”, “Poesía nueva” y “Literatura
proletaria”, Vallejo se burla de las vanguardias literarias y afirma que
la única literatura nueva es la llamada “proletaria”. Sus escasos ejemplos son
Upton Sinclair, Boris Pasternak y Boris Pilniak, entre otros autores admitidos
por la Asociación Panrusa de Escritores Proletarios y por la ordenanza
administrativa soviética de 1925 que declaró la existencia oficial de esa
“nueva” literatura. Desde luego que desconoce o prefiere no enterarse de todo
aquello que desestabilizaría sus creencias: por ejemplo, que el poeta Nikolai
Gumiliov, fundador del acmeísmo ruso, había sido condenado a muerte y
prohibidas todas sus obras, mientras su compañera Ana Ajmátova vivía en la
clandestinidad y el ostracismo, para mencionar solo dos de los muchos autores
perseguidos por no encajar en la definición de “escritores proletarios”.
Las
contradicciones de una figura tan entrañable como Vallejo son notorias en estos
textos donde por un lado declara que “en mi calidad de artista no acepto
ninguna consigna o propósito…. que someta mi libertad estética al servicio de
tal o cual propaganda” para luego difundir la idea de una supuesta “producción
literaria obrera” que él imaginaba ya estar “dominando casi por entero la
producción intelectual mundial” (en 1931).
Como advierte el
compilador Carlos Battilana, la preocupación de Vallejo por la responsabilidad
del artista con la sociedad lo lleva hacia la labor militante. Pero los límites
y omisiones de esa militancia están a la vista en debates fechados y
clausurados en la época de entreguerras, donde era pertinente discutir sobre la
seriedad de la conversión religiosa de Jean Cocteau o si el surrealismo era o
no un “movimiento marxista”.
Deslumbrado hasta
la ceguera por las promesas de la revolución rusa, Vallejo elogia con candor la
vida nocturna en Moscú en comparación con la de París porque en la capital del
socialismo, asegura, no existen esos cafés, dancings y salones
sociales “a los que tan solo se va a divertirse y no a trabajar”. Por el
contrario, en Moscú “se pasa la noche de otra manera, según el rol que cada
cual juegue en la edificación socialista de la vida”. En esa noche no habría
distracciones: “en la fábrica y en el taller se desenvuelve el trabajo de modo
tan confortable” que ya no haría falta alternar el trabajo con placeres.
Las mejores
ironías de Vallejo sobre las costumbres parisinas también son teñidas por una
moral conservadora, como cuando se burla de las mujeres que restringen sus
prendas de vestir acortando sus faldas y suprimiendo “medias y calzón” para
salvar a Francia de la crisis financiera. Y en uno de sus arrebatos de mística
humanista opone a Europa el contraejemplo de la “raza japonesa” por su fuerza
“antioccidentalista” y su “personalidad espiritual”.
Vallejo reafirma
su fe en la humanidad pero solo en sus poemas esa fe no aparece tan encerrada
por un credo y un horizonte limitados. En cambio, en sus artículos para
la prensa peruana el dogma lo impulsa a la vulgarización y la propaganda.
De todas maneras, algunos están tan bien escritos que se dejan leer más
allá de su valor como documentos de época, dentro de un libro cuyo cuidado
diseño incluye obras de los artistas Claudio Mazzucchelli y Nessy Cohen. Entre
los mejores está “La defensa de la vida”, cuyo poder de persuasión es tal que
aunque se le note la ideología subyacente (enemiga del “arte por el arte”),
termina siendo una verdadera obra de arte. Otros más clásicos, como “El salón
del automóvil en París”, “Un extraño proceso criminal” o “París en primavera”
son piezas únicas de un autor que aun cuando abomina de ese “maldito Trilce” de
su primera juventud, conmueve con toda la fuerza de su verdad y su belleza: la
de un cronista desgarrado entre la poesía y la doctrina.
Publicado en
revista Ñ el 18 de febrero de 2017
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De PASEO ESQUIZO, 18/02/2017
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