De vuelta de Barcelona.
Me separo menos de Madrid que el oso del madroño, por lo que
suelo tomarme cada desplazamiento como un desafío logístico del orden de la
batalla de Austerlitz. Hoy, sin embargo, me ha tocado ir y volver
en el día, y a la felicidad de ir ligero de equipaje se ha unido la felicidad
de cogerme -¡vivan los asuntos propios!- un lunes del trabajo. A veces el mundo
cuadra para bien. Ahora garrapateo estas líneas en el AVE con
toda voluntad de no quedarme dormido y ninguna esperanza de entender mi letra.
Por fuera atravesamos una España oscura, y no me refiero a ningún sentido
metafísico, sino a su literalidad ramplona: hace mucho que es de noche. Eso nos
impide ver, a través de la ventana, algunos de los paisajes más feos del país.
Consigno con fastidio que -igual que esta mañana- no me ha tocado al lado la
guapa del vagón.
09h
Al llegar a
Barcelona, ahí está esa bruma indefinible -esa luz inusual- que siempre tienen
las ciudades con mar a ojos de un mesetario, acostumbrada la mirada a un
contorno más tajante de las cosas. Como sea, siempre hay un placer en echar a
andar por ciudad ajena en día laborable: libre de las escenificaciones tribales
del fin de semana, Barcelona aparece doméstica y natural como
si acabara de salir de la ducha, llena de comerciales de Mapfre que
van a hacer la peonada y de profesoras de primaria que se retocan el maquillaje
en el espejo del coche. Yo hago lo que suelo hacer en casi cualquier
circunstancia: meterme en un taxi.
9h15
Voy hasta la Ciudadela con
idea de ver el Parlament -ahora tan mediático- y los jardines.
Uno siempre había admirado en Barcelona la lógica vital de
construir puerta con puerta, allá en el Tibidabo, un parque de
atracciones y un templo expiatorio, pero situar el Parlament junto
al zoológico, aquí en la Ciudadela, exige un don superior para la
autoironía. En el parque, las filas de topiarios tienen un brillo de fantasía
entre el resol de la mañana y el rocío de la noche, pero me falta tiempo para
el arrobo lírico porque estoy desorientado y no sé dónde cae el Parlament.
Irónicamente, en Madrid pensamos
que en Barcelona todo el mundo debe de practicar tai-chi por
las mañanas, pero en la primera hora del parque no hay nadie o casi nadie para
darme una indicación.
En una primera
batida encuentro a dos chicas que, por su rubio frisón y esa cara de
agotamiento que sólo puede provocar el frenesí turístico, intuyo que no me
sirven. Luego, por fin, veo a lo lejos a un hombre que empuja un carrito y va
hablándole al niño en voz muy alta, con ese impudor afectivo, nada ingrato, de
los adultos con sus bebés. El hombre no me mira muy bien: como voy con traje y
corbata, tal vez piense que estoy citado para declarar en una subcomisión o que
me dedico a comprar a concejales de urbanismo. En todo caso, durante un rato
“me sabe mal” -por usar una expresión tan catalana- haber interrumpido la dulce
plática paterno-filial, quizá el momento más alegre de su día.
Al llegar al Parlamento,
no hago mucho más que mirarlo e irme: es esa hora en la que aparcan las
furgonetas del avituallaje de la cafetería, del electricista que va a hacer
alguna chapuza, etc. Lo tacho de la lista y doy la vuelta rumbo a Santa
María del Mar.
10h
Quizá podía haber
tramado un café con alguien, pero mis amigos barceloneses no tienen mucha pinta
de amanecer antes de las once de la mañana, y tampoco quería prescindir de esta
pequeña terapia de soledad -dos horas de vagabundeo sin afán.
Ante todo, no
quería prescindir de Santa María del Mar. Camino a la iglesia, voy
recordando cuánto me deslumbró de joven: por entonces tenía que venirme hasta Barcelona en
coche, y mis dietas de subsistencia me daban para poco más que pasear arriba y
abajo con las manos en los bolsillos y pararme ante los escaparates con mirada
de desamparo. Fue así que entré un día -y desde ese mismo día he querido
volver.
Y ahí, a cinco
minutos, estaba de nuevo la iglesia, erguida en piedra, con esas proporciones
que parecen regidas por no sé qué música divina, con la nave guiada -alzada-
por una geometría capaz de activar el sensor de la trascendencia en el
neocórtex. De pronto, es como si, al franquear la puerta, no nos encontráramos
aquí, sino súbitamente realojados en los atrios de la Jerusalén celestial,
tocando la pandereta, en compañía de un chino con mochila y dos turistas
mexicanas. Y, en verdad, algún recogimiento ha de inspirar el lugar para que
los paseantes nos sentemos y guardemos una cámara incapaz de apresar el
misterio. Misticismos aparte, celebro todavía que la iglesia tenga lampadarios
con velas de verdad y no esas velas eléctricas que parecen la mesa de mezclas
de un DJ. Hasta había un señor -ojalá que sacristán- afanado en recoger la cera
derramada.
Al salir por la
puerta, sin embargo, un pensamiento viene a herirme: ¿y si ya no hay otra vez
aquí? Ya he llegado a esa edad en la que uno ve las cosas como si tal vez no
volviera a verlas nunca. O, al menos, al momento en que uno se pregunta si las
volverá a ver.
10h30
Antes que ir
preguntándome sobre la vida y la muerte prefiero pensar en cosas más
inmediatas, notamment el desayuno. Por suerte, la Boquería coge
al lado: de la vida del espíritu a “los alimentos terrestres”, todo lo
importante está cerca.
En el mercado
brujuleo un poco entre los puestos y, en medio de la masa foránea, uno podría
sentirse un holandés más sino fuera porque ya sabemos que los turistas siempre
son los otros. Dan ganas de preguntarse si los buenos comerciantes no
preferirían vender más pescadillas y que les hicieran menos fotos. Pero hemos
venido a lo que hemos venido, y me acerco al bar Pinotxo para
comprobar con desolación que debe de figurar con preeminencia en el Tripadvisor de
los Emiratos Árabes Unidos: de una parte de la barra
todo son turistas; de la otra, en cambio, las estrecheces de la cocina
propician una coreografía fantástica por la que cinco o seis personas son
capaces de guisar, de atender y de llevar platos –cap-i-pota, garbanzos,
callos, calamares- en un par de metros cuadrados sin que haya heridos. Una
mujer va cantando las comandas y un camarero llama “guapo” –“guapu”- incluso a
los clientes como yo.
Tras una colación
modesta para los estándares gargantuescos de la casa, salgo ligero y bien
calefactado Ramblas arriba, fantaseo con fumarme un puro,
rechazo la fantasía y mis zapatos parecen dirigirse por sí mismos a la tienda
de Bel.
10h45
Al pasar por plaza
de Cataluña no deja de sorprenderme el desarreglo urbanístico, pero la
vista se las arregla para buscar sus consuelos: una serie de esculturas
femeninas -quizá Llimona o Clarà– le dan una
gracia redentora, en el punto de encuentro exacto entre la sensualidad y la
elegancia. “Són nimfes catalanes que et vénen a abraçar”. Me apenan dos cosas,
sin embargo: la primera es que -en la balumba de la plaza- nadie se fijará en
ellas, como una belleza inútil. La segunda: abaratado el misterio de los
cuerpos, cuesta pensar que hoy alguien dedicara tanta demora, tan fino amor,
tanta observación de delicadeza para modelar a una mujer como un
deslumbramiento.
En un semáforo,
un hombre y nos quedamos mirándonos: es un dependiente de Bel, y
lleva una de las dos o tres corbatas que, incluida la mía, veo en toda Barcelona.
11h
Dice mucho de la
reverencia de Bel que, mientras el centro de la ciudad es un
hormigueo de estudiantes de Wichita y contables de Nagasaki,
el silencio de la sastrería sea denso como en el interior de una mastaba. Es lo
normal: hasta las paredes parecen forradas de lana cachemira, al menos allí
donde no hay cuernas de animales muertos. En este lugar, levantar la voz parece
tan impropio como una carcajada en la capilla Sixtina.
Bel es lo que la prosa de agencia de
viajes suele llamar una tienda “selecta”, y en verdad que el filtro de entrada
es muy estrecho: cosa rara en los comercios de su ambición, anuncian los
precios en el escaparate, con intención tanto de disuadir a las huestes
bárbaras como, quizá, de atraer a los jerarcas rusos. Todo esto implica que en Bel hay
que embridarse las pasiones más que en la visita a un serrallo, y después de
trastear por la tienda -con un estilismo menos asimilable al del lord inglés
que al del proxeneta mediterráneo-, me limito a hacerme la chaqueta que quería
hacerme. Van y vienen las telas, vuela la pañería fina: “all the decent drapery
of life”. Me alegra ver, como una contabilidad del XIX, mi vieja ficha de
cliente: “Sr. Peyró. Avisar en septiembre”. Al salir de Bel siempre
se sale a un mundo más áspero, y cuando cierro la puerta me acuerdo de aquel
dependiente, ya jubilado, que me dijo que tenían más clientes en Madrid que
en Barcelona. Sería para halagarme, pero bendito sea aquel
hombre tan señor: al contrario que tantos dependientes, creía que su trabajo
era ayudarte y no sólo soportarte.
11h45
Cinco minutos a
pie hasta que recalo en el Palace (antes Ritz). Es
el tipo de ensoñación que nos permitimos en una ciudad ajena. La media mañana
en los hoteles tiene una intimidad -valga el oxímoron- majestuosa. Me divierte
pensar que un café entre estas cretonas crepitantes cueste menos que cualquier
caramel macchiato para llevar. Dogma de fe: fuera de casa, lo mejor es ir al
baño en un hotel de cinco estrellas.
12h
Al salir del
hotel termina la terapia de soledad, y avanzo Diagonal arriba
hasta un buen portal de Balmes, donde un amigo me espera en su casa
para tomarnos la foto de la portada de un libro. Todo está preparado: un
chester, un fondo de grave boiserie; también, esa resignación con que ofrecemos
a la cámara un material humano imperfecto, mientras movemos los brazos o
dibujamos una sonrisa con la docilidad de los títeres. Cada vez que la
fotógrafa nos pide que nos miremos me entra un ataque de hilaridad
irresistible: aguantarle la mirada a mi amigo es como mirar frente a frente a Asurbanipal,
de modo que en las fotos salgo finalmente con los ojillos húmedos de quien
acaba de reír. Aprovecho la hospitalidad para mirar con anhelo los libros,
tomar un chorro de buen whisky y pasar un rato con el comentario de las
jornadas que le van a hacer a Carlos Pujol. Cuando la editora me ha
preguntado esta misma tarde dónde estaba tomada la foto, le dije que en Barcelona,
pero que lo suyo sería poner que se tomó en los Cuarteles de la
Infantería Húngara. Ha aceptado.
14h
Se supone que lo
de venir a Barcelona -“capital editorial del español”- es algo
que siempre hacían los escritores de verdad y, aunque uno en estos
desplazamientos tienda a verse más como un viajante de azulejos, he quedado a
comer con quienes podríamos llamar dos prohombres de la cultura. Antes que eso,
sin embargo, son amigos, y la mezcla de la amistad y la cultura desemboca donde
tiene que desembocar: vamos a estar hasta las siete de la tarde tomando copas.
Hablamos de excursiones a La Vera o a Baqueira, de
mujeres, de dinero, de líos de faldas de señores graves a quienes uno no
imaginaría capaces de enamoramientos becquerianos. En mi experiencia social,
estas comidas gremiales a tres, cuando no hay vanidades que defender, son una
ocasión inigualable -la definición más risueña de lo social. Caen dos botellas
de un Ródano excelente y, cuando tenemos que tratar de las
cosas serias, estamos todos ya en un estado de gran esponjamiento. Somos
jóvenes aún, qué va a hacerse, y no dejo de observar una cortesía: también
ellos se han tomado libre la tarde.
17h30
El día barcelonés
se va acabando. Recalamos en un hotel de lujo que, de no estar avisados, quizá
hubiéramos podido tomar –todo maderas, ningún adorno- por un pabellón multiusos
en Velilla de San Antonio. Ahí tampoco tomamos agua mineral. Pronto
nos despedimos con un abrazo menos barcelonés que madrileño.
18h45
Para desconcierto
del taxista, me empeño en llamar plaza Cambó a la plaza
Macià. Nos hubiésemos entendido mejor de haberme referido a ella por su
nombre de siempre: Calvo Sotelo.
19h
Es el último
encuentro de la jornada, con un señor importante que, sin motivo alguno,
siempre me ha tratado bien. Creo que no es por eso por lo que le tengo aprecio
-aunque no resta-, sino por su sobriedad, su ecuanimidad, su mezcla de hombre
de cultura y hombre de familia, su identificación, tan visible, con Barcelona -o
un enamoramiento no menor de los libros. Nunca falta tema para la charla,
siquiera porque tampoco faltan muchos amigos comunes, pero se trata más de
ponernos al día, del pequeño consuelo de saber que -tras un buen tiempo- a los
dos nos va bien, tenemos alguna ilusión, algún proyecto, trabajo entre manos. Y
uno agradece que existan personas como él, que le quitan cutrez al cucaracheo
irremediable del escribir, aunque sólo sea por esa elegancia del espíritu de
que un señor importante no desdeñe a un pigmeo. Nos despedimos en la misma
esquina exacta en que nos despedimos la última vez. La terraza del Sandor ya
va teniendo su petite histoire en mi vida.
20h
En el momento del
último adiós pasa ante nosotros, rozagante, con un abrigo color marrón cremoso,
un rostro bien conocido. Es uno de esos políticos simpatiquísimos que han
sabido entrar y salir de todos los agujeros negros de la política desde la Transición hasta
nuestros días, fuera en Madrid o Barcelona.
Hablamos de un hombre ya de una edad, pero -me doy cuenta- con una pinta
excelente. Mi amigo lo achaca a que frecuenta el trato con mujeres, y es verdad
que podría tener esa sonrisilla un poco dulce de quien viene de pecar. Le
saludo como si fuéramos amigos para siempre.
20h15
Barcelona es -como suele decirse hoy- un gran
destino gastronómico, pero por las prisas me tengo que meter en el primer lugar
que encuentro en la Diagonal (y que no sea una franquicia con
sede en Milwaukee) para tomar algo. Pregunto qué tienen bueno y el
camarero me recomienda unas bravas que, efectivamente, debieron de estar buenas
tres días atrás. No todo es apoteosis.
21h15
El día se acaba.
Canción triste de estación -los relojes de los andenes siempre tienen algo de
irremediable despedida. Nos hemos perdido una cena monumental en Barcelona,
el tacto de las sábanas de un hotel desconocido, alguna conversación de las que
alimentan la inteligencia. Pero estos días -de tanto contento- tienen algo de
trampantojo: en un rato llegaré a mi cama, como siempre, y mañana -como
siempre- habrá que saludar al vecino sin ladrar, salir vivo del atasco, pasar
el día trabajando, perdonar a los que nos ofenden y escribir, escribir,
escribir. Pero quizá sea una bendición oculta que la vida tienda a repetirse.
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De DIRCOMFIDENCIAL,
02/02/2017
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